Capítulo 5
—¡En verdad que es enormemente emocionante! —exclamó Yola.
Sus ojos brillaban y sus labios sonreían, mientras iba de exhibición en exhibición en la Exposición Internacional.
El marqués la había llevado en su carruaje abierto y ella se sintió llena de excitación desde el momento en que entraron en el enorme edificio de cristal y hierro, construido en el Champ de Mars, en la orilla izquierda del Sena.
Había una gran feria y un Pabellón Imperial de estilo oriental, realizado con toldos a rayas y una multitud de águilas doradas.
Pero la mayor parte de las exhibiciones podía encontrarse en el Palacio de la Industria y en los diferentes pabellones levantados por las naciones invitadas a la exposición.
Inglaterra presentaba un quiosco de la Sociedad Bíblica, una iglesia protestante, una granja modelo y máquinas para la agricultura.
El marqués se echó a reír.
—Nada podría demostrar con más claridad que esto la diferencia que hay entre la Inglaterra victoriana y la Francia del Segundo Imperio. Es un abismo social y espiritual lo que las separa.
Era el tipo de comentario que su padre hubiera hecho y Yola pensó que el marqués la estaba probando, para ver si entendía lo que quería decir.
—No faltan exhibiciones exóticas —murmuró ella con suavidad—, si eso es lo que estás buscando.
Aparecieron ante sus ojos las tiendas de Marruecos, la mezquita turca y el sarcófago musulmán. Visitaron también la casa de bambú de Japón y vieron una pagoda de porcelana en el jardín presentada por China.
—Me gustaría saber que piensas de esto —dijo el marques.
Yola vio que estaba señalando hacia un cañón de acero, de cincuenta y ocho toneladas, fabricado por Krupp de Essen y exhibido en la sección prusiana.
Mientras Yola lo observaba, el marques dijo:
—Es capaz de disparar una bala de cuatrocientos cincuenta kilos y los periódicos franceses lo consideran como una simple diversión un poco irónica:
Yola lo miró antes de decir:
—Pero tú lo ves con perfecta seriedad.
—Creo que si apuntara contra nosotros, sería cosa seria en verdad —contestó el marqués.
Llevó a Yola adonde estaban exhibiendo un nuevo rifle: el chassepot.
—¿Es la única arma que tenemos en exhibición? —preguntó ella en voz baja.
—Hay un mapa en relieve de nuestros fuertes —contestó el marqués—, el cual, la última vez que estuve aquí, era examinado con interés concentrado por varios oficiales prusianos.
Yola comprendió lo que el marqués estaba tratando de decir y sintió un leve estremecimiento de miedo, al pensar que tal vez los que hablaban de que Francia marchaba hacia la guerra, pudieran tener razón.
El año anterior los austríacos habían recibido una inesperada derrota en la batalla de Sadowa y eso había hecho que el mundo se diera cuenta de que Prusia estaba surgiendo como potencia militar.
Yola recordó cómo su padre había dicho que los franceses jamás tolerarían que los alemanes amenazaran sus fronteras.
Entonces se dijo a sí misma que se estaba mostrando innecesariamente temerosa.
—Habrá paz en el futuro —murmuró, casi para sí.
—Ojalá pudiéramos estar seguros —contestó el marqués.
Con un cambio repentino de estado de ánimo característico de él, la tomó del brazo para llevarla a admirar la gran sección de la comida francesa, donde todo distrito fabricante de de vino tenía su exhibición y su cava.
—¡Hay tanto que ver! —exclamó Yola con un suspiro después de varias horas de estar caminando—. Cada vez que siento que hemos llegado al final, descubro que hay varias cosas más, que quiero ver y admirar.
Encontraron que era difícil tomar una decisión respecto donde comer.
—Hay más de tres kilómetros de cafés y restaurantes —dijo el marqués—. Puedes comer y beber en cualquier idioma. ¿Cuál prefieres?
Era una elección en realidad muy difícil.
En el restaurante español, las camareras de piel aceitunada y rectas cejas sobre ojos muy redondos, llevaban faldas de satén color púrpura, chales de encaje blanco, grandes peinetas y rosas de damasco en su cabello negro como ala de cuervo.
Yola casi había decidido comer allí, pero entonces se asomaron al café ruso, donde las camareras eran rubias y llevaban elaboradas diademas de flores, con cintas de colores flotando atrás.
—Un lugar que evitaremos es la taberna inglesa —dijo el marqués con firmeza—. Las muchachas llevan puesta ropa muy poco atractiva y me han dicho que la comida es detestable.
A final de cuentas, porque consideraron que sería divertido hacerlo, comieron en el café tunecino, donde había muchachas de ojos almendrados, casi oblicuos, maquillados con khol.
—He aprendido una cosa —dijo Yola, cuando terminaron, después que habían reído casi sin cesar—, que cuando está uno en Francia, debe comer comida francesa.
—Cuando estés en Francia, debes hacerlo todo con los franceses —replicó el marqués—… ¡Y eso aplica al amor también!
Había una nota en su voz que hizo a Yola sentirse tímida.
Por lo demás, hubo tanto que ver y que hacer en la Exposición, que no tuvieron oportunidad de hablar en forma íntima.
Pero ella estaba vívidamente consciente de lo que había ocurrido la noche anterior; se había acostado pensando en él y había despertado con su nombre en los labios.
Podía sentir todavía las sensaciones que había despertado en ella y sabía que, porque estaban juntos, experimentaba una extraña excitación que nunca antes había conocido y que afectaba todo lo que decía y hacía.
«¡No estoy enamorada!» trato de decirse a si misma, pero sabía que mentía.
Pasaron todavía otra hora más de la tarde viendo exhibiciones. Después, sospechando el marqués que ella estaba ya cansada, volvieron hacia su calesín y se dirigieron de regreso a la casa de Aimée.
