Capítulo XL

Cuando Juana regresó a casa, lo hizo bastante contenta. Se pasó toda la subida a la Jara, donde vivía con sus padres, cerca de la torre, recogiendo pequeñas florecillas y diminutos helechos. Como el tiempo había acompañado de manera relativa, todavía crecía alguna en el campo, a pesar de estar casi en diciembre. Por poco tiempo, seguro, pues las heladas no tardarían en aparecer, pero parecía que el veranillo de San Martín, aquel año, había venido para quedarse. Cuando casi había llegado, tenía terminado un ramo bastante bonito, que ató y decidió dar a su madre. En la comida la diría que José y Elías habían vuelto, que había visto llegar un carruaje y que quien lo llevaba era el fraile mudo. Seguro que se alegraría de la noticia. Su padre y su hermano, cuando llegaran por la noche, pedirían sacar el doble de vino para cenar, por la vuelta de los frailes. Su regreso, desde luego, bien lo merecía.

Cuando solo era una niña, con ocho años, un mozo del pueblo de al lado, Felipe, y su hermano Carlos se habían enzarzado en una disputa bastante seria a causa de una moza. Ambos tenían quince años. Juana recordaba que, al volver de la festividad de Mari, Felipe les siguió hasta alcanzarlos. Como era bastante más grande que Carlos, le propinó una tremenda paliza, por no haber dejado tranquila, durante toda la noche, a la chica que le gustaba. Con Carlos en el suelo, sangrando de manera abundante y sin moverse, se quedó mirando con terror a Felipe. La dijo que si hablaba de eso, se arrepentiría el resto de su vida. Como sus padres estaban todavía en la campa, junto a muchos otros, Juana salió corriendo tan rápido como pudo y llegó hasta El Arroyo. Entró. No había mucha gente. Le contó a Manuel lo que había ocurrido, y el tartamudo salió raudo a buscar a Nemesio.

Cuando llegaron los tres hasta donde estaba su hermano, el gigantón lo recogió y se lo llevaron a una de las habitaciones de la taberna. Al día siguiente, José bajó con Elías a llevar un pequeño libro a Nemesio, y este les contó lo que había pasado. Juana y Carlos estaban ya con sus padres en casa. A Nemesio le costó un mundo convencer a su padre de que no debía de hacer nada, no fuera a cometer una locura de la que arrepentirse.

Pero, tras conocer los hechos, José y Elías subieron hasta la Jara y preguntaron a sus padres cómo se encontraba el bueno de Carlos… y para cerciorarse de que no cometiese ninguna locura ni él ni su padre. Al fin y al cabo, solo había sido una pelea entre dos mozos por una moza…, ¿no?

—Padres, no se ofendan…, pero ¿saben lo que le haría yo al que tocara a mi mujer? Frailes o no, deberían de saber que si entre dos hombres, sean o no jóvenes, hay faldas de por medio…, la cosa acaba siempre mal… —Clavó un cuchillo en la mesa con rabia, elevó la vista y les miró a los ojos—. Solucionen esto, por lo que más quieran… ¡o lo solucionaré yo a mi modo!

Tenía razón. Aquel hombre tenía razón. Tal vez él no cometería ninguna locura, o tal vez sí, dado su enfado, pero cuando Carlos se recuperase, buscaría la forma de devolverle el favor a Felipe. Seguro. De modo que tendrían que tomar cartas en el asunto.

Fueron a ver al padre de Felipe, un hombre un tanto cascarrabias, zafio y grosero, pero buena persona y muy devoto, y le convencieron de que tratara de enderezar el rumbo del muchacho. Buscaban, así, que la cosa no pasase a mayores.

—¡Está bien!... ¡Tienen razón…! Maldita sea el cabrón este…, pues no me vas a tocar los cojones… ¡Felipe!... ¡Ven aquí ahora mismo!

Cuando el mozo llegó, su padre continuó hablando:

—¿Le has dado tú una paliza… al hijo del ayudante del molinero?... —Felipe agachó la cabeza y asintió—. Bien, ¡pues vas a volver a ser el monaguillo de Santa María!..., y si el cura te pregunta por qué a tu edad aún quieres serlo, le dices que porque me sale a mí de los huevos… ¡¿Está claro, cabrón?!... ¡Desgraciado…! ¡Me vas a matar a disgustos! ¡Dicen los frailes que se quedó en el suelo sangrando y sin moverse! ¡Ve ahora mismo a ver al cura, y en una hora te quiero de vuelta!

