27
—Muy bien, hoy os he convocado aquí porque…
—Alguien ha muerto.
—No, Kate —suspiro.
—Bueno, es lo que parece… ¡Ay! —exclama, seguramente porque Frankie le ha dado un pellizco por su falta de tacto.
—¿Qué, ya estáis cansados de ir en autobuses rojos? —pregunta Frankie.
Estoy sentada al escritorio de la habitación del hotel, hablando por teléfono con las chicas, que están en casa de Kate apiñadas en torno al teléfono con el altavoz conectado. He pasado la mañana visitando Londres con papá, sacándole fotos en poses forzadas delante de cualquier cosa que pareciera inglesa: autobuses rojos, buzones, caballos de la policía, pubs, Buckingham Palace y un travestí que no se ha enterado de nada, ya que papá estaba entusiasmado de ver a «uno de verdad» y que no tenía nada que ver con el párroco del pueblo que perdió la cabeza y vagaba por las calles con un vestido de mujer en su Cavan natal cuando él era joven.
Mientras hablo, él está tumbado en la cama viendo una reposición de Strictly Come Dancing, tomándose un brandy y chupan unas Pringles que tira a la papelera tras lamer la pasta de cebolla y nata agria.
—¡Bonito! —grita al televisor, respondiendo al eslogan de Bruce Forsyth.
He llamado a mis amigas para contarles las últimas noticias o quizá para pedir socorro y suplicarles que me ayuden a conservar la cordura. Quizá sea pedir demasiado, pero una chica tiene derecho a soñar. Ahora están las dos en casa de Kate pegadas al teléfono.
—Uno de tus hijos me ha vomitado encima —dice Frankie—. Tu hijo acaba de vomitarme encima.
—Bah, eso no es vómito, sólo un poco de baba —le contesta Kate.
—No, baba es esto…
Silencio.
—Frankie, eres asquerosa.
—Eh, chicas, chicas —las llamo—, ¿podéis parar por una vez?
—Pedona, Joyce, pero no puedo seguir conversando hasta que el mocoso haya salido de aquí —dice Frankie—. Va gateando por ahí, mordiéndolo todo, trepando donde puede, babeando sin parar. Es imposible concentrarse. ¿No puede encargarse Christian?
Procuro no reír.
—No llames mocoso a mi hijo —le espeta Kate—. Y no, Christian está ocupado.
—Está viendo el fútbol.
—No le gusta que le molesten, y menos por ti.
—Bueno, tú también estás ocupada. ¿Cómo hago para que venga?
Otro silencio.
—Ven aquí, renacuajo —dice Frankie más bien nerviosa.
—Se llama Sam. Eres su madrina, por si lo habías olvidado.
—No, eso no lo he olvidado. Sólo su nombre. —Tensa la voz, como si estuviera levantando pesas—. Caray, ¿qué le das de comer?
Sam se pone a chillar y Frankie le contesta resoplando.
—Frankie, dámelo a mí —dice Kate—. Se lo llevaré a Christian.
—Muy bien, Joyce —comienza Frankie en ausencia de Kate—, he hecho unas indagaciones partiendo de la información que me diste ayer y he traído unos papeles, espera un momento. —Oigo ruido de papeles.
—¿De qué va todo esto? —pregunta Kate a su regreso.
—Va de que Joyce se está metiendo en la mente del americano y, por consiguiente, adueñándose de sus recuerdos, aptitudes e inteligencia —explica Frankie.
—¿Qué?
—He averiguado que se llama Justin Hitchcock —les digo.
—¿Cómo? —pregunta Kate.
—El apellido salía en la biografía de su hija en el programa del ballet que vi anoche y el nombre de pila… bueno, lo oí en un sueño.
Silencio. Pongo los ojos en blanco y me las imagino mirándose entre sí.
—¿Qué demonios está pasando? —pregunta Kate, confundida.
—Búscale en Google, Kate —ordena Frankie—. Veamos si existe.
—Existe, podéis creerme —asiento.
—No, guapa, no; esto funciona así: tenemos que darte por loca durante un tiempo antes de creerte. Así que vamos a confirmar su identidad y seguiremos a partir de ahí.
Apoyo la barbilla en la mano y aguardo.
—Mientras Kate se ocupa de eso, he investigado la idea de compartir recuerdos… —prosigue Frankie.
—¿Qué? —chilla Kate otra vez—. ¿Compartir recuerdos? ¿Es que habéis perdido el juicio las dos?