—Vas a cenar esta noche conmigo —dijo el marques—, y así tendré oportunidad de hablar contigo.
Había un lacayo a espaldas de ellos, en un pequeño asiento, y aunque era muy poco probable que escuchara lo que hablaban, su sola presencia hacía imposible una comunicación más íntima.
—¿Me lo estás pidiendo o me lo ordenas? —preguntó Yola.
—Te lo estoy pidiendo… suplicando, si lo prefieres. Pero no voy a permitir que me digas que no.
Yola no tenía deseo alguno de rechazar su invitación.
Al mismo tiempo, sentía que se estaba uniendo más y más profundamente a él y no sabía qué podría hacer para detenerse.
Había querido conocerlo, averiguar cómo era, pero ahora sentía que todo estaba sucediendo demasiado de prisa y que era imposible pensar y casi le resultaba difícil hasta respirar.
—Gracias por haberme llevado a la Exposición —agradeció ella, en forma convencional.
—Fue como llevar a un niño a su primera pantomima —dijo el marqués con una sonrisa.
—¿Eres realmente tan blasé? —replicó Yola—. La exhibición francesa debía hacerte sentir muy orgulloso.
—Me resultó muy difícil mirar otra cosa que no fuera la persona que me acompañaba.
Yola se había dado perfecta cuenta de que los ojos del marqués casi no se habían separado de ella mientras recorría la exposición y en forma deliberada había evitado mirarlo por temor a lo que pudiera decirle sin palabras.
—Creo que hemos hablado ya suficiente sobre La Belle Francia —dijo el marqués, cuando se acercaba ya a la Rué du Faubourg Saint-Honoré—. Esta noche intento hablar de ti y desde luego… de mí también.
—¿Y si Aimée hubiera organizado alguna fiesta para mi? —sugirió Yola.
—Le he dicho a ella que íbamos a cenar juntos.
—¿Sin antes preguntarme nada a mí?
—Ya te dije que no te iba a permitir que me dijeras que no.
—Te estás mostrando muy dictatorial.
Yola habló en tono ligero. Al mismo tiempo, sentía que estaba luchando contra él, porque él la iba envolviendo, abrumando antes de estar lista para enfrentarse a él.
—Creo que tengo derecho a ser dictatorial —contestó el marqués a su acusación—, y a muchas otras cosas también. Pero te hablaré de ellas esta noche. Te suplico que estés lista a las siete y media.
El carruaje había entrado ya al sendero de grava que conducía a la puerta de la casa de Aimée, cuando Yola preguntó con cortesía:
—¿No gustas pasar?
Él movió la cabeza dé un lado a otro.
—Tengo algunas cosas que hacer antes que nos encontremos esta noche —dijo él—; así que discúlpame con Aimée, por favor.
—Lo haré, y gracias otra vez.
Yola le sonrió con cierta timidez y, sin soltar las riendas, él besó su mano enguantada.
—Piensa en mí hasta entonces —le dijo al oído, para que no pudiera escucharlo el lacayo que esperaba para ayudar a Yola a bajar.
Los dedos de él oprimieron los de ella y, a pesar de sí misma, Yola sintió que la recorría un pequeño estremecimiento.
Él debió darse cuenta, porque Yola percibió un brillo repentino en sus ojos. Entonces, a toda prisa, bajó del calesín y se dirigió a la casa.
Aimée había salido y Yola subió a su dormitorio. Después de quitarse el elegante vestido amarillo que había llevado a la Exposición, y el pequeño sombrero adornado con flores que lo complementaba, se metió en la cama.
Se dijo que debía dormir, pero en lugar de hacerlo, encontró que su mente daba vueltas y vueltas, siempre en torno del marqués.
La noche anterior fue un momento de éxtasis tan exquisito, que se tenía que estar recordando a cada instante que tal vez no había significado lo mismo para él.
Para ella era su primer beso, mientras que él había besado a tantas mujeres, que quizá el hecho no tenía ningún significado, a pesar de las cosas que había dicho.
Cuando él levantó la cabeza y sus labios dejaron los de ella, Yola había ocultado su rostro contra el hombro de él, en un gesto de timidez.
Después de un momento, como si el silencio fuera más elocuente que las palabras, él le había dicho con mucha suavidad:
—¿No te desilusionó tu primer beso, queridita mía?
—Yo… yo no sabía… que un beso podía ser… ¡tan maravilloso! —murmuró Yola.
—Te dije que eras como azogue en mis manos. Y, sin embargo, por un momento encantado no pudiste escapar de mí.
Ella había lanzado una pequeña carcajada de felicidad. Entonces él le puso los dedos bajo la barbilla y la hizo levantar el rostro hacia el suyo.
—¡Eres… increíblemente encantadora! Y yo tenía razón al pensar que éste era el ambiente perfecto para ti.
La luz de la luna iluminaba el rostro de la joven y su cabeza era una silueta contra el fondo del agua plateada que caía a sus espaldas, para formar un estanque a sus pies.
Por un largo momento la miró; entonces la estaba besando de nuevo, con besos lentos, posesivos, exigentes, que hacían sentir a Yola como si la estuviera haciendo suya y no fuera posible ya escapar de él.
Como si él comprendiera que cualquier cosa que dijera o hicieran arruinaría la magia del momento que acababan de vivir, la condujo por el mismo sendero por el que habían llegado hacia el carruaje que los esperaba.
Le oprimió la mano con fuerza, mientras volvía en silencio, y sólo cuando llegaron a la casa de Aimée y el marqués bajó para ayudarla a descender, dijo:
—Vendré a buscarte mañana a las diez y media de la mañana, para llevarte a la Exposición Internacional.
