I. UN PUEBLO IDEAL
LOS campos tarraconenses, si bien tienen mucho parecido con los que quedan atrás, son de paisaje más idílico, casi helénico.
El sol de septiembre —que es el mes en que los atravesé— los baña de plácido resplandor y los ojos se alegran viendo los clásicos cultivos de la vid, del olivo y del almendro, que hacen labradores tocados con la barretina roja o monada, hermana gemela del gorro frigio.
Los pastores de la tierra son aficionados como ninguno a tocar el flaviol o caramillo, en ruda competencia con las cigarras atalayadas en los olivos. La ribera está tan cerca, que la brisa del mar mezcla su hálito salino con el aromático del espliego, del tomillo y del romero; y no pocas veces blancas gaviotas, dejando la playa, salen a dar una volada por el campo.
Sin gran esfuerzo, uno se representa sin querer los paisajes sicilianos de las églogas de Mosco.
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Antes de llegar a Tarragona se pasa por un gran centro de población: Reus. Hay este dicho: Reus, París y Londres, con lo que pretenden echar en cara a los reusenses la valía de su ciudad. Lo cierto es que esta supera en importancia a la capital de la provincia. En Reus nacieron, además, cuatro figuras contemporáneas: el general Prim, el doctor Mata, el pintor Fortuny y... Rosita Mauri, famosa bailarina de la Ópera de París; variedad de profesiones que demuestra la flexibilidad de genio de estos catalanes, romanos por el carácter, griegos por el temperamento.
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Pasado el Francolí empieza a verse la ciudad de Tarragona, un tiempo colonia romana y cabeza de la España tarraconense. Dispersados aquí y acullá se descubren soberbios vestigios del poder de Roma: las tres puertas ciclópeas de las murallas, el anfiteatro, el templo de Augusto, el arco que dicen de Bará y el grandioso acueducto, del que se conservan restos magníficos, pero no la traída del agua.
El mejor panorama que se disfruta en la ciudad es al extremo de la Rambla, desde una cornisa que, hacia la derecha, deja ver el mar azul, y hacia la izquierda, la verde campiña. Bájase por allí a los terrenos de la estación, y paralela a la vía férrea sigue la carretera a Barcelona, que había de ser mi ruta, delicioso camino sesgado entre unos pinares y la marina.
Como es consiguiente, tomé un baño en el Mar Latino —como llaman los orientales al Mediterráneo, nombre que involuntariamente se pronuncia en este litoral tarraconense erizado de lumbreras y torres antiquísimas que sirvieron de faro a los nautas romanos.
Al internarme tierra adentro di con un pueblo. Pregunté cómo se llamaba y dijéronme que Constantí. Y en Constantí di por terminada la jornada de ese día.
Como quiera que ya las noches eran frías y no era cosa de dormir a manta de Dios, fui a hospedarme a una fonda, nombre catalán por excelencia; pues no estará de más saber que de la primera que se estableció en España, en Barcelona, como tenía honda la entrada, vinieron a llamarse así los demás establecimientos análogos.
Conste, pues, que mi alojamiento fue en fonda y no en Hostal, como llaman en Cataluña a la posada. Segunda declaración que hago, no tanto para que se vea que andaba viento en popa, cuanto porque ella es pertinente al asunto que voy a tratar.
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Era una casa pequeña de un solo piso; arriba un pasillo con las alcobas, y abajo, a estilo de posada, la cocina, el patio y la cuadra.
Como venía cansado y hambriento, a prima noche pedí la cena y me la sirvieron enseguida. La fonda parecía estar desierta de huéspedes, porque ama y criada se bastaban para el servicio.
Comiendo estaba, cuando entró en el comedor otro personaje que bien se veía no era forastero, sino vecino de la localidad. El ama le saludó por su nombre, y como si se tratara de un abonado a diario, le sirvió la cena en cuanto se sentó.
Lo cual hizo a otra mesa junto a la mía.
El hombre, muy campechano al parecer, y yo, que no le iba en zaga, luego simpatizamos y trabamos conversación.
Fueron los preliminares, los que se acostumbran entre personas que no se conocen y que nada tienen que decirse: la temperatura, el estado de las cosechas y demás zarandajas. Yo hube de contarle mi manera de viajar, y, entre otras cosas, alabé la hermosura del campo de Tarragona y los monumentos arqueológicos de la ciudad.
No lo hice a humo de pajas, porque di con persona instruida que, poniéndose a tono conmigo, añadió algunos comentarios, y entre otros el siguiente:
— Estos, Fabio; ¡ay dolor! que ves ahora, etcétera, fueron un tiempo Tarraco famosa. Hasta este pueblo de Constantí se extendía la gran metrópoli, allá en la época de su esplendor, cuando los historiadores la atribuyen un millón de habitantes. Uno de los gobernadores romanos en este tiempo fue el famoso Poncio Pilatos, y es tradición que en esta villa tuvo su quinta de recreo. ¡Figúrese usted lo que entonces sería este rincón! ¡Qué animación! ¡Qué vida la suya, convertido en Capua de todo un gobernador de la España citerior y en castro de legionarios que montarían su guardia! ¡Qué ir y venir de literas y de matronas y patricios con séquito de esclavos! ¡Cómo retemblarían estas calles al paso de los mílites ecuestres! ¡Qué sonora trompetería la de las cohortes a la salida y al regreso de una expedición guerrera!...
