Capítulo 3
-Hay sangre en su vestido —dijo Lord Chard con voz tranquila.
—¡Sangre! Sí…, es sangre —contestó Laura, y en cambio su voz sonó temblorosa.
Desesperada, trató de buscar alguna excusa; pero sólo veía ante sus ojos la enorme herida de la mejilla del delator, aquella boca abierta, sus ojos cerrados y tumefactos…
—Yo… yo me pinché un dedo… —empezó a decir pero, de pronto, el esfuerzo fue demasiado grande para ella. La habitación pareció girar a su alrededor; una profunda oscuridad la envolvió y sintió que empezaba a caer.
Se aferró a algo o a alguien, no supo de cierto a qué. Pero su pérdida del conocimiento fue muy breve. Cuando volvió en sí, se encontró oprimida con fuerza por unos brazos poderosos que la llevaban a través del vestíbulo y la subían por la escalera.
Por un momento pensó que era Hugh, pero comprendió que él jamás la había sostenido con aquella fuerza, que le producía una extraña sensación de seguridad. Le llevó unos segundos, mientras subían una docena de escalones, comprender de quién se trataba.
—Ya estoy… bien, milord —murmuró con voz débil.
—Quédese quieta —ordenó él.
—No sé… cómo he podido ser tan… tonta.
—No hable. Dígame únicamente cuál es su habitación.
—A la derecha… al fondo del corredor —logró contestar Laura.
Él la llevó por el pasillo moviéndose con gran soltura, como si su carga fuera muy ligera.
—Es la habitación de la izquierda —dijo la joven por fin, cuando se dio cuenta de que se acercaban a su cuarto.
Andrew Chard abrió de un empujón la puerta entornada. La habitación estaba sumida en penumbra y él permaneció inmóvil unos momentos, sosteniéndola aún con fuerza contra su pecho mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad para poder ver, a la luz que entraba desde el pasillo, dónde se encontraba el lecho.
Con una gentileza que ella no hubiera esperado de aquel hombre, la depositó sobre la cama, apoyándole la cabeza en la almohada.
Ella trató de darle las gracias, pero las palabras no surgían de sus labios. Él tomó una palmatoria de la mesita y salió al pasillo para encenderla con una de las velas de afuera.
La colocó luego en la mesita y se quedó mirando a Laura. Estaba muy pálida y tenía aún dilatadas las pupilas por el horror. Ella comprendió que nada pasaba desapercibido a los ojos penetrantes: la agitación de su pecho, el temblor de sus labios, la mancha roja sobre su vestido blanco, cuyo borde estaba lleno de polvo…
Sintiéndose débil e indefensa cerró los ojos y dejó que la turbación cubriera con una oleada de rubor, su rostro. Las lágrimas escapaban a través de sus oscuras pestañas.
—Está usted enferma —dijo Lord Chard—. Llamaré con la campanilla a la doncella.
—Nadie vendrá —musitó ella—. Todos están en la cocina. Su Señoría no comprende… No esperábamos visitas y hay mucho que hacer.
—Entonces, ¿puedo ayudarla? Usted necesita atención.
Había tanta compasión y sinceridad en su voz, que ella abrió los ojos, asombrada.
—No…, ya estoy bien —dijo con voz débil—. Fue un desmayo pasajero.
Quiso incorporarse, pero el esfuerzo hizo que la cabeza le diera vueltas y tuvo que volver a dejarse caer sobre las almohadas.
—Quédese quieta —dijo él—. Le traeré agua.
Llenó un vaso de la jarra que había sobre la mesa, volvió al lado de ella y, con gran habilidad, le levantó la cabeza con la mano izquierda, mientras con la otra le acercaba el vaso a los labios. El agua fresca, al pasar por su garganta, disipó un poco el mareo que sentía Laura.
—Gracias —murmuró intentando sonreír—. Parece usted… enfermero.
—Cuidé a muchos heridos durante la guerra —contestó él—. Recuerdo que la primera vez que vi a un hombre herido, me impresionó mucho. Pensé que jamás me acostumbraría, pero con el tiempo me fui endureciendo y la sangre dejó de asustarme.
