Capítulo XXIII
Los seis frailes miraban tristes e incrédulos el cuerpo sin vida de Francisco. Le habían tumbado en la cama de la celda de José, ya que no quisieron hacerlo en la que, hasta el día anterior, había sido la suya. El único que no lloraba por él era Elías, y no porque no sintiese lástima por el que había sido su superior allí, sino porque la cantidad de muertes que había presenciado en el pasado, muchas de ellas ocasionadas por él mismo, le habían endurecido tanto que habían eliminado en él la capacidad de llorar ante una persona muerta con cierta edad, a pesar de cómo se hubiera producido esta muerte, y si a esa persona la conocía o no. No obstante, sintió verdadero dolor por la muerte de Francisco, y por lo que aquella pérdida les hacía sentir a sus hermanos frailes… y a José.
Ninguno de los dos había dormido del todo bien aquella noche. José, tras escuchar la historia entre Francisco y Urbana, le hizo partícipe de ella a Elías. El fraile mudo, siempre tan observador, enseguida tuvo claro que lo que a Urbana la movió desde un principio a ayudar a Ángela y a sus bebés, sabedora de quién era el padre de los niños, fue que había sido el abuelo de estos quien se encargó de hacerla sufrir en el pasado: las marcas, que desde hacía años tenía en su cara, habían sido, aunque indirectamente, obra suya. Aquel «hombre», la causó daño sin preguntarse ni siquiera a quién iba a hacérselo y por qué. De ahí el odio que sentía hacia el señor de Ametzaga. Odio extrapolado a cualquiera que perteneciese a esa familia.
Fue Matías quien, por la mañana temprano, acudió a ver por qué Francisco tardaba tanto en unirse a ellos. Cuando le encontró muerto, salió de la celda despavorido y avisando a todos sus hermanos. Las escenas de dolor que se vivieron en la celda del superior, ahora que estaba colgando de una cuerda, fueron verdaderamente dramáticas. El primero que vio el crucifijo de San Lorenzo fue Remigio. Aun así, no lo cogió. Lo señaló, y fue un lloroso José quien se acercó. Leyó la nota en silencio.
—Hermano… ¿qué dice? —preguntó Eduardo, visiblemente afectado por la muerte de Francisco.
¡Maldita sea! ¿Cómo demonios les iba a hacer partícipes a los demás sobre los motivos del suicidio de Francisco? ¿En qué lugar iba a dejar a su mentor, si les contaba los verdaderos motivos de aquel suceso? Tenía que pensar qué decirles. Por el momento, lo único que hizo fue instarles a que lo bajaran de ahí cuanto antes:
—¿Quién me ayuda… a…?
Excepto el viejo Remigio, todos se apresuraron a bajarle. Luego, lo llevaron a la celda de José y lo amortajaron. Allí mismo le prepararon un pequeño velatorio. Mientras lo hacían, Matías le volvió a preguntar por la nota:
—¿Por qué lo ha hecho, hermano…, qué… qué dice en la nota?
José tenía que pensar algo. Tenía que pensar qué decirles… y rápido. Sin embargo, la pérdida de Francisco, y tan solo unas horas antes la de Urbana, dejaron la mente del fraile abotargada. Elías, dándose cuenta de la situación, les instó a respetar el cuerpo sin vida allí presente y les conminó a que no hablaran. Les miró enfadado mientras se colocaba el dedo índice en los labios. La verdad era que los frailes se sintieron un poco avergonzados y asintieron a Elías, al fin y al cabo, tenía razón. Debían de respetar a Francisco, y lo hicieron continuando con los preparativos sin oírseles casi ni respirar.
Sus problemas se multiplicaban por momentos. Elías instó a José a que saliera fuera a cambiar impresiones. Le llevó a su celda. Allí estaban los niños, dormidos, y Elías buscaba que mientras hablara José, si desde afuera los demás hermanos oían un murmullo, pensaran que se debía a que los dos frailes no querían despertar a los bebés.
