Sueño profundo
¿Desde cuándo me duermo así cada vez que estoy sola?
El sueño me invade como la pleamar. Y no puedo resistirme. Es un sueño profundo, sin límites; ni el timbre del teléfono ni el ruido de los coches que pasan por la calle llegan a mis oídos. No siento dolor ni soledad. El mundo del sueño es cuanto existe.
Únicamente me siento sola en el instante de despertar. Al alzar los ojos al cielo ligeramente nublado, comprendo que ha transcurrido mucho tiempo desde que me dormí. Y pienso, confusa: «No tenía ninguna intención de dormir, pero he perdido el día durmiendo». Inmersa en un remordimiento pesado muy cercano a la humillación, siento cómo, de repente, un escalofrío me recorre la espalda.
¿Cuándo empecé a abandonarme al sueño? ¿Cuándo dejé de resistirme a él?… ¿He estado alguna vez completamente despierta, llena de vigor y energía? De eso hace ya demasiado tiempo, me parece la prehistoria. No guardo de aquella época más que imágenes borrosas, como si pertenecieran a un pasado remoto, helechos y dinosaurios coloreados en tonos crudos y brillantes reflejándose en mis pupilas.
Por más que duerma, a él, a mi novio, no obstante, sí lo oigo cuando llama. El timbre del teléfono suena de un modo inconfundible cuando es él, el señor Iwanaga, quien llama. No sé por qué, pero es así. Distinguiéndose de los diversos sonidos procedentes del exterior, el timbre del teléfono resuena dentro de mi cabeza con un alegre repiqueteo, como si llevara los cascos puestos. Y cuando me incorporo y tomo el auricular, él pronuncia mi nombre con aquella voz suya, tan profunda que me sobrecoge:
—¿Terako?
—Sí —respondo yo, y él se ríe un poco de mi voz hueca, y me dice siempre:
—Debías de estar durmiendo otra vez, ¿no es así?
Normalmente, él utiliza un tono más informal, y a mí me encanta que de pronto me hable así, y cada vez que lo oigo siento que el mundo se cierra de golpe. Me quedo ciega, como si hubieran bajado una puerta metálica. Saboreo el eco de su voz como si fuera eterno.
—Dormía, sí —digo yo, dueña al fin de mi consciencia.
La última vez que llamó fue por la tarde, y llovía.
El rugido de la lluvia torrencial y el cielo plomizo envolvían las calles y yo, de súbito, sentí lo extremadamente preciosa que era aquella llamada, mi único vínculo con el mundo exterior.
Cuando la voz empezó a anunciar el lugar y la hora de la cita, experimenté fastidio. Olvídate de esto, lo que quiero que digas es mi adorado: «Debías de estar durmiendo otra vez, ¿no es así?». ¡Otra vez! Finjo patalear mientras tomo nota. «Sí, a tal hora. Sí, allí».
Si alguien me asegurara que lo nuestro es auténtico amor, sentiría un alivio tan grande que me postraría a sus pies. Y si no lo fuera, si se tratase de algo pasajero, yo desearía seguir durmiendo como ahora y no querría volver a oír jamás el timbre del teléfono. Querría que me dejaran sola inmediatamente.
Exhausta por esta inseguridad, me dispuse a recibir el verano: hacía un año y medio que nos conocíamos.
«Ha muerto una amiga mía».
Hace dos meses perdí la ocasión de decir estas palabras. Si lo hubiera hecho, sé que él me hubiese escuchado con atención: ni yo misma comprendo por qué no lo hice.
Durante la noche, no consigo dejar de darle vueltas. ¿Se lo digo? ¿Se lo digo ya?
Mientras caminamos, busco las palabras.
Ha muerto una amiga mía. Tú no la conocías. Era mi mejor amiga, se llamaba Shiori. Al terminar la universidad, empezó a trabajar en algo muy extraño. Sí, en servicios, una especie de prostitución muy sofisticada. Era muy buena persona; cuando estudiábamos en la universidad, vivíamos las dos en el piso en el que todavía vivo. Fue magnífico. Divertidísimo. No le temíamos a nada, todos los días charlábamos de mil cosas distintas, pasábamos las noches en vela, nos emborrachábamos hasta rodar por el suelo. Y si, fuera, nos sucedía algo desagradable, al llegar a casa montábamos una juerga, nos lo tomábamos a broma y lo olvidábamos. ¡Era tan divertido! Solía hablarle de ti, ¿sabes? Bueno, lo que se dice hablar… Ya sabes, despotricaba contra ti o cantaba tus alabanzas, no hacíamos otra cosa. En fin, ya se sabe que un hombre y una mujer no pueden ser amigos, ¿verdad? Y que cuando la confianza llega a ser plena ya no es amor, ¿no es así? Pues con Shiori era distinto. Nosotras éramos amigas de verdad. Cuando el peso de la vida me oprimía, ¿sabes?, si estaba Shiori, ¿cómo te diría?, ese peso quedaba reducido a la mitad. Me sentía aliviada, ¿comprendes? Y no es porque ella hiciese nada especial. A pesar de que nos compenetrábamos mucho, nuestra relación no era en absoluto absorbente, me producía una cálida y agradable sensación de bienestar. Es fantástico tener a otra mujer por amiga, ¿sabes? Te tenía a ti, tenía a Shiori; durante aquella época sufrí muchísimo, pero todo era como un juego de niños: cuando miro hacia atrás, me parece una fiesta. Me pasaba el día llorando y riendo. Sí, Shiori era una gran persona y, cuando me escuchaba asintiendo, esbozaba siempre una sonrisa. Se le formaban hoyuelos en las mejillas, ¿sabes? Pero se suicidó. Ya hacía tiempo que había dejado nuestro piso y que vivía sola en un lujoso apartamento; ingirió un montón de somníferos y murió allí, acostada en una pequeña cama individual… ¿Por qué fue a morirse en esa cama teniendo, en su habitación de trabajo, una cama enorme, mullida, como las de los nobles medievales, con dosel y todo? Por más amigas que fuéramos, no logro entenderlo. Claro que sería muy propio de ella decir que, muriéndote en una cama grande, tienes más probabilidades de ir al cielo. Me enteré de la muerte de Shiori por una llamada de su madre, que había venido precipitadamente del pueblo. Era la primera vez que la veía, se parecía mucho a Shiori, me sentí muy conmovida. Ella me preguntó en qué trabajaba Shiori, pero yo no pude responderle.
Sí, en efecto, soy incapaz de contarlo. Cuanto más intento transmitirle mis pensamientos, más reducidas a polvo quedan las palabras y veo cómo ellas, mientras cabalgan en mis esfuerzos desesperados por comunicarme, desaparecen barridas por el viento. Y no hablo. Así no puedo transmitir nada. Porque, en definitiva, lo único correcto es: «Ha muerto una amiga mía». ¿Cómo voy a poder expresar la soledad que siento?
Lo pienso mientras andamos bajo el cielo de una noche de principios de verano. Al cruzar el gran paso elevado para peatones de delante de la estación, él dice:
—Mañana por la tarde tendría que ir a trabajar.
La hilera de coches brilla; los coches, uno tras otro, van desapareciendo tras la lejana curva. De súbito, siento que la noche se hace eterna y me pongo contenta. Olvido por completo a Shiori.
—Entonces, pasemos la noche en cualquier parte y vayámonos —digo cogiéndole alborozada la mano.
Y él, de perfil, esbozando una sonrisa, como siempre, contesta:
—Sí, claro.
Y yo me siento feliz. Me gusta la noche. Me gusta con locura. Durante la noche, cualquier cosa me pare ce posible; no tengo ni pizca de sueño.
A veces, cuando estaba con él, veía el «fin de la noche». Era una escena que, sola, yo nunca había presenciado.
Pero jamás mientras lo hacíamos. Mientras lo hacíamos no se abría ninguna fisura entre nosotros, nuestras mentes nunca vagaban erráticas. Él, mientras hace el amor, no dice una palabra; yo, bromeando, intentaba hacerle hablar, pero lo cierto es que me encantaba que permaneciese en silencio. No sé por qué, pero me daba la sensación de que, a través de él, dormía con la inmensidad de la noche. Cuando no hay palabras, me da la impresión de que a quien estoy abrazando es, más que a él, a su auténtico yo, sumergido en las profundidades. «¿Dormimos?». Hasta que nuestros cuerpos se separan, no pienso en nada. Me basta con cerrar los ojos y sentir su verdadero yo.
Sucede de madrugada.
No hay diferencia si estamos en un gran hotel o en una pensión de esas que hay detrás de las estaciones. De madrugada, tengo la sensación de oír el rumor de la lluvia y del viento, y me despierto de golpe.
Entonces siento unos deseos irreprimibles de mirar hacia fuera y abro la ventana. Un viento frío penetra en la habitación llena de aire caliente y se ven titilar las estrellas. O puede que empiece a lloviznar.
Me quedo mirando y cuando, de repente, dirijo la vista a un lado, veo que él, a quien suponía dormido, tiene los ojos muy abiertos. Y yo, no sé por qué, me quedo sin palabras y, muda, clavo la mirada en sus ojos. Él está acostado, no alcanza a ver fuera, pero su mirada es tan clara y transparente como si en ella se reflejaran los sonidos y las imágenes del exterior.
—¿Qué tiempo hace? —me pregunta en un tono muy calmado.
«Llueve», o bien: «Hace viento», o bien: «El cielo está despejado y se ven las estrellas», le respondo yo. Estoy tan sola que creo que voy a enloquecer. ¿Por qué me siento tan sola cuando estoy con él? Tal vez se deba a lo complejas que son las circunstancias en que los dos nos encontramos, o tal vez a que el único sentimiento que abrigo acerca de nuestra relación es que me gusta, o tal vez a que no tengo ninguna idea precisa sobre lo que quiero que hagamos.
Lo único que he tenido claro desde el principio es que este amor se sostiene en la soledad. Entre tinieblas desiertas que parecen brillar, yacemos los dos, mudos, sin lograr sustraernos al hechizo.
Esto es el «fin de la noche».
En la pequeña empresa donde yo trabajaba, estaba tan ocupada que no podía arañar ni un instante para verlo, así que me despedí sin pensármelo dos veces. Hace casi medio año que no hago nada. Durante el día estoy libre, de modo que lo paso a mi aire, haciendo la compra o la colada.
No es que ascendieran a mucho, pero yo tenía unos ahorros, y, además, él —que decía que yo había dejado el trabajo por su causa— ingresaba cada mes en mi cuenta cantidades de dinero astronómicas, así que yo podía vivir con holgura. Al principio, dudé pensando: «Soy casi una mantenida», pero mi filosofía de la vida consiste en recibir lo que se me ofrece, de modo que decidí aceptar el dinero. Total, que quizá me paso el día durmiendo porque no tengo otra cosa que hacer. No sé cuántas chicas como yo habrá en todo Japón, pero es posible que lo sean esas que te encuentras durante el día en los grandes almacenes con aire extrañamente lánguido, que ni parecen estudiantes universitarias ni personas que se dedican a una profesión liberal. Yo, que soy así, conozco muy bien este modo de andar con una mirada errática.
Una tarde despejada iba andando de este modo cuando me topé con un amigo.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —le saludé.
Y me dirigí hacia él. Era un amigo de la universidad, un chico muy inteligente, simpático. Shiori había salido con él durante un corto lapso de tiempo. Habían vivido juntos unos meses.
—¡Muy bien! —contestó él sonriendo.
—¿Qué? ¿Trabajando?
La camisa negra y los pantalones de algodón que llevaba no eran el atuendo más corriente para ir a trabajar, y en sus manos vacías se veía sólo un sobre.