Yola estaba tan preocupada con sus propios sentimientos que le era difícil entender lo que él estaba diciendo. De hecho, parecía como si su voz hubiera muerto en su garganta.
Sus ojos se encontraron y por un momento ambos se quedaron muy quietos. Entonces el marqués volvió a subir al carruaje.
Yola subió la escalera, hacia su dormitorio, sintiendo que su corazón había dado varios vuelcos y que el mundo entero estaba boca abajo.
Ahora, se dijo a sí misma, que tenía que ser sensata.
Tal vez el éxtasis que el marqués había provocado en ella era sólo debido a que era muy joven e inexperta.
Había sido lo bastante perceptivo para comprender que nunca antes la habían besado; pero eso no significaba que tal ignorancia resultara particularmente atractiva para él. O tal vez era atractiva sólo como nueva experiencia.
Durante el tiempo que pasó hasta que volvió a verlo, Yola quiso restar importancia de lo que había sucedido, evitar que adquiriera trascendencia. Se negaba a reconocer que sus sentimientos anteriores respecto al marqués habían sufrido un cambio total.
Y, sin embargo, en el momento mismo en que lo vio en el salón de Aimée, sintió como si todo su cuerpo renaciera, de modo tal que le fue imposible pensar en nada más que en lo atractivo que se veía.
Ahora, mientras daba vueltas en la cama de un lado a otro, luchaba consigo misma, tratando de no aceptar que estaba loca y desesperadamente enamorada.
Aquello era lo que siempre había deseado sentir por un hombre, lo que ella sabía que era el amor… pero ¿por el marqués?
Había llegado a París con la intención de odiarlo. Era un hombre que estaba segura iba a inspirar todo su desprecio como buscador insaciable de placer; un hombre del que ella sospechaba que vivía con dinero que le daban las mujeres, que tenía la cabeza vacía, y al que atribuía una total carencia de escrúpulos. ¿Había estado equivocada? ¿O era simplemente una muchacha inocente y estúpida que se había dejado fascinar por un hombre muy experimentado, que era un conquistador profesional?
Todo resultaba muy difícil de aclarar y sentía como si su mente hubiera dejado de funcionar, mientras su cuerpo, que vibraba con nuevas sensaciones, se había convertido en el factor dominante.
Era imposible considerar nada en forma lógica u objetiva, como le habían enseñado a hacerlo.
En cambio, sentía un incontenible anhelo de que el tiempo volara, para volver a ver al marqués y estar de nuevo con él.
Había dicho que quería hablar con ella. ¿Qué quería decirle? ¿Qué iba a decirle?
Sabía lo que quería escuchar, pero se dijo que era demasiado esperar que éste fuera un cuento de hadas, con un final feliz. «Estoy portándome en una forma muy tonta», murmuró para sí una docena de veces.
Y, sin embargo, cuando llegó el momento de vestirse para cenar, saltó de la cama con un entusiasmo incontenible y comprendió, cuando vio su imagen reflejada en el espejo, que nunca había estado tan encantadora.
Escogió en forma deliberada un vestido que había comprado a Pierre Floret porque la hacía verse muy bonita, aunque no tan elegante como con los otros.
Era de crepé blanco, adornado con encaje legítimo, olán tras olán, formando una cola enorme, que surgía de un frente sencillo y elegante.
Yola pensó que la hacía parecer como la estatua de una diosa griega. En efecto, cuando el marqués la vio entrar en el salón exclamó:
—¡Pareces Afrodita saliendo de la espuma!
Consideró prudente no pedir prestadas joyas a Aimée y su único adorno eran dos rosas blancas en el cabello y una en el cuello, sostenida por una cinta angosta del mismo material de su vestido.
Con su cabello negro arreglado por Félix en un nuevo estilo, sus ojos cegadoramente brillantes por la excitación y la felicidad y sus labios entreabiertos, habría sido imposible para un hombre no sentirse conmovido.
El marqués la miró y, sin tocarla, dijo:
—¡Te amo! No pensaba decírtelo hasta más tarde, esta noche, ¡pero es imposible encontrar otras palabras con las cuales decirte lo hermosa que eres!
Ella se acercó a él y sintió deseos de que la besara, con una intensidad que jamás había experimentado.
Pero en lugar de besarla en los labios, él besó cada uno de los dedos de su mano, después la palma y finalmente la muñeca.
La sensación de su boca sobre su piel la hizo estremecer y el marqués la miró a los ojos para decir después, suavemente:
—Creo que «La Bella Durmiente» está empezando a despertar.
Yola se ruborizó y él prosiguió diciendo:
—Vamos a cenar. Voy a llevarte al Café Anglais, pero no nos sentaremos en el Grayd Siege, donde todos te admirarían. Te quiero para mí solo.
Había una nota posesiva en su voz que la hizo estremecer de emoción y dejó que él la condujera a través del vestíbulo y la ayudara a subir al carruaje.
Cuando partieron, ella preguntó, consciente de que su voz se había hecho un poco más profunda porque estaba hablando con él:
—¿Por qué dices que no me verán… en el Café Anglais?
—Por que vamos a cenar en un salón privado —contesto él—. He ordenado la cena y pensé que merecíamos una buena comida, después del desagradable almuerzo que nos sirvieron.
—¡Pero fue tan divertido! —comentó Yola.
—Estoy empezando a descubrir que todo lo que hacemos juntos resulta divertido… excepto cuando significa un millón de otras cosas, cosas que nunca había sentido o conocido.
Ella comprendió lo que quería decir y después de un momento contestó:
—Todo es tan… maravilloso para mí. Pero… bueno, es tan diferente, porque como ya te he dicho sólo soy… un ratoncillo de campo y nunca antes había hecho… ninguna de estas cosas.
—No me refiero a la Exposición, ni al recorrido turístico —dijo el marqués—. Me refiero a los sentimientos, Yola, y lo que tú me has hecho sentir jamás lo había sentido por nadie.