—Elías… —José lloraba y no era capaz de pensar en nada.
Pero Elías era un hombre tan acostumbrado a trabajar bajo presión en el pasado, que se dirigió a su pequeña mesa, y cogió lo necesario para escribirle a José. Cuando terminó, le pasó el papel:
Tú no sé, hermano, pero yo no conozco a nadie a quien le pasen tantas cosas a su alrededor en tan poco tiempo. Hemos de buscar soluciones, y las necesitamos… ¡ya! ¿Qué pone en la nota?
José le dijo por señas que se acercase. Le hablaba muy bajo:
—Elías, no me siento con fuerzas suficientes para continuar…
Elías le miró impasible. Luego, desafiante, levantó la cabeza mientras le seguía mirando. No señor, no dejaría, que precisamente ahora, se derrumbase. No con todo por hacer. Volvió a escribir:
¿Qué hay del hombre que me salvó tres veces la vida? ¿Qué fue del hombre que se acercaba a coger un chusco de pan en el frente… y hasta que no lo cogía, ningún hombre osaba hacerse con uno antes de que lo hiciera él?
—Hace mucho tiempo de aquello…, Elías…
Elías señaló furioso a los niños, le preguntaba encogiéndose de hombros. José le entendió enseguida.
—Elías, sabes que no les fallaré…, me quedaré con ellos aquí… y tú partirás a la corte.
Elías volvió a escribir:
Eso es imposible. Lo sabes. Enséñame la nota.
Cuando la vio, le costó algo menos de un minuto escribir de nuevo. Lo hacía sonriendo maliciosamente. Le entregó la nueva nota a José:
Perfecto. No te muevas de aquí. Vengo en dos horas.
José quiso protestar, pero Elías le miró desafiante mientras elevaba su dedo índice. Se sentó y escribió un texto bastante largo. Dobló el papel y se lo guardó. Se marchó de allí mientras un todavía apenado José, le miraba sin comprender. Bueno…, no sería la primera vez que Elías trataba de organizar algún desaguisado; su cabeza no era capaz de otra cosa que de sentir dolor. Se dijo a sí mismo que le esperaría junto a los bebés hasta que regresara.
Unos cuarenta minutos más tarde, un acalorado Elías, a pesar del frío, entraba en El Arroyo. Bajó lo más rápido que la nieve se lo permitió. Como era muy temprano, no le sorprendió que no viese a nadie por allí. Cerró de un portazo y esperó: Nemesio no tardaría en aparecer.
Apenas unos segundos más tarde, un furibundo Nemesio bajaba armado con un cuchillo desde su habitación, en la planta de arriba. Cuando vio al fraile sentado plácidamente, en una todavía sucia mesa, dejó su cuchillo sobre la barra de la taberna y se acercó, incrédulo, hasta Elías. Le habló un poco enfadado:
—¡Joder…, Elías…! ¡Me has dado un susto de muerte…!
El fraile le miraba con cara de arrepentimiento por aquella intrusión. Después de aquello, Nemesio entendió que Elías cerrase de un portazo al entrar: evidentemente, quería llamarle, pero claro, el bueno de Elías no podía hacer tal cosa sin más… y ¿quién tendría cojones… quién era el valiente que osaba adentrarse a esas horas en la habitación de Nemesio para despertarle?
—Espere… espere… —Nemesio se escabulló en la cocina y le trajo un buen trozo de chorizo y pan. Acompañó todo con una jarra de barro llena de vino.
Cuando se sentó junto a él a la mesa, Elías le pidió por señas que le trajese algo con lo que escribir. Nemesio se levantó de nuevo, y en un minuto bajó de su habitación con qué poder hacerlo. El fraile se puso a anotar tan pronto como llegó el tabernero. Le instó a que lo leyera:
—No pue… pue… do quedarme… Nemmm… Nemessio… te… lo… te lo… agra… agradez… co. Busco… a… Ire… Irene…
El gigantón miró al fraile.