Felipe salió corriendo de allí.

—Disculpen las formas, padres, pero este cabrón no me va a salir torcido…

Ninguno de los dos frailes hizo ni el más mínimo amago, durante aquello, de estar en acuerdo o en desacuerdo. Tal vez no lo estuviesen en las formas, pero sí en el resultado. Saludaron cortésmente a aquel hombre, y se fueron de allí mientras veían cómo se hurgaba de manera ansiosa la nariz. A Elías le llegó a parecer que se estaba rascando el cerebro. A José, que le picaba un ojo por dentro.

Durante un mes, acudieron tres veces por semana a ver a Carlos, y a ayudarle a recuperarse. Juana no olvidó aquello, pese a su corta edad, y mantuvo desde entonces una buena amistad con los frailes. Sin embargo, como toda acción tiene una reacción, aquello trajo consecuencias: ningún mozo la había cortejado aún. ¿El motivo? Felipe se encargó de que ninguno se acercara a ella, pues sabía de sobra que fue Juana la que acabó llevando a los frailes a su casa.

Tras tantos años de monaguillo, pues poco antes de que su padre le mandara de nuevo, lo había dejado, por preferir quitarse los pantalones ante una moza que ponerse la túnica y el cíngulo para portar el turíbulo, un buen día de 1695, se personaron, en el valle, unos delegados inquisitoriales. Le pidieron que formara parte de sus familiares, dada su probada devoción al tener edad ya de formar una familia, y aun así, seguir siendo monaguillo, por lo que le tomaron por acólito con varias funciones en Santa María.

Un familiar inquisitorial era una persona que estaba atenta siempre a lo que ocurriese en la zona. Si cualquier cosa que mereciese la pena ser denunciada era vista u oída por ellos, los hechos podían llegar a ser juzgados por la Inquisición.

Felipe se sentía fuerte, se sentía intocable, pues ser un familiar le otorgaba la potestad de hacer y deshacer lo que le viniera en gana, y aun así, acabaría en el cielo, como los jueces inquisidores. Por aquel poder que tenía, obligó a los mozos a que repudiaran a Juana. A ella, en un principio, no la importó mucho. Pero hacía dos años que sabía que mientras estuviese Felipe allí, ningún hombre la miraría jamás. Y menos aún cortejarla. De tocarla… mejor ni hablaba...

En 1698, una pequeña delegación inquisitorial se personó en el valle. Habían acudido, esta vez, a la llamada de Felipe. Los hechos que denunció, según la carta que envió al tribunal de la Inquisición en Logroño, pues fueron inquisidores de allí, y no los de Baiona, que solían llevar la voz cantante en aquel lugar, los que le pidieron unirse a sus familiares, fueron los siguientes:

Güeñes, Concejo del Valle del Salcedón, tercer día del mes de marzo del año del señor de 1698.

Queridos hermanos inquisidores:

Me dirijo a ustedes con la convicción y la certeza, de que se personarán en este lugar, para investigar los hechos que a continuación les voy a relatar de forma breve.

Ha llegado a mis oídos que unas mujeres, en el Concejo de Zalla, en el lugar denominado Oreña, en Aranguren, al lado mismo del Salcedón, secuestraron a un vecino de la localidad y le obligaron a bailar con ellas mientras adoraban al Diablo. El pobre hombre, en estado de trance, y con la vista y el juicio nublados, las acompañó durante toda una noche. Cerca del amanecer, quisieron que formase parte de su grupo de adoradores de Satán, y le obligaron a beber en un vaso de oro. El buen Dios, que vela por todos nosotros, hizo que aquel hombre saliese del trance en el que se encontraba, recuperando con ello el juicio durante unos momentos. Fue entonces cuando, tras ver la bacanal de la que estaba formando parte, se santiguó, según la costumbre, para enviar a los íncubos al Inframundo. Tras ello, las brujas y sus seguidores desaparecieron… por arte de magia, y el buen hombre vino a verme asustado y me lo contó todo, sabedor de que sus palabras no caerían en saco roto. Sabedor de que me pondría en contacto con mis hermanos, sabedor de que no dejaríamos impune esta herejía.

Les ruego acudan a la mayor brevedad posible al lugar, pues temo que las brujas puedan volver a actuar.

