Capítulo XXVI
Después de comer, Irene se ofreció para encargarse de los niños. Sabía que era su cometido, pero lo hacía encantada. Los dos bebés eran realmente buenos pues solo se despertaban para llenar la tripa. El resto del día se lo pasaban durmiendo. Era como si no existiesen. Dos minutos más tarde de que subiera a Dimas a una habitación de la planta de arriba, Elías subió a Gestas, y tras besar a los bebés, bajó con Lorenzo y José. Candela entró en la habitación llevándola un poco de leche. Durante la conversación que mantuvieron ellas dos mientras los hombres hablaban de sus cosas, la había dicho que no eran hijos suyos, que eran de una pobre mujer que murió, y que aquellos benditos frailes la habían contratado para hacerse cargo de los niños. Se lo explicó sin entrar en demasiados detalles, aunque no eran muchos, en realidad, los que ella misma sabía del tema, porque Candela se extrañó bastante de que la pidiera leche: si eran hijos suyos, debería poder amamantarlos sin problemas. Cuando terminó de atenderlos, limpiarlos y darles de comer, ayudada en todo momento por Candela, se tumbó junto a ellos en la cama y durmió un buen rato. Desde la puerta, la anciana les miraba con dulzura: por fin algo parecido a una familia en sus habitaciones, y no esos hombres que venían y llenaban la cama de mugre y piojos…, y lo ponían todo lleno de escupitajos.
Hacia las ocho de la tarde, Elías y José estaban tratando con un joven de unos veinte años. Le hicieron venir porque Candela les había dicho que era una persona en la que se podía confiar y que más le valía, porque era el nieto de su hermana.
—Entonces, ¿te parece bien…? —le dijo José.
—Bien —contestó el joven—. Llevo esta carreta tal y como está hasta Valmaseda…
—Sí, no hay pérdida… Cuando salgas de las tierras de Burgos, sigue por el camino que lleva a la costa hasta Vizcaya. Es el primer pueblo que te encontrarás, si sigues el Salcedón. Allí, pregunta al cura. Cuando llegues a Güeñes, busca El Arroyo. Solo debes hablar con Nemesio o con Manuel…
—… y les digo que me envían José y Elías…
—Exacto. Si les dices eso, te creerán.
—De acuerdo. Y…, padres, ¿me… me… pagarán a la vuelta?
Los dos frailes le sonrieron a la vez.
—Tienes mi…, nuestra palabra. Podrás encontrarnos en El Colorao… y… no bromees con Nemesio.
—Je, je, je…, no, padre, por supuesto, pero… ¿usted… me ha visto bien?
El joven, en honor a la verdad, era un cúmulo de músculos. José y Elías volvieron a sonreír.
—Tú mismo.
Cuando el joven oyó aquello, hizo una mueca desdeñosa. Al saber que iban a estar en casa de Candela, no le hizo falta que le dijeran más. Se llevó la carreta y les dijo a los frailes que al día siguiente, partiría hasta El Arroyo.
«Bueno… una cosa menos…»,pensó Elías.
Una hora más tarde, estaban de nuevo a la mesa de Candela. Los niños pudieron quedarse solos en la habitación de arriba, pues con la puerta abierta lo suficiente, les oirían si lloraban.
Los cuatro comensales se extrañaron al ver que Lorenzo no estaba aún con ellos. Hacía bastante tiempo que se había marchado: más de cuatro horas. Su madre les dijo que no se preocuparan en exceso, pues algunas veces, se entretenía bebiendo una jarra de vino cuando se encontraba con algún hombre de por allí que conociese. La verdad es que esos ratos, a Lorenzo, le venían muy bien, ya que así podía salir de otro tedioso y largo día en La Paloma, sin nada más que hacer que limpiar lo limpio y beber solo. Hiciese lo que hiciese su hijo, salir o quedarse, Candela siempre se acercaba a algún patio a embeberse de los chascarrillos de la zona. A pesar de su edad, se desenvolvía bastante bien, y se movía con relativa agilidad. Una vez, incluso le propinó una buena patada a un mozo que bromeó diciendo que ya se podía levantar, que la daba las gracias por haberle ayudado a buscar el botón que había perdido, pero que ya lo había encontrado. Al darle en la espinilla, al mozo le dolió bastante, y todo el patio se llenó de carcajadas de mujeres de entre cincuenta y noventa años. Por si fuera poco, y para mayor vergüenza para el mozo, su madre lo vio todo y le propinó un coscorrón, bajo la atenta mirada de todos los reunidos, en su mayoría mujeres.
