CAPITULO XII
La acusación del joven, había provocado un momentáneo silencio, roto muy pronto por una risita burlona.
—Yo, claro... el hombre a quien Blount marcó y señaló su tumba en el cementerio.
Tiene gracia, ¿eh, amigos?— dijo Cromwell.
—Al contrario, no tiene ninguna gracia —aseguró Kent gravemente—. No la tiene porque es usted el autor de todos los estropicios en los coches, o por lo menos de buena parte de ellos; es el que ha perforado los tanques de gasolina y destruido la radio de la señorita Colfax. Cuando fuimos a enterrar a Baird, la tumba podía estar marcada, pero nadie se fijó en el detalle, porque faltaba el cartel anunciador, que debía de estar escondido por alguna parte, muy cerca, desde luego. Entonces, mientras todos estábamos escuchando con gran atención y respeto la oración fúnebre que pronunciaba el señor Wedding, usted, discretamente, sin que nadie lo notase, puso el cartel, para que fuese visto al término de la ceremonia. Sólo queda un «jeep» útil y, qué casualidad, es el suyo.
»Hubo un tiempo, Cromwell, en que trabajó con Blount, buscando oro que no encontraron jamás, aunque sí luego, cuando se rompió la sociedad, Blount halló un excelente yacimiento de bórax, que es el que le proporcionó la riqueza y devolvió la vida a un pueblo que ya agonizaba. Entonces fue cuando usted aprendió a usar la dinamita, lo que le permitió volar el pozo y el molino, siguiendo instrucciones de Blount, con el que se veía secretamente y quien le había prometido algo bueno si le ayudaba. Ahora no me cabe duda de que fue usted el que le ayudó a salir del pozo, tras haber sobrevivido, pero no por un milagro, sino porque cayó en un fondo cubierto de maleza y de arena, lo que amortiguó considerablemente el impacto. A fin de cuentas, no podía olvidar que habían sido socios en tiempos y tal vez esperaba, como ahora, una buena recompensa por esa colaboración.
Cromwell soltó una risita.
—Es absurdo acusarme a mí, cuando todos saben que también he sido amenazado...
—Esta madrugada, cuando alguien quería entregar un revólver a Spelling, para abreviar sus sufrimientos, usted le puso la zancadilla.
—El tropezó conmigo.
—En su casa tiene un sello, con el tampón correspondiente, mediante el cual marcaba usted la casa que Blount señalaba previamente — acusó Kent con rotundo acento—. Sí, un sello como esos que se ven por todas partes, sólo que, en lugar del membrete de una empresa comercial o industrial, tiene un círculo negro.
—¿Quién le ha dado permiso para registrar mi casa? —chilló Cromwell, antes de darse cuenta de la terrible imprudencia de sus palabras.
Entonces, se produjo un súbito silencio. Varios pares de ojos miraban a Cromwell acusadoramente.
—Nos has traicionado, bastardo — dijo Rooster, el primero en hablar.
Cromwell quiso ponerse en pie, pero alguien dio una patada a la silla y lo hizo caer al suelo. El rifle escapó de sus manos. Kent se levantó de un salto.
—¡No le hagan nada! ¡Si le matan, se pondrán a su altura! ¡Puesto que Blount está vivo, no les pueden acusar de asesinato!
Fanzer tenía ya el rifle en las manos y se volvió hacia el joven.
—¿Está seguro de que Blount vive?
—Pregúnteselo a él mismo — respondió Kent.
Cromwell tenía los labios prietos. Aún estaba en el suelo, sin atreverse a mover un solo músculo. Wedding se volvió hacia el joven.
—¿Cómo sabe usted que tiene el sello en su casa? preguntó.
—Estaba demasiado tiempo en la calle, vigilando todo, sin perder detalle. Era el único que estaba constantemente armado y el que podía llegar mejor a su casa, sin ser visto, después de prender las mechas de los explosivos que volaron el pozo y el molino. La señera Hernández también hace faenas de limpieza en otras casas, además del «saloon» — aclaró Kent.
De súbito, Cromwell lanzó una estridente risotada.
—¡Son todos idiotas! — gritó —. Me vigilan a mí, pero George anda suelto por ahí... y he puesto tres círculos negros antes de venir al bar.
—¿Dónde? — quiso saber el joven.
—En la puerta de Adriana Colfax
* * *
Adriana terminó de cenar y fue a su dormitorio, en donde se puso el camisón y una bata. Luego se sentó frente al espejo y empezó a pasarse el cepillo por la larga cabellera. Mientras realizaba la tarea, se sentía profundamente preocupada. Estaba segura de que no iba a poder dormir en toda la noche.