Felipe Martín, monaguillo de Santa María

La Santa Inquisición se personó en la iglesia de Santa María de Güeñes, y solicitó los servicios del monaguillo. Felipe estaba encantado con ello; les ayudó arduamente durante las investigaciones que se llevaron a cabo. Si bien es cierto que la Inquisición no acudía a todos los sitios que se les reclamase, por considerar que en muchos de ellos no había mal que no se atenuase con unos azotes y cierto escarnio público, aquella carta venía de una zona donde siempre se creyó, en el pasado, que las brujas eran más numerosas que en el resto del Imperio, por lo que un reducido grupo de dominicos acudió al lugar.

Tras dos meses de infructuosos interrogatorios a los vecinos de Aranguren, un joven, al que le había desaparecido una oveja, acusó a sus vecinos de haberla matado y de utilizar su sangre para santiguar su propio ganado lanar. Ante esto, los inquisidores se pusieron manos a la obra para detener y juzgar a las brujas. No encontraron ninguna: cuatro familias completas huyeron, temerosas de que quemaran a alguno de sus miembros en la hoguera.

Los dominicos, al no poder acabar su labor como Dios manda, decidieron que se irían, no sin antes agradecer profundamente a Felipe su labor. Pero ahí no acabó todo: le nombraron comisario y le dejaron como vigilante especial en la zona, encomendándole que vigilase con celo y rigor a todos los vecinos de la comarca. También le dejaron el encargo de reunir a cuantos familiares precisase, para llevar a cabo su encomiable labor.

Ahora sí que Felipe podría hacer lo que le viniese en gana en el lugar. Ahora sí que Juana veía imposible acceder a la lejana posibilidad de que algún mozo la cortejara. Sin embargo, aún vivía con sus padres. Aún no quería abandonar el hogar, en el cual, también vivía su hermano con su mujer y sus dos hijos. Ni quería ni podía. ¿Qué mujer podría abandonar su casa y su familia sin tener un hombre que la amase, que la cuidase y la sustentase? A partir de entonces vivió con miedo, como gran parte del valle, pues Felipe se reveló como un ser despiadado que, tras el llamado, desde entonces, como el akelarre de Oreña, mantuvo al valle sumido en una aura de devoción a Dios continua. Y pobre del que se desviase del camino del Salvador y llegara a oídos del comisario, o de cualquiera de los familiares repartidos por ahí, los cuales, ejercían su labor sin saber nadie quiénes o cuántos eran.

Pero la realidad de lo que ocurrió, en el akelarre de Oreña, no fue tan… demoníaca…

Francisco de Chávarri, vecino del lugar con su propio nombre, salió a beber un poco de vino… y el resultado acabó por desbordarle.

Borracho como una cuba, quiso volver a casa, y al hacerlo, pasando por Oreña, vio a tres mujeres que estaban bailando alrededor de una hoguera. Habían estado toda la noche despotricando sobre los hombres, algo nada inusual, teniendo en cuenta que se trataba de tres solteronas. El caso es que tras toda la noche bailando y bebiendo, apareció lo que las faltaba: un hombre.

Cuando vieron acercarse a Francisco de Chávarri por allí, le invitaron a unirse a la fiesta, y el hombre lo hizo encantado: allí había más vino. Y mujeres. ¿Hacía falta algo más para asegurar la diversión de un hombre? Bailó con ellas durante horas…, las poseyó hasta que su miembro dijo basta…, bebió cuanto pudo... Lo hizo en un vaso de barro forrado de una tela amarilla. La tela la arrancó sin querer de uno de los vestidos de aquellas mujeres, al querer bajar sus enaguas, y la tuvo sujeta en la mano que sostenía el vaso toda la noche. Ese fue el vaso de oro. Horas más tarde, se unieron a la fiesta otros dos hombres, que venían también de regreso a casa.

Cuando se despertó, lo hizo tan asustado, por no saber dónde estaba ni qué había pasado… que rezó, se santiguó, y por más que miró a su alrededor, no vio a nadie. Ni mujeres, ni hombres. Estaba solo. Desconcertado, creyó que le habían hechizado, pues no se acordaba de nada… y lo que fueron los efectos de una resaca monumental, acabaron llevando la Inquisición al valle.

Lo de las ovejas santiguadas con sangre, fue más cómico todavía.