—¡No te vuelvas a reír de Candela…!, ¿me has oído? —le dijo su madre.
Al muchacho no se le volvió a pasar por la cabeza reírse de la anciana, y su espalda curvada hasta el extremo.
Cuando se encontraban a punto de comenzar a cenar, tras haber bendecido José la mesa por deseo y petición expresa de Candela, Lorenzo entró por la puerta muy contento.
—¡Padres…! ¡Ya está!
Los frailes se miraron y luego, a él.
—Mañana… a primera hora de la mañana, Portocarreño vendrá a verles. Me ha transmitido que vuestra estancia aquí, corre de su cuenta y que está muy contento de que hayáis venido…, se extrañó un poco cuando le dije que erais cinco…
—Tranquilo, no te preocupes… —le dijo José—. Él solo contaba con Elías y conmigo. Mañana le explicaré todo.
—¿No podías haberme dicho que estarías fuera toda la tarde? —Candela estaba disgustada con él.
—Madre, verá…, no sabía si le encontraría allí hoy… y si solo era ir y volver…, hubiese llegado a tiempo para cenar…, aunque por lo que veo, aún no habéis empezado… —Lorenzo intentaba disculparse por algo que realmente no tenía que haber hecho, pues los frailes estaban encantados con que les hiciera ese favor, pero a su madre no la pareció bien del todo.
—No se enfade, Candela… —Irene trató de poner un poco de paz—. Venga…, siéntese, aquí queda un sitio libre —le dijo a Lorenzo.
Poco después de sentarse, se le pasó el pequeño disgusto, pues a pesar de haber preocupado a su madre, nunca llegaba tan tarde, la verdad. Había vuelto a ver a su protector y con ello había conseguido ocupar las habitaciones de arriba. Estaba muy contento de que fuesen las tres: una para José, otra para Elías y la otra para Irene y los niños.
Una vez calmada la anciana, comprobaron que allí no iban a pasar hambre: cenaron conejo y sopas de pan con leche. A quien más la gustó la cena fue a Irene, que ya estaba un poco cansada, que no disgustada, de cenar la mayoría de las noches las sopas de ajo de Nemesio. Aunque algún día fueran acompañadas de algún trozo de cerdo. Acabó la primera y se disculpó con los demás comensales, pues quería estar al tanto de los bebés. Bueno, eso les dijo, pero la verdad era que quería subir a la habitación por otro motivo.
Si bien toda La Paloma era en sí, dentro de la humildad, un lugar bastante acogedor, la llamó poderosamente la atención que en las tres estancias de la planta de arriba había una bañera en cada una. Aquello no era un lujo: aquello la pareció sacado de un cuento de hadas. A primera hora de la tarde, había hablado con Candela acerca de la posibilidad de bañarse allí y la anciana la contestó que por qué no se lo había dicho antes. Se pasaron buena parte del resto de la tarde llenando un par de calderos grandes de agua y calentándola, para después subir a llenar la bañera de su habitación. Estaba bastante caliente, de modo que con la cena de por medio, la temperatura sería la ideal, si se metía en ella al terminar. Además, José la había dicho en un par de ocasiones, hacía bastante tiempo, que si se bañaba después de comer, debía de ser al momento, porque si no, los retortijones y los calambres que podría llegar a tener, la postrarían un par de días en la cama, vomitando y sufriendo dolores estomacales. De modo que se quiso meter en el agua calentita nada más terminar de cenar.
