20
—Bueno, debo decir que ha sido absolutamente maravilloso. Maravilloso, de verdad.
Papá le da un fuerte y entusiasta apretón de manos al piloto. Estamos de pie junto a la puerta recién abierta del avión, con una cola de cientos de pasajeros irritados resoplando a nuestras espaldas. Son como galgos a los que acabaran de abrir la jaula, el conejo ya corre como un poseso delante de sus narices y lo único que obstaculiza su camino es… bueno, papá. La típica roca en medio del arroyo.
—Y la comida —prosigue papá dirigiéndose a la tripulación de cabina—, excelente, simplemente excelente.
Ha tomado un sandwich de jamón y una taza de té.
—No puedo creer que haya comido en el cielo. —Ríe—. Los felicito de nuevo, simplemente maravilloso. Poco le ha faltado para milagroso, diría. Sí, señor.
Vuelve a estrecharle la mano al piloto como si fuera el mismísimo JFK.
—Tendríamos que ir saliendo, papá. Estamos reteniendo a todo el mundo —le digo.
—Vaya, ¿en serio? Gracias de nuevo, chicos. Adiós. ¡Quizá nos veamos en el viaje de vuelta! —grita por encima del hombro mientras lo saco a rastras del avión.
Recorremos el túnel que conduce a la terminal y papá saluda a todas las personas que nos cruzamos levantándose la gorra.
—No hace falta que saludes a todo el mundo, papá.
—Es agradable ser importante, Gracie, pero es más importante ser agradable. Sobre todo en otro país —dice el hombre que no ha salido de la provincia de Leinster en diez años.
—¿Te importaría no gritar?
—No puedo evitarlo. Tengo algo raro en los oídos.
—Pues bosteza o tápate la nariz y sopla. Te ayudará a destapar los oídos.
Se planta junto a la cinta de las maletas, rojo como un tomate, con las mejillas hinchadas y los dedos en la nariz. Toma aire y empuja. Se tira un pedo.
La cinta se pone en marcha con una sacudida y, como moscas en torno a un animal muerto, la gente se arremolina de golpe delante de nosotros tapándonos la vista, como si su vida dependiera de que agarren su maleta en este mismo instante.
—Ahí está tu bolsa. —Doy un paso al frente.
—Yo la cojo, cielo.
—No, la cojo yo. Te harás daño en la espalda.
—Aparta, cielo, puedo hacerlo.
Cruza la línea amarilla y agarra su bolsa, y entonces se da cuenta de que ya no es tan fuerte como antes y se encuentra caminando a su lado, tirando de ella. Normalmente correría a ayudarle, pero me estoy partiendo de risa. Sólo oigo a mi padre diciendo «disculpe, disculpe» a la gente que aguarda pegada a la línea amarilla mientras intenta mantenerse a la altura de su equipaje en movimiento. Da una vuelta entera a la cinta y, cuando llega donde estoy yo (todavía partida de risa), alguien tiene el sentido común de ayudar al anciano que rezonga entre jadeos.
Deja la bolsa a mis pies, con el rostro colorado y resoplando.
—Puedes ir a recoger tu bolsa —dice, calándose la gorra casi hasta los ojos muerto de vergüenza.
Aguardo mi maleta mientras papá deambula por la sala de recogida de equipajes «familiarizándose con Londres». Después del incidente en el aeropuerto de Dublín, la voz del navegador vía satélite que llevo en la cabeza no ha dejado de darme la lata diciendo que gire en redondo ipso facto; pero en algún rincón de mi ser, otra parte de mí tiene órdenes estrictas de seguir al pie del cañón, convencida de que este viaje es lo mejor que podría hacer. Al recoger la maleta de la cinta me doy cuenta de que este viaje no tiene un propósito claro; una pérdida de tiempo, eso es lo que es. Sólo la intuición, fruto de una confusa conversación con una chica que se llama Bea, me ha hecho coger un avión a otro país con mi padre septuagenario, que no ha salido de Irlanda en su vida. Súbitamente, lo que en su momento parecía «lo único que cabía hacer» ahora se me antoja un comportamiento completamente irracional.
¿Qué significa soñar con una persona que no conoces, casi cada noche, y luego tener un encuentro fortuito con ella por teléfono? Yo había llamado al número de emergencia de mi padre; ella había contestado al número de emergencia de su padre. ¿Qué mensaje hay ahí? ¿Qué conclusión se supone que debo sacar? ¿Se trata de una mera coincidencia que cualquier persona sensata pasaría por alto o llevo razón al pensar y sentir que hay algo más detrás de todo esto? Mi esperanza es que este viaje me dé la respuesta, pero empieza a entrarme el pánico cuando veo a papá leyendo un cartel en la otra punta de la sala. No sé qué hacer con él.