—Sí, padre, está durmiendo… ¿quiere que la llame?
Elías asintió. Mientras esperaba, cogió un trozo de pan y uno de chorizo y comenzó a comerlo. Justo cuando terminó, unos cinco minutos después, entró Nemesio con Irene en la taberna. Nemesio, con esa pinta de animal que tenía, sabía de sobra cuándo debía de ausentarse y dijo:
—Elías, ¿le importa que vaya a la cocina…? Tengo que limpiar...
El fraile asintió sonriente y agradecido. Irene se sentó con él a la mesa. Comenzó a hablar:
—¿Qué pasa Elías…? ¿Es José? ¿Está bien?...
Elías la puso una mano en el brazo para tratar de tranquilizarla, y la entregó la extensa nota que había escrito en su celda:
Hola, Irene. Quisiera pedirte perdón por abordarte así… y por lo que te voy a pedir. Te ruego que seas benévola conmigo. Te necesito… mejor dicho, te necesitamos: José y yo.
Irene levantó la vista y, asustada, le interrogó con la mirada. Elías la pidió que siguiese leyendo:
Intentaré ser breve. Hace unos días que en San Lorenzo cuidamos de unos niños. Son unos recién nacidos. Los queremos mucho. Todos los frailes procuran atenderles, pero somos José y yo quienes nos ocupamos en realidad de ellos. Sin embargo, tememos que en unos días esto no pueda seguir siendo así. Me explicaré: José y yo, por mandato de un superior nuestro, hemos de partir a la corte…
Irene dejó de leer y cogió aire. ¿A la corte?
—Elías, ¿os vais…?
De pronto, Irene se apenó bastante.
Que se fuera Elías la entristecía, por supuesto, y eso que no había tenido la oportunidad de pasar más tiempo con aquel que José consideraba su hermano por encima de los demás…, pero que se fuera José…, eso… eso la golpeó con fuerza en el corazón. Trató de mostrarse lo más entera que pudo tras la afirmación de Elías. No la dio muy buen resultado. El fraile lo supo en cuanto la vio dudar, al leer de nuevo. Pero Elías la sonrió con cariño, y eso pareció apaciguarla un poco. Continuó la lectura:
… y tememos no poder hacernos cargo de ellos como se merecen. Ya sé lo que puedes estar pensando: que tú no eres quién para cuidar a unos bebés… y que donde mejor podrían estar es en San Lorenzo, bajo la protección de los demás frailes. Sin embargo, hay un problema: Francisco ha muerto esta noche…
Irene dejó de leer la nota de nuevo.
—¿Qué?..., pero ¿qué ha pasado? ¿No habrá sido en el fuego que se vio desde el pueblo ayer, no?
Elías negó con la cabeza, pero pensó para sí que la verdad, era que aquel fuego había acabado realmente con él. Señaló de nuevo la nota:
… y tememos que los demás frailes, si bien tratarán de cuidarlos como se merecen, no lo harán lo suficientemente bien para nosotros. Es por ello que he venido a pedírtelo a ti. Es por ello que te pido que te unas a nosotros… y nos acompañes a la corte para asegurarnos de que los dos niños estarán bien atendidos, pues pensamos llevarlos con nosotros.