Laura cerró de nuevo los ojos. Aquel hombre parecía ser clarividente, pues comprendía que había sido el derramamiento de sangre lo que la había asustado de tal modo. Sin duda adivinaba que había estado en presencia de la muerte…, quizá ante algo peor que la muerte misma.
«Debo tener más cuidado», se dijo.
Lord Chard llevó el vaso de nuevo a la mesa y luego se quedó mirando a su alrededor. La luz de la vela le permitió ver que Laura había creado un rincón muy personal, con cosas que había traído de todos los rincones de la casa.
La habitación era pequeña, de techo bajo, y sus ventanas daban al jardín. En un ancho banco acojinado, al pie de una ventana, se veían varios libros. La cama era de madera tallada y sobredorada al estilo florentino.
Había un reclinatorio español tallado en nogal, y un tocador de estilo Reina Ana, cuya hermosura residía en la simplicidad de sus líneas. Las sillas, de elaborada talla en madera rematada por una corona, pertenecían a la época de Carlos II.
Cada mueble parecía tener un significado especial, y por todas partes había flores que impregnaban el ambiente con su fragancia.
—Así que ésta es su habitación —murmuró Lord Chard.
—Sí, yo siento que éste es mi verdadero hogar, el que me he formado yo misma —contestó Laura, sin considerar que sus palabras hablaban de la soledad en que vivía, y de su universo personal, ajeno al mundo exterior.
Andrew Chard se inclinó y tomó uno de los libros.
—Veo que está leyendo El Paraíso Recobrado —dijo—. ¿Es eso lo que está buscando, el paraíso?
-No de la forma en que Milton habla de él —contestó Laura—. Para mí, el paraíso está en el jardín, con sus flores y sus pájaros; en el mar en calma, cuando el sol brilla a través de los árboles y el viento parece un amigo que habla de cosas más emocionantes que las que puede hablar un ser humano. Eso es para mí el paraíso.
De nuevo había hablado sin pensar, olvidando a quién se estaba dirigiendo. Turbada, se apresuró a decir:
—Pero le estoy entreteniendo, milord. Me encuentro mejor, se lo aseguro, y mi hermano le aguardará abajo…
Andrew Chard dejó el libro y se dirigió a la puerta.
—¿Está usted segura de que no volverá a desmayarse? —preguntó.
—Completamente segura —contestó ella—. Gracias por su ayuda.
—No hay razón para que me las dé. Por el contrario, creo que es, culpa mía que esté tan alterada. Mi llegada debe haberle causado muchas inconveniencias.
Laura estaba segura de que las palabras de él encerraban algo más que una disculpa convencional, por lo que no supo qué decir.
—Buenas noches, señorita Ruckley —añadió Lord Chard, ya en la puerta—. Espero que duerma bien.
—Deseo lo mismo a Su Señoría —contestó ella, que se había incorporado un poco para verle salir y cerrar la puerta a sus espaldas. Luego escuchó sus pisadas que se alejaban por el pasillo.
Durante algunos momentos, reinó un silencio absoluto. Laura se sentó y se cubrió el rostro con las manos. Al evocar todo el horror de lo sucedido, recordó de pronto que Lew Quayle había dicho que era él quien había comprado el vestido que llevaba puesto.
Al pensar en ello, sus manos temblaron. ¡Cómo le odiaba! Detestaba la expresión de sus ojos, el cinismo de su sonrisa, el acento burlón de su voz…
Con repentina energía, saltó de la cama, desprendió los broches del vestido y lo dejó caer al suelo. Cuando Hugh se lo dio, le había parecido precioso, pero ahora se le antojaba repulsivo.
Se estremeció de asco pensando que Lew había calculado sus medidas en forma tan exacta y sé, sintió enferma porque algo que él había tocado hubiese estado en contacto directo con su piel.
Se metió en la cama, pero no pudo dormir. No oyó subir a los demás. Lord Chard y Nicholas Weston se alojaban en el ala occidental de la casa, pero Hugh dormía a sólo unas cuantas puertas de su alcoba y Laura se preguntó por qué no habría ido a hablar con ella.