De repente papá se lleva las manos a la cabeza, luego al pecho y acto seguido me lanza una mirada enloquecida. Saco sus pastillas.
—Gracie —dice jadeando.
—Toma, deprisa, tómatelas.
Me tiembla la mano al alcanzarle las pastillas y un botellín de agua.
—¿Qué demonios haces? —pregunta él.
—Bueno, parecía…
—¿Qué parecía?
—¡Parecía que iba a darte un infarto!
—Eso es porque igual me da uno si no salimos de aquí de inmediato. —Me agarra del brazo y comienza a tirar de mí.
—¿Qué pasa? ¿Adónde vamos?
—Nos vamos a Westminster.
—¿Cómo dices? ¿Por qué? ¡No! Papá, tenemos que ir al hotel a dejar el equipaje.
Se para en seco y da media vuelta, plantando su cara cerca de La mía de manera agresiva. La adrenalina le hace temblar la voz.
—Los de Antiques Roadshow tienen programa de tasación justo hoy, de nueve y media a cuatro y media de la tarde en un sitio que se llama Banqueting House. Si salimos ahora podemos roñemos en la cola. No voy a perdérmelo en la tele para luego venir hasta Londres y perdérmelo en vivo. Seguro que hasta podemos ver a Michael Aspel. Michael Aspel, Gracie. Por los clavos de Cristo, salgamos de aquí de una vez.
Tiene las pupilas dilatadas, no cabe en sí de entusiasmo. Sale disparado por las puertas automáticas sin nada que declarar, aparte de demencia temporal, y gira confiadamente a la izquierda.
Me paro en el vestíbulo de llegadas mientras un montón de hombres en traje se me acercan con letreros por todos lados. Suspiro y aguardo. Al cabo, papá reaparece por donde se había ido, bamboleándose y arrastrando su maleta a toda velocidad.
—Podrías haberme dicho que me equivocaba de dirección —dice.
Papá cruza Trafalgar Square a toda prisa, tirando de su maleta, y dispersa a una bandada de palomas que alza el vuelo. Ya no tiene interés en familiarizarse con Londres; sólo tiene en mente a Michael Aspel y los tesoros de los adictos a los tintes capilares con reflejos azules. Finalmente, después de habernos equivocado unas cuantas veces desde que salimos de la estación del metro, ante nosotros se alza Banqueting House, un antiguo palacio real del siglo XVII, y aunque no estoy segura de haberlo visitado antes, me resulta de lo más familiar.
Al cabo de un rato de hacer cola, estudio el cajón que lleva en las manos el hombre que tenemos delante. Detrás, una mujer está abriendo un envoltorio de papel de periódico para mostrar una taza de té a otra persona. Nos envuelve una cháchara animada, inocente y cortés, y el sol brilla mientras aguardamos en la calle para entrar en Banqueting House. Hay camionetas de televisión, técnicos de luz y sonido entrando y saliendo del edificio, y cámaras que filman la larga cola mientras una mujer con un micrófono va eligiendo a personas entre la multitud para entrevistarlas. Muchas han traído sillas plegables, cestas de picnic con muffins y bocadillos y termos de té y café; papá las mira como si le hicieran ruido las tripas y siento la culpabilidad de una madre que no ha equipado a su hijo como es debido. También me preocupa que papá no logre cruzar la puerta principal.
—Papá, no es que quiera preocuparte, pero me parece que en realidad deberíamos llevar algo con nosotros —le digo.
—¿Qué quieres decir?
—Algún objeto. Todo el mundo lleva cosas para que se las tasen.
Papá mira alrededor y repara en ello por primera vez. Parece desalentado.
—A lo mejor hacen una excepción con nosotros —añado enseguida, aunque lo dudo.
—¿Qué tal estas maletas? —propone mirando nuestro equipaje.
Procuro no reír.
—Las compré en TK Maxx; no creo que les interese valorarlas.
Papá se echa a reír.
—Igual les doy mis calzoncillos, Gracie, ¿qué te parece? Tienen bastante historia.
Hago una mueca y él le quita importancia al asunto con un ademán.