—¿Estás seguro… de eso?
—¡Completa, absolutamente seguro! —exclamó.
Llegaron al Café Anglais y él la condujo por una empinada escalera hacia una de las habitaciones que eran llamadas las Marivaux.
Se les llamaba también, aunque el marqués no dijo esto a Yola, le Cabinet des femmes du monde, porque las mujeres de sociedad las usaban cuando tenían miedo de ser reconocidas con sus amantes.
La habitación estaba amueblada en forma muy atractiva y Yola, al ver la mesa, que había sido puesta con gran esmero, para dos personas y decorada con flores, se sintió emocionada y halagada porque el marqués quería estar solo con ella.
El camarero abrió una botella de champaña que ya los estaba esperando en un cubo con hielo y el marqués quitó la capa de los hombros de Yola, la puso sobre una silla y dijo:
—Nunca antes te había visto de blanco.
—¿Te… gusta?
—Me gusta todo lo que tú te pones y estoy seguro de que el arco iris no tiene un solo color que no te favorezca.
Guardó silenció un momento y luego continuó:
—Esta noche te ves muy joven, como una chiquilla en el umbral de la vida, que no tiene idea de lo que le espera y emocionada por la simple aventura de vivir.
Hablaba no en el tono burlón que Yola conocía tan bien, sino con una voz tan seria y profunda, que ella lo miró sorprendida.
—¿Qué estás pensando? —preguntó él.
—Me estoy preguntando si estarás simplemente… repitiendo lo que has dicho tantas veces antes a tantas… otras mujeres o si tus cumplidos son sinceros.
—No son cumplidos, Yola —dijo el marqués, casi enfadado—, estoy hablando con el corazón.
Se alejó de ella, atravesando la habitación, para ponerse de pie ante un largo espejo que estaba fijo a la pared.
Yola comprendió que no contemplaba su propia imagen, sino la de ella, con su vestido blanco, de pie contra el fondo de una cortina de color rojo oscuro.
—¿Qué me has hecho? —preguntó él—. Me he dicho yo mismo un millar de veces este día que soy demasiado viejo para sentirme así.
—¿Qué edad tienes?
—Tengo veintisiete años —contestó el marqués—, casi veintiocho.
Hacía quince años, calculó Yola, que no había ido al castillo, a menos que hubiera asistido al funeral de su padre.
¿Había significado algo importante en su vida? Se preguntó.
Ella sintió el impulso de confesar quién era, antes que se hiciera más profunda esta extraña relación, pero tuvo que aceptar que sería un gran error hacerlo.
Se había propuesto interpretar un papel y debía continuar hasta el fin, aunque no estaba segura de cómo sería el final.
Se sentaron a cenar y Yola comprendió que el marqués se había propuesto divertirla y entretenerla.
Le contó historias de París que la hicieron reír, describió veladas en el Palacio de las Tullerías, y le habló de otras noches en los boulevards y en los salones de baile, que eran una delicia.
—Hay tanto qué ver y qué hacer en París —comentó ella—, que creo que aunque viviera aquí veinte años, apenas estaría empezando a conocer lo más superficial de la ciudad.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó el marqués—. ¿Vivir en París?
Yola movió la cabeza de un lado a otro.
—Es fascinante para pasar unas vacaciones —contestó ella—, pero yo nunca he tenido deseos de vivir en otra parte que no sea en el campo.
Casi contuvo el aliento mientras esperaba la respuesta de él.
Pero llegó en forma de pregunta.
—¿No lo encuentras aburrido?
Yola movió de nuevo la cabeza en gesto negativo.
—Hay caballos, jardines, tantas cosas que hacer… me resultaría imposible aburrirme.
Levantó los ojos hacia los de él y añadió:
—Tal vez para un… hombre podría resultar aburrido.
—No, si tiene dinero.
No era la respuesta que Yola esperaba y se puso tensa cuando el marqués continuó diciendo:
—Para quienes tienen una gran propiedad, hay siempre cosas que hacer, pero yo no la tengo. Le fue arrebatada a mi familia durante la Revolución.
—¿Y no has podido adquirir otra?
—La buena tierra es costosa en Francia —contestó él—, y el tipo de casa en la que a mí me gustaría vivir aún más costosa.
Yola vio que parte de la felicidad que estaba sintiendo se alejaba, como el agua del estanque por el arroyo del jardín en el que estuvieron la noche anterior.
Creyó que él pensaba en el castillo y en la gran propiedad de los Beauharnais, que se extendía por muchos kilómetros a través del Valle del Loira.
Él tenía razón, desde luego. Ése era el tipo de ambiente en el que debía vivir.
Pero para obtenerlo tendría que casarse con una a la que no veía desde que tenía tres años; una mucha que hasta donde él sabía, podía ser muy fea o, peor aún, tan fría y austera como había sido su madre.
Yola oprimió con fuerza los dedos en su regazo.
Terminaron de cenar. La cena había sido realmente deliciosa. El marqués le explicó que la comida en el Café Anglais siempre era exquisita.
—Es imposible encontrar mejor comida en toda Francia —le había dicho el marqués—, y Duglere, el Maitre d’Hotel, me dijo que el Zar de Rusia, el Rey de Prusia y Bismarck van a dar un banquete aquí la semana próxima, el cual sin duda alguna pasará a la historia como el mayor festín gastronómico en el año de la Exposición.
Yola había apreciado cada platillo, pero concluida la cena sentía como si estuvieran celebrando no el principio, sino el final de un sueño que había llegado y se había ido sin realizarse.
De pronto se preguntó a sí misma qué estaba haciendo aquí, sola en un salón privado, con un hombre que era un reconocido donjuán, un clásico demoledor de corazones femeninos.