—Pues síii. Voy a llevar esto. Y tú, por lo que veo, sigues sin hacer nada, ¿eeeh?
Solía arrastrar la última sílaba de las palabras, lo que confería un tono afable a su manera de hablar. Bajo el cielo azul, él me sonreía.
—Sí, estoy libre. No hago nada —contesté.
—¡Qué lujo, mujer!
—Pues sí. Oye, vas a la estación, ¿verdad? Te acompaño hasta la esquina.
Echamos a andar.
Recortado por la hilera de edificios, el azul del cielo brillaba con una extraña nitidez; hacía rato que tenía la sensación de encontrarme en un país extranjero. Al mediodía, las calles y la luz del sol a veces me confunden la memoria y todo lo demás. En pleno verano, me sucede aún con mayor frecuencia. Me parece notar cómo se me van abrasando los brazos.
—¡Qué calor! —se queja.
—Sí, ¡qué calor!
—Oye. Me han dicho que ha muerto… Shiori. Me he enterado hace poco.
—Sí, sus padres vinieron del pueblo, fue espantoso. —Una respuesta extraña.
—Sí, me lo imagino. Trabajaba en algo un poco raro, ¿no?
—Sí. Cuando supe en qué trabajaba, pensé: «En este mundo hay todo tipo de trabajos».
—¿Murió por culpa de ese trabajo?
—No lo sé. Pero no lo creo.
—Sí, claro. Eso sólo debía de saberlo ella. Pero siempre tenía una sonrisa en los labios, era tan buena chica… No sé qué pudo hacerla sufrir tanto para impulsarla a morir.
—Ni yo.
Después enmudecimos y bajamos la ancha pendiente, despacio, hombro con hombro. Nos adelantaron varios coches; la brillante luz del sol nos daba de frente, cegándonos. Shiori con el pelo mojado, Shiori cortándose las uñas, ella de espaldas lavando algo, su rostro dormido bañado por el sol de la mañana… El chico que caminaba a mi lado compartía conmigo escenas que sólo podía haber presenciado quien hubiera vivido con ella. Esto se me hacía muy extraño.
—¿Y tú sigues siendo el pendón de siempre? —dijo de pronto con una sonrisa.
—¡Vaya manera de hablar! —contesté sonriendo a mi vez—. Pero sí. Él todavía no se ha separado.
—¡Intenta tener una relación un poco más seria, mujer! —lo dijo en un tono alegre, sin sombras, pero sentí cómo se me oprimía el corazón—. Claro que tú siempre has sido muy madura. Te gusta la gente mayor que tú, ¿verdad?
—Pues sí —afirmé con una sonrisa.
Sí, pese a que soy tan seria que casi me doy miedo a mí misma, tanto que, cuando imagino que este amor puede acabar, siento que me tiemblan las manos y los pies; pese a que mis sentimientos siguen ardiendo con sosiego; y pese a que, viendo los derroteros que ha tomado, no sería extraño que esta relación acabase en cualquier momento.
—¡Hasta pronto! Avísame si quedas con el resto del grupo —dijo al acercarnos a la boca del metro.
Alzó la mano y bajó las escaleras hacia los túneles en penumbra. Bajo aquel sol abrasador, lo seguí con la mirada, un poco triste por su marcha. Me asaltó una sensación de vacuidad, como si toda la alegría que albergaba mi corazón se hubiera ido tras él.
Shiori había irrumpido en mi apartamento justo después de romper con él. Ella recibía algo de dinero para su manutención y era una chica a quien le gustaba llevar una vida ordenada, pero, por una razón u otra, no quería vivir en un sitio fijo; además, cada vez que se mudaba, se desprendía de todo, fueran libros o regalos. «Odio acumular equipaje», decía. Se había ido del piso de su novio sólo con una almohada, un cubrecama de algodón y una bolsa de viaje. No era de esas personas que no soportan estar solas, pero rodaba de la casa de un amigo a la de otro: este parecía ser su pasatiempo favorito.
—¿Y por qué habéis roto?
—Pues… mira. La que vivía de gorra era yo. No tenía más remedio que marcharme.
Una respuesta ambigua.
—¿Y qué era lo que te gustaba de él? —le pregunté.
—Pues… tiene un modo de hablar muy dulce, ¿no? —dijo sonriendo y con un asomo de nostalgia—. Pero cuando me fui a vivir con él, me di perfecta cuenta de que no habla siempre así. Es mucho más divertido vivir contigo. Además, tú eres cariñosa siempre.
Y tras decir esto, volvió a sonreír. Mejillas blancas, pupilas claras: su cara risueña parecía una nube de azúcar. En aquella época, las dos íbamos todavía a la universidad y nuestros horarios coincidían, pero, a pesar de vernos tanto, jamás nos peleamos. Pronto Shiori se sintió en mi apartamento como en su propia casa, su presencia era tan natural que parecía haberse disuelto en el aire.
Es posible que a mí, en realidad, me gusten más las mujeres que los hombres. Cuando estaba con Shiori, y no lo digo en el sentido lésbico, a veces era eso lo que sentía en lo más hondo de mi corazón. Tan buena persona era ella y tanto nos divertíamos las dos. Shiori era blanca de piel, regordeta, con los ojos muy rasgados y el pecho abundante. No se la podía calificar de guapa y, además, su porte, reposado en exceso, le confería un aire maternal, de modo que su atractivo sexual era nulo. Era de pocas palabras, muy femenina: cada vez que pienso en ella, lo que me viene a la mente no es su aspecto, sino esa suave impronta que dejaba a su alrededor. Cuando ella aún estaba aquí, al mirar su sonrisa de pálida sombra y las arrugas que se le dibujaban en el rabillo del ojo, a veces, sin saber muy bien por qué, me daban ganas de hundir la cara en aquel pecho lleno y contárselo todo entre sollozos. Las cosas malas, las mentiras que había dicho yo, el futuro, lo cansada que estaba, lo que había soportado, las noches oscuras, las inseguridades, todo. Y acordarme de mi padre, de mi madre, de la luna de mi pueblo natal, del sonido del viento cruzando los campos.
Shiori era así.
Ese encuentro con aquel viejo amigo, pese a su brevedad, turbó mi mente. Envuelta en una luz que daba vértigo, volví sola a casa. Por la tarde, en mi apartamento, entra el sol a raudales. Bajo aquellos rayos deslumbrantes, mientras recogía la ropa tendida, me noté la cabeza embotada. De la camisa que rozaba mi mejilla me llegaba un agradable olor a ropa limpia.
Y me entró sueño. Mientras doblaba la ropa, con el sol bañándome la espalda como si fuera una ducha, expuesta al aire fresco de la refrigeración, empecé a amodorrarme. Una siesta que comienza de este modo siempre es agradable. Me da la sensación de que voy a tener sueños dorados. Me quité sólo la falda y me deslicé dentro de la cama. En los últimos tiempos no sueño. Me sumerjo de inmediato en las tinieblas más negras.
De repente, el timbre del teléfono irrumpe en mi sueño, la conciencia vuelve a mí. «Debe de ser él». Me levanto y miro el reloj: sólo han transcurrido diez minutos desde que me he dormido. Si hubiera llamado otra persona, yo seguiría durmiendo sin haberme enterado de nada. Si a una cosa tan nimia se la pudiera llamar fenómeno extrasensorial, yo sería una persona dotada de unos notables poderes paranormales.
—¿Terako? —dijo él cuando descolgué.
—Sí, soy yo.
—Debías de estar durmiendo, ¿no es así?
Su voz tenía un deje de contento. A mí, aquel eco siempre me había gustado y se me escapó una sonrisa.
—Estaba a punto de levantarme.
—Mentira. Oye, ¿te apetece salir a cenar esta noche?
—Sí, qué bien.
—Entonces a las siete y media en el lugar de costumbre.
—De acuerdo.
Colgué. La habitación seguía llena de luz y de silencio. Todos los objetos dejaban nítidas y oscuras improntas en el suelo; el tiempo se había detenido. Me quedé contemplándolas unos instantes y, como no me apetecía hacer nada, me volví a meter en la cama. Esta vez, antes de dormirme, pensé un poco en Shiori.
Aquel chico, el último novio de Shiori, me había preguntado si ella había muerto «por culpa de ese trabajo». Yo le había respondido que no, pero cuando le contesté, algo dentro de mí me dijo que, en un sentido lejano, aquello era exacto.
A Shiori le entusiasmaba aquel trabajo, estaba poseída por él. Por eso había dejado este apartamento. Hablando con propiedad, tal vez aquella fuera su vocación, algo que únicamente ella podía hacer. Por mediación de un amigo, había conseguido un trabajo de media jornada en un bar y allí la descubrió un reclutador de personal de una especie de club secreto, no, más bien de una red de prostitución bastante peculiar. Ella se limitaba a hacer el «sueño compartido». La primera vez que se lo oí decir, me quedé de piedra.
Su patrón le había proporcionado un apartamento y, abajo, en el sótano, Shiori tenía su lugar de trabajo. En aquella habitación de trabajo, tal como he dicho antes, había una cama enorme de aspecto muy confortable. Yo sólo la vi una vez. En aquel lugar, más que en un hotel, te sentías en el extranjero. Era un dormitorio de verdad, como los que yo sólo había visto en las películas. Y allí, varias veces por semana, Shiori dormía al lado de los clientes.
—¿Cómo? ¿Que no tienes relaciones sexuales con ellos? —le pregunté.
Esa noche, Shiori me había confesado que estaba tan absorbida por su trabajo que quería dejar mi apartamento y mudarse a la casa donde trabajaba.
—¡Qué dices! Para eso hay otros lugares. —Y me sonrió afablemente.
—Vaya, en este mundo hay trabajos de todo tipo. En fin, supongo que eso es la ley de la oferta y la demanda. —No pude retenerla. Además, no sé cómo, pero adivinaba que Shiori era ya esclava de su extraño trabajo—. Te echaré de menos —añadí.
—Mi apartamento es de lo más normal, ven a visitarme —dijo Shiori.
Aún no había empezado a preparar su equipaje, y yo aún no me había hecho a la idea de que se iba, tan acostumbrada estaba a su presencia. Las dos nos sentamos en el suelo, como siempre, y miramos un videoclip y después, entre comentarios acerca de lo buena que era la melodía o de lo horrible que nos parecía el look del cantante, llegó la madrugada. Con Shiori, el tiempo siempre se distorsionaba de una manera extraña. Esto se debía a que su rostro era muy dulce, pero sus ojos rasgados estaban cubiertos por un oscuro velo, como una luna azul.
Cuando Shiori estaba acostada en un futón, tendido al lado de mi cama, al apagar la luz, sus brazos blanquísimos se dibujaban con nítidos contornos a la luz de la luna. Después de que la habitación se quedara a oscuras, nuestra charla se prolongaba hasta la eternidad. Había sucedido muchas veces. Aquella noche, Shiori habló largo y tendido de su trabajo. Yo escuchaba cómo su fina voz fluía en la oscuridad como las notas de un instrumento musical.