Subió y comprobó que los niños estaban como los había dejado: dormidos y felices.
Luego se desnudó y se metió en la bañera. El viaje la había dejado molida, y se pasó buena parte de la tarde saboreando el momento de hacerlo. Una vez dentro, suspiró y se recostó. Un escalofrío de placer recorrió su cuerpo. Luego tarareaba nasalmente, sin darse cuenta, una cancioncilla que sabía desde niña. Hacía tanto, tanto tiempo que no se sentía así, que dudó de si eso era un primer atisbo de felicidad, o era solo cómo se sentía una persona tomando un buen baño, con el estómago lleno de una más que deliciosa cena. Y por si fuera poco, se podía lavar…, y no sería para que un cerdo después la sobase con sus sucias y asquerosas manos, y recorriese con su lengua todo su cuerpo.
Miró a los niños.
«Pequeños, por vosotros estoy aquí…, por vosotros podré comenzar de nuevo…, tenéis mi palabra: os cuidaré como si fuera vuestra propia madre», pensó mientras los miraba dormir en la pequeña cama de las dos que tenía la habitación.
Luego cerró los ojos y se quedó en un estado de semiinconsciencia, tratando de disfrutar de aquel baño; cada vez que respiraba, gemía un poco. Después, Morpheus la atrapó...
Unos minutos más tarde se despertó. Se incorporó en la bañera tratando de saber qué la había desvelado. Miraba a los niños; estos seguían durmiendo. Se la erizó el vello de la nuca, al darse cuenta de que era la puerta de la entrada que, al abrirse poco a poco, hacía gemir las bisagras con una cantinela grave y repetitiva. Se calmó bastante al comprobar que era José, que estaba de pie en la entrada. Pensó que habría subido a comprobar cómo estaban los bebés. Sin embargo, esa calma la duró poco, ya que en el interior de su pecho, su corazón latía cada vez más fuerte. Estaba sentada dentro de la bañera y sus pechos sobresalían por encima del agua. Ni se tumbó ni se los cubrió: José ya la había visto desnuda más de una vez.
—Hola…, no quería molestarte…, he querido ver a los pequeños antes de irme a dormir…, no sabía que estabas bañándote…, vendré más tarde…, sigue con tu baño, por favor, te ruego me disculpes…
—No, José, no me molestas…, pasa si quieres…, anda, no te quedes en la entrada…
—Eeeehhh…, sí…
José entró.
Cerró la puerta y se acercó a ver a los niños, un tanto nervioso, al pasar al lado de la bañera. Irene le miraba sin parpadear. Cuando se quedó conforme, al ver a los bebés, les dio un par de besos a cada uno y se giró para marcharse. Su sorpresa fue mayúscula, a pesar de que ni siquiera hizo gesto alguno, cuando al darse la vuelta vio a Irene de pie dentro de la bañera. Se quedó inmóvil mientras la miraba fijamente a los ojos. Ella le habló:
—Me… me puedes acercar…
—Sí…, paraaaa… secarte, dices…, sí…, voy…
Pero ¡qué bien saben, las mujeres, abordar a un hombre cuando quieren! José se puso más nervioso aún de lo que ya estaba. Torpe, buscó qué acercarla para secar su cuerpo mientras en su mente solo veía a aquella mujer desnuda. Cuando se la acercó, ella se dio despacio la vuelta y le dijo:
—Pónmela aquí… sobre los hombros…
En cuanto la cubrió, ella se dio la vuelta y le agarró de su mano para poder salir de la bañera con cuidado. Seguía mirándole a los ojos. Él lo hacía intermitentemente, pues si la miraba a los ojos se sentía incómodo, si miraba a cualquier parte de la habitación, sentía que no la atendía, y si miraba hacia abajo, esa desazón…, esa incomodidad… iba… iba... in crescendo.
Irene se acercó a su cara y le dijo:
—José, quédate esta noche conmigo…, por favor… —Dejó caer la toalla al suelo.