Irene abrió la boca y los ojos visiblemente sorprendida. Miraba la nota y repasaba las últimas líneas para asegurarse de que había leído bien, y miraba a Elías. Este asentía divertido. Prosiguió:
Allí hemos de atender varios asuntos, pero no podremos si los niños nos roban nuestro tiempo. Además, no queremos dejarlos al cuidado de nadie que no conozcamos. No te faltará de nada, puedes creerme. Tendrás casa, comida, vestuario nuevo y te pagaremos. Tu único cometido es que los niños estén siempre bien atendidos. Hazte a la idea… de que tus quehaceres serán los de una mujer casada… que se hace cargo de los niños… y que hace la comida y lava la ropa a José y a mí. Eso es todo. Bueno…, si quieres que alguna noche yo no duerma con José… y me quieres sustituir…
Al leer aquello, se avergonzó bastante y se puso muy colorada. Elevó la vista y vio a Elías que la miraba cómplice mientras sonreía. Irene se avergonzó más aún. Se sintió incómoda, se revolvió en su asiento, y cogió el vaso de vino que tenía el fraile para echar un trago. Después, concluyó:
Sé que eres una buena mujer, Irene, y sé lo que sientes por José. Conmigo, tu secreto está a salvo, no te preocupes. Los niños, José y yo, te necesitamos. No aceptaré un no por respuesta.
Irene elevó la vista y miró, sonriendo, todavía un tanto avergonzada, a Elías. Releyó de nuevo toda la nota, y cuando terminaba de hacerlo, sonreía. Miró a Elías y asintió de forma leve con la cabeza.
Luego, se levantó de sopetón, y dio tal grito de alegría, tal abrazo al fraile, y dos besos tan fuertes y tan sonoros…, que hasta Nemesio, desde la cocina, se asomó para ver qué pasaba. Elías, riéndose, intentaba sin éxito escabullirse de la reacción de Irene. Mientras, Nemesio, al ver aquello, pensaba divertido:
«Je, je, je… ¡Joder con el clero…!».
Justo dos horas después de su marcha, Elías entraba de nuevo en su celda. José y los niños estaban tal y como los había dejado. Bueno…, no del todo…; vio encima del camastro el artilugio de cuero que él mismo había hecho para amamantar a los bebés. Sonrió. Bien, eso estaba muy bien.
José, a pesar de las dudas anteriormente mostradas, había sido capaz de atender a los niños; aunque cuando bajó a El Arroyo, le había dejado muy apesadumbrado por las recientes muertes de Urbana y de Francisco. José no se había derrumbado del todo. Si un hombre no se derrumbaba nunca del todo…, todo era posible.
Cuando Elías bajó desde San Lorenzo hasta el pueblo, modificó en su mente el plan que en un principio había pensado para poder ir a la corte y atender a los bebés. Para él, el plan primigenio era bastante sencillo: dejarían a los niños con Irene, una persona de toda confianza, y además mujer, para que atendiese a los bebés. No dudaba de que un hombre pudiese hacerlo bien, pero consideraba que una mujer, a falta de unos hijos a los que otorgar amor de verdad, podría volcar parte de ese amor maternal, que todas las mujeres poseen, en aquellas pobres criaturas. Además, no había visto en ningún hombre, que él supiese, ni siquiera en los demás frailes, el tacto necesario para cuidar a unos recién nacidos. No como lo hacían José y él mismo. Conocía a muchas mujeres, muchas buenas madres…, pero ¿a quién pedir que cuidara a unos pobres niños que estaban en San Lorenzo, sin que lo supiese nadie? Irene, por su vida, y por lo que sabía que sentía por José, era perfecta. Tras dejar a los niños con ella, irían a la corte. Aquí pasaría a la segunda parte de su anterior plan.
En el pasado, de manera fortuita, vio al rey de España. Hacía varios años de aquello. Le vio pasar en una carroza extravagantemente decorada, y vio a un muchacho que le pareció muy poca cosa. Mientras la carroza pasaba justo por delante de él, un pajarillo se posó sobre la mano que llevaba por fuera de ella, y aquel muchacho se asustó mucho y comenzó a llorar de manera exagerada, para pasar a abrazarse, muy desconsolado, a una señora que estaba a su lado sentada. Supuso que sería su madre, la reina. Tras aquello, se enteró de que el futuro rey moriría en poco tiempo, ya que era demasiado débil de forma física y de coraje. Aquello era perfecto para sus planes.