Un perro pastor, protegiendo el rebaño ante el ataque de un lobo, atacó sin cuartel al cánido salvaje hasta que huyó. Dejó una oveja muerta, y el perro se acercó hasta el cadáver para olisquearlo. Cuando se dio la vuelta se manchó la cola de sangre, y al finalizar el día, había manchado, también de sangre, a la práctica totalidad de las ovejas que cuidaba, meneando el rabo con alegría al mezclarse entre ellas. Como el dueño del rebaño no se llevaba nada bien con su vecino, le denunció a la Inquisición, presente en el valle, para deshacerse de él. Lo que no buscaba, pero sucedió, fue que con la familia con la que no hilaba, huyeran otras tres, pues era sabido, de sobra, que si la Inquisición se cercioraba de que una bruja era tal cosa, acabaría confesando que conocía a más herejes. Los interrogatorios tenían esa capacidad de… persuasión.

Juana se acercó a ver qué era lo que pasaba en la Torre de la Jara, antes de llegar hasta casa, y se quedó mirando un rato. Parecía que había venido gente. Gente que no había visto antes. Un pequeño ruido la hizo girarse y vio a Felipe. El pequeño ramillete se la cayó de las manos sin darse cuenta. La habló:

—¿Sabes qué día es hoy?…, ¡día de pago, zorra!

La dio un tremendo golpe en la cabeza, que la dejó inconsciente, y la llevó dentro de la torre. A los demás les gustaría: una bruja joven y guapa, las preferidas de los jueces.

José y Elías se acercaron con sigilo hasta la torre. Era una de las posesiones del señor de Salcedo, junto con el palacio cercano, pero él no estaba allí. O, al menos, no creyeron que estuviera, pues vieron claramente su caballo en su casa, al bajar de San Lorenzo. No se oía nada. Ni siquiera en el palacio. Se miraron, se asintieron, y decidieron entrar.

En el interior habían habilitado una sala como mazmorra. La iluminaban varias antorchas en la pared. Sobre una mesa, distinguieron perfectamente diferentes cosas, entre las que les llamó la atención una bacía de barbero. Había también varias navajas, cuerdas, herramientas varias… y un par de trapos con restos de sangre.

—Vaya…, esto no empieza nada bien… —musitó José.

Continuaron por la estancia y vieron que había una mesa de madera en posición vertical y con diferentes agujeros en ella. Tras ellos, vieron claramente unas argollas que podían girarse. Sobre el suelo descansaban cuerdas de varios tamaños y varios grosores. José tomó aire y miró a Elías.

El Cordel.

Elías asintió muy cabreado, mientras con la cabeza apuntó en otra dirección. A apenas tres metros había otra mesa de madera, esta vez en horizontal. Solo había unas argollas de hierro en las dos cabeceras, pero en el suelo había lino en tiras y un cubo con agua. A su lado había una jarra de latón vacía.

La Toca.

Pero lo que de verdad les enfureció a ambos no fueron las visiones de aquel maldito lugar, preparado para interrogar, sin ninguna duda. No fue el hecho de que algo así se encontrara en el valle. Ni siquiera la visión de aquellas dos mesas. Lo que les hizo apretar la mandíbula y endurecer la mirada, fue la visión de un crucifijo de madera que presidía la sala, tapado con un velo negro. Aquello solo podía significar una cosa: en aquel lugar se había aplicado la Quistion de Tormento. ¿Y por qué? Pues porque las acusaciones que se habían llevado a cabo, incluían el peor de los pecados a los ojos de la Inquisición: la herejía.

La Inquisición española, a diferencia de los demás tribunales inquisitoriales repartidos por el resto de Europa, limitaba sus interrogatorios a tratar de obtener la confesión del reo de turno sin tener que aplicar la tortura. Si una confesión era conseguida sin tortura significaba menor esfuerzo, así como tiempo, en la resolución de cualquier conflicto. Y tiempo era lo que querían ahorrar para volver a sus quehaceres. A pesar de esta directriz, dependiendo del delito, la Quistion de Tormento, también se llegó a aplicar. No con tanta asiduidad como en otros lugares, pero con idénticos resultados: la confesión.

