9. El Guardián de las Montañas

—¡DEJADME en paz de una vez!

Ustrum se sentó sobre la manta, desgreñado y ojeroso. Deseaba seguir durmiendo, pero las niñas le sacudían sin piedad.

—Levántate ya, pesado —esa voz pertenecía, sin duda, a Pirela—. Aralia tiene algo que decirnos.

Ustrum se resignó. Tres mujeres obstinadas eran demasiado para cualquiera.

—¿Qué ocurre? —gruñó.

—El viejo horrible que nos espió va a llegar en seguida —dijo Mela, llorosa.

—Sí, Ustrum —confirmó Aralia—: los animales del bosque están inquietos. El Guardián debe andar cerca.

Se vistieron y se sentaron a la mesa sin mucho apetito. Estaban recogiendo la mesa cuando el Guardián apareció. Los chicos se quedaron paralizados, pero Aralia reaccionó a tiempo.

—Pase, por favor —dijo—. Le esperábamos.

El viejo la miró fijamente. A pesar de su edad, era fuerte y sólido; caminaba erguido y a rápidas zancadas. Llevaba barba de muchos días, una barba blanca que le tapaba la mitad del rostro.

—Vaya, vaya. Aquí tenemos a los tres pequeños exteriores escondidos en la casa del árbol —dijo—. He sido un estúpido al olvidarme de la jardinera rosada.

Aralia sonrió, picara.

—Ya ve, Guardián. Yo los encontré antes pero créame: ha sido por pura casualidad.

—No lo dudo. En cambio, ¿te atreverías a asegurar que me he despistado casualmente, también?

—No me gusta mentir, Guardián. Distraje su atención para que los niños pudieran descansar. No sabían nada acerca de este país y yo les he informado un poquitín Nada más.

El viejo escrutó los rostros de los exteriores. Mela, pálida, estrujaba a «Lula» contra su pecho. Ustrum parecía preocupado, y Pirela devolvió al anciano una mirada tranquila. No sentía miedo.

«Al fin y al cabo —pensó la muchacha— es como mi abuelo. Bastante gruñón, pero inofensivo».

El hombre tosió y apartó la vista, volviéndose hacia Aralia.

—Sabes que debo dar parte al Cuestor de Zeryna. Saldremos para allá hoy mismo. ¡Y nada de resistencias inútiles!

Una hora más tarde iniciaron la marcha. Dejaron atrás el jardín y se internaron en la espesura. Los pájaros, poco acostumbrados a la presencia de extraños, se agitaban a su paso.

—¡Adiós! —les susurró Aralia—. ¡No picoteéis mis frutas!

Salieron de los brezales y entraron en nuevos bosques. Aunque al principio no se atrevían a hablar, no tardaron mucho en iniciar sus charlas habituales. El viejo no les prestaba atención: marchaba delante, en silencio, saltando de un sendero a otro con un asombroso sentido de la orientación. A veces se paraba encima de una roca, sacaba la barbilla y alargaba el cuello, como si se guiara por el olfato.

En una de esas ocasiones se detuvo y habló a los chicos.

—Comeremos aquí. Sacad las viandas de las escarcelas y comed deprisa.

Pirela, Ustrum y Mela se volvieron hacia Aralia.

—¿Qué dice el Guardián? —preguntaron los tres a un tiempo.

—Escarcelas son las bolsas de piel que usan los aristanos —aclaró ella—, y el Guardián se refiere a vuestras mochilas. El lenguaje de la Arista no es exactamente como el nuestro, pero pronto lo comprenderéis.

Los niños soltaron una carcajada.

—Ustrum, por favor, pásame la escarcela —dijo Pirela con voz aflautada—, voy a tragarme las viandas en un abrir y cerrar de ojos.

El hombre le dirigió una severa mirada, pero ella siguió bromeando con sus amigos.

—Reíd, reíd —rezongó el Guardián—. La muchacha candonguera cree que va de excursión, pero en Zeryna será diferente. Sí, señor, muy diferente.

Sus palabras les hicieron reír aún más. Aralia les aclaró que «candonguera» significaba «bromista», y Mela anotó la palabra en su cuaderno.

—Más adelante haré un poema al estilo aristano, con expresiones propias del país —declaró.

Mientras ellos hablaban, el viejo observaba el cielo con gesto de disgusto. El viento traía unas enormes nubes negras desde el mar.

—¡Eh, muchachos! Se avecina una tormenta. Si os apresuráis, podremos ponernos a cubierto.

Echó a correr por las veredas de la montaña. Los demás jadeaban a su espalda, intentando no perderle de vista. Mela tropezó varias veces y acabó por lastimarse una rodilla.