—Yo ahora, ¿sabes?, por las noches no puedo dormir. Porque si la persona que descansa a mi lado se despertara durante la noche y me encontrara durmiendo a pierna suelta, ¡ya me dirás qué valor tendría mi trabajo! Eso no sería profesional, ¿entiendes? No puedes dejar que se sientan solos. Todas las personas que vienen, absolutamente todas, lo hacen recomendadas por alguien, todas son personas respetables. Y a todas las han herido de maneras muy sutiles, todas están exhaustas. Tan exhaustas que ni siquiera se dan cuenta de que lo están. Y todas estas personas, todas sin excepción, se despiertan durante la noche. Y en estos momentos es importante que, en medio de una luz suave, yo les sonría. Les ofrezco un vaso de agua helada. A veces quieren un café, o algo por el estilo, y yo voy a la cocina y se lo preparo, tal como me lo piden. Entonces, normalmente, se tranquilizan y vuelven a conciliar el sueño. Creo que lo único que quieren, todos ellos, es tener a alguien durmiendo a su lado. También hay mujeres, y extranjeros. Pero como soy una irresponsable, a veces acabo durmiéndome… Sí, sí. Cuando duermes al lado de una persona tan cansada, empiezas a acompasar tu respiración a la suya, y es una respiración tan profunda que, en fin…, es posible que acabes inhalando toda la negrura que hay en su corazón. A veces, mientras piensas que no debes dormirte, te amodorras y tienes unas pesadillas horribles. Surrealistas. Sueños donde estoy en un barco que se está hundiendo, sueños donde pierdo las monedas que he ido reuniendo poco a poco, sueños donde las tinieblas entran por la ventana y me atenazan la garganta…, y el corazón me da un vuelco y me despierto aterrada. Tengo miedo. Cuando miro a la persona que está echada a mi lado, pienso: «¡Ah! Lo que acabo de ver es la escena que hay en su corazón. ¡Qué visión tan desolada, angustiosa y salvaje!», y tengo miedo, no sé por qué.
Bañada por la luz de la luna, Shiori miraba hacia arriba. El blanco de sus ojos tenía un brillo tenue, y yo pensé: «Esta es la escena que se esconde en el corazón de Shiori», pero, no sé por qué, fui incapaz de formularlo en palabras. Pero así era. Estoy segura. Tan segura estoy que me entran ganas de llorar.
Estábamos ya a mediados de verano. Pero cuando él entró en el local de la cita con una camisa de manga corta, al verle los brazos desnudos pensé que algo no casaba y me sentí sobrecogida. Tal vez se debiera a que lo había conocido en pleno invierno, y yo siempre me lo imaginaba con jersey y abrigo. Cuando nos encontramos, siempre tengo la sensación de andar mientras sopla el viento del norte. Debo de estar loca. En el local, el aire acondicionado zumbaba a toda máquina, fuera hacía una sofocante noche tropical, y yo seguía teniendo la misma imagen.
—¿Vamos? —dijo él, extrañado de que, hasta que hubo llegado ante mí, yo me hubiese limitado a seguirlo con la vista.
Con todo, aún permanecí unos segundos mirándolo a los ojos, confusa.
—Sí, claro.
Me levanté. En el instante de encontrarnos, no sé por qué, siempre me siento confusa.
—¿Y qué has hecho hoy? —Él siempre me preguntaba eso, sin más.
—He estado en casa… ¡Ah, sí! Y a mediodía me he encontrado a un viejo amigo.
—¿A un hombre? ¿Era una cita? —preguntó sonriendo.
—Un chico joven —dije yo sonriendo a mi vez.
—¿Ah, sí?
Se había molestado. Concede mucha importancia a la pequeña diferencia de seis años que nos separa, tal vez porque mi aspecto es excepcionalmente infantil. Cuando salgo sin maquillar, a veces me toman por una estudiante de bachillerato. Desde que dejé la universidad, para mí no han pasado los años. Quizá sea por mi forma de vida.
—¿Estás libre esta noche? —pregunté.
Él me miró a los ojos con tristeza y contestó en tono de disculpa:
—Hoy tengo que ir a ver a unos parientes. Me voy después de cenar.
—¿A unos parientes? ¿Tuyos?
—No, de ella.
En los últimos tiempos, él ya no intenta ocultármelo. Quizá porque tengo demasiada intuición y, de todos modos, acabo enterándome. Él está casado.
Está casado con una mujer que vive envuelta en un silencio profundo, dormida, inconsciente, en el hospital.
La primera vez que quedamos era pleno invierno. Fuimos a la playa en coche. El domingo después de que yo hubiese dejado mi trabajo de media jornada, él me propuso una cita. Había sido mi jefe y yo sabía que estaba casado. Fue un día muy, muy largo. Ahora puedo sentir que, aquel día, ya había empezado a producirse en mí una gran transformación. En algún momento de aquel día, yo dejé atrás a la chica saludable que había sido. En realidad, nada cambió, pero, a lo largo de aquellas horas, la corriente de algún destino enorme y oscuro, irresistible, empezó a arrastrarnos a ambos. Y no me refiero simplemente a la energía sexual que nace del amor, sino a una corriente inmensa, terriblemente triste, contra la cual nada podía la unión de nuestras fuerzas.
Con todo, yo entonces todavía estaba contenta, llena de vida; ni siquiera nos habíamos besado y ya lo amaba más que a nada en el mundo. Él conducía el coche a lo largo de la línea de la costa: el mar era hermoso y yo sentía cómo, al compás de los destellos que titilaban en las olas, una gran energía se vertía resplandeciente dentro de mí, y yo era feliz.
Bajamos a la playa y caminamos un poco; pronto los zapatos se me llenaron de arena. La brisa marina era agradable, suave la luz del sol. Como sabía que hacía demasiado frío para que pudiéramos permanecer largo tiempo en el exterior, el rumor de las olas me parecía entrañable. Se me ocurrió de pronto: alcé los ojos, los clavé en los suyos y le pregunté, bromeando:
—¿Y cómo es su esposa, señor Iwanaga?
Él sonrió amargamente y dijo:
—Un vegetal.
Ya sé que es una falta de respeto, pero cada vez que me acuerdo de la pregunta y de la respuesta, no puedo contener la risa.
… «¿Y cómo es su esposa?». «Un vegetal».
Claro que entonces no pude reírme, sólo abrí mucho los ojos.
—¿Qué? —dije.
—Está ingresada, tuvo un accidente de tráfico. De eso hace un año. Por eso puedo salir con chicas los domingos.
Él había hablado en tono alegre; yo tiré de una de sus manos, que tenía embutidas en el bolsillo. Estaba caliente. Sorprendida, sólo atiné a decir:
—¿Lo dices en serio?
—¿Crees que te gastaría una broma de tan mal gusto?
—No, claro. —Envolví su mano entre las mías—. ¿Vas a verla? ¿Cuidas tú de ella? Debe de ser muy duro.
—Dejémoslo —dijo desviando la mirada—. Cuando un hombre casado se enamora, sea o no su mujer un vegetal, por lo habitual acude a las citas llevando una bonita carga encima.
—Otra broma de mal gusto —comenté, y acerqué su mano a mi mejilla.
Junto a mi oído, el viento se detuvo. Olía a invierno. A lo lejos, las nubes que brillaban sobre el mar se fundían con el cielo y mudaban a púrpura. A través de la palma de su mano me llegaba amortiguado el rumor de las olas.
—Vamos —dije—. Hace frío. Vayamos a tomar algo caliente.
Iba a soltarle, con toda naturalidad, la mano, pero él me la apretó con fuerza durante unos instantes. Cuando, sorprendida, alcé la mirada, en el color de sus pupilas, más oscuras que el mar y que permanecían clavadas en la eternidad, creí hallar la respuesta a todas las cosas.
Él, el presagio de nuestro gran amor. En aquel instante comprendí en toda su dimensión lo que existía entre ambos. Y entonces empecé a amarlo de verdad. En aquel instante, frente al mar, aquel sentimiento frívolo se transformó en auténtico amor.
Mientras cenábamos, era yo quien se preocupaba por la hora.
—¿No tendrías que irte ya?
Se lo pregunté tres veces. Me parecía extraño ir a visitar a unos parientes a las ocho pasadas.
—Si te digo que no hay problema, es que no lo hay, mujer —contestó. Hizo girar la mesa giratoria del restaurante chino con más fuerza de la necesaria y sonrió—. Come, come. Tú no te preocupes.
—Es que a esta velocidad no hay quien coma.
Viendo cómo la comida giraba ante mis ojos con la energía de un tiovivo, solté una risita. Más allá, el camarero ponía mala cara.
—No hay problema. Iré a su casa en coche y pasaré allí la noche. Ya les he dicho que tenía trabajo y que llegaría tarde. Son buena gente, sí, muy buena gente.
—Esa es una de las ventajas del matrimonio —dije—. Que puedes emparentar con buenas personas que antes te eran ajenas.
—Eso es una ironía, ¿no? —dijo él inquieto.
—No, no lo es.
La verdad es que no pretendía ser mordaz. Todo eso era para mí algo demasiado lejano, no lograba encontrarle ninguna conexión conmigo.
—¿Tu mujer también es…, era buena persona? —pregunté; por lo visto, las posibilidades de que recobrara la conciencia eran nulas.
—Sí, lo era. De buena familia, muy activa, de lágrima fácil. Aunque un poco atolondrada y conducía fatal, por eso tuvo el accidente. ¿Basta con esto?
—Sí.
A mí no me importaba en absoluto, pero él siempre intentaba eludir este tema por todos los medios. Yo bebía un licor que sabía a albaricoque. Estaba un poco ebria, pero no tenía ni pizca de sueño; por el contrario, al otro lado de la mesa, su imagen se me representaba con mayor nitidez. Yo lo sabía. Ninguno de nosotros ha nacido de las ramas de un árbol. Él tiene padres y, en cuanto a ella, los suyos deben de estar sumidos en la mayor tristeza. Tantas realidades derivadas de la desgracia que se ha cernido sobre ellos: el hospital, los cuidadores, los gastos médicos, el divorcio, el registro civil, la decisión de dejarla morir… Seguro que todo esto existe.
A veces me entran ganas de gritarle que soy consciente de todo esto. Y quiero formularlo en palabras. Sé que, si lo hiciera, él recibiría un fuerte impacto y tendría que pensar en muchas cosas.
Oye, tú quieres involucrarte al máximo en todo esto, ¿verdad? Tú quieres continuar al pie del cañón hasta el último momento y que ellos sigan dependiendo de ti, ¿no es así? Pero tú no haces esto por nadie en concreto. Lo haces sólo porque no te permites dejar de hacerlo. Tú siempre quieres dar lo mejor de ti mismo, desempeñas hasta el final el papel que más elegante te parece, y todo lo aderezas hábilmente con el amor por tu mujer. Además, sabes muy bien que, aunque piense que este asunto me es ajeno, estoy observando con atención lo bien que te estás portando, y también sabes que, en el fondo, no puedo mantenerme al margen porque soy demasiado buena persona y todo esto me afecta demasiado. Eres una persona terriblemente fría. Pero tú lo sabes, ¿verdad? Sabes que me gusta. Que me gusta con locura la manera que tienes de llevar las cosas… Sí, en efecto, es posible que yo, sin darme cuenta, haya acabado viéndome involucrada por completo en este asunto.
Pero en cuanto mis reflexiones llegaban a este punto, perdía las ganas de hablar. Así que los dos permanecíamos en la misma posición, sumergidos en la calma, sin que se levantara ola alguna. Ellos debían de hablar día y noche de ella, que se hallaba entre la vida y la muerte, ofreciéndose apoyo mutuo, y yo recibía los días, uno tras otro, en silencio, como una amante, y ella continuaba durmiendo. Y en estas:
«Nuestro amor no es real».