Avanzamos lentamente con la cola y papá lo pasa en grande charlando a diestro y siniestro acerca de su vida y del excitante viaje con su hija. Tras una hora y media de hacer cola, nos han invitado a dos casas a tomar el té y el caballero que tenemos detrás le ha dado sabios consejos a papá sobre cómo evitar que la menta asfixie al romero. Más adelante, justo al otro lado de las puertas, veo cómo rechazan a una pareja de ancianos por no llevar ningún artículo que tasar. Papá también lo ve y me mira preocupado. Nos toca enseguida.
—Eh… —Miro en derredor buscando cualquier cosa.
Las puertas de entrada están abiertas de par en par debido a la gran afluencia de gente. Justo después del umbral, detrás de una de las puertas hay una papelera de madera que hace las veces de paragüero, con unos pocos paraguas olvidados y rotos. Mientras nadie nos mira, la giro bocabajo para vaciarla y caen los paraguas rotos y unas cuantas bolas de papel arrugado. Lo escondo todo con el pie detrás de la puerta justo a tiempo de oír:
—Siguiente.
La llevo hasta el mostrador de recepción y a papá casi se le salen los ojos de las órbitas al verme.
—Bienvenidos a Banqueting House —nos saluda una mujer joven.
—Gracias —sonrío inocentemente.
—¿Cuántos objetos han traído? —pregunta la mujer.
—Pues sólo uno. —Subo la papelera a la mesa.
—Caramba, fantástico. —La acaricia con las puntas de los dedos y papá me mira significativamente—. ¿Han acudido a un programa de tasación alguna vez?
—No —dice papá meneando la cabeza con ímpetu—. Pero los veo todos en la tele. Soy un verdadero fan. Incluso cuando el presentador era Hugh Scully.
—Maravilloso. —La mujer sonríe—. Cuando entren al vestíbulo verán que hay varias colas. Pónganse en la que corresponda a su objeto, por favor.
—¿En qué cola hemos de ponernos con esta cosa? —Papá mira la papelera como si oliera mal.
—Bueno, ¿qué es? —pregunta la mujer sonriendo.
Papá me mira desconcertado.
—Esperábamos que ustedes nos lo dijeran —digo educadamente.
—Les sugiero la de «varios», y aunque es la mesa más concurrida, tenemos a su disposición a cuatro expertos. Cuando lleguen a su mesa, basta que se lo muestren a uno de nuestros expertos y él les contará cuanto precisen.
—¿A qué mesa vamos para ver a Michael Aspel? —inquiere papá.
—Por desgracia Michael Aspel no es un experto, es el presentador, de modo que no tiene una mesa asignada, pero hay otros veinte expertos que estarán encantados de contestar a sus preguntas.
Papá se queda anonadado.
—Es posible que su objeto sea elegido para salir en televisión —añade la mujer enseguida, al percibir la decepción de papá—. El experto muestra los objetos al equipo de televisión y se decide en función de su rareza, su calidad, lo que el experto pueda decir sobre el objeto y, por supuesto, su valor. Si su objeto es elegido, le llevarán a nuestra sala de espera y le maquillarán antes de proceder a la grabación de cinco minutos ante la cámara. Ahí es donde conocería a Michael Aspel. Y la buena noticia es que, por primera vez, vamos a emitir el programa en directo dentro de… déjeme ver —mira la hora en su reloj—, dentro de una hora.
Papá abre los ojos.
—Pero ¿cinco minutos hablando sobre esta cosa? —explota papá, y la mujer se echa a reír.
—Recuerden que tenemos que ver los objetos de dos mil personas antes del programa —me dice con una miradita cómplice.
—Lo entendemos. Sólo hemos venido a disfrutar del día, ¿no es cierto, papá?
No me oye; está distraído buscando a Michael Aspel.
—Espero que así sea —dice la mujer finalmente, antes de llamar al siguiente de la cola.
En cuanto entramos en el ajetreado vestíbulo levanto la vista hacia el techo de la gran sala ochavada, sabiendo de antemano lo que veré: nueve enormes cuadros encargados por Carlos I para llenar el techo revestido de paneles.
—Toda tuya, papá. —Le paso la papelera—. Voy a echar un vistazo a este magnífico edificio mientras tú miras la basura que la gente está metiendo dentro.
—No es basura, Gracie. Una vez vi un programa en que la colección de bastones de un hombre salió por sesenta mil libras esterlinas.
—Caramba, en tal caso deberías enseñarles tu zapato.
Intenta no reír.