Había oído hablar de él antes de llegar a París, y el hecho de que fuera más fascinante y encantador de lo que supuso no debía sorprenderla.
Ella había sido una tonta al pensar que sería otra cosa.
Embarcada en lo que madame Renazé había llamado «una audaz aventura» ahora los acontecimientos estaban retrocediendo como un boomerang para lastimarla en una forma imprevista.
Enamorada de un destrozador profesional de corazones, todo lo que sacaría de su loca aventura sería su propio corazón destrozado.
Se habían llevado todo lo que había en la mesa y sólo quedaban las flores, las velas y el café.
El marqués extendió su mano a Yola, ofreciéndosela.
—¿Qué te está preocupando? —le preguntó con suavidad.
Como ella no pudo resistir la tentación de tocarlo, puso su propia mano en la de él.
—¿Por qué… crees que estoy… preocupada?
—Ya te lo dije antes: sé todo acerca de ti. Te estás preguntando por qué estás aquí, sola conmigo, y creo que también tienes un poco de miedo.
—¿Miedo? —repitió Yola.
—Si, miedo —contesto el—. Tenías miedo esa primera vez en que llegaste al Jardín de Invierno y miraste hacia los invitados reunidos en él, y tenías miedo cuando tus ojos se encontraron con los míos.
Los dedos del marques oprimieron los suyos, y dijo:
—¿Qué te parece si eliminamos todos los secretos y me dices qué estás pensando y sintiendo, y por qué mantienes esa absurda e innecesaria barrera entre nosotros?
—Eso no es… verdad —trató de decir Yola, pero sus ojos se encontraron con los de su acompañante y las palabras murieron en sus labios.
—Eres tan encantadora, mi amor —dijo el marqués—. ¡Tan perfecta, tan inocente! Si fuera yo inteligente, te tomaría en mis brazos y te llevaría al campo, donde estaríamos solos y nadie podría verte, más que yo.
La pasión que había en su voz hizo que Yola en forma instintiva oprimiera un poco más fuerte su mano.
—Yo sería muy gentil contigo —dijo el marqués con suavidad—, y seríamos felices… muy felices juntos.
—¿Qué estás tratando de decir?
—Te estoy diciendo que te amo… y creo que tú me amas un poco.
Sonrió al ver que ella bajaba los ojos.
—Ésta es la primera vez que estás enamorada, mi reina, pero déjame decirte algo: no puedes luchar contra el amor. Es abrumador, todopoderoso y no se puede escapar de él.
—¿Es… es así… como tú te… sientes? —preguntó ella.
—Puedo decirte con absoluto apego a la verdad que estoy profunda y abrumadoramente enamorado de ti —contestó el marqués—. Y esto es también la verdad, Yola: es diferente a todo lo que he sentido en el pasado.
Se detuvo antes de continuar.
—Una docena de veces he pensado que estaba enamorada; me había dicho que eso era lo real, lo que siempre había buscado. Pero una parte astuta de mi mente me decía siempre que en realidad no era ese amor idealista que todos los hombres pensamos que nos espera en alguna parte.
La voz del marqués se volvió muy solemne al decir:
—Creo que para todos nosotros hay una voz, como las que escuchaba Juana de Arco, que nos inspira a buscar la perfección, a tratar de alcanzar lo sobrehumano, lo divino.
Yola lo miró sorprendida mientras él continuaba:
—Es tan fácil creer que esto no puede suceder y no sucederá en la vida ordinaria, de todos los días. Y sin embargo, aunque lo neguemos, el anhelo está ahí y en la voz que nos habla no al oído, sino a lo que la Iglesia llama nuestra alma.
Yola contuvo el aliento.
Era tan extraño que él hablara de Juana de Arco, la santa a la que ella siempre había orado, la santa que pertenecía al Valle del Loira y que era parte de su niñez, y cuya imagen estaba en el tapiz de la capilla privada del castillo.
—Veo que me comprendes —dijo el marqués con una débil sonrisa—. Y eso es por lo que, mi amor, vas a entender cuando te digo que ahora una voz en mi interior me dice que eres mía, como Dios intentaba que lo fueras desde que te dio la vida.
Le parecía imposible que él estuviera diciendo tales cosas y, sin embargo, asida a su mano, Yola sentía que cada palabra suya provocaba una reacción dentro de su corazón y de su alma.
Era como había deseado siempre que pensara y sintiera el hombre amado por ella. Todo lo que había leído y todo lo que había estudiado con su padre le conducía a pensar que el verdadero amor era como el marqués lo describía.
Éste era el amor que ella deseaba tan desesperadamente y que pensó que sería imposible encontrar con el hombre que su abuela y su padre le habían escogido como esposo.
—¡Te… amo! —exclamó ella y sus ojos se llenaron con una luz intensa.
—¡Mi amor! ¡Mi reina! —dijo el marqués con voz ronca, entonces la hizo ponerse de pie y la tomó en sus brazos.
La oprimió contra su pecho tan gentilmente como la noche anterior y sus labios buscaron los de ella.
La besó como si fuera algo demasiado precioso, casi sagrado.
Entonces, al sentir la suavidad de la boca de ella, la rendición de su cuerpo y las emociones que la sacudían, su beso se hizo más exigente, mas intenso.
El salón dejó de existir y Yola sintió como si estuviera de pie bajo la luz del sol en la terraza de su casa, con el castillo a su espalda y los capullos del valle haciendo del lugar una escena de cuento de hadas, llena de belleza y de amor.
Esto era lo que ella anhelaba… lo que había deseado siempre… amor. El verdadero amor que no se detenía ante el sacrificio y que no exigía nada más que su propia perfección.
El marqués lanzó un suspiro que pareció aliviar un poco la tensión que había en su interior. Llevó a Yola hacia un sofá que se encontraba a un lado de la habitación, todavía oprimiéndola entre sus brazos.