Esperó, escuchando con atención. Por fin se levantó de la cama y descorrió las cortinas. Empezaba a amanecer; el jardín estaba aún en sombras, pero el cielo ya clareaba. Lo cubría todo una leve neblina, lo cual significaba que iba a ser un día caluroso. Laura sintió que la paz y la belleza del jardín tranquilizaban un poco el tumulto de su corazón.
Al volverse desde la ventana con un leve suspiro, vio el vestido en el suelo, donde lo había dejado la noche anterior. Evitando mirarlo, se puso el viejo vestido de algodón gris que había usado tantas veces. Después de cepillarse el cabello, recogió el traje de noche con un estremecimiento de disgusto y salió al pasillo.
Se deslizó como un fantasma por la casa silenciosa. Llegó a la habitación de Hugh, y vio que la puerta estaba abierta. Al entrar comprobó, con una sola mirada, que la habitación estaba vacía y que su hermano no había dormido allí.
Un miedo repentino la impulsó a bajar corriendo la escalera, cruzar el vestíbulo y entrar en el salón. Lo que vio le causó un gran alivio, pero al mismo tiempo la hizo enfadarse.
Hugh se encontraba tendido con la cabeza echada hacia atrás, los pies sobre un cojín de seda, en un sofá del rincón. Una copa de vino, rota, se veía en el suelo junto a él. Enfrente, al lado de la mesita de los licores, dormía Nicholas Weston en un sillón con las piernas abiertas y extendidas.
Laura los miró con disgusto antes de cruzar la habitación, descorrer las cortinas y abrir uno de los ventanales. El aire de la mañana entró en el salón, dispersando el olor a vino y a tabaco.
Sin esperar a que los hombres se despertaran, salió a la terraza, llevando todavía el vestido en la mano. Cruzó la rosaleda y bajó hacia un huerto silvestre que había más allá de los prados de césped recortado. Iba hundida en sus pensamientos, ajena al rocío que humedecía sus zapatillas y a la belleza de su querido jardín.
A la orilla del huerto había un pequeño claro, donde se solían quemar las hojas secas en el otoño, las hierbas perniciosas que se arrancaban del jardín y otros desperdicios.
Había un montoncillo de ceniza gris, así como algunas varas a medio quemar. Cogiendo una de ellas, Laura removió la ceniza y encontró, como esperaba, que había un pequeño rescoldo bajo la superficie. El día anterior, el jardinero había estado quemando desperdicios.
Se dedicó a reunir algunas ramas secas para hacer una nueva fogata. No tardaron en levantarse llamas crepitantes, sobre las que arrojó el vestido. Cuando lo vio consumirse, tomó la decisión de borrar de su mente el recuerdo de lo sucedido la noche anterior.
Al alejarse de la fogata, se dio cuenta de que no estaba sola. Lord Chard se encontraba a la orilla del huerto observándola, y ella no tenía idea de cuánto tiempo llevaba haciéndolo.
Se dirigió hacia él, procurando disimular la irritación que sentía al ver invadida su intimidad.
—Es usted madrugador, milord —dijo—. Confío en que su cama no haya resultado demasiado incómoda.
—Dormí muy bien, gracias —contestó él—. Pero estuve tantos años en campaña, que tengo el hábito de levantarme al amanecer.
—Si vuelve a la casa, ordenaré que le preparen el desayuno ahora mismo —dijo Laura, con una actitud un poco rígida.
—No hay prisa. Estoy dispuesto a esperar.
Laura apartó la vista, temerosa de encontrarse con la mirada penetrante de los ojos masculinos. Lord Chard la estaba mirando y ella, a su vez, observó lo bien que le quedaba la levita azul que llevaba puesta y con qué cuidado estaba anudada su corbata blanca. ¿Por qué no podía tener Hugh aquel aspecto en lugar de estar acostado en la sala, roncando con la boca abierta y el cabello en desorden?
Como si hubiera adivinado una vez más sus pensamientos, Lord Chard dijo sonriendo.
—Temo mucho que mi secretario hizo beber a su hermano en exceso anoche… ¿o sería a la inversa?