Esta frase, desde el principio, iba y venía dentro de mi cabeza. La sentía como un odioso presagio. Cuanto más cansado está él, más intenta mantenerme a mí alejada de la realidad. Nunca lo ha formulado claramente, así que debe de ser un deseo inconsciente, pero a él le gusta que yo permanezca siempre en mi habitación, sin trabajar, viviendo sumida en el silencio, y que, cuando quedamos, nos encontremos por las calles como si fuéramos la sombra de un sueño. Me cubre con bonitos vestidos y me pide que tanto mi llanto como mi risa sean silenciosos. No, la culpa no es únicamente suya. Yo he acabado haciendo mía la negrura del cansancio de su corazón, y me gusta actuar de este modo. Entre nosotros existe un espacio de soledad y nos amamos protegiéndolo con mimo. Por eso, todo va bien por ahora. De momento.
—¿Te parece bien que te lleve a casa? —preguntó cuando, tras salir del restaurante, nos dirigíamos al aparcamiento.
—Me encanta cómo hablas a veces, tan formal.
—No me cabe la menor duda.
Se rio. Yo también me reí.
—Aún es temprano, volveré a casa andando. Así se me despejará la cabeza del alcohol.
—¿Ah, sí? —añadió con un deje de tristeza.
En la penumbra, su rostro aparecía demacrado. Las hileras de coches estaban terriblemente silenciosas. Aquel pequeño aparcamiento parecía el fin del mundo. Siempre me siento un poco así en el momento de separarnos.
—Pareces muy viejo —bromeé.
Y él, mientras subía al coche, me dijo con expresión seria:
—Me siento tan cansado que ni siquiera sé dónde estoy. Pero es sólo cuestión de tiempo. Sé que hablar de esta manera es una grosería, te refieras a quien te refieras, pero yo, en estos momentos, soy incapaz de pensar en el futuro.
Aquello parecía un monólogo.
—Sí, ya lo sé. No importa —le respondí precipitadamente y cerré la puerta del coche. No quería oír nada más.
Cuando emprendí el camino de la noche, él me adelantó haciendo sonar el claxon. Agité la mano hacia él con una sonrisa, pero tuve la impresión de que sólo mi rostro sonriente permanecía en las tinieblas, como el gato de Cheshire.
Esté mi novio a mi lado o no lo esté, me encanta andar por la noche cuando estoy ebria. La luz de la luna inunda las calles y las sombras de los edificios se encadenan hasta el infinito. El ruido de mis pasos y el de los coches lejanos se superponen. A medianoche, sobre la ciudad, el cielo es extrañamente claro, cosa que, por una parte, me inquieta y, por otra, me tranquiliza.
Uno tras otro, mis pasos me conducían hacia casa, pero era consciente de que mi corazón no tenía ganas de volver. Sí, me dirijo al apartamento de Shiori. En noches como esta, siempre me pasaba por su habitación. No por la que usaba para trabajar, sino por el apartamento en que vivía. Sea porque estoy bebida, sea porque tengo demasiado sueño, puedo sentir que la frontera entre los recuerdos y la realidad se ha vuelto más y más incierta. En los últimos tiempos, estoy rara. Tengo la sensación de que, si subiera en el ascensor y entrara en su casa, la encontraría, sin duda.
Sí, después de una cita tan triste, tan falta de entusiasmo, yo solía visitar a Shiori.
En cualquier caso, el simple hecho de estar junto a él me provocaba una terrible sensación de soledad. ¿Por qué sería? Yo siempre estaba un poco triste, acosada por la añoranza de la luna que brillaba en la lejanía mientras me iba hundiendo eternamente en lo más hondo de la noche azul y me teñía de azul hasta la punta de las uñas.
Cuando estaba con él, me convertía en una mujer sin palabras.
Se lo había contado muchas veces a Shiori, pero ella jamás me había creído, a mí, que soy tan habladora; pero era cierto: cuando estaba con él, me limitaba a escuchar y a asentir con la cabeza. Cuando el ritmo de su discurso y el ritmo de mis movimientos de cabeza llegaron a una sincronización tan perfecta que ya casi rayaba en el territorio del arte, empezó a darme la impresión de que aquello se parecía mucho al «sueño compartido» de Shiori, e incluso se lo comenté en una ocasión.
—¿Por qué será? Cuando estoy con él, me siento como si estuviera en pleno invierno.
—¡Ah! ¡Ya, claro! —repuso Shiori.
—¿Y cómo puedes saberlo si no he acabado de explicártelo? —me enfadé.
—¡Vamos, mujer! Es que yo soy una profesional —dijo entonces Shiori entrecerrando los ojos—. ¿Sabes? Las personas como él creen que, fuera de las reglas establecidas, no existe nada.
—¿Nada?
—Por eso se siente tan inseguro. Si pensase que tú le perteneces, se encontraría en desventaja. Y por eso, de momento, tú no existes, estás en la reserva, te tiene con el botón de «pausa» apretado, formas parte de su stock de mercancías, eres un apéndice de su vida.
—Sí… Creo que entiendo lo que quieres decir, pero eso de que «no existo»… ¿Qué lugar ocupo entonces en su vida?
—Un lugar oscurísimo —dijo Shiori, y se rio.
Tenía muchas ganas de ver a Shiori. Pero, como a todas luces era imposible, empecé a vagar sin rumbo, dando un largo rodeo de vuelta a casa. Inexplicablemente, así me daba la impresión de que me acercaba a ella. El número de transeúntes decreció, la oscuridad se hizo más densa. La última vez que había visitado el apartamento de Shiori había sido dos semanas antes de su muerte: esa fue la última vez que la vi. También entonces me sentía desanimada y me pasé por allí, de repente, a medianoche. Shiori estaba en casa y me recibió contenta.
Al entrar, me llevé una sorpresa. Una enorme hamaca colgaba en mitad de la sala.
—¿Y eso para qué es? ¿Para poner cosas encima? —le pregunté, plantada en el recibidor, señalando la hamaca.
—Es que, ¿sabes?, cuando trabajo duermo en una cama muy blanda. Y allí tengo que estar con los ojos bien abiertos —contó con su voz de siempre, aguda, suave y fina—. Así que, en cuanto me meto en una cama, va y me desvelo, y entonces he pensado que tal vez en un sitio así, tan incómodo, pueda dormir.
¡Ah, claro! Al escucharla, lo encontré lógico. Pensé que todos los trabajos de este mundo debían de tener sus problemas específicos; entré en la habitación y me senté en el sofá.
—¿Quieres un té? ¿O prefieres tomar una copa?
Me sentí feliz al volver a ver sus movimientos pausados y la sonrisa de siempre flotando en sus labios. Y, al igual que cuando Shiori vivía conmigo, sentí cómo se escurría hacia el exterior el cansancio que, sin razones aparentes, se me había ido acumulando en el corazón.
—Una copa —contesté.
—Entonces te abriré una botella de ginebra.
Shiori sacó mucho hielo del frigorífico, cortó unas rodajas de limón, sacó el precinto de la botella de ginebra y lo trajo todo.
—¿De verdad no te ha importado abrirla? —le pregunté, medio hundida en el sofá, con el vaso en la mano.
—¡No, qué va! Yo apenas pruebo el alcohol —dijo Shiori tomándose un zumo de naranja.
La estancia estaba extrañamente silenciosa.
—¡Qué silencio! —comenté.
No estaba ebria en absoluto. Sentía una paz total. Nada me entristecía y, por lo tanto, nada tenía que decir.
—¿Te ha pasado algo? —quiso saber Shiori.
Su manera de preguntar era tan solícita como la actitud de un perro fiel.
—No, nada. —Me dio la impresión de que, en el momento de darla, mi respuesta cobraba un peso inmenso—. No, de verdad que no me pasa nada. Oye, ¿tú últimamente no ves la tele ni escuchas música?
Lo cierto era que, aquella noche, el apartamento de Shiori estaba sumido en un silencio absoluto. Aparte de nuestras voces, se había extinguido cualquier otro sonido, como un iglú en una noche en que se hubiera acumulado a su alrededor la nieve recién caída. La fina voz de Shiori destacaba aún más en aquel silencio.
—Pues no. ¿Te molesta el silencio? —preguntó.
—No, no. No me quejo. Además, estoy aquí de visita —dije—. Sólo que me daba la sensación de que a mis oídos les pasaba algo.
—Últimamente no soporto ningún ruido —repuso Shiori con la mirada perdida—. Pero dejémoslo. Dime, ¿estás sufriendo por culpa de Iwanaga? ¿Os habéis peleado por lo de su mujer? Yo he vivido contigo, así que me doy cuenta de cuando no estás bien.
—No, si estoy como siempre. No me pasa nada. Sólo que…
Me horrorizaron las palabras que iba a pronunciar. Estuve a punto de decir algo terrible.
«Es que estoy harta de esperar».
—¿Sólo que…?
—Sólo que… he dicho una mentira podrida. Y entonces hemos discutido un poco. Nada más. Todo sigue igual. No quiere hablar mucho de su mujer, pero por lo visto tiene problemas con los parientes, y va mucho al hospital. Pero esto a mí no me afecta. En absoluto.
—¿Ah, no? Entonces, perfecto —dijo Shiori sonriendo—. Yo quiero que sigáis siempre juntos. Es que es un amor que he visto nacer, ¿sabes?
—No nos separaremos. Tú tranquila —le dije.
Y, cosa extraña, conforme hablaba, fui recobrando rápidamente los ánimos y mi ansiedad acabó desapareciendo. No recuerdo de qué hablamos a continuación. Tan intrascendente debía de ser nuestra charla. Recuerdos de cuando vivíamos juntas, historias divertidas del trabajo, sobre cosméticos, sobre la televisión, en fin, cosas de este tipo… La hamaca flotando en el espacio, tras mi cabeza. La camisa blanca de Shiori, el agua hirviendo en la tetera roja, el vapor del té verde que tomábamos… Sí, esto es cuanto logro recordar.
—Bueno, me voy.
Me levanté.
—¿Por qué no te quedas a dormir aquí? —propuso Shiori.
Dudé, pero al imaginarme a mí, la invitada, durmiendo en la cama y a Shiori en la hamaca, se me quitaron las ganas y decidí regresar a casa.
—¿Te sientes mejor?
Cuando Shiori me lo preguntó, ya en el recibidor, por primera vez hablé en tono quejumbroso:
—Sí, no sé por qué, pero sí.
Shiori entrecerró los ojos.
—¿Quieres probar el «sueño compartido»? —preguntó en tono burlón.
—No, gracias.
Me reí y salí de su casa. La puerta se cerró y, cuando hube dado dos o tres pasos en dirección al ascensor, sentí de repente el violento impulso de retroceder. Quería ver de nuevo el rostro de Shiori, pero cuando me di la vuelta comprendí que, tras la puerta de hierro, ella ya había regresado a su tiempo y, como no tenía motivos para volver ni nada que decirle, monté en el ascensor…
Cuando me cansé de andar, estaba ya demasiado lejos de mi apartamento, así que, estúpida de mí, acabé volviendo en taxi. Y una vez en casa, fui absorbida por unas tinieblas negras sin un solo pensamiento y me sumí en un sueño profundo. Igual que si se hubiese apagado un interruptor. En este mundo, sólo existimos mi cama y yo.
De repente, me despertó el timbre del teléfono. El sol entraba a raudales por la ventana, la habitación estaba llena de luz. Cuando descolgué, su voz sonó extraña, un poco distinta a la habitual:
—¿Habías salido?
—No.
Miré el reloj: eran las dos de la tarde. Me sorprendió lo mucho que había dormido. La noche anterior, antes de las doce, ya estaba durmiendo.
—¿Estabas ahí de verdad? —preguntó, incrédulo, al otro lado del hilo.
—Sí, estaba durmiendo.
—He llamado varias veces y me ha extrañado que no te pusieras.