—No, sólo yo —señalo cansinamente.
—En realidad, por sorprendente que parezca, resulta que no estás clínicamente loca —dice Frankie—. Al menos en lo que a esto respecta. Me metí en la red e investigué un poco. Resulta que no eres la única a quien le pasa.
Me incorporo interesada.
—Encontré páginas web con entrevistas a otras personas que han admitido experimentar los recuerdos de un tercero —continúa— y que también han adquirido sus aptitudes y gustos.
—Eh, me la estáis dando con queso, ¿verdad? —dice Kate—. Ya me figuraba que esto era un montaje. No te pega nada venir de visita, Frankie.
—No es ningún montaje —le aseguro.
—O sea que realmente intentas decirme que has adquirido las aptitudes de otra persona por arte de magia.
—Habla latín, francés e italiano —le explica Frankie—. Pero no decimos que sea cosa de magia. Eso sí sería ridículo.
—¿Y qué me dices de los gustos? —Kate no se deja convencer.
—Ahora come carne —apunta Frankie.
—Pero ¿por qué pensáis que se trata de las aptitudes de otra persona? ¿Por qué no puede haber aprendido latín, francés e italiano por su cuenta y decidido que le gusta la carne por su cuenta, como una persona normal? De repente me gustan las aceitunas y tengo aversión al queso, ¿significa que un olivo ha poseído mi cuerpo?
Silencio.
—Mira, Kate —dice Frankie—, estoy de acuerdo contigo en que el cambio de dieta sea algo natural, pero, francamente, Joyce sabe tres idiomas de la noche a la mañana sin haber hecho nada para aprenderlos.
—Oh.
—Y sueño con momentos de la infancia de Justin Hitchcock —añado.
—¿Dónde demonios estaba yo mientras ocurría todo esto?
—Haciéndome bailar el Hokey Cokey en directo en Sky News —digo enfadada.
Conecto el altavoz del teléfono y me paseo pacientemente por la habitación, miro la hora en el televisor mientras Frankie y Kate se parten de risa al otro lado de la línea.
La lengua de papá se detiene a medio lamer una Pringle y sus ojos me siguen.
—¿Qué es ese ruido? —pregunta.
—Kate y Frankie riendo —contesto.
Pone los ojos en blanco y sigue lamiendo sus Pringles, atento otra vez a un presentador de mediana edad que baila la rumba.
Finalmente la risa cesa y desconecto el altavoz.
—Como iba diciendo —dice Frankie, aguantándose las ganas de reír, como si no hubiera pasado nada—, lo que estás experimentando es bastante normal; bueno, normal no, pero hay otros, eh…
—¿Lunáticos? —sugiere Kate.
—… casos de personas que han referido cosas parecidas. Lo único es que se trata de personas que se han sometido a un trasplante de corazón, y eso no tiene nada que ver con lo que tú has pasado, con lo cual la teoría se va al traste.
Pum-pum, pum-pum, siento el pulso otra vez.
—Un momento —tercia Kate—, aquí hay una persona que dice que es porque fue abducida por extraterrestres.
—Deja de leer mis apuntes, Kate —dice Frankie entre dientes—. Eso no iba a mencionárselo.
—Escuchad —las interrumpo—, Justin donó sangre. El mismo mes que estuve ingresada.
—¿Y? —dice Kate.
—Le hicieron una transfusión —explica la otra—. No es tan diferente de la teoría del trasplante que acabo de mencionar.
Las tres nos callamos.
Kate rompe el silencio:
—Vale, muy bien, sigo sin entenderlo. Que alguien me lo explique.
—Bueno, es prácticamente lo mismo, ¿no? —digo—. La sangre viene del corazón.
Kate suelta un grito ahogado.
—Salió directa de su corazón —se burla en tono soñador.
—Vaya, o sea que ahora encuentras románticas las transfusiones de sangre —comenta Frankie—. Deja que te cuente lo que he encontrado en la red. A raíz de los informes sobre varios receptores de trasplantes de corazón que referían efectos secundarios inesperados, Canal Cuatro hizo un documental sobre si es posible que al recibir un órgano trasplantado el paciente herede parte de los recuerdos, gustos, deseos y hábitos del donante. El documental hace un seguimiento de esas personas cuando se ponen en contacto con las familias de los donantes en su afán por comprender la nueva vida que llevan dentro. Cuestiona los conocimientos científicos sobre el funcionamiento de la memoria, con declaraciones de científicos pioneros en la investigación sobre la inteligencia del corazón y la base bioquímica de la memoria en las células.