—Tenemos que hacer planes, cariño mío —dijo él—, planes para el futuro.
—¿Qué clase de planes? —murmuró Yola.
Sentía que oleadas de felicidad se movían en su interior, de modo tal que le resultaba difícil pensar en nada que no fuera la cercanía del marqués, el contacto de sus labios y la fuerza de sus brazos.
—No puedo permitir que me dejes —dijo el marqués—. Te quiero conmigo noche y día, preciosa mía.
—Eso es… lo que yo quiero también.
Le besó la frente, los ojos, uno tras otro y después la boca.
—Dime otra vez que me amas —suplicó él—. Quiero estar seguro de que algo tan perfecto, tan hermoso, es realmente mío.
—¡Te amo! —repitió Yola obediente—. Te amo tanto que es difícil pensar… en nada más. Sólo quiero seguir repitiendo que te… amo y escuchar de tus labios que… me amas.
—¡Te adoro!
—¿Para siempre?
Él sonrió.
—Eso es lo que todos pedimos a la vida, pero en lo a ti y a mí se refiere, creo que nuestro amor, cariño mío durara para siempre y un día más.
—Eso es lo qué más deseo oírte decir —exclamó Yola—. ¡Leo! Es todo… tan extraño y tan… emocionante, porque…
Iba a decir: «Porque no soy Yola Lefleur, sino Marie Teresa de Beauharnais».
Entonces, mientras ella contenía el aliento antes de hacer la revelación, el marqués dijo:
—La razón por la que te llevé a casa temprano hoy, cuando podíamos haber pasado algunas horas más juntos, fue porque quería ver una casa que pensé que tal vez te gustaría.
—¿Una… casa? —preguntó Yola.
—La encontré en un lugar donde podemos estar juntos sin problema alguno —contestó el marqués—. Estoy celoso hasta del tiempo que pasas con Aimée y si estás de acuerdo, puedes dejar a Aimée mañana mismo.
Yola se quedó inmóvil. Sintió de pronto como si una mano helada le estuviera oprimiendo el corazón y arrebatándole la felicidad que había en él.
—No sé… exactamente… qué es lo… que quieres decir…
—Es muy simple —contestó él—. Encontré una adorable casita rodeada por su propio jardín, en la orilla del bois. Pensé que podrías ir a verla mañana.
Él sonrió y añadió:
—Entonces, en cuanto tengamos tiempo, dejaremos París y nos iremos juntos de viaje, a algún lugar muy tranquilo, preciosa mía, donde podamos conocernos mejor.
—¿Qué me… estás… pidiendo? —tartamudeó Yola.
—Creo que la forma correcta de decirlo —contestó el marqués torciendo ligeramente la boca—, es que estoy ofreciéndote mi protección, pero lo que te voy a dar en realidad, reina mía, es mi amor, mi corazón y todo lo que poseo.
Yola sintió como si la habitación se hubiera sumido de pronto en la oscuridad. Entonces, en una voz que casi no parecía la suya dijo:
—¿Me estas… pidiendo que sea… tu amante?
—¿Crees que querría compartirte con alguien más? —preguntó el marqués—. Por supuesto que te estoy pidiendo que me pertenezcas sólo a mí.
Sonrió mientras continuaba:
—No puedo cubrirte de joyas, mi amor, como las que usa La Paiva, ni puedo darte una docena de carruajes, cada uno en combinación con algún suntuoso vestido, como tiene madame Musard, pero creo que el amor que nos tenemos te compensará por muchas cosas que por desgracia yo no tengo.
Atrajo a Yola hacia él mientras decía:
—Te creo cuando dices que me amas, porque, ma belle, te sería imposible mentirme. Por eso sé que aunque no soy millonario y puedo proporcionarte comodidades, pero no lujos, lo realmente importante es que seremos felices.
Besó su frente y añadió:
—Hay tantas cosas que tengo que enseñarte, mi bienamada. Ya he despertado a la Bella Durmiente, pero todavía no ha salido por completo de su letargo. Y asegurarme que lo haga será la tarea más maravillosa que haya emprendido en mi vida.
Yola se sentía atontada.
Se dijo a sí misma que eso era exactamente lo que debía haber esperado.
Y, sin embargo, por alguna razón no podía evitar sentirse escandalizada y aun horrorizada de que todo lo que él estaba dispuesto a ofrecerle era lo que ofrecería al tipo de mujer que madame Renazé y Aimée despreciaban tanto.
Como no encontró palabras con las cuales contestarle, ni para explicarle que lo que él sugería era imposible, se zafó de sus brazos y, poniéndose de pie, dijo:
—Creo que… debemos… ir a casa… Tengo… dolor de cabeza.
—Pasamos demasiado tiempo en la Exposición —dijo el marqués, cuando se levantó él también—. Pero mañana, después de que hayas descansado, iremos a ver la casa que yo vi esta tarde. Yo sé que te gustará y cuando cerremos la puerta tras de nosotros, dejaremos al mundo afuera, y sólo estaremos tú y yo con nuestro amor.
Yola no contestó y por primera vez pareció cruzar por la mente del marqués la idea de que la respuesta de ella a lo que había sugerido no había sido nada entusiasta.
Se quedó mirándola y después de un momento pregunto:
—¿Qué sucede? ¿Por qué no estás tan satisfecha como pensé que estarías?
Yola no contestó.
—¿Por qué no dices nada? ¿Por qué estás así?
Esperó la respuesta de Yola y como ella siguiera en silencio dio un paso adelante y exclamó:
—No has estado jugando conmigo, ¿verdad? Si has estado haciendo eso… si me has mentido diciéndome que me amabas… ¡Creo que sería capaz de matarte!