Parecía aún poco convencido. Yo estaba sorprendida. ¿Acaso empezaban a fallar los poderes paranormales que yo creía poseer? Dejar de oírlo a él cuando llamaba era algo que, estaba convencida, no ocurriría jamás, y que hubiera sucedido me provocaba una gran inseguridad. Sin embargo, le dije con voz alegre:
—¿Ah, sí? Pues he seguido durmiendo como si tal cosa.
—¡Vaya! En fin, como ayer apenas tuvimos tiempo de hablar, he pensado que podríamos vernos mañana.
De otras cosas, él suele hablar sin tapujos, pero jamás me propone abiertamente que pasemos la noche juntos o que hagamos el amor. No sé por qué, pero esta es otra de las cosas que me gustan de él.
—De acuerdo.
Jamás le digo que estoy ocupada si no lo estoy. Odio esas triquiñuelas, por más eficaces que sean. Siempre tengo un «de acuerdo» o un «vale» en la punta de la lengua. Creo que, a la larga, ir con la verdad por delante es lo que mejores resultados da.
—Entonces reservaré una habitación —dijo y colgó.
Volví a quedarme a solas en mi habitación; era bien entrada la tarde. Me sentía un poco mareada por haber dormido tanto.
Desde niña, siempre he tenido el sueño fácil. Otra cualidad que poseo, aparte de mi facultad de reconocer las llamadas de mi novio, es poder conciliar el sueño siempre que me lo propongo. Por las noches, mi madre trabajaba por gusto en un bar que regentaba una amiga suya. Mi padre era un oficinista normal y corriente, pero, haciendo gala de una tolerancia excepcional, no sólo permitía que mi madre trabajara allí, sino que él mismo solía frecuentar el local. Y yo, como era hija única, me quedaba a menudo sola en casa por las noches. La casa era demasiado grande para una niña y me acostumbré a dormirme en un visto y no visto.
Una vez se habían apagado las luces, los pensamientos que acudían a mi mente mientras contemplaba el techo oscuro eran demasiado dulces, estaban demasiado llenos de soledad, y yo los odiaba. No quería que empezara a gustarme la soledad. Y, por lo tanto, me dormía en un santiamén.
Ya de adulta, la primera vez que recordé vívidamente todo esto fue durante el viaje de regreso a Tokio, tras pasar nuestra primera noche juntos. Habíamos dormido en la provincia de Kanagawa, habíamos pasado el día siguiente haciendo turismo y, al atardecer, habíamos emprendido el camino de regreso. Yo sentía un pánico inexplicable a que acabase aquel día, estaba desesperada. En el coche, maldecía los semáforos en verde y, cada vez que nos retenía un semáforo en rojo, suspiraba con alivio y la alegría me colmaba el corazón. Me resultaba muy penoso regresar a Tokio y volver los dos a nuestras respectivas rutinas. Posiblemente se debiera a que era la primera vez que hacíamos el amor y, sobre todo, a que no había conseguido sacarme a su mujer de la cabeza durante todo el día. Jamás me había sentido tan nerviosa. Al imaginar el instante de volver a mi apartamento y quedarme sola, sentía que me carcomía por dentro.
Iba encogida, como si hubiera ido sumergiéndome hasta el fondo de la visión de las luces que se sucedían frente a mí. No sé por qué me sentía tan sola. Él había estado tan cariñoso como siempre, había bromeado y yo me había reído. Pero el miedo no desaparecía. Tenía la sensación de que estaba congelándome.
Sin embargo, en determinado momento, no sé por qué, ¡zas!, me dormí. La verdad es que no recuerdo en absoluto cuándo fue. «¡Ya hemos llegado!». Al instante siguiente él estaba sacudiéndome para que me despertara, y comprendí que nos hallábamos frente a mi casa.
«¡Caramba! ¡Qué cómodo! Así he salido ganando», pensé. Los instantes que debían de haber sido los más odiosos, los más tristes, se habían desvanecido en el vacío. «¡El sueño es mi aliado!», me dije, sorprendida, mientras agitaba la mano sonriendo en el momento de la despedida; una despedida que no resultó tan trágica como había imaginado.
Sin embargo… ¿no estaré erosionando mi vida? Últimamente, esto es lo que me viene a la cabeza en el momento de despertar. Me da un poco de miedo. No se trata sólo de que, al final, he acabado por dormir sin oír sus llamadas, sino que mi sueño es tan profundo que, en el instante de abrir los ojos, me parece haber vuelto de la muerte a la vida, tan profundo que a veces pienso que, si me contemplara desde fuera a mí misma durmiendo, quizá no vería más que un blanquísimo esqueleto. También me fascina a veces la idea de no despertar jamás, de ir pudriéndome y desaparecer en la eternidad. Tal vez esté poseída por el sueño. Igual que Shiori estaba poseída por su trabajo. Me da miedo pensarlo.
Él jamás me ha contado la situación con pelos y señales, pero en los últimos tiempos, cuando hacemos el amor, me doy perfecta cuenta de lo exhausto que está. Nunca me ha dado detalles concretos y, además, como no entiendo nada de medicina, tampoco lo sé muy bien, pero quizá la familia de ella desea mantenerla viva a toda costa y como, por lo visto, son «buena gente», seguro que le han propuesto a él que se separe. Y cada vez que él va al hospital y ve que su esposa continúa durmiendo, seguro que piensa: «Todavía está viva», y debe de partírsele el corazón, y quizá la postura de «no separarse hasta la muerte» sea la que más elegante le parezca. Y de mí no puede hablarle a nadie. Porque él mismo está tan exhausto que ni siquiera desearía casarse conmigo enseguida, aunque todo hubiera terminado, y, tal como decía Shiori, le inquieta pensar hasta cuándo soportaré yo esta situación. ¡Uf! En el fondo, siempre es lo mismo. Un círculo vicioso. Sí, de momento lo único que puedo hacer es no decir nada. Ahora sólo temo que él, que se encuentra sobre mi cabeza, se me desplome encima con todo su peso. Durante el año y medio que llevamos juntos, él ha ido envejeciendo deprisa sin que yo haya podido impedirlo. Quizá se deba a que yo también estoy cansada, pero mientras hacemos el amor, no hago más que pensar vagamente en esto y no siento mucho placer. Tengo la impresión de que la oscuridad de la estancia se filtra en mi corazón. Al otro lado de los finos visillos, la vista nocturna resplandece, tan lejana como un sueño. Cada vez que me vuelvo hacia un lado, miro hacia fuera. Pienso en el viento frío que, rugiendo, debe de barrer las calles.
Íbamos a dormirnos, el uno al lado del otro, cuando de repente me dijo:
—¿Cuántos años llevas viviendo sola, Terako?
—¿Quién? ¿Yo?
La pregunta había sido tan repentina que se me escapó un gritito. El suelo, tenuemente iluminado por las luces del exterior, daba vueltas en torno a esta pregunta y, por un instante, el pasado, el presente, todos mis recuerdos se confundieron.
«¿Qué ocurrirá? ¿Qué ocurre? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué he estado haciendo hasta ahora?».
Por un instante, no pude recordar una sola cosa ocurrida antes de conocerlo a él.
—Pues sólo un año. Antes vivía con una amiga.
—¡Ah, sí! Ahora que lo dices, cuando llamaba, a veces se ponía otra chica. ¿Y qué ha sido de ella?
—Se casó. —Una extraña mentira—. Se fue y me dejó.
—¡Qué mala!, ¿eh? —dijo, y se rio.
Vi cómo temblaba su ancho pecho tendido sobre la cama.
—Si tu mujer lo supiera, ¿crees que se enfadaría?
Le hice esta pregunta de sopetón. Él, tras endurecer la expresión de su rostro, la distendió poco a poco en una sonrisa.
—No lo creo. Si ella estuviera consciente, las cosas no habrían llegado tan lejos, y, sobre todo, si ella conociera la situación en la que me encuentro y si te conociera a ti, seguro que no se enfadaría. Ella era así.
—¿Era buena?
—Sí, he tenido mucha suerte con las mujeres. Tú eres buena y ella también lo era… Pero ya no está en este mundo. Ya no.
Aquella afirmación categórica hecha con voz somnolienta me dio miedo y enmudecí. Además, no sé por qué, me estremecí de los pies a la cabeza. Mientras lo miraba, él empezó a respirar acompasadamente y se durmió, solo; y a mí, al contemplar sus párpados cerrados y oír su respiración profunda, empezó a darme la impresión de que podía asomarme a sus sueños de un momento a otro.
Su conciencia erraba sola por la noche, en algún lugar lejano.
«… empiezas a acompasar tu respiración a la suya —había dicho Shiori—. Es posible que acabes inhalando toda la negrura que hay en su corazón. A veces, mientras piensas que no debes dormirte, te amodorras y tienes unas pesadillas horribles».
Tenías toda la razón, Shiori. Últimamente tengo la sensación de entenderte. Al dormir a su lado como si fuera una sombra, quizás acabe haciendo mío su corazón como si absorbiera las tinieblas. Y, de este modo, si conociera los sueños de muchas personas, como tú los conocías, llegaría un momento en que sería imposible el retorno, el peso se volvería tan insoportable que la única escapatoria sería la muerte, ¿verdad?
Tal vez se debió a que había pensado en esto justo antes de zambullirme en el sueño, de golpe, tal como solía, pero aquella noche soñé con Shiori por primera vez tras su muerte. La vi con gran nitidez. Fue un sueño muy vivido, tan real como la vida misma.
Estoy en mi habitación y me despierto con un sobresalto.
Es de noche, Shiori está en el comedor contiguo a la habitación, sentada frente a la mesa redonda de madera, disponiendo unas flores en un jarrón. Lleva un jersey rosa que le he visto puesto a menudo, unos pantalones de color caqui y las zapatillas de siempre.
Me incorporo, confusa.
—¿Shiori? —digo con voz somnolienta.
—¿Estás despierta?
Shiori se vuelve hacia mí: la expresión seria de su perfil se transforma en una sonrisa dulce. Se le forman hoyuelos en las mejillas. No puedo evitar sonreír a mi vez.
—¿Sabes? Estaba soñando con el señor Iwanaga —digo—. Era todo tan real. Dormíamos juntos. Estábamos en la cama, el uno al lado del otro, y hablábamos de ti en el sueño.
—Pero ¿esto qué es? A mí no me metas en tus sueños. —Shiori habla de perfil tras soltar una risita inocente—. Oye, esto no hay manera de que me quede bien.
Shiori intenta embutir un montón de tulipanes blancos en el jarrón de cristal de encima de la mesa. Sin embargo, los tallos se desparraman en todas direcciones, es imposible juntarlos. Encima de la mesa todavía descansan varios tulipanes.
—¿Y si cortaras un poco los tallos? —le propongo.
—Pobrecitos, ¿no? —dice.
Y empieza de nuevo a lidiar con las flores. Yo no puedo permanecer allí mirándola, de modo que me levanto y me acerco. Como acabo de despertarme, me noto las manos y los pies pesados; el aire de la habitación es limpio.
—Déjame a mí. —Sostengo el jarrón, rozo los blancos dedos de Shiori. Las flores se dispersan en todas direcciones, a su aire—. Pues tienes razón. Se doblan.
—Terako, ¿no tenías un jarrón un poco más alto que este? Sí, mujer, uno negro, grande.
—Sí, me parece que sí… Espera, espera, ¡sí! ¡Ya me acuerdo! —digo—. Está en el armario, en la parte de arriba. Seguro.
—Ahora mismo traigo una silla.
Shiori corre a la habitación donde dormía yo antes, vuelve con una silla entre los brazos. Su sonrisa tiene algo de presuntuoso, y le digo sin pensar:
—Tú siempre estás sonriendo, ¿no?