—O sea que, si el corazón contiene más inteligencia de la que pensamos, la sangre que dicho corazón bombea puede llevar esa inteligencia —razona Kate con cierta reticencia—. De modo que, ¿al transferirle su sangre le transfirió también sus recuerdos, así como su amor por la carne y los idiomas?
Nadie quiere contestar que sí a esa pregunta. Aparte de mí misma, que ya he pasado una noche entusiasmándome con la idea.
—¿Hubo algún episodio de Star Trek sobre esto? —pregunta Frankie—. Porque si no lo hubo, deberían hacerlo.
—Tiene fácil arreglo —dice Kate excitada—. Sólo tienes que preguntar en el hospital quién fue tu donante.
—No puede. —Frankie, para variar, la desalienta—. Esa información es confidencial. Además, tampoco es que le hayan puesto toda su sangre. Sólo puedes donar medio litro cada vez. Luego separan la sangre en glóbulos blancos, glóbulos rojos, plasma y plaquetas. Lo que le pusieron a Joyce, si es que le pusieron algo, sólo es una parte de su sangre. Incluso es posible que estuviera mezclada con la de otra persona.
—Su sangre sigue corriendo por mi cuerpo —añado—. No importa la cantidad. Y recuerdo que me sentí muy distinta en cuanto abrí los ojos en el hospital.
Un silencio responde a mi ridícula declaración, ya que las tres consideramos que mi sensación «muy distinta» no tenía nada que ver con la transfusión, sino con la inenarrable tragedia de perder el bebé.
—Tenemos una entrada de Google para el señor Justin Hitchcock —dice Kate, rompiendo el silencio.
El pulso se me acelera. «Por favor, dime que no me lo estoy inventando, que existe, que no es producto de mi mente perturbada. Que los planes que ya he puesto en marcha no van a dar un susto de muerte a una persona al azar.»
—Bien, Justin Hitchcock fue sombrerero en Massachusetts. Hum. Bueno, al menos es americano. ¿Sabes algo sobre sombreros, Joyce?
Me concentro.
—Boinas, chambergos, hongos, de jipijapa, gorras de béisbol, gorras de tweed.
Papá deja de lamer sus Pringles otra vez y me mira.
—Panamá —dice.
—Panamá —repito a las chicas.
—Solideos, sombreros de teja —añade Kate.
—Sombrero de copa —dice papá, y lo repito por teléfono.
—De vaquero —dice Frankie como si estuviera muy concentrada. De repente, sale de su trance—. Un momento, ¿qué estamos haciendo? Cualquiera puede nombrar sombreros.
—Tienes razón, esto no sirve. Sigue leyendo —apremio a Kate.
—Justin Hitchcock se mudó a Deerfield en 1774, donde sirvió como soldado en la Revolución… Creo que no hace falta seguir leyendo. Más de cien años de edad seguramente es demasiado para tu amante viejo y rico.
—Espera —Frankie toma el mando, deseosa de no hacerme perder la esperanza—. Hay otro Justin Hitchcock debajo de ése. «Departamento de limpieza de la ciudad de Nueva York…»
—No —digo frustrada—. Yo sé que existe. Esto es absurdo. Añade Trinity College a la búsqueda; dio un seminario.
Oigo teclear.
—No. Nada en Trinity College. ¿Estás segura de que hablaste con su hija? —pregunta Kate.
—Sí —contesto entre dientes.
—¿Y alguien más vio a esa chica? —añade con dulzura.
No le hago caso.
—Estoy añadiendo las palabras «arte», «arquitectura», «francés», «latín» e «italiano» a la búsqueda —interviene Frankie por encima del ruido del teclado—. ¡Ajá! ¡Ya te tengo, Justin Hitchcock! Profesor invitado en el Trinity College, Dublín. Facultad de Artes y Humanidades. Departamento de Arte y Arquitectura. Licenciado en Chicago, máster en Chicago, doctor por la Sorbona. Especializado en Historia de la Escultura Italiana del Renacimiento y el Barroco, y en Pintura Europea de 1600 a 1900. Otras responsabilidades incluyen fundador y editor de Art and Architectural Review. Es coautor de La edad de oro de la pintura holandesa: Vermeer, Metsu y Terborch; autor de El cobre como lienzo: pintura sobre cobre, 1575-1775. Ha escrito más de cincuenta artículos en libros, revistas, diccionarios y conferencias.