En la mayoría de las ocasiones, se empleaba la tortura al finalizar la fase probatoria del proceso y solo en los casos más graves. Solía ser aplicada cuando los inculpados se contradecían en sus declaraciones, admitían algún delito menor del que se les acusaba, pero negando los cargos heréticos, o si el tribunal sospechaba que solo se había conseguido una confesión parcial. Solo el rey y el papa estaban a salvo de poder llegar a ser torturados por delitos herejes, sin haber para los demás distinción alguna por razón de edad, sexo o condición. De todos modos, en rara ocasión se torturaba a gente muy joven o muy mayor. Excepto a los niños, se les solía poner a todos los demás in conspectu tormentorum, es decir, a la vista del tormento, consiguiendo confesiones, la mayoría de las ocasiones, sin tener que recurrir a la tortura. La visión de las mazmorras, el verdugo y los aparatos, junto a los varios meses encerrados que habían pasado muchos de los reos, les hacían desmoronarse y confesar. A pesar de ello, se llegó a torturar a gente de más de setenta años, sin que su edad fuese un óbice.

Las dos formas de torturas más usadas por la Inquisición española, eran la Toca y el Cordel. Muchas veces, utilizadas de manera simultánea en los interrogatorios, es decir, sometían al acusado al Cordel, para luego aplicarle la Toca.

El Cordel lo formaba una mesa o tabla de madera con varios agujeros dispuestos de forma no aleatoria, buscando determinadas zonas del cuerpo del acusado. Se colocaba al preso en la mesa, y por los agujeros pasaban cuerdas que amarraban diversas partes del cuerpo, como muslos, tobillos, muñecas, brazos, vientre…, de forma que las cuerdas se atasen en una argolla posterior que pudiese girar. Al girar una argolla, la cuerda en cuestión apretaba la zona donde se encontraba como si de un torniquete se tratara, llegándose a dar varias vueltas a la argolla, provocando terribles e inhumanos dolores, y llegando en ocasiones a dislocar incluso miembros. Si aun así no se obtenía una confesión, se desataba al reo y se le aplicaba la Toca.

La Toca consistía en una mesa de madera con un par de argollas anchas de metal en los dos extremos donde se sujetaban los brazos y las piernas. Unas cuerdas a parte, solían ayudar a sujetar el resto del cuerpo. Una vez así, se le obligaba a tragar al preso un trapo de lino, pero de forma que parte de él quedase fuera de la boca, para que no lo pudiese ni tragar ni escupir. Acto seguido, se le echaba agua en la boca, generando una sensación de asfixia, al mojarse el lino, realmente aterradora y cruel. En el proceso se contabilizaban, de forma minuciosa, las jarras vertidas, en su mayoría de un litro de capacidad, más o menos. Algún verdugo llegó a verter ocho jarras sobre el mismo acusado. Al finalizar, le sacaban el trapo de lino, con la consiguiente y más que probable laceración del pasapán. Y si no habían obtenido una confesión…, vuelta a empezar.

Según las normas de la Inquisición española, la Quistion de Tormento solo podía aplicarse una vez por juicio, y sin que excediese de una hora y cuarto de duración. Sin embargo, quien hizo la ley, hizo la trampa, de modo que los inquisidores solían aplicar lo que ellos llamaban «Suspensión Temporal del Tormento», por la cual, podían llegar a proseguir torturando al encausado hasta tres veces. Estas torturas no eran aleatorias. Acompañaba siempre al tribunal un médico, que indicaba si el preso estaba en condiciones de recibir tortura o no. En el caso de que estuviese bien, se procedía. Si no estaba en condiciones, no. Si el médico consideraba que estaba… a medias…, les indicaba de manera muy profesional, dónde se le podía aplicar el tormento, es decir, qué zonas del cuerpo no tenían daño alguno.

Una vez obtenida la confesión, el reo tenía un plazo de dos días para ratificarla. Si no lo hacía así, o si bajo tortura no había confesado, se le podía volver a aplicar. Es decir…, profesionalidad y resultados ante todo. Tan profesionales llegaron a ser, que no se dejó ningún cabo suelto. Ni uno solo. Y menos económicamente hablando. ¡Con la Iglesia habían topado!

Los costes del juicio, en su totalidad, donde se incluía la paga del verdugo, la estancia de los jueces, los salarios de los familiares, la construcción del cadalso o de las tribunas pertinentes, si al final había un auto de fe…, incluso si al verdugo se le tenía que ir a buscar a varias horas de viaje, todo… corría a cargo de los procesados. Por ello, en los juicios no faltaba nunca un juez de bienes, que tasaba concienzudamente las posesiones de los reos, estas, confiscadas de manera automática. Junto a él, y a los tres jueces que presidían el tribunal, dos jueces letrados y un teólogo, había un notario que no dejaba de apuntar ningún detalle de todo lo que dijeran, o incluso susurrasen, los encausados si les era aplicada la Quistion de Tormento.