—¡Me duele mucho! —gritó—. No puedo correr tan aprisa, señor Guardián.

Pirela se encaró con él.

—¡Ya basta! ¿No comprende que estamos agotados?

—Sois unos blandengues, como todos los extranjeros —contestó el anciano—. Yo sólo soy un viejo, pero podría haber llegado hoy a Zeryna.

Aralia comenzaba a enfadarse.

—Esa ciudad está a veinte kilómetros. Cualquier niño aristano se cansaría si tuviera que recorrerlos a pie. Hemos caminado horas y horas sin protestar y merecemos un descanso, ¿no cree?

El Guardián reflexionó.

—No era mi intención cansaros tanto. En fin, sólo quise evitar que la tormenta nos cayera encima. Conozco un lugar donde podemos resguardarnos de la lluvia.

Acababa de pronunciar estas palabras cuando las primeras gotas cayeron sobre sus cabezas.

—Demasiado tarde —murmuró el hombre, Ustrum sacó la tienda y la levantó en escasos minutos, mientras las chicas cavaban un surco alrededor. De este modo, la lluvia no penetraría por los costados.

—¡Qué maravilla! —exclamó Aralia—. Ya no me acordaba de las tiendas del Exterior, tan fáciles de montar…

—¿Te gusta? —dijo el niño—. Pues entra, que te estás calando.

La lluvia arreciaba. El Guardián seguía fuera, cubierto con un grueso capote de tela impermeable. A Mela le daba pena verlo allí, solo y mojado.

—Voy a decirle que entre —dijo.

—No sé si aceptará —observó Aralia—. Los aristanos son muy orgullosos.

La pequeña asomó la cabeza.

—¡Eh, señor Guardián! ¡Ven aquí!

La silueta oscura se incorporó un poco.

—En la tienda estarás caliente y seco —insistió Mela—. ¡Corre, que te vas a resfriar!

Como el aristano no contestaba, la niña fue hacia él, lo agarró con fuerza y lo metió dentro de la tienda.

—Quítate ese abrigo tan raro —le ordenó—, y acércate a la estufa.

¡Quién lo hubiera supuesto! El terrible Guardián obedeció sin chistar y se retiró a una esquina. El hornillo tintaba los rostros con reflejos anaranjados. Pirela notó que el hombre se interesaba por el objeto; no le perdía ojo.

—¿Le gusta la estufa? —preguntó, esta vez sin asomo de burla—. Aquí, por lo visto, no hay modelos tan modernos. Y no lo digo para molestarle, créame.

El Guardián tosió antes de responderle.

—Es un cachivache interesante y curioso, no lo niego… Pero nosotros fabricamos cocinas, tiendas de lona y estufas igual de útiles, aunque más rústicas. Y ahora, decidme: ¿por qué viajabais tan cargados? Los rosados que caen en nuestra tierra suelen llevar unos cuantos vestidos y ese traje amarillo tan estrafalario que os sirve para volar.

Mela iba a contestar, pero recibió un pellizco de su hermana. Fue la mayor quien habló.

—Bueno… En realidad cogemos pocas cosas para volar cómodos, es cierto. Sin embargo, nosotros quisimos llevarnos el equipo de acampar, porque en el Valle Amarillo no hay tales equipos —mintió—. Nuestros padres no nos lo hubieran permitido, así que nos escondimos y volamos solos.

—Por eso nos hemos caído —añadió Ustrum—: por exceso de equipaje.

Ningún exterior habría creído una mentira tan tonta No obstante, el Guardián tenía una idea muy confusa de la vida de los exteriores; cualquier comportamiento ab surdo le parecía propio de ellos.

—¡No me extraña! —dijo—. Hijos imprudentes y padres descuidados… Muy típico del Exterior.

Aralia suspiró aliviada. El Guardián de las Montañas era más amable de lo que cabía esperar.

«Ahora comprendo por qué no atrapó a los niños cuando los vio por primera vez —pensó—. Seguramente se compadeció de Mela al oírla gritar y decidió dejarles dormir tranquilos. Él no podía suponer que huirían al bosque. En fin, espero que mañana siga de buen humor».

El aristano los despertó a las ocho de la mañana golpeando el techo de la tienda con su bastón. Mela salió antes que los demás. El cielo se había despejado por completo. Apoyado en su bordón de madera tallada, el viejo Guardián contemplaba los árboles.

—¿Te gusta el bosque? —preguntó a la niña—. Según mis noticias, los de tu raza no aman la naturaleza.

—Te equivocas, señor… ¿cómo te llamas? Los Guardianes también tenéis un nombre, como todo el mundo, ¿verdad?

