35
—¿Qué es eso?
—No lo sé.
—Frótalo.
—Frótalo tú.
—¿Habías visto algo como esto alguna vez?
—Sí, tal vez.
—¿Qué significa tal vez? O lo has visto o no.
—No te hagas la lista conmigo.
—No lo hago, sólo intento saber qué es. ¿Crees que saldrá?
—Ni idea. Preguntemos a Joyce.
Oigo que Linda y Joe hablan a media voz en la entrada. He dejado que se las arreglen solos y aprovecho para beber un café en la cocina mientras contemplo el rosal de mi madre en el fondo del jardín; veo los fantasmas de Joyce y Conor tomando el sol en el césped durante un caluroso día de verano con la radio a todo volumen.
—Joyce, ¿podemos enseñarte una cosa un momento? —dice Linda desde el recibidor.
—Claro.
Dejo la taza de café, me cruzo con el fantasma de Conor que prepara su especialidad de lasaña, me cruzo con el fantasma de Joyce sentada en su sillón favorito en pijama, comiendo una chocolatina Mars, y entro en el recibidor. Están a cuatro patas examinando la mancha que hay a los pies de la escalera. Mi mancha.
—Creo que podría ser de vino —comenta Joe, levantando la vista hacia mí—. ¿Dijeron algo sobre la mancha los dueños?
—Eh… —Me flaquean las piernas y por un instante pienso que las rodillas van a ceder. Me inclino para agarrarme a la barandilla y finjo mirarla con más detenimiento. Cierro los ojos—. Que yo sepa, ya han limpiado varias veces. ¿Os interesaría conservar la moqueta?
Linda hace una mueca mientras piensa, mira la escalera de arriba abajo y luego pasea por la casa con la nariz arrugada, estudiando la decoración que yo elegí en su momento.
—No, supongo que no. Creo que el suelo entarimado quedaría precioso. ¿Tú no? —pregunta a Joe.
—Sí —asiente él—. El roble es muy bonito.
—Creo que no conservaríamos esta moqueta. —Linda vuelve a arrugar la nariz.
No he tenido intención de ocultarles la identidad de los dueños adrede; no tiene sentido hacerlo ya que de todos modos lo verán en el contrato. Había supuesto que sabían que la propiedad era mía, pero el malentendido ha sido suyo y, como ponían pegas a la decoración, a la distribución de las habitaciones y a los ruidos y olores extraños en los que han reparado y que a mí a estas alturas ya me pasan inadvertidos, no me ha parecido oportuno incomodarlos señalándoselo.
—Parecéis contentos —sonrío, observando sus rostros radiantes de dicha y entusiasmo por haber encontrado finalmente una propiedad en la que se sienten en casa.
—Lo estamos —corrobora Linda sonriendo de oreja a oreja—. Hemos sido muy quisquillosos hasta ahora, como bien sabes. Pero las cosas han cambiado y tenemos que salir de ese piso y encontrar un sitio más grande tan pronto como podamos, visto que nos expandimos, o, mejor dicho, que me expando —bromea nerviosamente, y sólo entonces me fijo en el pequeño bulto que tiene debajo de la blusa, arrugada por la tirantez de los botones.
—Ay, caramba… —Nudo en la garganta, las rodillas me flaquean otra vez, los ojos llorosos. «Por favor, que este momento pase enseguida; por favor, haz que no me miren.» Tienen tacto y apartan la vista—. Eso es fantástico, enhorabuena —dice mi voz alegremente, e incluso yo percibo lo falsa que es, tan desprovista de sinceridad, palabras tan vacías que casi resuenan dentro de sí mismas.
—Por eso el cuarto de arriba sería perfecto —agrega Joe, señalando con el mentón.
—Pues claro, os viene de maravilla. —El ama de casa burguesa de los años sesenta reaparece mientras me deshago en exclamaciones y lugares comunes hasta el final de la conversación.
—Me cuesta creer que no quieran ningún mueble —dice Linda, mirando en derredor.
—Bueno, es que se han mudado a un sitio más pequeño y sus pertenencias no caben.
—Pero ¿no van a llevarse nada?
—No. —Sonrío echando un vistazo al lugar—. Sólo el rosal del jardín trasero.
Y una maleta llena de recuerdos.
Justin se deja caer en el asiento del coche dejando escapar un suspiro gigantesco.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Thomas.