—Irene, sabes que no puedo, y no quiero que sientas lo que sientes por mí. No así, no de este modo. Por supuesto que quiero que me quieras, pero…
Irene le cortó la conversación elevándole una mano hasta hacer que tocara su pecho. No era la parte de su cuerpo que más la atraía a ella misma, sin embargo, sus anteriores compañeras, así como los hombres con los que había estado, la repetían una y otra vez que los tenía preciosos. Sus pechos eran realmente bonitos y, sin ser enormes, con un vestido convenientemente ceñido, parecían más grandes de lo que eran en realidad. Además, ahora estaba un tanto encendida… y sus pezones pugnaban el uno con el otro a ver cuál se endurecía más.
Una vez hubo puesto la mano del fraile en su pecho, le besó sin esperar a que la dijera algo. José intentó apartarla con cuidado, pero ella le abrazó el cuello y siguió besándole. Ahora sí. Ahora sí que estaba usando la parte de su cuerpo que más la gustaba: sus labios. Carnosos y grandes. Pero aún no había llegado una mínima señal de rendición de José, puesto que solo habían transcurrido unos pocos segundos. De modo que, mientras le seguía besando y le abrazaba ahora con un solo brazo, con la mano libre bajó la mano que antes había tocado su pecho y le hizo tocar su sexo. El tacto del fraile en él, la hizo esforzarse en no perder el sentido…, pero funcionó: ahora la lengua del fraile trataba tímidamente de corresponder a los besos de Irene. Ella se separó un poco y abrió los ojos. José la estaba mirando; ella lloraba de forma débil.
—Irene, esto no es… buena idea…, no puedo…
—José… —Irene lloraba por momentos cada vez más y, con la voz entrecortada, le decía—: No… no me digas… que hay… algo malo aquí…, no me digas eso, José… —Agachó la vista limpiándose las lágrimas.
—Irene, una parte de mí te desea…, negarlo sería faltar a la verdad, pero yo…
Irene al oír aquello, elevó de nuevo la vista, y una mirada suplicante acompañó a sus siguientes palabras:
—¿Hace cuánto tiempo… que no… que no estás con una mujer?...
—Hace mucho de eso… —El fraile no mintió.
—Pues… yo solo te ofrezco mi calor una noche… una noche, José… —Seguía llorando—. Quédate junto a mí y apaga esto que me quema cada vez que te veo… —Volvió a besarle.
Una lágrima bajaba por la mejilla de José. El fraile de su interior le decía que no debía hacerlo, pero el instinto animal, que todo hombre lleva dentro, le decía que sí, que adelante… que allí estaba una bella mujer que anhelaba entregarse a él.
Mientras pensaba en esto, correspondiendo débilmente a los besos de Irene, José se dejó arrastrar de manera inconsciente a la cama. Allí, Irene, en un abrir y cerrar de ojos, le desnudó. El fraile y el animal seguían discutiendo quién era de los dos el que tenía razón. Luego abrazó su cuerpo desnudo y le comenzó a besar el cuello.
El fraile se rindió; el animal ganó.
Irene no estaba dispuesta a dejar pasar aquel momento como si fuese un suspiro. Grababa a fuego en su mente cada gesto, cada movimiento, cada curva, arruga, marca o cicatriz del cuerpo de José. Sentía como si un volcán quisiera estallar en su interior y, por un momento, trató de recordar hacía cuánto tiempo que no sentía aquello por un hombre en la cama. Luego, despacio, se tumbó abriendo sus piernas… y, con la mirada suplicó a José que entrase en ella, de una vez. José lo hizo. La pobre se tuvo que tapar la boca con la mano para no despertar a los bebés… o a los demás inquilinos de La Paloma. Sintió con una dicha profunda, enorme, cada vez que José entraba en ella. Luego, cuando José aumentó el ritmo y ella veía cerca el final, se abrazó con sus piernas a él. Le miraba, le sentía, le amaba…, lloraba… Luego, su cuerpo se estremeció con una sensación única que la hizo explotar de placer. Se sintió la mujer más afortunada de este mundo cuando notó que José se derramaba en su interior. Tras aquello, inmensamente feliz mientras miraba a José a los ojos, sintió que se ahogaba… se ahogaba tratando de respirar y… y por más que lo intentaba…, no podía hacerlo…
Se atragantó con el agua y tosió asustada. Miraba alrededor sin saber muy bien qué había pasado. Estaba en la bañera, sentada, el agua estaba todavía algo templada. Pero ¿qué demonios… qué había pasado…? Abatida, y sonriendo apenada, comprendió que solo había sido un sueño.