—Sí, por supuesto, aunque yo casi he olvidado el mío. La gente me llama «guardián» a secas. Y como vivo solo…

—¿No echas de menos la compañía de otras personas?

—La gente es bastante pesada —respondió el viejo—: habla sin parar y piensa poco.

—Y no entiende de poesía —añadió Mela.

Un grito de Pirela interrumpió el diálogo.

—Mi hermana me llama para desayunar —dijo la niña—. Charlaremos durante el viaje, ¿vale?

El resto del trayecto fue más descansado. Discurría por caminos bordeados de árboles. En varias ocasiones, los caminantes vieron ardillas saltando de rama en rama Ustrum distinguió a lo lejos la silueta de un ciervo, pero no pudo acercarse porque el Guardián insistía en que se apresuraran.

—¡Vaya latazo de hombre! —dijo el niño—. No me deja estudiar los animales del bosque, y yo he venido a la Arista para eso.

—Pues a mí me cae bien —dijo Mela—. Voy a hablar con él. ¡Hasta luego!

Los mayores la perdieron de vista. Pirela dijo que el Valle Encantado le sentaba bien a su hermana.

—Antes del viaje era una cobardica, pero se ha espabilado mucho en los últimos días. Anoche me dejó sorprendida.

—Creo que le ha caído en gracia al Guardián —sonrió Aralia—. ¿De qué hablarán ahora?

Mela y su nuevo amigo charlaban animadamente sobre sus respectivos países. La exterior intentaba cambiar los puntos de vista del viejo aristano, aunque sin mucho éxito, a decir verdad.

—Verás, Rispérim —la niña ya había averiguado el nombre de su acompañante—; los exteriores vivimos en ciudades limpias y pequeñas. Además, también nos gustan las plantas y los animales. No hay tantos como aquí, pero no es culpa nuestra.

—Sí, lo es. Los rosados inventan máquinas peligrosas, explosivos y cosas así, perjudiciales para la naturaleza. Por eso vinieron a mí país, huyendo de la Nube Negra. Mela suspiró.

—¡Ay, Rispérim! Te lo he contado ya dos veces y aún no lo has comprendido. Eso ocurrió hace siglos; ahora usamos un gas limpio que se llama treptano. Tengo aquí una caja. ¿Te la enseño?

Rispérim retrocedió espantado.

—¡No, pequeña! Las invenciones del Exterior me producen escalofríos —al notar que Mela bajaba la cabeza, añadió—; Ten paciencia conmigo, como decimos en la Arista, «las ideas nuevas no entran en las cabezas viejas». ¡Y la mía es tan vieja!

Se detuvo de repente, y esperó a los rezagados. Se hallaban en la cumbre de una pequeña montaña allí se divisaba una llanura compuesta por una multitud de parcelas cultivadas. Los chicos buscaron en vano la ciudad de Zeryna, y preguntaron si faltaba mucho para llegar.

—Zeryna está junto a aquel bosque de pinos —dijo el Guardián—. Los árboles la tapan por completo, pero imagina que sigue allí. Las ciudades no suelen cambiar de lugar, al menos en la Arista…, aunque vosotros os las lleváis volando cada tres meses, ¿no es así, Mela?

—No, Rispérim. Continúas sin entender —dijo la niña desanimada.

Cerca de allí el camino se unía a una carretera ancha y bien trazada, surcada de huellas medio borradas por la lluvia de la noche anterior. Los campos, solitarios, se extendían a ambos lados del camino. A Ustrum le extrañó que nadie los cuidara.

—Es la hora de la comida y los agricultores han vuelto a sus casas —le explicó Aralia—. Además, el sistema de riego es perfecto y los aristanos no tienen que esforzarse demasiado. La tierra no tiene secretos para ellos.

Por fin, Zeryna comenzó a hacerse visible. Los árboles se bifurcaron, abriéndose en círculo. Las casas surgieron de pronto; construidas con piedra y cerámica de colores, tenían un jardín particular y un huerto. No eran uniformes. Cada una era distinta de las restantes, y los niños no habrían podido imaginar nada tan raro.

—Es el pueblo más extraordinario que he visto —declaró Pirela—. Ahora entiendo por qué no se distinguía desde el camino. Estas casas podrían tomarse por rocas. Son como… como…

La muchacha no terminó la frase. Le era imposible encontrar una comparación adecuada. Al hablar, el sonido de su voz sobresaltó a los otros e incluso a la misma Pirela. Aunque las calles estaban desiertas, tuvo la impresión de que alguien los observaba.

Y así era. A través de las ventanitas torcidas, cientos de ojos acechaban sus pasos.