—¿A qué viene esto, así de repente? Lo parece porque tengo los ojos rasgados. —Shiori estaba subida a la silla y yo le miraba la garganta desde abajo—. ¿Es aquí?
Yo miro la mano que se dispone a abrir el armario.
—Sí, en aquella caja larga de allí —señalo.
—Toma.
Abro la caja alargada que me ha dado Shiori y saco un gran jarrón negro con forma de cántaro. Lo lavo con agua, lo seco con un trapo, lo lleno de agua. En la noche, el sonido del agua resuena con fuerza.
—Aquí sí cabrán las flores.
¡Pum! Shiori baja de la silla, me sonríe y yo hago un gesto afirmativo con la cabeza. Shiori es más hábil que yo disponiendo las flores, así que yo le voy dando, uno a uno, los fragantes tulipanes blancos. Shiori los toma con delicadeza y los va metiendo en el jarrón…
Me desperté con un sobresalto.
—¿Qué? —grité.
Y me incorporé de un salto, desnuda.
Shiori no estaba.
Había sido demasiado vivido. Había aterrizado de repente en un lugar distinto del que estaba antes, y a mi lado había un hombre durmiendo. La noche era oscura, la habitación estaba sumida en las tinieblas, las luces de los coches que circulaban bajo la ventana iban pasando de largo, extraviadas.
Permanecí unos instantes mirando a mi alrededor; pronto volví a la realidad. El sueño había sido tan intenso que me dolía la cabeza, y todo cuanto había ante mis ojos me parecía falso. Lo único cierto era que me había reencontrado con Shiori después de tanto tiempo.
Comprendo. Por fin tengo la sensación de comprender realmente de qué se trataba. El «sueño compartido» era lo que yo necesitaba. Es lo que necesitan las personas que se encuentran en mi situación. Si Shiori durmiera a mi lado, seguro que habría tenido un sueño como el de ahora, poderoso y caliente. Unos colores, unos puntos de vista y unas sensaciones reales: una realidad distinta que fascina a quien la contempla… Me quedé mirando el cubrecama, atónita.
—¡Eh!
De repente, oí que me llamaban y tuve un sobresalto. Al volverme, vi que él me estaba mirando con los ojos abiertos de par en par. ¡Uf! Otra vez «el fin de la noche», pensé de inmediato.
—¿Qué te pasa? Te has puesto en pie de un salto. ¿Has tenido una pesadilla?
—No, qué va. Era un sueño agradable —dije—. Muy divertido. Estaba tan contenta que no quería despertarme. Es horroroso volver a un lugar como este. ¡Un fraude!
—Aún debes de estar medio dormida —rezongó él como si hablara para sí, y me cogió la mano.
En aquel instante sentí cómo los ojos se me anegaban en lágrimas. Calientes lagrimones empezaron a caer sobre el cubrecama. Él se sorprendió y me atrajo bajo las sábanas, y, aunque no tenía culpa alguna, me dijo:
—Ya veo… Debes de estar muy cansada. Lo siento, lo siento. Mira, esta semana no podremos volver a vernos, pero la próxima, ¿eh?, ¿qué te parecería ir a comer por ahí? Algo bueno. Sí, ¡ya está! ¿Verdad que la semana que viene hay fuegos artificiales? Pues podemos ir a verlos. ¿Qué?, ¿qué te parece?
Hablaba con vehemencia. Junto a mi oreja, su piel estaba caliente, yo podía oír los latidos de su corazón.
—Estará lleno de gente —dije sonriendo.
Aunque seguía derramando lágrimas, me sentía un poco más alegre.
—No hace falta que vayamos hasta la orilla del río. Con que nos acerquemos un poco, ya los veremos bien, ¿no crees? Y mira, también podríamos ir a comer anguila.
—Sí, qué bien.
—¿Conoces algún restaurante bueno?
—Pues… ¿qué te parece aquel grande de la calle principal?
—No, aquel no, fatal. Allí, aparte de anguila, sirven tenpura y vete a saber qué más. Esa no es la manera de hacer las cosas. ¿No había otro por los callejones de atrás?
—¡Ah, sí! Detrás del templo había uno pequeñito. Podríamos ir allí.
—Es fundamental que la anguila esté recién cogida.
—Sí, pero la consistencia del arroz y la salsa también tienen su importancia, ¿eh? Bueno, esto en el caso del unajū[1], claro.
—¡Desde luego! Si el arroz está demasiado hecho, es repugnante. ¿Sabes?, cuando era pequeño, la anguila me parecía el más delicioso de los manjares.
Hablamos sin parar sobre la anguila. Poco a poco, la conversación fue languideciendo y acabamos durmiéndonos los dos, casi a la vez. Fue aquel un sueño profundo y apacible, sin ninguna visión que lo enturbiara.
Su esposa debe de hallarse en el fondo de la noche más profunda.
¿Estará Shiori cerca? Seguro que son unas tinieblas terriblemente densas. ¿No habrá vagado mi corazón por allí alguna vez mientras dormía?…
Pensé eso justo antes de despertar. A continuación, las pesadas nubes, al otro lado de la ventana, invadieron mi campo visual y, cuando dirigí la vista a un lado, él ya no estaba. Miré el reloj y me asombré al ver que marcaba la una de la tarde. Estaba tan sorprendida que me levanté diciendo: «¡Oh, no! ¡Oh, no!». Sobre la mesita de noche había una nota.
Para no trabajar, duermes muy bien.
Parece que todas las mujeres que hay a mi alrededor estén dormidas.
Dormías tan a gusto que no he querido despertarte. He ampliado la reserva de la habitación hasta las dos, tómatelo con calma.
Yo tengo trabajo, así que me voy antes. Te llamaré.
Era una hermosa nota de nítidos caracteres que se perfilaban uno a uno como en las prácticas de caligrafía. «¿Es esta su letra?», pensé, y tuve la ilusión de que aquellas letras definían su silueta con más nitidez que su propio cuerpo, que yo había abrazado la noche anterior, y me quedé con la mirada clavada en aquella nota durante una eternidad.
Había dormido sólo con una camiseta puesta y, pese a que era verano, estaba yerta de frío. Las nubes brillaban plateadas cerniéndose sobre las calles lejanas. Miré las hileras de coches, a mis pies, y me vestí. No conseguía librarme del sopor. Me lavé la cara, me cepillé los dientes, pero no me despejé lo más mínimo: sólo sentía cómo el sueño se iba infiltrando gota a gota en mi mente.
Fui a la cafetería e intenté almorzar, pero mis brazos y mis piernas flotaban en el espacio de una manera lastimosa, y mi boca, mi estómago y mi mente no mantenían coordinación alguna. Envuelta en la pálida luz que penetraba por la ventana, infinidad de veces estuve a punto de cerrar los ojos; conté en sentido inverso las horas que había dormido. Las contara como las contase, eran más de diez. ¿Por qué no lograba desprenderme de aquel sopor?
«Normalmente, por más que duerma, por más sueño que tenga, a la media hora tengo ya la cabeza despejada…». Incluso mis reflexiones parecían no pertenecerme.
Tambaleante, tomé un taxi y volví a casa y, con la lavadora en marcha, me dejé caer en el sofá y me amodorré de nuevo.
Sin remedio.
Me di cuenta de que la cabeza se me iba hundiendo poco a poco en el respaldo del sofá. Me desperté con un sobresalto e intenté hojear una revista, pero me di cuenta de que leía una vez tras otra el mismo párrafo. «Como en clase, por las tardes, cuando daba cabezadas ante el libro de texto», pensé, y volví a cerrar los ojos. El cielo nublado de fuera fluía hacia el interior de la habitación e invadía mi encéfalo. Ni siquiera el zumbido de la lavadora lograba despertarme. Ya nada me importaba; dejé que la blusa y la falda se deslizaran hacia el suelo y me metí en la cama. El cubrecama era fresco y agradable, la almohada se hundía suavemente con la promesa de un dulce sueño.
Cuando ya empezaba a respirar profundamente, a punto de dormirme, sonó el teléfono. Sabía que era él, no me cabía la menor duda. El timbre repicó una vez tras otra, como si quisiera dar muestras de un amor paciente, pero fui incapaz de abrir los ojos. «Parece una maldición», me dije. A pesar de tener la conciencia clara, me era imposible levantarme, por más que lo intentara.
¿No sería una maldición de su mujer?
Esta duda cruzó mi mente por un instante, pero se desvaneció enseguida. Según lo que él contaba, su esposa jamás habría hecho una cosa así. Ella era una persona muy cariñosa. Yo tenía demasiado sueño, mis pensamientos iban y venían como si vagaran por el crepúsculo.
Mi enemigo, sin duda, era yo misma.
Me convencí de ello mientras se desvanecía mi conciencia. El sopor me iba inmovilizando, suave como el algodón, e iba absorbiendo toda mi vitalidad. Y fundido en negro.
Entre sueños, oí varias veces el timbre de sus llamadas.
Cuando volví a despertarme, la habitación estaba sumida en la penumbra. Alcé una mano y, viendo su silueta negra y borrosa, pensé vagamente: «Ya ha anochecido».
Como era lógico, el zumbido de la lavadora ya había cesado y la habitación estaba en silencio. Me dolía la cabeza, me notaba el cuerpo agarrotado, las articulaciones entumecidas. El reloj señalaba las cinco. Tenía un hambre canina. «Voy a comerme una naranja de la nevera. ¡Ah, sí! Y también hay flanes». Me levanté y me puse la ropa que había dejado tirada por el suelo.
Estaba todo tremendamente silencioso. Tanto como si yo fuera la única superviviente en este mundo.
Presa de una sensación extraña, difícil de describir, encendí la luz de la habitación y, al mirar hacia fuera… El joven repartidor estaba introduciendo periódicos en los buzones, no había ninguna luz en las casas del vecindario, hacia el este el cielo se pintaba de color naranja: entonces lo comprendí.
—Son las cinco de la mañana —dije en voz alta y seca.
Estaba aterrada. ¿Cuántas vueltas habrían dado las agujas del reloj? ¿Qué mes era? ¿Qué día? Frenética, salí del apartamento, bajé las escaleras y recogí el periódico del buzón. ¡Uf! ¡Qué alivio! Sólo había dormido una noche. Me tranquilicé. Pero lo cierto era que había dormido más de lo habitual. Me notaba el cuerpo destemplado. Sentía vértigo. El azul del amanecer se extendía sobre las calles, la luz de las farolas era transparente. Me daba pánico volver a mi habitación. Seguro que volvía a dormirme… Pero estaba tan desesperada que eso me importaba poco. Incluso tenía la sensación de que no tenía adonde ir.
Y encaminé mis pasos vacilantes hacia la calle.
El cielo aún estaba oscuro; el olor asfixiante del verano impregnaba el aire fresco. Había poca gente en la calle, unos que hacían deporte y corrían, otros que volvían a sus casas, que paseaban a sus perros, algún que otro anciano. En comparación con todos ellos, que tenían un objetivo, sólo yo, que recorría las calles como una autómata, con lo puesto, parecía un espectro errante al amanecer.
Sin otro lugar a donde ir, me encaminé hacia el parque. Era un parque muy pequeño, encajonado entre unos bloques de viviendas que había justo detrás de casa, y allí solíamos ir Shiori y yo tras pasar la noche en vela. No había más que un banco, un cuadro de arena y unos columpios. Me senté en el viejo banco de madera y apoyé la frente en mis manos, igual que un desempleado. Mi barriga rugía de hambre, pero no tenía la menor idea de qué podía hacer. ¿Qué diablos me había sucedido? Había llegado a un punto en que parecía incapaz de hacer nada por mi propia voluntad. Tenía tanto sueño, tanto, que no podía pensar.