Se levantó, salió de la bañera y se secó. Mientras lo hacía, pensó que aquella toalla no la había dejado allí cuando se metió dentro…, ¿no?
«Espera… espera un momento…», pensó.
Se giró y vio que los dos niños estaban perfectamente: hubiesen o no llorado, si se hubiesen despertado, les habría oído con total seguridad…, bueno, eso quiso creer, ya que si bien tenía un sueño relativamente ligero, lo que había soñado no lo hubiera querido abandonar con rapidez. Los niños estaban bien, su ropa estaba donde la dejó…, pero aquella toalla, no estaba donde ella sabía que la había puesto. Se acordaba de cuando Candela la subió un par de ellas, y las posó en una tajina cercana a la cama, para que no les estorbase mientras subían agua caliente. Y ahora la tajina estaba al lado de la bañera, y recordaba no haberla movido de su sitio.
¿Quién había entrado en su habitación mientras dormía desnuda en la bañera?
¿Candela? Sí, podría ser. Tal vez, al terminar de cenar, subió a ver qué tal la estaba sentando el baño y, al encontrarla dormida, la acercó la tajina y se marchó de allí.
¿Elías? También, claro está. ¿Cómo no podría entrar allí el bueno de Elías? ¡En el nombre de Cristo crucificado! ¡Si quería a aquellos dos niños más que a su propia vida! ¿Y… si al entrar la había visto desnuda? Francamente, la importaba un pimiento. Sabía que incluso en la época de las fiebres en la que la cuidó José, Elías la lavó una vez y la cambió de ropa. Que la volviera a ver desnuda no la importaba lo más mínimo.
¿Lorenzo? Bueno…, no era precisamente la opción que más la gustaba de todas, pero sospechaba que si Lorenzo hubiese querido entrar allí, no hubiera sido para abordarla en modo alguno. Seguramente habría ido a preguntarla si necesitaba algo para ella o para los bebés. Si sus intenciones hubiesen sido otras…, un simple grito o ruido habría hecho entrar a los dos frailes como una exhalación. Además, no creía que Lorenzo fuese así, la verdad.
¿José? Dios…, ¿y si había sido él…? ¿Y… y…?
Las posibilidades se agolpaban en la cabeza de Irene. Cuando llegó a este punto llamaron despacio a la puerta. Ella ya estaba acostada en la cama.
—¿Sí…? —La puerta se entreabrió un poco.
—Soy yo…, José, ¿puedo pasar, Irene?
Un escalofrío recorrió la espalda de Irene mientras tragaba saliva.
—Sí… sí, claro, José, pasa…
José entró y se acercó a ver a los bebés. Tras besarlos se dirigió a la cama y se sentó un momento en ella. Irene estaba muy nerviosa.
—Ten…, huele igual que nuestra tierra… cuando la hierba está recién cortada —la dijo.
Irene miraba el pequeño frasquito sin saber muy bien qué decir.
—Me los dieron Magdalena y Leonor…, supusieron que podría regalárselos a alguien que fuese mujer… y… como te has bañado hoy…, pues me he acordado y vengo a dártelo. Me dieron varios, solo me quedan un par de ellos. Este es para ti. Es mi forma de…, bueno…, tratar humildemente de agradecerte que hayas venido hasta aquí con nosotros. Gracias, Irene.