Cuando era llevada a cabo, como ante todo eran hombres de Dios, como ante todo eran unos hombres con ciertas moralidades que cumplir y hacer cumplir, como ante todo eran los mismísimos defensores de la moralidad…, tapaban con un velo negro la figura de Jesucristo, que siempre presidía la estancia, para que no presenciase tamaños actos.

Como colofón, cabe señalar que antes de torturar a ningún preso, se le hacía saber que sería él, y solo él, el culpable de que se le llegara a producir cualquier tipo de daño, fuese el que fuese, durante el interrogatorio. Incluso la muerte. Los miembros del tribunal quedaban, de ese modo, exculpados de todo pecado. Se alegaba que la culpa de ello era de los reos, por no haber querido decir la verdad por las buenas.

Una vez dejado este punto claro, el verdugo desnudaba al preso, excepto lo que le tapase sus partes pudendas, y se procedía a la Quistion de Tormento, no sin antes recordar al verdugo que no se mutilaran miembros, ni se ocasionara sangre. Una vez obtenida la confesión, y ratificada, se procedía a la lectura de la sentencia en público, y con ello comenzaba el auto de fe, que solía anunciarse con efusividad incluso un mes antes de que sucediese.

Tras la probada culpabilidad del preso, se le colocaba el saco bendito o sambenito, las infames ropas para señalarlos como culpables ante todo el mundo. Después de un día entero de celebración, se procedía a la ejecución de la sentencia. Si eran quemados en la hoguera, solían hacerlo en las afueras de las ciudades.

La Inquisición y los familiares procuraban, en todo momento, haber preparado el auto de fe, de forma que fuera extremadamente vistoso, como si de una gran fiesta se tratara, en una clara intencionalidad propagandística. Una manera clara y contundente de hacer saber a todos los reunidos que aquello le podría llegar a ocurrir a cualquiera que se desviase del camino marcado por ellos. Del recto camino de la Iglesia, y para recordarlo, al finalizar los autos de fe, los sambenitos de los ajusticiados que no hubiesen perecido en la hoguera, eran expuestos en las iglesias de la localidad como advertencia y escarnio público, siempre y cuando en la pena no se indicase que debían de portarlo durante un tiempo. Ello llegó a ser más que hiriente y vergonzoso para las familias de los inculpados, pues cada vez que los vecinos del lugar acudían a las liturgias eclesiásticas, tenían que soportar que, a la vista de todos, se encontrasen las ropas que demostraban la vergüenza de algún familiar o amigo. Estigmatizados ya de por vida, hubiesen cometido el delito o no, nadie les volvía a mirar igual. Se les señalaba con el dedo y se cuchicheaba a sus espaldas, pues buenas ovejas eran los hombres. Muchos de ellos, avergonzados, tuvieron que marcharse de sus hogares, para tratar de iniciar su vida de nuevo en otro lugar, donde no se supiese de su pasado.

José y Elías continuaron caminando, sin hacer ruido, hasta que oyeron una especie de conversación en voz baja. Provenía de la habitación de al lado. Elías entró con decisión y encontró a dos guardias comiendo un enorme trozo de queso con pan. Se atragantaron cuando lo vieron y quisieron levantarse, pero agarró a uno por el cuello mientras del otro se encargaba José, que de un golpe seco en la boca del estómago le dejó sentado en el suelo y sin moverse. Como el hombre que tenía Elías trató de defenderse, el fraile le cogió el cuchillo con el que quería atacarle y lo clavó en la mesa, con su mano ensartada en él. Sus gritos, muy menguados por tener la boca llena de pan y la garganta apresada por Elías, no fueron audibles fuera de allí. Rápidamente le ataron y amordazaron a la silla en la que estaba comiendo. Lo hicieron sin desclavar el cuchillo de la mesa. Cuando terminaron, Elías se acercó al hombre inconsciente del suelo y se colocó por detrás de él. Le agarró colocando una mano en la barbilla, hacia la izquierda, y la otra en la sien derecha. El hombre atado miraba aterrado a Elías y a su compañero. Elías también le miraba a él. Giró las manos de forma brusca. Tras partirle el cuello, se dirigió al guardia atado y se sentó frente a él. Gemía y lloraba sin que se le oyera casi nada. El orín bajó por la pernera de sus pantalones hasta llegar al suelo. José le habló:

—Seré breve… ¡Eh! ¡Mírame!... —Le dio un pequeño tortazo para que dejara de mirar a Elías y le mirase a él—. Quiero que me digas qué ha pasado aquí…, si no lo haces… te dejaré con él… —Señaló a Elías—. ¿Lo has entendido?