Puso sus brazos alrededor de ella y la atrajo con brusquedad hacia él, obligándola a volver el rostro hacia el suyo.
—¿Me has estado mintiendo? —le preguntó.
Pero antes que ella pudiera contestar, su boca estaba sobre la de ella y la estaba besando en forma exigente, apasionada, en una forma muy diferente a como la había besado antes.
Ella sintió el fuego de sus labios y advirtió que ese mismo fuego se había encendido en sus ojos.
Pero como la había tomado por sorpresa, Yola estaba consciente solamente de la dureza de su beso y de que la estaba lastimando.
En forma instintiva, sintió que había despertado en él una emoción muy diferente a todo lo que ella había conocido hasta entonces.
Trató de resistirse a él, pero era imposible.
Su boca la retenía cautiva. El marqués la tomó en brazos y la condujo a través de las cortinas que estaban corridas sobre una parte de la habitación.
Ella no se había dado cuenta, hasta ese momento, que del otro lado de las cortinas había un diván bajo y cuando el marqués casi la arrojó en él, Yola lanzó un grito.
—¡Eres mía! ¡No puedes escapar! —dijo él con brusquedad.
La estaba besando de nuevo, con besos furiosos, casi brutales, que quemaban la suavidad de su piel.
—No… no… no… —Trato de decir ella.
Él besó sus mejillas, su cuello y de nuevo su boca, y ella sintió que las manos de él tocaban su cuerpo.
De pronto tuvo miedo… un miedo terrible y desesperado de lo que él podía hacer.
Luchó como un animal que hubiera caído en una trampa. Con un gran esfuerzo retiró su boca de él y al hacerlo pudo gritar:
—¡No… Leo! ¡No! ¡No! ¡Me da… miedo! Por favor, Leo, por favor…
Era como el grito de miedo de un niño que detuvo al marqués como ninguna otra súplica lo hubiera hecho.
Bajó la mirada hacia ella. Ella vio su expresión de duda y deseo. Comprendió, por la forma en que estaba respirando, que lo había provocado, excitado y enfadado a la vez.
—Por… por fa-vor… déjame ir…
Las palabras salían casi estranguladas de su garganta, pero él las escuchó y vio en el rostro de ella reflejados el temor y la súplica.
Lentamente, él se levantó del diván y, un poco titubeante, Yola se irguió sobre los cojines contra los cuales la había arrojado el marqués.
Entretanto, él regresó a la parte de la habitación donde habían cenado.
Quedaba un poco de champaña en la botella que estaba todavía en el hielo. El marqués se sirvió una copa y la bebió de un trago.
Yola se arregló el vestido. Al hacerlo se dio cuenta de que estaba todavía muy asustada y de que temblaban sus manos.
Entonces, moviéndose con mucha lentitud, con ojos muy oscuros y aprensivos, que destacaban en su rostro intensamente pálido, Yola caminó hacia el marqués.
—Te llevaré a la casa —dijo él, sin mirarla.
Cruzó la habitación para levantar la capa de la silla en la que la había dejado caer.
Él abrió la puerta y ella lo precedió antes que empezara a bajar la escalera.
Esperaron por unos minutos, mientras el portero llamaba el carruaje del marqués.
Sólo cuando el carruaje se puso en marcha, Yola murmuró con voz titubeante:
—Lo… siento… mucho… no quería que… te enfadaras.
—Yo lo siento también —contestó el marqués—. Me olvidé de lo inocente que eres.
Él sonrió, como si se estuviera burlando de sí mismo, antes de decir:
—¿Quieres que olvidemos lo que sucedió esta noche y recordemos solamente lo felices qué fuimos en el bois, junto a la cascada?
—Por favor… hagamos… eso.
Había una especie de sollozo ahogado en su voz y era visible que estaba a punto de echarse a llorar. El marqués la rodeó con un brazo y la atrajo con mucha gentileza hacia su pecho.
—Está bien, mi amor —dijo—. Todo fue mi culpa… no volveré a asustarte de ese modo.
Ella apoyó la cabeza en el hombro de él, pero el marqués no la miró, sino que dejó vagar la mirada como si estuviera pensando:
Después de un momento Yola preguntó:
—¿No estás… enfadado… conmigo?
—Estoy disgustado conmigo mismo —contestó el marqués—, pero estoy también un poco desconcertado.
Yola esperó y después de un momento él dijo:
—No comprendo por qué vives con Aimée y vistes de ese modo… ¿Qué esperas de París?
Como ella sabía que no podía contestar a sus preguntas, al menos por el momento, Yola volvió a ocultar su rostro en el hombro de él, tratando de controlar el llanto.
El marqués la oprimió un poco más.
—Estás cansada —dijo y su voz estaba llena de ternura—. Vete a la cama y mañana hablaremos con tranquilidad, tú y yo, encontraremos una solución para todo. Estoy seguro de que las cosas son realmente sencillas y podemos arreglarlas.
Yola no contestó y él besó su cabello.
—¡Te amo! —dijo—. Eso es algo sobre lo que no hay discusión alguna.
No era un recorrido muy largo para llegar a la Rué du Faubourg Saint-Honoré, y cuando el carruaje entró en el patio, el marqués dijo:
—No te preocupes por nada, mi amor. Mañana todas las dificultades y problemas parecerán menos importantes y tal vez se desvanezcan por completo.
Besó su cabello de nuevo y continuó:
—Te llevaré a pasear en el coche; luego almorzaremos en algún lugar tranquilo donde podamos hablar. Hay un pequeño restaurante a la orilla del Sena donde puedes observar las barcas que van de un lado a otro del río.
—Me… gustaría mucho… eso —logró decir Yola.
—Entonces, allí es donde iremos. Prométeme que te dormirás y no pensarás en nada, excepto en nuestro amor.
—Trataré… de hacerlo.