La dio un beso en la mejilla y la puso el frasco en la mano. Luego la arropó en la cama. Irene se había quedado completamente muda. Nunca antes un hombre la había regalado un perfume. José se dirigió a la salida y oyó un leve ruido detrás de él. Cuando se volvió, Irene se abalanzó a sus brazos. José, sorprendido, la separó un poco la cabeza y la miró. Estaba llorando.
—Gracias, José…
—Irene…, solo es un pequeño detalle que me dieron aquellas dos mujeres…
—No, José, esto para mí, no es solo un pequeño detalle…, pero no me refiero a eso…, gracias, José, gracias por haberme traído con vosotros…
—Solo te pido —contestó afable José—… que les des todo el amor que puedas… —la dijo en referencia a los niños mientras la llevaba despacio a la cama. Luego la arropó de nuevo y la secó las lágrimas—, que les ames con todo lo que tienes dentro.
—No, José, eso no puedo hacerlo. Quererlos, sí…, pero no con todo lo que tengo dentro, José…
José la acarició la cara mientras con el pulgar la apartaba una lágrima.
—Irene, ya hemos hablado de eso… y…
—No sigas, José, si tú no quieres amarme como quiero…, deja que yo sí que lo haga como deseo…
Irene se incorporó y le besó en la mejilla. Le miró un momento y luego le dio un suave beso en los labios. Luego se recostó. José la miraba con cariño, con mucho cariño. La cogió de la mano y la dijo:
—Si todas las mujeres que conozco fuesen la mitad de luchadoras que tú…, si tuviesen la mitad de la capacidad que tú tienes para amar… y tuviesen la mitad de tus ganas de vivir…, el mundo estaría gobernado por vosotras.
—José, yo solo quiero gobernar en tu corazón…
—Irene, ahora no puedo darte eso…, pero quiero que sepas que no podría soportar que mañana no estuvieses aquí… a nuestro lado…
—¿Dónde voy a ir, José…? —Irene sonrió un poco—. Yo ya me he ido… con Elías, con los niños… y contigo…
Era verdad. Irene lo había abandonado todo por la oportunidad de empezar de nuevo en otro lugar. Cierto era que su anterior vida no la ofrecía grandes expectativas, pero poca gente se liaría la manta a la cabeza y cambiaría su vida de la noche a la mañana. También es cierto que la oferta de ir con ellos, no era rechazable ni por ella ni por ninguna otra mujer de su condición, pero eso a José no le importaba porque sabía de sobra que aquella mujer era no solo hermosa por fuera, sino que también lo era por dentro. Eso era, precisamente, lo que necesitaba, porque si bien Elías y él mismo podían convivir con la mierda, la miseria y la muerte sin importarles lo más mínimo, a los bebés había que procurar darles justo todo lo contrario. Y eso Irene se lo daría de sobra durante sus ausencias, más prolongadas de lo que ellos quisieran.
—Lo sé, Irene, lo sé… —Se levantó para salir de allí. Ella no le soltó de la mano y tiró de él un poco.
—Abrázame, José, por favor…
José la abrazó, y ella, lejos de intentar meterle en su cama, se fundió con él. Luego, él se soltó despacio y la dijo mirándola a los ojos:
—Yo nunca te abandonaré, Irene, nunca. Ahora, por favor, descansa. Mañana tenemos un día muy largo Elías y yo, y he de dormir un poco.
La dio un último beso en la mejilla y la dejó en la cama.
Irene se quedó sola pero muy feliz. Sabía que había dado un pasito, corto, pero un pasito que colmaba sus expectativas momentáneas para con el hombre que amaba. Estaba completamente segura. No todo estaba perdido. Se sentía querida, se sentía amada y respetada. Se durmió soñando de nuevo con él, con el perfume apretado contra su pecho y una sonrisa en el rostro.
José entró en su habitación y, antes de acostarse, encontró una nota al lado de la cama:
No seré yo quien se oponga a esto, hermano. Tienes mi bendición.
Elías, una vez más, estaba al tanto de todo.
Pero ¿es que este hombre no dormía nunca?
José, aquella noche, concilió el sueño pensando en Irene.