¡¡¡Tatarará, tra!!! ¡¡Tátara, tri, tri!!, sonó en este punto con bélica armonía un dúo de clarines.
—¿Hablaba usted de ellos? —exclamé al final de la tocata—. Pues ya resucitaron los romanos.
—¡Rara casualidad! —repuso mi interlocutor, risueño—. Será algún escuadrón de caballería de los que van y vienen de Reus a Tarragona haciendo paseos militares.
Riendo el sucedido, seguimos charlando y manducando.
Al poco rato se oyó un ruido de espuelas en el portal, y apareció en el comedor un sargento de Dragones.
—Buenas noches, señores —dijo—. ¿Está la patrona?
— ¿Qué volia? — preguntó esta, saliendo de la cocina.
—Soy el brigada encargado de alojar el escuadrón, y como aquí vendrán a hospedarse el capitán y los dos oficiales, vengo a que me enseñe usted las camas.
— ¡Y ’ara! —replicó indignada la mujer—. ¿Qué diu aque «militroncho», que ly enseñi las camas?
—¿Qué tiene esto de particular, patrona? —repuso el sargento—. Necesito verlas para decir a los oficiales si son grandes y están limpias.
—¡Ya lo creo que están limpias! —replicó en su lengua la patrona—; pero yo no las enseño más que a mi marido, y este ya se murió. Conque usted verá.
—Señora Tecla —dijo a esta sazón mi contertulio, soltando la carcajada—; las camas son los llits en catalán, y los llits las camas en castellano.
— ¡Ah! no men recordaba —exclamó confusa la mujer—. Vosté dispensi... Venga, venga, que se las enseñaré con mucho gusto. Y con mucha amabilidad llevó al brigada a enseñarle las camas.
—¡Parece mentira el quid pro quo! —dije a mi compañero—. Si lo cuento en Madrid, no lo creen.
—Pues pueden creerlo, y aun deben saberlo los gobernantes, porque equívocos como ese menudean entre castellanos y catalanes, que no se entienden. Lo cual trae, en ocasiones, malas consecuencias. Sin ir más lejos, oiga lo que pasó en este mismo pueblo hará cosa de un año. Un juez vino a tomar declaración a un herido que, como nuestra patrona, apenas entendía el castellano. Díjole este que el agresor había sido un home abmanta, y el otro entendió: un hombre con una amante. Hiciéronse investigaciones, y dio la casualidad que en el lugar del suceso se habían visto dos novios muy amartelados, los cuales fueron envueltos en el proceso hasta que se aclaró la equivocación.
—¿Esto es verdad?
—Tan verdad, que desde este hecho mis convecinos se han escamado tanto de los funcionarios forasteros, ayunos del catalán, que el Gobierno les manda, que no quieren nada con ellos, y casi casi se han declarado en cantón.
—Me deja usted con la boca abierta. ¿Cómo es posible esta anarquía?
—No es anarquía; es, sencillamente, una huelga de ciudadanos.
—¿Cómo se entiende?
—La villa de Constantí, sobre no tener ningún funcionario forastero, que para nada los necesita, pues ya saben venir cuando les conviene, se singulariza desde hace nueve meses por el hecho inaudito de no tener Ayuntamiento. Trátase de un pueblo de importancia que tiene unos 2.500 habitantes, produce vino, cereales, aceite; fabrica aguardiente y papel; vive tranquilo y feliz, y, sin embargo, no tiene quien lo administre. Entre las muchas virtudes de mis convecinos sobresale su excesiva modestia. Ninguno quiere ser alcalde, ni concejal, ni cosa que lo parezca; ni hay quien transija con que lo sean los demás. Había un secretario, este era yo, y hace tres meses abrumado por la soledad del despacho, dimití, o, por mejor decir, me declaré cesante, porque no sabía a quién presentar mi dimisión. Dos veces se ha convocado a elecciones municipales, y ninguna se han presentado los candidatos indispensables para formar Municipio, ni los electores han acudido a las urnas. [10]
—Y el gobernador de la provincia ¿qué hace a todo esto?
—¿Qué ha de hacer? Dejar que ruede la bola. Pero vinieron las quintas, y ha sentido la necesidad de entenderse con alguien. Su delegado compondrá un Ayuntamiento en Constantí con ex concejales o como Dios le dé a entender. Y se considera muy probable que, en cuanto pase esto de las quintas, se vaya cada concejal a su casa y no vuelvan a aparecer por el Ayuntamiento.
—Me deja usted patidifuso con este cuadro de la España pintoresca.
—Y lo que te rondaré, morena, porque aún no se ha dicho todo.
Mas como en esto se oyera ruido de voces y sables arrastrando, suspendimos la plática. Eran los tres oficiales de Dragones, que venían a alojarse en la fonda por aquella noche, pero que antes pidieron de comer. Sentáronse en mesa aparte, y nosotros anudamos la conversación.