—Anda, ve a dar una vuelta y luego nos vemos aquí —me dice, pero antes de terminar la frase ya ha comenzado a alejarse. Se muere por librarse de mí.
—Pásalo bien —respondo guiñándole un ojo.
Sonríe de oreja a oreja y contempla el vestíbulo, tan lleno de dicha que saco otra instantánea mental.
Mientras deambulo por las salas de la única parte de Whitehall Palace que sobrevivió al incendio, la sensación de que ya he estado antes aquí se abalanza sobre mí como una ola gigante. Busco un rincón tranquilo y saco el móvil con disimulo.
—Gerente subdirectora de bonos del Tesoro y soluciones para inversores, al habla Frankie.
—Dios mío, no mentías —le digo a mi amiga al otro lado del teléfono—. Es una cantidad absurda de palabras.
—¡Joyce! ¡Hola! —Habla a media voz y, detrás de ella, el ajetreo en las oficinas del Centro de Servicios Financieros de Dublín suena frenético.
—¿Puedes hablar?
—Un ratito, sí. ¿Cómo estás?
—Estoy bien. En Londres. Con mi padre.
—¿Qué? ¿Con tu padre? Joyce, te tengo dicho que no está bien que ates y amordaces a tu padre. ¿Qué hacéis ahí?
—Decidí venir de improviso. —A qué, no tengo ni idea—. Ahora mismo estamos en el Antiques Roadshow. No preguntes.
Dejo a mis espaldas las silenciosas salas y entro en la galería del vestíbulo principal. Sonrío al ver a papá deambulando entre el gentío con la papelera en las manos.
—¿Alguna vez hemos estado juntas en Banqueting House? —le pregunto a Frankie.
—Refréscame la memoria: dónde está, qué es y qué aspecto tiene.
—Está en el extremo de Whitehall que da a Trafalgar Square. Es un antiguo palacio del siglo XVII diseñado por Iñigo Jones en 1619. Carlos I fue ejecutado en un cadalso delante del edificio. Ahora estoy en una sala con nueve cuadros que cubren el techo forrado de paneles. —Cierro los ojos—. Si no me falla la memoria, una balaustrada remata el tejado. La fachada tiene columnas en dos órdenes superpuestos, corintio sobre jónico, encima de un basamento de apariencia rústica, que componen un todo armonioso.
—¿Joyce?
—¿Sí? —Salgo de mi trance.
—¿Estás leyendo una guía turística?
—No.
—Nuestra última visita a Londres consistió en el Madame Tussaud’s, una noche en G-A-Y y una fiesta a la que nos llevó un tío en el piso de una tal Gloria. Te está pasando otra vez, ¿no? Eso de lo que hablabas el otro día.
—Sí.
Me dejo caer en una silla de un rincón; al hacerlo, noto que he atravesado un cordón de seguridad y me vuelvo a levantar en el acto. Me alejo de la silla, que en realidad es una antigüedad, y miro en derredor por si hay cámaras de seguridad.
—¿Que estés en Londres tiene algo que ver con el americano? —pregunta Frankie.
—Sí —susurro.
—Ay, Joyce…
—No, Frankie, escucha. Escucha y lo entenderás. O eso espero. Ayer me entró el pánico por algo que no viene al caso y llamé al médico de mi padre, número que, como puedes imaginar, llevo grabado en la cabeza. Es imposible que me equivocara, ¿correcto?
—Correcto.
—Pues me equivoqué. Terminé marcando un número del Reino Unido y me contestó una chica llamada Bea. Había visto un número irlandés y pensó que sería su padre. Tras una breve charla me entero de que su padre es americano pero que estaba en Dublín y que anoche viajaba a Londres para verla en un espectáculo. Y resulta que es rubia. Creo que Bea es la niña con la que sueño cada dos por tres, la que veo en columpios y jugando a edades diferentes.
Frankie guarda silencio y añado:
—Ya sé que parece una locura, Frankie, pero es lo que está pasando. Y no sé cómo explicarlo.
—Lo sé, lo sé —dice enseguida—. Te conozco prácticamente de toda la vida, y esto no es algo que se te ocurriría fingir. Pero aunque me lo tome en serio te pido que tengas en cuenta que has pasado una fase traumática; lo que te está sucediendo podría ser debido a un nivel muy alto de estrés.
—Ya lo tengo en cuenta. —Gruño y me echo una mano a la cabeza—. Necesito ayuda.