—O sea que existe —dice Kate como si acabara de encontrar el Santo Grial.
—Probad su nombre añadiendo National Gallery de Londres —agrego sintiéndome más segura.
—¿Por qué?
—Tengo una corazonada.
—Tú y tus corazonadas. —Kate sigue leyendo—: Es conservador de arte europeo en la National Gallery de Londres. Oh, Dios mío, Joyce, trabaja en Londres. Tendrías que ir a verle.
—No corras tanto, Kate. Podría meterle miedo y acabar en una celda acolchada. Puede que ni siquiera sea el donante —objeta Frankie—. Y aunque lo sea, eso no explica nada.
—Es él —digo confiada—. Y si fue mi donante, significa algo para mí.
—Tendrá que ocurrírsenos una manera de averiguarlo —propone Kate.
—Es él —repito.
—¿Y qué piensas hacer al respecto? —pregunta Kate.
Esbozo una sonrisa y vuelvo a mirar la hora.
—¿Qué te hace suponer que aún no haya hecho nada?
Justin habla por teléfono yendo de aquí para allá por su despacho de la National Gallery en la medida en que se lo permite la longitud del cable, que no es mucho. Tres pasos y medio hacia arriba, cinco pasos hacia abajo.
—No, no, Simón, he dicho retratos holandeses, aunque no vas errado al pensar que serán muchos. —Se ríe—. La época de Rembrandt y Frans Hals. He escrito un libro sobre el tema, así que estoy bastante familiarizado.
«Un libro a medio escribir en el que dejaste de trabajar hace dos años, mentiroso.»
—La exposición constará de sesenta obras, todas pintadas entre 1600 y 1680 —añade, y en ese momento llaman a la puerta—. Un momento —dice levantando la voz.
La puerta se abre de todos modos y entra Roberta, su colega. Aunque no pasa de los treinta y tantos, tiene la espalda encorvada y la barbilla pegada al pecho como si fuera varios decenios más vieja. Apenas levanta la mirada del suelo de vez en cuando para mirar a los ojos de Justin. Se disculpa por todo, como siempre, no para de pedirle perdón al mundo como si su mera presencia ofendiera. Ingeniándoselas para salvar la carrera de obstáculos que es la atestada oficina de Justin, logra llegar a su escritorio de la misma manera que avanza por la vida, tan silenciosa e invisible como puede, cosa que Justin encontraría admirable si no resultara tan triste.
—Perdona, Justin —susurra Roberta, que lleva una cestita en la mano—. No sabía que estabas al teléfono, lo siento. Han dejado esto en recepción para ti. Lo dejo aquí. Perdona.
Se retira sin apenas hacer ruido, cruzando la habitación de puntillas, y cierra silenciosamente la puerta a sus espaldas. Un torbellino que gira con tanta gracia y lentitud da la impresión de no moverse siquiera, sin interferir nunca con nada de lo que encuentra a su paso.
Justin procura concentrarse en la conversación, retomándola donde la había dejado:
—Habrá desde pequeños retratos individuales realizados para particulares hasta retratos de grupo de grandes dimensiones con los miembros de instituciones benéficas y guardias municipales. —Deja de caminar y ojea la cesta con recelo, temiendo que vaya a salir algo de dentro que se le eche encima—. Sí, Simón, en el Ala Sainsbury —prosigue al teléfono—. Si necesitas saber algo más no dudes en ponerte en contacto conmigo en este número.
Finalmente se despide y cuelga, pero deja la mano encima del auricular mientras observa la cesta, preguntándose si debe llamar a seguridad. La cestita resulta un objeto extraño y delicado en su mohoso despacho, como un recién nacido abandonado en la sucia escalinata de un orfanato. Debajo del asa de mimbre, una tela a cuadros tapa el contenido. Da un paso atrás y la levanta despacio, listo para dar un salto en cualquier momento.
Una docena de muffins le devuelven la mirada.
El corazón le palpita y enseguida inspecciona con la mirada su diminuto despacho; sabe que no hay nadie con él, pero el inesperado regalo ha añadido una repentina presencia misteriosa. Busca alguna tarjeta en la cesta, hasta que encuentra un sobrecito blanco pegado en un lado. Con manos temblorosas, lo arranca torpemente de la cesta y saca la tarjeta. En medio de la tarjeta, con pulcra caligrafía, simplemente pone:
Gracias