Los motivos de su preocupación habían aumentado. El autobús de los mineros no había hecho acto de presencia. Kent estaba en una reunión de la que esperaba conseguir el nombre del sujeto que había ayudado a Blount a cometer sus horribles crímenes. Se preguntó si aquella noche terminaría todo, si acabaría aquella semana de pesadilla, de horrores sin fin..
Abstraída en sus pensamientos, no se dio cuenta de que se abría la puerta silenciosamente. De pronto, por el espejo, vio a un individuo en el umbral.
Adriana sintió que se le paralizaba el corazón. George Blount estaba bajo el dintel, sonriendo de un modo extraño. Tenía la boca torcida a causa de una herida mal cicatrizada y en la cara se le veían un par de costurones más. Adriana adivinó en el acto que eran las consecuencias de la caída en el pozo
—Voy a acabar contigo esta noche — anunció Blount. Adriana se levantó muy despacio y giró poco a poco.
Una de sus manos se apoyó en el pecho. Creía que el corazón le iba a estallar.
Blount seguía sonriendo, perversa, morbosamente. Adriana vio las tres cajas que el hombre sostenía en las manos.
—Si hubieses venido en la fecha acordada, las cosas habrían cambiado totalmente para mí, para los dos —prosiguió Blount.
—No... Lo siento... Pasé contigo unos días muy agradables... Luego me di cuenta de que no te amaba con la sinceridad que sería de desear
—Me dejaste por otro hombre...
—¡No, no, eso no es cierto! Cuando tú te fuiste, dejé el «Gussie's». Busqué un empleo pero, a pesar de todo, no te amaba. . Sé que eres bueno, honesto, muy activo... Sin embargo, eso no lo era todo para mí... Créeme que siento infinito lo que sucedió...
—Ahora, al cabo de tres años... Dices que lo lamentas.
—Te lo dije también entonces. George, la mina funciona a pleno rendimiento. Es tuya, no me importa marcharme hoy mismo de Stockton Wells...
—Te quedarás aquí... para siempre.
Adriana fijó la vista en las cajas de madera, relativamente grandes, pero livianas. En su interior se producían unos horribles ruidos, de tonos muy bajos, sin embargo, pero que helaban la sangre en las venas. Creyó desfallecer al adivinar el contenido de aquellas cajas.
—Tu amigo sólo pudo encontrar uno de mis escondites —dijo Blount—. Es un chico listo, muy inteligente, según me han contado, pero lo único que hará ya será asistir a tu entierro.
Adriana dio un par de pasos en sentido lateral. Blount soltó una espantosa carcajada.
—No te molestes. El bastidor de la ventana está asegurado por fuerza, y lo mismo le sucede a la del baño. Aquí te quedarás, en compañía de mis queridos amigos... A ti, por ser la principal culpable, te haré probar todo...
—¡George! — suplicó ella. Pero, de pronto, se dio cuenta de que Blount estaba loco. La sed de venganza había trastornado su mente por completo. No atendería a razones, se dijo.
Repentinamente, sonaron pasos rápidos en el interior de la casa. Alguien pronunció el nombre de la muchacha.
Blount empezó a volverse. En el mismo momento, la puerta se abrió con gran violencia y le golpeó en el hombro derecho, lanzándolo al otro extremo de la habitación.
Al golpe de la caída, las cajas se desprendieron de sus manos y las tapas se abrieron.
Kent lanzó un agudo grito:
—¡Adriana, sal!
Ella reaccionó y recogiéndose la bata y el camisón con ambas manos, corrió hacia la puerta. De las cajas brotaban ya en estampida las arañas y los escorpiones. Una enorme serpiente de cascabel reptó por el suelo. Kent, horrorizado, cerró la puerta de golpe, en el momento en que sonaba un escalofriante alarido.
—¡Corre, escapa!—gritó.
Adriana huyó, aterrada. Kent abrió un instante los ojos y presenció una escena alucinante.
Blount estaba de rodillas, luchando ferozmente con los alacranes y las arañas que se movían por todo su cuerpo. La culebra le había mordido ya el cuello y se veían las dos picaduras rojas, de las que manaban sendos hilillos de sangre. Blount manoteaba frenéticamente, tratando de librarse del acoso de los artrópodos, que parecían cubrir su cuerpo casi por completo.
—¡Fuera, apartaos! — Aullaba, en el paroxismo de la demencia—. Sois míos, me debéis obediencia. Os ordeno que me dejéis...
Detrás de Kent, alguien lanzó una horrorizada exclamación:
—¡Dios Todopoderoso! ¡Ese hombre está muerto ya!
—Tendríamos que hacer algo...—empezó a decir Kent, pero vio que una tarántula corría hacia la puerta y, espantado, cerró la puerta.