—¡Qué forma tan tonta de pasar una velada! —contestó ella y no pudo evitar una leve sonrisa.
—Estoy de acuerdo con usted. ¡Hay tantas cosas mejores que hacer…! Podían haber discutido de política, de filosofía o de arte… O tener el privilegio de ver, como yo, hermosos tesoros coleccionados por quien ama lo bello.
Por un momento, Laura no comprendió a qué se refería, pero luego se echó a reír.
—¿Se refiere a lo que tengo en mi dormitorio?
—Me inclino ante su buen gusto.
—No son cosas de mucho valor —murmuró ella, un poco inquieta—. Mi padre vendió la mayor parte de las cosas por las que pudo obtener un buen precio: los cuadros de la familia, por ejemplo, y todos los objetos de plata.
—No creo que el dinero tenga mucho que ver con la belleza o el buen gusto —contestó Lord Chard—. Dígame, ¿qué precio le pondría usted a esto?
Sacó un cuchillito de oro de su bolsillo y cortó una flor que empezaba a abrirse, una rosa blanca con un leve toque sonrosado. Se la ofreció a Laura y ella se echó a reír.
—¡Un millón de libras! O, tal vez, «la mitad de mi reino».
—Tal vez sea eso lo que alguien le pida un día —dijo él con suavidad.
Laura le dirigió una mirada inquisitiva y sintió que una corriente cálida inundaba sus venas. Sin saber por qué, le pareció que aquel momento era trascendental en su vida. En los ojos de él, en su modo de mirarla, había oculto un mensaje que no comprendía.
—Me… me temo que no entiendo —musitó al tomar la rosa que él le ofrecía, consciente del roce de sus dedos, y se apartó en seguida—. Debo ir a ordenar que le preparen el desayuno, milord.
Echó a andar apresuradamente y él la siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Luego se dirigió lentamente hacia el río, pero se detuvo al escuchar pisadas y una voz gruesa que exclamaba a sus espaldas:
—¿Ha logrado encontrar algo, milord? ¡Vaya si se ha levantado temprano! —Nicholas Weston se sonrojó—. Me temo que bebí un poco de más anoche, milord. Tal vez había algo en el coñac… Por cierto que era bastante fuerte.
—Sugiero, Weston —dijo Lord Chard con voz helada—, que discutamos estas cosas cuando se haya afeitado. La señorita Ruckley está ya levantada y no puedo permitir que vea a un miembro de mi personal en las condiciones que está usted ahora.
Como un perro al que hubieran apaleado, Nicholas Weston volvió a la casa sin decir nada, mientras Lord Chard se dirigía por otro camino hacia la terraza, frunciendo el entrecejo.
Unos minutos después Laura se reunió con él.
—Siento molestarle, milord, pero la cocinera dice que el muchacho que envió al pueblo a comprar lo necesario para un buen desayuno, tardará un poco en volver. Si usted no desea esperar, me temo que sólo podremos servirle huevos con tocino.
—Los huevos con tocino me encantan —repuso él amablemente. El rostro de Laura se iluminó.
—¡Qué bien! —exclamó—. Entonces el desayuno estará listo en unos minutos.
Desapareció aprisa y Andrew Chard continuó paseando de un lado a otro de la terraza, pero ahora sonreía.
Laura, después de dar las instrucciones pertinentes a la señora Barnes, estaba examinando el comedor para ver si Bramwell había puesto un mantel limpio, cuando apareció Hugh. Se había lavado, cambiado de ropa y afeitado, aunque estaba muy pálido y se quejaba de un terrible dolor de cabeza.
—¡Fue ese maldito Weston! —exclamó—. Yo quería emborracharlos a los dos, pero Chard se me escabulló sin que pudiera detenerlo, y Weston me hizo beber copa tras copa hasta que, a decir verdad, no recuerdo nada más.
Laura se echó a reír sin poder evitarlo.
—¡Oh, Hughie, te veo muy mal; imagino cómo te sentirás!
—¿Qué sucedió anoche? ¿Viste a Lew, le dijiste…?