—Nada. ¿Tendría la bondad de llevarme directamente al aeropuerto, por favor? Voy un poco retrasado.
Justin apoya el codo contra la ventanilla y se tapa la cara con la mano, odiándose a sí mismo, odiando al miserable egoísta en quien se ha convertido. Él y Sarah no estaban hechos el uno para el otro, pero ¿qué derecho tenía a utilizarla de esa manera, a arrastrarla consigo a su pozo de desesperación y egoísmo?
—Tengo una cosa que a lo mejor le levanta el ánimo —dice Thomas, abriendo la guantera.
—No, gracias, no estoy de… —Justin se interrumpe al ver que el chófer saca de la guantera un sobre y se lo entrega.
—¿De dónde ha sacado esto? —pregunta reconociendo el sobre.
—Me ha llamado el jefe y me ha dicho que se lo diera antes de que regresara al aeropuerto.
—Su jefe. —Justin entorna los ojos—. ¿Cómo se llama?
Thomas tarda unos segundos en contestar.
—John —responde finalmente.
—¿John Smith? —dice Justin con sarcasmo.
—El mismo.
Sabiendo que no va a sonsacar nada a Thomas, vuelve su atención hacia el sobre. Le da varias vueltas en la mano, tratando de decidir si abrirlo o no. Podría dejarlo como está y poner fin a todo el asunto ahora mismo, volver a poner orden en su vida, dejar de utilizar a la gente, de aprovecharse. Conocer a una buena mujer, tratarla bien.
—¿Y bien? ¿Es que no va a abrirlo? —pregunta Thomas.
Justin sigue dándole vueltas con la mano.
—Quizá.
Papá me abre la puerta con los auriculares de su iPod puestos y el aparato en la mano. Me mira de arriba abajo.
—¡Caramba, qué guapa vas hoy, Gracie! —grita a pleno pulmón, y un hombre que pasea a su perro por la acera de enfrente se vuelve para mirarnos—. ¿Tenías alguna cita importante?
Sonrío. Por fin un poco de alivio. Me llevo el dedo a los labios y le quito los auriculares.
—He estado enseñando la casa a unos clientes —le digo.
—¿Les ha gustado?
—Van a volver dentro de unos días para tomar medidas, y eso es buena señal. Pero al verme allí otra vez, me he dado cuenta de que aún me queda mucho.
—¿No crees que ya has sufrido bastante? No tienes que pasarte semanas enteras llorando sólo para sentirte bien al respecto.
Sonrío.
—Me refiero a que tengo que pasar revista a mis posesiones. Cosas que he dejado atrás. Creo que no querrán muchos de los muebles. ¿Te parecería bien que los guardara en tu garaje?
—¿En mi taller de carpintería?
—Donde no pones un pie desde hace diez años.
—He entrado más de una vez —dice a la defensiva—. Ay, de acuerdo, puedes meter tus cosas. ¿Llegaré a librarme de ti alguna vez? —dice con un amago de sonrisa.
Me siento a la mesa de la cocina y papá de inmediato se pone a llenar la tetera como hace cada vez que alguien entra en su cocina.
—¿Qué tal fue el Club de los Lunes de anoche? Apuesto a que Donal McCarthy no podía creerse tu historia. ¿Qué cara puso? —Me apoyo en la mesa, ansiosa por oírle.
—No acudió —dice papá, dándome la espalda mientras coge un plato y una taza para él y un tazón para mí.
—¿Cómo? ¿Por qué? ¡Con la historia tan buena que tenías para contarle! Será gallina. En fin, tendrá que ser la semana que viene, ¿no?
Se vuelve muy despacio.
—Murió este fin de semana. El funeral es mañana. Pasamos la velada hablando sobre él y las historias que nos contó más de mil veces.
—Oh, papá, lo siento mucho.
—Ya, en fin. Si no hubiese muerto durante el fin de semana, habría caído muerto al enterarse de que conocí a Michael Aspel. Quizá sea mejor así. —Sonríe apenado—. Ay, no era tan mal hombre. Lo pasábamos bien aunque siempre anduviéramos chinchándonos.
Lo lamento por papá. Es una trivialidad si se compara con la muerte de un amigo, pero tenía muchas ganas de contar sus aventuras a su eterno rival.
Permanecemos callados un rato.