Había niebla. Los colores de las figuras de los animales del cuadro de arena aparecían velados. Un húmedo olor a verde, un aroma a tierra inundaba el parque. Con la cabeza entre las manos, luchando contra el sueño, me quedé mirando el oscuro estampado de mi falda.
—¿Te encuentras mal?
Una voz femenina resonó junto a mi oído. Me sentí tan avergonzada que, por un instante, tuve la tentación de fingir que me encontraba mal, pero, pensando que la cosa podía ir a más y acabar volviéndose contra mí, rechacé la idea y alcé la cabeza. Sentada a mi lado, mirándome fijamente, había una chica con tejanos que, por la edad, debía de ser estudiante de bachillerato. Tenía unos ojos extraños, muy grandes, cristalinos, que parecían mirar al infinito.
—¡Oh, no! Estoy bien. Sólo tenía un poco de sueño —contesté.
—Es que no te veo muy buena cara —replicó ella con ansiedad.
—No, no. Estoy bien. Muchas gracias.
Sonreí, y ella me devolvió la sonrisa. Los árboles se mecían al viento entre susurros, ráfagas de frescor atravesaban el parque. Ella se quedó sentada a mi lado, así que yo perdí la ocasión de levantarme e irme, y permanecí allí sentada, también yo, con la vista clavada al frente. Había en aquella chica algo discordante con lo que la rodeaba. El pelo largo le caía sobre los hombros, era muy hermosa. Sin embargo, era difícil sustraerse a la impresión de que algo en ella no era normal, y me pregunté si la chica no estaría un poco loca. Sin embargo, por el simple hecho de estar con alguien, fui relajándome gradualmente. «Shiori y yo solíamos estar sentadas aquí, juntas, mirando los columpios», pensé. Nos pasábamos la noche mirando vídeos y, por la mañana, completamente desveladas, íbamos a un local de esos que están abiertos las veinticuatro horas a comprar té caliente y onigiri[2], y nos los comíamos aquí. Yo odiaba los onigiri de atún, a Shiori le encantaban…
—Ve enseguida a la estación.
Me lo dijo tan de improviso que me sobresaltó. Yo volvía a estar a punto de dormirme. Al dirigir la vista hacia la chica, vi que me miraba con expresión severa. Fruncía el entrecejo, y el tono de voz también era completamente distinto del de antes, más tajante y profundo.
—¿Cómo? ¿A la estación?
No supe qué responder. «En efecto, está loca…». Me asusté un poco. Ella se levantó, se puso frente a mí y clavó sus ojos en los míos. Tenía una mirada realmente extraña. Pese a tenerla fija en mí, parecía estar enfocando un punto lejano. Hipnotizada, fui incapaz de articular palabra. Ella prosiguió:
—Te compras un periódico y miras en las ofertas de empleo. Te buscas un trabajo, aunque sea por un corto período de tiempo. De modelo, de azafata de congresos, de lo que sea. Como administrativa no. Te dormirías. Un trabajo en el que debas estar de pie y mover los brazos y las piernas. Hazlo. Es que no puedo ni mirarte. Si sigues así, llegará un punto en que todo sea ya demasiado tarde. Y eso me da miedo.
No podía hacer otra cosa que permanecer en silencio, escuchándola. Aquella chica era, a todas luces, más joven que yo, pero, no sé por qué, parecía mucho mayor. Sus palabras me producían un extraño impacto en el corazón, tenían algo siniestro. Hablaba con muchísima seriedad, pero sin enojo. ¿Cómo lo diría? Me estaba aleccionando en un tono impaciente, lleno de desesperación.
—¿Por qué? —murmuré.
—No creo que volvamos a encontrarnos. Tú estás ahora muy cerca de mí, por eso hemos podido vernos —dijo—. De hecho, no es sólo que te haya aconsejado que trabajes. No se trata de eso, sino de que tu mente, ahora, está exhausta. Tú no eres la única persona que se encuentra así, hay muchas otras. Pero tengo la sensación de que eres la única que está así por mi causa… Sí, eso es lo que me parece… Lo siento. Perdóname. Sabes quién soy, ¿verdad? —Formuló esa pregunta como un conjuro, con los ojos clavados en los míos.
—Tú…
Mis palabras resonaron de tal modo que abrí los ojos sobresaltada. Ante mis ojos ya no había nada, sólo la fría niebla que flotaba envolviendo el parque y emborronando mi campo visual.
¿Había sido un sueño?
Poco convencida aún, me levanté tambaleante y salí del parque. Por un instante pensé en ir a la estación, pero no soy un alma tan dócil, siempre he tenido un carácter terco. Aunque hubiese sido un sueño, el simple hecho de haberlo tenido me irritaba, así que regresé a casa y me acosté de nuevo. Estaba desesperada.
Lo peor fue abrir los ojos.
El hambre, el dolor en todo el cuerpo, la sed… ¿Me habría convertido en una momia? La cabeza, como es lógico, la tenía despejada, pero notaba el cuerpo tan pesado que no podía incorporarme. Para colmo, estaba lloviendo.
Pese a ser mediodía, la habitación estaba sumida en unas tinieblas sin lustre; resonaba el fragor de la lluvia torrencial. Mientras permanecía echada oyendo la lluvia, sin ánimos siquiera de escuchar música, me acordé de Shiori en su habitación sin sonidos. De Shiori, que era incapaz de conciliar el sueño en una cama blanda y dormía balanceándose en la hamaca. Me había embargado una tristeza insoportable cuando sonó el teléfono. Sabía que no era él, pero reuní las fuerzas necesarias para levantarme y contesté.
Era una amiga de la universidad y me llamaba porque la empresa donde trabajaba iba a organizar una exposición, la semana siguiente, y quería proponerme que trabajara como azafata durante una semana. Yo recibía muy a menudo ofertas de este tipo.
Iba a rechazarlo, ya tenía las palabras en la punta de la lengua. Pero, no sé por qué, esta vez dije: «De acuerdo». Quizá me asustara aquella coincidencia. En el mismo momento en que acepté, sentí un arrepentimiento brutal, pero ya era demasiado tarde. Mi amiga, contenta, me estaba informando rápidamente del lugar donde podíamos quedar y del tipo de trabajo.
Qué remedio, tomé nota.
Todavía estaba medio dormida.
Madrugar, arreglarme y salir a la calle. Unas cosas tan sencillas como estas, a mí, que lo único que solía hacer era quedarme en casa esperando sus llamadas, me parecían de lo más duro. Después de sólo tres días de cursillo de formación y otros tres de trabajo, ya me encontraba al límite de mis fuerzas. Hiciera lo que hiciese, tenía siempre mucho sueño, tanto que parecía a punto de fundirme, y el hecho de mezclarme con chicas de mi edad, de aprender varias cosas a la vez y memorizar las explicaciones, de trabajar de pie, me resultaba tan duro como una pesadilla. Ni siquiera tenía tiempo de pensar. ¡Me arrepentía tanto de haber aceptado ese trabajo!
Sin embargo, durante aquel breve período de tiempo, me di cuenta de lo mucho que habían degenerado diversas cosas en mi interior sin que yo lo advirtiera. Siempre había odiado trabajar, menospreciaba los trabajillos eventuales, y ahora, en el fondo, no había cambiado nada, no…, quizás algo fundamental, ser capaz de dar un paso adelante, algo parecido a deseos y a esperanzas…, no sé cómo expresarlo…, pero estaba segura de que había arrojado todo eso fuera de mí sin advertirlo, y era lo mismo que también había tirado por la borda, sin darse cuenta, Shiori. No obstante, con un poco de suerte, posiblemente ella hubiese podido seguir viviendo, pero era demasiado débil para resistirlo. La corriente tenía fuerza suficiente para engullirla por entero.
Eso no significa que yo tuviera un objetivo. Era más cruel levantarme cada mañana a las siete, salir zumbando de casa y pasarme el día martirizando mi cuerpo y mi mente somnolientos, que la amargura de permanecer dormida en mi habitación. Estaba agotada, no podía ni hablar, y de cada tres veces que él llamaba, sólo podía responderle una, pero, quizá de puro cansancio, incluso eso había dejado de importarme. La posibilidad de volver a convertirme, pasados aquellos seis días, en una mujer durmiente me daba tanto pánico que, ante mis ojos, todo se oscurecía de repente; pero me esforzaba en alejar estos pensamientos. Ni siquiera tenía tiempo para pensar en él. Parece mentira. Y en estas, empecé a sentir cómo aquel sopor tan salvaje, incomprensible, iba escurriéndose despacio, muy despacio, fuera de mi cuerpo. Tenía las piernas abotagadas, ojeras bajo los ojos, la casa sucia. Trabajaba sin objetivos, ni siquiera necesitaba el dinero, y esto era muy duro.
Con todo, a mí me sostenía, mal que bien, aquel extraño sueño que había tenido en el parque al amanecer. A las siete de la mañana, cuando empezaban a sonar a la vez el despertador y el estéreo, me invadía la pereza, me moría de sueño, quería dejar el trabajo… Sin embargo, cada vez que lo pensaba, me acordaba de aquel amanecer y, no sé por qué, me daba la sensación de que, si abandonaba, traicionaría a aquella chica, y yo no podía hacer eso. Algo muy loable en una persona tan pusilánime e impaciente como yo. Pero aquellos ojos…, no, jamás podría olvidar aquellos ojos rebosantes de tristeza, tan lejanos.
Por cierto, a él también lo había conocido en el trabajo.
Era una especie de gabinete de diseño, en un vasto local que ocupaba la planta entera de un gran edificio y estaba compuesto por diversos departamentos, una empresa que no sé muy bien a qué se dedicaba ni de qué manera lo hacía, pero, a fin de cuentas, mi trabajo se limitaba a contestar al teléfono, pasar textos e introducir datos en el ordenador, hacer fotocopias, llevar recados. Había unas diez personas más haciendo tareas similares.
Yo tenía que trabajar allí sólo tres meses, sustituyendo a una prima mía que estaba en Estados Unidos de home stay, y hacía lo imposible por pasar por tonta. No es que yo sea el no va más de la perspicacia, pero sabía que, en un lugar como aquel, a la que te tomas tus responsabilidades en serio, acabas cargándote de trabajo y sales perdiendo, así que decidí esforzarme lo menos posible. Nada hay tan absurdo como deslomarte en un trabajo como aquel de «chica para todo». Trabajaba con la cabeza en otra parte, y mantenía sólo una tercera parte de mis circuitos abiertos. En consecuencia, me retrasaba, cometía errores, me equivocaba de columna al introducir los datos, enviaba faxes en blanco, y —aunque no lo tenía calculado— a la que empecé a cometer fallos de esta índole, a razón de uno cada tres días, la gente dejó de encargarme tareas complicadas y mi trabajo se simplificó muchísimo.
Sucedió un domingo.