A pesar de que el rey había crecido, mucho se hablaba de lo apocado que era y Elías vio la oportunidad ideal para ausentarse de la corte dejando allí a José, para poder volver a San Lorenzo a cuidar de los bebés: si tenían que matarlo, tendrían que tratar de ganarse su confianza y, para ello, lo que harían sería presentarlos formalmente en cuanto llegaran ante él y, en ese momento, Elías le trataría de dar las gracias por su hospitalidad… «hablando». Cuando Elías intentaba hablar, forzaba su cara y su boca, tratando de paliar la falta de una lengua que le permitiese hacerlo y, cuando lo hacía, mostraba su grotesca lengua…, mejor dicho, lo que quedaba de ella. Estaba plenamente convencido de que el rey se asustaría tanto, que mandaría echarlo de la corte al momento. Después, volvería a San Lorenzo a cuidar a los bebés, mientras José se dedicaba a llevar a cabo sus órdenes.
Estaba convencido de ello, le parecía un plan genial.
Pero claro, ahora las cosas habían cambiado. Y mucho. José y él deberían de partir a la corte de manera inmediata, y las muertes, de Urbana y de Francisco, habían hecho aflorar ciertas dudas en la mente de su hermano. Él mismo tuvo algunas cuando vio a su superior colgando de una cuerda en su celda.
Pero luego vio la nota:
No podré vivir sin ella.
Francisco le había puesto con aquellas cinco palabras todo en bandeja. Según las leyó, su cabeza se puso a cavilar cómo poder tratar de mejorar su plan inicial… y la solución le vino de golpe a su mente: se llevarían la cruz con ellos a la corte. Y a Irene. Y a los bebés.
Después de escribir la extensa nota que daría a Irene, Elías pensó que, tras la muerte de Francisco, lo que primero tenía que solucionar era cómo les dirían a los demás frailes, que precisamente ahora, cuando más se les podría necesitar, se marcharían. Les comunicarían que habían recibido una nota del obispado, conminándoles a que llevaran la cruz a la corte para que allí pudieran venerarla. Una reliquia que había vagado durante cientos de años por el mundo hasta acabar en San Lorenzo, sería algo muy del agrado de los orondos hombres de Dios que besaban el culo del rey. Les dirían a los demás hermanos que Francisco sintió tanta pena por tener que deshacerse de ella, y sentía tantísima devoción, que se quitó la vida por haberla perdido. Sabía que esto a José le encantaría: de esa forma conseguirían convencer a los frailes de que Francisco se quitó la vida por este motivo, no teniendo que manchar el nombre de su superior. Si, además, se llevaban a los niños con ellos y a Irene para cuidarlos, Elías conseguiría otras dos cosas: poder estar cerca de los niños y sacar a Irene de… «su trabajo», algo detrás de lo que anduvo José bastante tiempo sin conseguirlo. Afortunadamente, la Garduña les proveería de todo para poder llevar a cabo su plan. El dinero necesario para poder mantener a los bebés, a Irene y a ellos mismos, no sería un problema. Solo había que hacerles saber a sus hermanos que algunos superiores suyos ya sabían de la reaparición de la reliquia, dado que José les había hecho partícipes de la noticia, al pedirles que vinieran a la presentación.
Elías estaba convencido de que su nuevo plan, no solo daría resultado, sino que era incluso mejor que el anterior. Solo le encontró una pequeña pega: tendrían que partir a la corte cuanto antes. El porqué era para él bastante sencillo, ya que consideraba que si José se quedaba unos días más en San Lorenzo, se abatiría bastante con la idea de tener que marcharse. Sabía que los frailes no vieron nunca a otro que no fuera él para ocupar el puesto de Francisco. Bueno, también sabía que Matías anhelaba bastante ese puesto…, pero nunca osaría tratar de arrebatárselo a José. Ni siquiera contando con el beneplácito de Eduardo, su perrillo faldero. Tomás, Remigio y él mismo estarían siempre a favor de José. De modo que se marcharían incluso sin esperar a los funerales de Francisco…, lo cual, era un problema. ¿Cómo convencería al bueno de José para marcharse, sin asistir al entierro de su superior?