—Te quedarás el rosal, ¿no? —pregunta finalmente.
Enseguida sé a qué se refiere.
—Por supuesto. He pensado que quedaría muy bien en tu jardín.
Mira por la ventana y contempla el jardín, probablemente decidiendo dónde lo plantará.
—Debes tener cuidado con la mudanza, Gracie —dice—. Un cambio muy brusco puede causar un deterioro serio, incluso grave.
Sonrío con tristeza.
—Suena un poco dramático, pero me irá bien, papá. Gracias por preocuparte.
Sigue dándome la espalda.
—Me refería a las rosas.
Suena mi teléfono, que se pone a vibrar por la mesa hasta casi caer por el borde.
—¿Diga?
—Joyce, soy Thomas. Acabo de dejar a tu hombre en el aeropuerto.
—Oh, muchísimas gracias. ¿Le has entregado el sobre?
—Eh… sí. Aunque, a propósito: se lo di como habíamos quedado, pero acabo de mirar en el asiento de atrás y el sobre sigue ahí.
—¿Qué? —Me levanto de un salto de la silla de la cocina—. ¡Vuelva, vuelva! ¡Dé media vuelta! Tiene que entregárselo. ¡Se lo ha olvidado!
—Verás, el caso es que no parecía muy seguro de querer abrirlo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—¡No lo sé, guapa! Se lo he dado cuando ha vuelto al coche para ir al aeropuerto, tal como me pediste. Parecía muy abatido y he pensado que le levantaría un poco el ánimo.
—¿Abatido? ¿Por qué? ¿Qué le pasa?
—¿Cómo voy a saberlo, Joyce? Lo único que sé es que ha subido al coche un poco disgustado, de modo que le he dado el sobre y él se ha quedado mirándolo y le he preguntado si iba a abrirlo y ha dicho que quizá.
—Quizá —repito. «¿He hecho algo para disgustarlo? ¿Le habrá dicho algo Kate?»—. ¿Estaba disgustado al salir de la Gallery?
—No, no ha sido en la Gallery. Hemos parado en un centro de donaciones de sangre de D’Olier Street antes de ir al aeropuerto.
—¿Ha donado sangre?
—No, me ha dicho que tenía que ver a alguien.
Ay, Dios mío, tal vez haya descubierto que fui yo quien recibió su sangre y ha perdido el interés.
—Thomas, ¿sabes si lo ha abierto? —pregunto.
—¿Estaba precintado?
—No.
—Entonces no hay forma de saberlo. Yo no le he visto abrirlo. Lo siento. ¿Quieres que lo lleve a tu casa de vuelta del aeropuerto?
—Sí, por favor.
Una hora después me encuentro con Thomas en la puerta y me entrega el sobre. Noto que las entradas aún están dentro y el alma se me cae a los pies. ¿Por qué no lo ha abierto y se lo ha quedado?
—Toma, papá. —Deslizo el sobre por la mesa de la cocina—. Un regalo.
—¿Qué hay dentro?
—Asientos de primera fila en la ópera para el próximo fin de semana —digo apenada, apoyando la barbilla en la mano—. Era un regalo para otra persona, pero está claro que no quiere ir.
—La ópera. —Papá hace una mueca y me río—. Yo me crié muy lejos de las óperas. —Abre el sobre e inspecciona las entradas mientras me levanto para preparar más café—. Bueno, creo que pasaré de esto de la ópera, cielo, pero gracias de todos modos.
Giro en redondo.
—Oh, papá, ¿por qué? El ballet te gustó aunque creías que no iba a gustarte.
—Sí, pero a eso fui contigo. No me veo yendo solo a la ópera.
—No tienes por qué ir solo. Hay dos entradas.
—No, no hay dos.
—Pues claro que hay dos.
Vuelve a mirar, pone el sobre bocabajo y lo agita. Cae un trozo de papel que revolotea hasta la mesa.
El corazón me da un vuelco.
Papá se apoya las gafas en la punta de la nariz y mira la nota con ojos de miope.
—¿Me acompañas? —dice despacio—. Ay, cielo, es todo un detalle de tu…
—Déjame ver eso.
Le arranco la nota de la mano, incrédula, y la leo con mis propios ojos. Luego la leo otra vez. Y otra. Y otra más.
¿Me acompañas?
Justin