En realidad, era día de descanso en la empresa y había acudido para corregir unos errores que había cometido el día anterior. Me encontraba sola en aquella enorme oficina silenciosa, introduciendo datos despacio, cuando, de repente, me asaltó una inseguridad absurda. Pensé que, tras hacerme la tonta durante dos meses, tal vez me había vuelto estúpida de verdad y sólo era capaz de trabajar a ese ritmo. Era una inseguridad sin base alguna, pero muy real. Y, conforme miraba la pantalla verde, esa inseguridad fue cobrando una intensidad creciente. Creía estar escondiendo mi talento, y, sin embargo, era muy posible que, en realidad, yo no sirviera en absoluto para un trabajo de oficina. «¡Imposible!», recapacité, pero la tentación de ponerme a prueba empezaba a ser irresistible. «Al parecer, no hay nadie en la oficina. ¡Adelante!», me dije. Si lo pienso bien, debo reconocer que yo era entonces muy joven. Y empecé a introducir datos con todo el vigor que mis dedos me permitían. Después de tanto tiempo, saboreé la sensación de ver cómo mis manos, si así lo quería, se movían de una manera rápida y precisa; rebosaba satisfacción. Enseguida tuve las correcciones hechas y, entonces, poseída por ese mismo ímpetu, decidí redactar unos documentos que tenía atrasados y empecé a aporrear el teclado mientras canturreaba. Era como si a una persona, después de haberla obligado a usar la mano izquierda, le permitieran finalmente usar la derecha. En cierto sentido, debía de haberse ido acumulando en mí un sentimiento de frustración, y me sentí feliz al contemplar las hermosas páginas impresas. Y las fotocopias: tampoco se tarda tanto en hacerlas si se trabaja de firme; llena de entusiasmo, incluso acabé realizando pequeñas tareas que correspondía hacer a otros.
A las dos horas ya había terminado: me levanté, dando un profundo suspiro, y lo vi a él sentado en silencio frente a la mesa del fondo de aquella luminosa oficina desierta. Me quedé de piedra. No había advertido su presencia. No era mi superior directo, pero sí pertenecía a un departamento donde yo había ayudado en múltiples ocasiones y conocía muy bien mi desatenta manera de trabajar. «¡Mal asunto!», me dije. El hombre sonreía con trazas de haber estado esperando con ganas el momento en que yo me diera cuenta de que él se encontraba allí.
—¡Oh! ¿Estaba usted aquí? —dije.
—Cuando quieres, lo haces muy bien… Bueno, esto no hace falta que te lo diga.
Y se desternilló de risa.
Después fuimos a tomar un té. A una cafetería pequeña que había justo enfrente de la oficina. Ya anochecía y, en el interior del local, aparte de nosotros, había varias parejas que disfrutaban del día festivo, todas ellas hablando en voz baja, casi entre susurros.
—Hace un rato, en comparación con tu ritmo habitual, parecía que fueras a cámara rápida. ¿Por qué no trabajas siempre así? —me preguntó.
Barajé varias posibles respuestas, pensando en cuál podría causarle una mejor impresión, pero finalmente no pude evitar contestar:
—Es que es un trabajo eventual.
—Ya entiendo —dijo, y volvió a soltar una risita.
No dejaban de sorprenderme la pureza del eco de su voz cuando hablaba casi en un susurro o la corrección de sus maneras. Hasta entonces no lo había observado con atención. Luego descubrí la alianza en su mano izquierda. Pero nos tomamos el té sin tocar esos temas. La verdad era que me sentía muy decepcionada de que estuviese casado.
En determinado momento, al cruzar y descruzar las piernas, golpeó de rebote una salsera de encima de la mesa con estrépito, y le dio mayor importancia de la que tenía:
—Lo siento. Lo siento mucho —repitió una vez tras otra.
Me es difícil resistirme a estas muestras de buenos modales. Tengo la impresión de que estas personas tan bien educadas jamás podrían hacerle nada malo a nadie. Yendo un poco más lejos, parece que sepan discernir a quién sí pueden hacérselo.
No estábamos particularmente tensos, pero apenas hablamos. Él tenía unos rasgos nobles y proporcionados, y su perfil me producía una extraña impresión; hablaba ahora de esto, ahora de lo otro. Yo lo escuchaba asintiendo. Y, mientras hacía movimientos afirmativos con la cabeza, intuí vagamente que aquel hombre desempeñaría un papel importante en mi vida. Quizá fuera porque, pese a estar anocheciendo, parecía de mañana. Dos personas todavía medio dormidas sentadas a una mesa, sin palabras: esta es la escena que me vino al pensamiento. E imaginé muchas cosas dulces que podían ocurrir entre nosotros a partir de ese momento, pero, no sé por qué, todo acababa remitiéndome a imágenes invernales. No veía más que una habitación blanca llena de vaho, y a los dos andando con el abrigo puesto, y una arboleda en invierno. Y eso era muy triste.
Aquella semana, que parecía eterna, acabó pasando. El último día volví a mi apartamento, me desnudé, arrojé al suelo el sobre con el dinero que había cobrado y empecé a reírme: entonces sonó el teléfono.
—Hola, soy Iwanaga.
Había echado de menos su voz.
—¡Cuánto tiempo!, ¿verdad?
—¿Estabas durmiendo?
—No. ¿Sabes?, ahora mismo me estaba riendo mientras miraba el sobre con el sueldo. ¡Estoy tan cansada!
—¿Cómo? ¿Has estado trabajando? ¡Mira que eres rara!
—Para pasar el rato.
Recogí la ropa dispersa por la habitación y pensé en lo mucho que me apetecía dormir aquella noche. Mi mente estaba clara, mi cuerpo exhausto. Esta vez, aunque durmiera un día y una noche enteros, no me asustaría.
—Pareces animada. Como cuando nos conocimos —añadió en tono alegre: incluso a él parecía habérsele contagiado mi estado de ánimo.
—Por cierto —le dije mientras hacía saltar trocitos de laca desconchada de las uñas—, a tu mujer la conociste en la época del instituto, ¿verdad? Ella entonces llevaba el pelo largo, ¿verdad?
—¿Cómo? ¿Acaso has adquirido poderes paranormales en el trabajo o qué? Sí, tenía dieciocho años —afirmó extrañado.
—Lo suponía.
Y, de repente, mis ojos se anegaron en llanto. Ni yo misma entendía aquellas lágrimas.
—Bueno, a lo que íbamos… —dijo él.
Y mientras él me decía el lugar donde nos encontraríamos para ver los fuegos artificiales y comer anguila, la mano con la que estaba tomando nota, y toda la estancia, brillaban con una luz clara y difusa, impregnada del calor de mis lágrimas.
En la ancha avenida que conducía a la orilla del río, la circulación de vehículos ya estaba interrumpida. El gentío llenaba la calle y se encaminaba al río, en dirección a los fuegos artificiales. Vestidos con yukata[3], con los niños a hombros, todo el mundo alzaba la vista al cielo entre risas y algazara y, al igual que en la festividad del Gion[4], todo el mundo avanzaba en el mismo sentido. Jamás había visto algo semejante y, no sé por qué, me sentí excitada. Los rostros expectantes vueltos hacia el cielo esperando a que empezaran los fuegos artificiales mostraban alegría.
—¡Caramba! Es imposible llegar hasta el río. ¡Mira! Todo está lleno de gente —dijo él, decepcionado, y alzó al cielo su perfil bañado en sudor.
—No importa. Algo alcanzaremos a ver desde aquí.
—Tal vez no —repuso—. Los fuegos sólo se verán desde los lugares altos.
—No importa. Los oiremos.
Al ponerme de puntillas, vi que se había formado una larga hilera de personas que cruzaba el puente y, en un extremo, se agolpaba una gran multitud. El cielo nocturno, de color índigo oscuro, era asombrosamente vasto. Los policías estaban plantados en la oscuridad y la muchedumbre avanzaba por el camino acordonado, pero nosotros nos detuvimos antes de alcanzar la cola de la hilera.
Lo importante no eran los fuegos artificiales, sino estar los dos juntos, aquella noche, en aquel lugar, alzando los dos la vista al cielo. Lo importante era estar los dos con los brazos entrelazados y el rostro vuelto en la misma dirección que la muchedumbre allí congregada, oyendo el estallido de los fuegos artificiales. Presa de la excitación que reinaba en el ambiente, el corazón me latía con fuerza. A partir de cierto momento, él empezó a sentir por los fuegos un interés real, y su perfil expectante, recortado sobre el cielo, parecía haber rejuvenecido de golpe. Tuve la sensación de que, sin advertirlo, la vitalidad había vuelto a mí. Aunque esto no sea más que la pequeña historia de una resurrección, la historia de las pequeñas olas que habían embestido mi corazón por la pérdida de una amiga y por mi cansancio de la vida cotidiana, pienso que el ser humano es fuerte. No recuerdo si esto me había ocurrido con anterioridad, pero cuando me enfrenté a las tinieblas de mi corazón, cuando me sentí herida en lo más hondo y me rompí en pedazos, exhausta, de improviso emergió de mi interior una fuerza inexplicable.
Nada había cambiado en mí, tampoco se había producido ningún cambio en nuestra situación, pero deseé estar con él mientras me azotaran estas pequeñas olas. Creo que ahora, de momento, ya ha pasado lo peor. No sé muy bien lo que esto significa, pero tengo esta impresión. Por eso, ahora, incluso sería posible que me enamorara de alguna otra persona…
Pero no lo creo. Lo que deseaba, en aquel momento, era recuperar el amor vivo que antes sentía por aquel hombre alto que estaba de pie a mi lado. Por aquel hombre al que adoraba. Deseaba mantenerlo sujeto con mis brazos delgados y mi débil voluntad. Deseaba intentar parar, a toda costa, con mi cuerpo incierto, la infinidad de cosas horrorosas que vendrían en el futuro, detenerlas todas, cada una de ellas.
¡Ah! Me siento como si acabara de despertar: es todo tan bello, tan límpido, que casi me asusta. Hermoso de verdad. La muchedumbre andando a través de la noche, la luz de los farolillos de papel dispuestos a lo largo de las arcadas, la línea de su frente, que levanta expectante hacia lo alto mientras aguarda el inicio de los fuegos artificiales, allí de pie, azotado por la fresca brisa.
Al pensarlo, todo parecía tan perfecto que, de improviso, se me saltaron las lágrimas. Barrí los alrededores con la mirada, todas las escenas que captaron mis ojos me eran preciosas. «¡Ah! ¡Qué bien haberme despertado aquí y ahora!», pensé. En aquella calle siempre atestada de coches se había abierto un gran vacío y, en el centro, estábamos los dos esperando a que empezaran los fuegos artificiales, y luego comeríamos anguila, y aquella noche podríamos finalmente dormir juntos: me sentí feliz al poder contemplarlo todo con un espíritu tan claro.
Parecía una plegaria.
… Que todos los sueños del mundo sean apacibles por igual.
Pronto se oyó retumbar un gran trueno en el cielo y, por detrás de un enorme edificio, medio asomaron, fugaces, los fuegos artificiales, que colorearon por un instante el cielo, como una filigrana.
—¡Oh! ¿Los has visto? ¡Se han visto sólo un segundo! —exclamó, preocupándose por mi baja estatura.
Pese a ello, me sacudió los hombros, alborozado como un niño.
—Sí, los he visto. ¡Qué bonitos son, tan pequeñitos! Parecen de encaje —dije.
El pequeño haz de luz que se extendió de pronto por el cielo transparente de la noche quedaba tan lejano que costaba creer que aquello fueran auténticos fuegos artificiales.
—¡Es verdad! Son como unos fuegos artificiales en miniatura —repuso él con la vista clavada en lo alto.
Uno tras otro, los cohetes fueron surcando el cielo, se alzaron vítores y, unos instantes después, sólo se oía retumbar el trueno de la explosión por los alrededores. La muchedumbre se encaminaba con alboroto hacia el río, la riada humana se hizo más densa, engulléndonos y adelantándonos deprisa, pero nosotros permanecimos allí, con la vista clavada en el cielo. Sentíamos un cariño especial por aquellos diminutos fuegos que asomaban intermitentemente por el flanco del edificio y, con los brazos entrelazados con fuerza, nos quedamos esperando una eternidad, con el corazón palpitante, a que estallaran los siguientes cohetes.