—Sí, se lo dije —contestó Laura, seria de nuevo y con mirada sombría.
—Espero que supiera lo que hacer y que dispersara los caballos que esperaban en el pueblo para llevar a otros sitios la carga. No sabemos cuántos espías habrá traído Chard consigo.
Ella iba a protestar, pues no creía que aquél fuera el sistema que empleaba Lord Chard, mas prefirió callar.
—¿Dónde está él ahora? —preguntó Hugh.
—En la terraza, esperando el desayuno.
—Entonces, tengo que ir a presentarle mis respetos.
Al volverse hacia la puerta, Hugh sintió que su hermana lo sujetaba por un brazo.
—Escúchame, Hughie —dijo ella—. Sé bien que mientras Lord Chard esté aquí no existe la menor posibilidad de que desembarquen más mercancías. Pero ¿no has tenido ya suficiente? Ahora que sabemos que estás bajo sospecha, ¿no sería más inteligente dejar las cosas así? ¿No podrías decir al señor Quayle que ya no estamos interesados en el asunto?
Hugh la miró asombrado.
—Debes estar loca para pensar que puedo hacer eso —respondió—. ¿No sabes que, aunque quisiera, no podría retirarme ahora del negocio? Estoy metido en esto hasta el cuello y, a menos que tengamos buenas ganancias en las próximas operaciones, puedo darme por arruinado.
—Pero ¿por qué? No entiendo…
—Si quieres saber la verdad…, le debo a Quayle más de diez mil libras.
—¿Cómo es posible? ¿En qué gastaste el dinero?
—Jugando y en otras cosas —contestó Hugh con brusquedad—. Además, no pensarás que tenía mucho dinero para invertir al principio.
—Pero han estado usando el castillo y nuestros sótanos… y las cuevas nos pertenecen realmente a nosotros.
—Trata de demostrarlo —contestó Hugh—. Llevaban usándolas desde mucho antes que yo volviera de la guerra. El túnel lo hace todo más seguro y los sótanos tienen sus ventajas. Pero no eres tan tonta como para imaginar que no se podrían arreglar muy bien sin nosotros. Pueden llevar las cargas hasta el pueblo por el río, y la posada es tan buen escondite como éste.
—Pero Lew Quayle quiso que te asociaras a él… —dijo Laura, desesperada.
—No tanto como lo deseaba yo. Ni siquiera estaba seguro de que me aceptara. Siempre ha detestado a la gente de la nobleza. Es algo que todo el mundo sabe, pero te vio a ti… y creo que eso fue lo que decidió realmente las cosas.
Laura miró asombrada a su hermano.
—¿Qué tengo yo que ver con eso? —preguntó.
—Muchísimo —contestó Hugh con una sonrisa—. Vamos, Laura, ¿tenemos que empezar a discutir tan temprano? La cabeza está a punto de estallarme y Lord Chard podría estar oyéndonos.
—No sabía que las cosas estuvieran tan mal —contestó ella.
—Pues te aseguro que estarán peor si no podemos sacar esa carga que arrojaron anoche al mar y si no recibimos la que esperábamos para dentro de cuarenta y ocho horas. Todo depende de eso, Laura. Tienes que ayudarme.
—¡Oh, Hughie! ¡Cómo quisiera que no te hubieras metido en todo esto! —exclamó Laura con angustia.
Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero ya no hubo tiempo de decir más. El viejo Bramwell regresaba de la cocina con una enorme fuente de huevos con tocino. Le seguía Rose, que traía rebanadas de pan recién tostado, mantequilla y un trozo de panal con miel.
—¡Cielos! ¿Eso es lo que vais a servir de desayuno? —exclamó Hugh con disgusto.
—Huevos con tocino es lo que ha pedido Lord Chard —replicó Laura—. Y si quieres mi consejo, toma una taza de café bien cargado antes de enfrentarte con él.
Trataba de hablar con naturalidad, pero no podía dejar de pensar en lo que su hermano acababa de decirle. ¿Cuáles eran las intenciones de Lew Quayle hacia ella? ¿Por qué había atraído a Hugh a su red de actividades criminales?