Pensó en ello mientras volvía de El Arroyo.
—Ya estás aquí, ¿dónde has ido? —preguntó José.
Antes de que terminara de hacerle esa pregunta, Elías ya estaba escribiendo de nuevo:
Lo tengo. Sé cómo vamos a ir a la corte sin despertar las sospechas de los demás…
En el resto de la nota, Elías le contó su segundo plan. No solo le hizo partícipe de él, sino que también le dio las razones y motivos que sabía que José necesitaría para poder convencerle de que era la única solución factible en ese momento.
Para sorpresa de Elías, José estaba más que encantado con el plan.
—¡Estupendo!... De ese modo podremos estar cerca de los niños durante ese tiempo, y podremos enderezar la vida de Irene…, me gusta, Elías, me gusta tu plan…, además, evitaremos que la gente sepa los motivos reales de la muerte de Francisco…
Pero Elías no las tenía todas consigo aún… y, efectivamente, como imaginó, José pondría un «pero».
—Sin embargo…, partiremos tras las exequias.
¡Lo sabía! ¡Sabía que le diría eso!
Bueno, calma… calma…, comenzó a escribir de nuevo:
José, hermano, sabes que nada me gustaría más que poder apoyarte en ello…, pero me temo que si nos quedamos hasta después del entierro de Francisco, la pena te embargará tanto que querrás quedarte en San Lorenzo. Además, sabes que si haces eso, en el funeral, tal vez aparezca incluso el padre de los niños. Francisco era muy conocido en todo el valle. ¡No podemos…, no debemos dejar que ese malnacido tenga la oportunidad de encontrar a los niños!
José, sonriendo un poco, le contestó:
—Elías, la gente quería tanto al viejo Francisco que querrán que el funeral se celebre en Santa María… y no aquí. Aquí le enterraremos después.
Elías escribió de nuevo:
¡No seas iluso, José! Por supuesto que el funeral se celebrará en Santa María… y ¿qué quieres, que bajemos todos allí? ¿Quién se quedará aquí con los bebés? Todos los hermanos irán, y nosotros mismos, si estamos aún aquí, deberíamos de ir… ¿Llevamos tú a Dimas y yo a Gestas durante la ceremonia?
Vaya…, aquello a José, sí que le dio que pensar… Si bajaban todos, cosa lógica, los bebés se quedarían solos… y, seguramente, no conseguirían que nadie del pueblo no acudiese al funeral, y menos por cuidar a unos desconocidos. La Iglesia vería muy mal que cualquier vecino no acudiese a despedir a Francisco. Y encima, cabía la posibilidad de que el padre de los niños, fuese él mismo, o mandase a algún perro suyo a tratar de indagar en San Lorenzo durante lo que durase el funeral, ya que supondrían que no habría nadie. Luego pensó que el padre de los niños, con toda probabilidad, acudiría a Santa María…, pero aún quedaba coleando por ahí Antonio, el Bisagra. Después quiso creer que Irene podría cuidarlos mientras ellos no estaban allí…, pero ¿y si venían buscándolos?... ¿Y si los encontraban a ellos y a Irene solos, y sin posibilidad de pedir ayuda absolutamente a nadie hasta que subieran allí con el cuerpo de Francisco…? ¿Qué fin les esperaba a aquellas dos criaturas entonces…? ¿Y a Irene…?
¡Bufff…!
José resopló pensando en todas las posibles combinaciones… y, al final, miró a Elías… y asintió.
Partirían a la corte al día siguiente, así se lo hizo saber a Elías, quien de nuevo, escribió:
Irene nos espera en El Arroyo, al alba.
José sonrió al leer aquello.
Elías siempre iba un paso por delante.