El guardia asentía nervioso. Le quitaron la mordaza. Al hacerlo, escupió el pan con queso que aún tenía en su boca y vomitó. Estuvo tosiendo durante un rato. José le dio un poco de vino.

—¿Y bien…?

—Señor… —el guardia miraba su mano clavada en la mesa y a los frailes, de manera alternativa—, estoy aquí por mandato de mis superiores…, teníamos que cuidar a los presos…

—¿Cuántos hay?

—… pero entramos a comer un momento en lugar de quedarnos en la calle…

—¡¿Cuántos hay?!

—Tres… —Miraba a José mientras tragaba saliva—. Hay tres, señor…

—¿Con qué cargos les habéis encerrado y torturado?

—Señor…, yo… no sé cuáles son los cargos…, yo…, espere… espere un momento…, yo le conozco… —Miró a Elías también—. Yo… les conozco…, ustedes son los frailes… los frailes de San Lorenzo…, ¿a que sí?..., los dos que siempre andan juntos…

—¿Dónde están los presos?

—¿No me conocen…? ¿No me recuerdan?... ¡Soy Felipe! ¡El monaguillo de Santa María!... ¿Se acuerdan de mí…? Estuvieron en casa de mis padres varias veces…

—¿Dónde… están… los presos?

—Ahí, señor, ahí… —Felipe señaló con la cabeza a la habitación de al lado.

Elías se apresuró a mirar en ella. Había unas pequeñas jaulas de barrotes de hierro, apenas del tamaño justo para que cupiesen un par de perros. Olía a humedad. El miedo se respiraba nada más atravesar la puerta. Salió corriendo hasta el guardia muerto y cogió unas llaves que colgaban del cinturón. Volvió a entrar y, una a una, abrió las tres celdas ocupadas. En una estaba Nemesio; le tuvo que ayudar a ponerse de pie, pues tenía los hombros desencajados. Estaba bastante encogido y dolorido, dado su tamaño. Una vez de pie, le dijo:

—Padre…, si pudiera, le abrazaría… y José…, ¿ha venido con usted?

Elías asintió sonriendo a su viejo amigo mientras miraba a la puerta, le instó a que se quedase quieto. Abrió otra jaula. Sacó a la mujer que estaba dentro. Era Lucía, la mujer que había cuidado de las casas de sus padres. Aunque cojeaba y se lamentaba de manera débil, sonrió de oreja a oreja cuando vio a Elías, pero no le dijo nada. Le señaló la otra jaula. Elías se apresuró a abrirla para sacar a Juana de ella. La muchacha pataleaba y protestaba de manera casi inaudible, mientras sus gemidos no dejaban entender apenas lo que decía. El fraile se quedó mirándola fijamente y, tras un minuto, ella se dio cuenta. Salió por su propio pie y se arrojó a los brazos de Elías, que la besó en la frente. Miró a los tres, abrió la puerta y entraron los cuatro en la habitación donde se encontraban José y Felipe. Tuvieron que sujetar a Juana, pues se abalanzó sobre Felipe dándole puñetazos en el rostro.

—¡Malnacido!... ¡Cabrón! ¡¿Cómo has podido?!... ¡¿Cómo has podido…?! ¡Cerdo!

—¡Es una bruja!... ¡Es una bruja!... ¡Ha confesado!... ¡Vuelvan a meterla dentro!

José sacó a Nemesio, Juana y Lucía hasta el carruaje en el que habían subido hasta allí. Volvió dentro, observó que Elías había atado a Felipe a la Toca. Miró hacia arriba y se dio cuenta de que el velo negro había desaparecido del crucifijo. Miró a Felipe allí atado, y le dijo:

—Ahora te toca hablar a ti. Yo me voy a ir. Te dejo con Elías. Quiero recordarte que es mudo, de modo que no te va a poder preguntar nada. En tus manos está si quieres contarlo todo o no.