—Sólo admitiremos locura como último recurso. Deja que piense un segundo. —Parece que estuviera escribiendo algo—. Bien, básicamente, has visto a esa niña, Bea…
—Quizá Bea.
—Vale, vale, pongamos que es Bea. ¿La has visto crecer?
—Sí.
—¿Hasta qué edad?
—Desde la cuna hasta… no lo sé.
—¿Adolescente, veinte, treinta?
—Adolescente.
—Bien, ¿quién más está en las escenas con Bea?
—Otra mujer. Con una cámara.
—Pero no tu americano.
—No. Así que lo más probable es que no tenga nada que ver.
—No descartemos nada, de momento. Cuando ves a Bea y a la mujer con la cámara, ¿eres parte de la escena o la contemplas como espectadora?
Cierro los ojos y me concentro, veo mis manos empujando el columpio, sacando una foto de la niña y su madre en el parque, notando el agua de los aspersores rociándome la piel.
—Soy parte de la escena —asiento—. Ellas me ven.
—Vale. —Hace una pausa.
—¿Qué pasa, Frankie?
—Estoy pensando. Espera un segundo. Vale. Ves una niña, una madre y las dos te ven, ¿no?
—Sí.
—¿Dirías que en tus sueños estás viendo cómo crece esta niña a través de los ojos de un padre?
Se me pone la piel de gallina.
—Ay, Dios mío —susurro. ¿El americano?
—Lo tomaré como un sí —dice Frankie—. Bien, ya tenemos algo. No sé el qué, pero es algo muy raro y me cuesta creer que esté considerando estas ideas. Pero, qué demonios, sólo tengo un millón de cosas que hacer. ¿Con qué más sueñas?
—Es todo muy rápido, sólo imágenes como flashes.
—Intenta recordar.
—Aspersores en un jardín. Un niño regordete. Una pelirroja con melena. Oigo campanas. Veo edificios antiguos con tiendas. Una iglesia. Una playa. Un funeral. Luego en la universidad. Luego con la mujer y la niña. A veces sonríe y me da la mano, otras grita y da portazos.
—Hummm… debe de ser tu esposa.
Me tapo los ojos con la mano.
—Frankie, esto es absurdo.
—¿Qué más da? ¿Desde cuándo tiene sentido la vida? Sigamos.
—No sé qué decir. Las imágenes son muy abstractas. No saco nada en claro.
—Cada vez que tengas un flash o de pronto sepas algo que antes no sabías, deberías apuntarlo y luego me lo cuentas. Así podré ayudarte a entenderlo.
—Gracias —le digo.
—De nada. Aparte del sitio donde estás ahora, ¿qué otras cosas sabes de repente?
—Eh… sé mucho sobre edificios. —Miro a mi alrededor y levanto la vista al techo—. Y sobre arte. He hablado en italiano con un hombre en el aeropuerto. Y latín, el otro día le dije algo a Conor en latín.
—Jesús.
—Sí, ya. Creo que quiere que me encierren.
—Pues no se lo vamos a permitir. De momento. Bien, veamos: edificios, arte, idiomas. Caray, Joyce, es como si hubieses hecho un curso acelerado de formación universitaria. ¿Qué ha sido de la chica ignorante que yo conocía y amaba?
Sonrío antes de contestar:
—Sigue aquí.
—Vale, una cosa más. Mi jefe quiere que vaya a hablar con él esta tarde. ¿Sobre qué?
—¡Frankie, no tengo poderes paranormales!
La puerta de la galería se abre y una chica aturullada con auriculares entra como una exhalación. Se dirige a algunas mujeres que encuentra en su camino, preguntando por mí.
—¿Joyce Conway? —me dice finalmente, sin aliento.
—Sí. —El corazón me palpita a toda velocidad. Por favor, que papá esté bien. Por favor, Dios.
—¿Henry es su padre?
—Sí.
—Quiere que se reúna con él en la sala verde[10].
—¿Qué? ¿Dónde?
—Está en la sala verde. Va a salir en directo con Michael Aspel dentro de un momento y quiere que usted esté con él porque dice que sabe más sobre lo que ha traído. Tenemos que ir de inmediato, falta muy poco y hay que maquillarla.
—En directo con Michael Aspel… —Me quedo sin habla, y caigo en la cuenta de que aún estoy sosteniendo el teléfono—. Frankie —digo al aparato, aturdida—, pon la BBC, deprisa. Estás a punto de ver cómo me meto en un lío de órdago.