Él tomó las dos manos de ella y las besó, una por una.
—¡Te amo! —dijo el marqués—. Duérmete recordando esas dos palabras y todo lo que significan. Tienes mi corazón en tus manos, preciosa mía.
El lacayo abrió la puerta del carruaje, bajaron de él; el marqués dio las buenas noches en un murmullo y Yola se dirigió a la casa, sin volver la vista atrás.
—¿Ya volvió madame? —preguntó Yola, sabiendo que Aimée había ido a una cena.
—Sí, m’mselle, madame está sola en el salón.
Yola atravesó corriendo el vestíbulo y abrió la puerta.
Aimée quizá acaba de entrar, porque estaba de pie frente a la ventana, quitándose los largos guantes negros que llevaba puestos.
Giró al oír entrar a Yola y lanzó una pequeña exclamación.
—¿Qué ha sucedido?
Yola caminó despacio a través de la habitación, para sentarse en un sofá. Aspiró una bocanada de aire antes de contestar:
—¡El marqués me… ha pedido que sea su… amante!
Aimée se acercó a su lado.
—¿Y te ha alterado mucho eso?
Vio la respuesta en la expresión de Yola y agregó:
—Mi querida niña, ¿qué otra cosa esperabas?
—¡Pensé que… él me amaba… como yo lo amo a él!
Aimée se sentó junto a ella.
—¿Tú lo amas?
—¡Con todo mi corazón! —contestó Yola—. Es todo lo que yo soñaba, lo que deseaba encontrar en el hombre con el que me casaría.
—Él es el hombre con quien te vas a casar —respondió Aimée suavemente.
Yola hizo un gesto de desilusión.
—¿Crees que podría casarme con él sabiendo que me ama sólo para amante?
Aimée se quedó en silencio por un momento. Entonces dijo con voz un poco aguda:
—Escúchame, Yola.
Como respuesta, Yola levantó los ojos.
—Ahora, escúchame y trata de comprender —insistió Aimée—. El marqués viene de una familia aristócrata, noble. Sus ancestros han servido a los reyes de Francia por generaciones enteras.
Se detuvo antes de decir con toda claridad:
—El matrimonio, para él, no tiene nada que ver con el amor.
—¿Pero… si él… me ama…? —preguntó Yola titubeante.
—Te ama como mujer. Cuando lo vi esta mañana, antes que te llevara a la Exposición, me pareció diferente. Es el amor que lo ha cambiado.
—Si verdaderamente… me amara como Yola… Lefleur, me habría pedido que me… casara con él.
—Habría sido imposible para él hacer eso —dijo Aimée convencida.
—¿Por que? —pregunto Yola.
—Porque él ha sido educado para creer… se le ha inculcado como parte de su sangre, de su orgullo y de su familia… que no puede casarse con alguien de otra clase social. Su esposa y la madre de sus hijos tiene que ser alguien noble y aristócrata como él.
—¡Entonces no… me ama! —exclamó Yola—. ¡Después de todo… el duc quiere casarse contigo!
—Eso es muy diferente.
—Yo no veo diferencia alguna.
—Entonces, déjame explicarte —contestó Aimée—. El duc quiere casarse conmigo, porque sería yo su segunda esposa. Pero sé que por mucho que significáramos el uno para el otro… y significamos todo en el mundo… nunca me habría imaginado en tal posición, si no tuviera ya un heredero al título.
Yola la miró sorprendida y Aimée explicó:
—Él tiene tres hijos con su esposa. Dos de ellos son varones. Se volvió loca, como sucede algunas veces, al dar a luz al tercero.
—¿Me estás diciendo que el duc pondría a su familia… antes que a ti?
—¡Por supuesto que sí! —exclamó Aimée—. Es una cosa tradicional, es una de las leyes no escritas, que la aristocracia francesa ha seguido y obedecido por siglos enteros.
Yola guardó silencio y entonces dijo en un susurro:
—¿Entonces tú… crees que el marqués intenta… tenerme como su amante… mientras va al… castillo el mes próximo para proponer matrimonio a… Marie Teresa de Beauharnais?
Aimée se puso de pie y caminó hacia la chimenea.
—Yo sé que esto puede ser difícil de comprender para ti, Yola —dijo—, pero no creo que el marqués considere ni por un momento, que estaba haciendo algo fuera de lo común, reprensible o perverso.
—¡Me asusta sólo pensar en ello!
—Eso se debe a que estás enamorada. Tú te has colocado por voluntad propia, en una situación imposible.
Aimée miró a Yola antes de añadir:
—Es injusto juzgar al marqués, cuando lo estás engañando disfrazada como una demi-mondaine, una mujer que jamás esperaría, ni por un momento, que él le propondría matrimonio.
—¡Me siento escandalizada! —dijo Yola con aire desafiante.
—No escandalizó a tu padre tomar una chére amie, cuando estaba casado con tu madre.
—Mi madre lo hizo un ser desventurado con su conducta.
—Tu padre se enamoró y eso habría sido comprensible aunque hubieran existido relaciones amigables con tu madre. Era muy natural que pasara parte de su tiempo lejos de casa.
—¡Ésa es la actitud francesa!
—Y tú eres francesa, querida mía —contestó Aimée—. Tal vez a otros países esto les parezca criticable, pero es nuestra forma de vida, nos guste o no.
—Si Leo me amara tanto como él dice que me ama, me querría como… su esposa.
—¿Crees de verdad que eso sería posible, tomando en cuenta dónde te conoció, la apariencia que has asumido y la actitud de otros hombres hacia ti?
La forma en que Aimée habló llamó la atención de Yola.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—Pensaba hablar contigo esta noche, o mañana en la mañana cuando más tarde —dijo Aimée—, porque, sin importar cuál sea tu relación con el marqués, ¡tienes que irte de París!