—¿Están locos? ¡Soy un comisario de la Inquisición! ¡Suéltenme o me encargaré personalmente de que sufran hasta morir! ¡Suéltenme o…! ¡Oh…, no…, Dios mío!…

José le había enseñado la palma de la mano derecha.

—Sabes cómo va a acabar esto. Sé un hombre de una puta vez.

José se marchó de la mazmorra mientras Felipe despotricaba y blasfemaba, acordándose de sus padres, sus abuelos, y todo aquel que hubiese formado parte de su familia. Cerró la puerta y pensó:

«Al final… saliste torcido…».

Montó en el carruaje y llevó a todos a Aranguti, a la casa de Elías. Dos horas más tarde, entraba en ella el fraile mudo. Su mirada era serena. Sonrió de nuevo al ver a Nemesio y a las dos mujeres y se sentó con ellos. Le dijeron que José les había cuidado y atendido, y que habían conocido a Irene y a Eva. Les trajeron algo para poder comer. Poco después entró José. Preguntó a Elías por cómo había ido todo y le señaló un montón de papeles que había traído consigo. Cuando José quiso cogerlos, Elías le negó con la cabeza mientras señalaba a la mesa. Nemesio, Lucía y Juana les miraban a los dos.

—Sí, tienes razón.

Se sentaron con ellos y les pusieron al corriente de lo que había pasado durante su ausencia, pero no de lo que les había pasado a ellos en las garras de la Inquisición. Ya lo hablarían al día siguiente, con más calma.

Hablaron durante toda la tarde. Mientras lo hacían, trataban de solventar los efectos de la tortura en sus debilitados cuerpos. A pesar de tener ambos hombros desencajados, Nemesio insistió en que se ocuparan primero de las mujeres. Pues si bien Lucía era muy mayor y apenas la habían interrogado, Juana estaba bastante dolorida, mental y físicamente, por lo que la habían hecho. Una vez lavadas y atendidas, para lo cual las preguntaron si querían que se lo hiciesen Irene y Eva, y a lo que ambas mujeres respondieron que preferían que fuesen ellos, se ocuparon de Nemesio. José, tan grande como él, se encargó de sujetarle mientras Elías le encajaba de nuevo los hombros, cosa que le dolió al tabernero hasta en el alma, pero que, tras tenerlos de nuevo encajados, se quedó dormido como un bendito sin decir nada.

Una vez terminaron con todos, más o menos, decidieron que había que descansar. Cenarían tranquilos y después a dormir. Les dejaron allí y se fueron a la casa de los padres de José. Cuando se sentaron a la mesa, las dos mujeres sonrieron sin decir nada. El que sí que habló fue José. Trató de explicarlas el hecho de que hubiese inquilinos en la casa de los padres de Elías:

—Irene…, Eva…, Nemesio y las mujeres…

—Mañana, José, mañana…, ahora… cenemos.

Elías sonrió al oír a Irene y le guiñó un ojo a Eva. Las mujeres volvieron a mirarse y a sonreír. Ahora sí que estaban seguras del todo: frailes o no, eran suyos y de nadie más.

Más o menos a esa hora, seis hombres entraron de nuevo en la Torre de la Jara. Habían salido a comer y a beber vino hasta perder el conocimiento, pero prefirieron volver antes de hacerlo para que alguno de ellos pudiese relevar a sus compañeros a la hora de la cena. Los inquisidores se habían tomado el día libre, para poder ir a Güeñes a contemplar esa maravilla de la que siempre les hablaba Felipe: Santa María. Cuando entraron en la mazmorra, sobre la Toca había un papel firmado con tres puntos negros formando un triángulo equilátero, al lado de un cubo:

Dos cubos completos. Este valle no es lugar para vosotros. No volveré a advertiros. Si seguís aquí, seguiréis a Jesús.

Extrañados, miraron hacia el crucifijo de madera de la pared. Miraron primero al suelo, lleno de orines y heces descompuestas. Conforme fueron subiendo la mirada, lo que contemplaron, hizo que incluso dos de ellos vomitaran allí mismo:

Felipe estaba crucificado en el lugar de la cruz de madera. Le habían tapado con un velo negro. De su boca, asomaba un trapo de lino.