De repente, se oyó un terrible estrépito.
Kent corrió hacia la puerta de la calle. Enloquecido, Blount se había lanzado a través de la ventana, rompiendo cristales y tirantes, para caer a renglón seguido sobre la baranda. Luego se puso en pie y echó a correr a lo largo de la carretera, manoteando frenéticamente, a la vez que emitía incoherentes exclamaciones.
—Dentro de la casa hay bichos venenosos — dijo Kent—. Hay que evitar que se dispersen por la población.
Algunos de los presentes empezaron a reaccionar y buscaron palos. Uno de ellos se procuró una escopeta de caza. Dos estampidos anunciaron el final de la serpiente de cascabel. Los gritos de Blount sonaban cada vez más lejos, pero, repentinamente, se extinguieron y su voz dejó de oírse.
* * *
Los faros del coche de patrulla de Tráfico iluminaron la valla en la que se prohibía el paso por obras. Su único ocupante, el sargento Miles Hodgson, paró el coche y agarró e! micrófono.
—Central, aquí coche Seis —dijo.
—Adelante, Seis — contestaron de la Central.
—Estoy parado a la entrada de la secundaria Diecinueve. Tengo a la vista una valla, que la corta por obras. Pero no tengo noticias de que se hayan iniciado obras de reparación en la Diecinueve.
—Un momento, coche Seis — pidió la operadora—. Voy a informarme. Le llamaré en seguida.
—Muy bien.
Hodgson encendió un cigarrillo. Contempló una vez más el rótulo de la valla, mientras, pensativo, se decía que al otro lado ocurría algo muy raro.
De pronto, sonó la radio:
—Coche Seis, conteste.
—Aquí el Seis. Adelante, Central.
—No hay obras, repito, no hay obras en la Diecinueve. Investigue e informe lo más rápido que pueda.
—De acuerdo, pero sospecho que pasa algo raro. Procure enviarme un coche de refuerzo. Cambio y cierro.
—Enterado, Seis.
El sargento Hodgson se apeó y retiró la valla. Luego volvió al coche, dio el contacto de nuevo y pisó el acelerador.
* * *
Cerca de las doce de la noche, hizo su entrada en el pueblo una extraña procesión, capitaneada por un renqueante autobús, al que seguían cuatro carretillas de motor, con sus correspondientes remolques, en los que viajaban algunos mineros. Halvorson, sentado junto al conductor del autobús, contempló boquiabierto el espectáculo de los numerosos coches de patrulla, con sus luces chisporroteantes, y los uniformes de la Policía de Carreteras y de las ciudades próximas. Cuando el autobús se hubo detenido, Halvorson se apeó de un salto y exclamó:
—Pero, ¿qué diablos ha pasado aquí? ¿Es que han invadido este pueblo los marcianos?
Eulalia Hernández lanzó un agudo grito:
—¡Ceferino! ¿Estás bien?
Un hombre corrió a su encuentro y la abrazó fuertemente.
—Eulalia, cariño, ¿qué sucede?
—Ven te lo contaré en casa... Esta noche tenemos un huésped.
—¿Quién, en nombre de Dios? — se extrañó Hernández.
—La señorita Adriana Hoy no podría dormir en su casa... pero ya te lo contaré todo... Ceferino, querido, no puedes imaginarte la cantidad de cosas que han pasado en estos cinco días.
Hernández contempló asombrado el movimiento de los policías, algunos de los cuales conducían a varios individuos esposados a la oficina del alguacil.
—Cielos, parece como si se hubiese producido una matanza —exclamó, pasmado.
—Justamente es lo que ha pasado: una matanza.
* * *
El sol brillaba una vez más con fuego abrasador. Kent recogió sus cosas y echó a correr. El autobús de la Greyhound había tocado ya su bocina, anunciando el momento de la partida. Allí, en Stockton Wells, se dijo, ya no tenía nada que hacer.
Mientras corría, pensó en Lawson y Skinner, cuyos cadáveres habían sido encontrados al fin. Una muerte natía agradable, especialmente la del primero, agonizando en medio del desierto, esperando un socorro que no iba a llegar nunca. Ninguno de ellos había conseguido evitar la ruina del pueblo; sólo la habían retrasado unos años... y a costa de seis vidas.
—Siete, si incluimos al propio Blount — murmuró.
Pensó en los largos meses que Blount había planeado su venganza, después de una larga estancia en un hospital al que su amigo le había llevado con un nombre ficticio. Blount había llegado a creerse dueño de todo: de la mina, del pueblo... y también de los seres mortíferamente venenosos que pululaban por el desierto. Al final, la venganza se había vuelto contra él mismo.
Ya estaba en el autobús. Abrió la portezuela, pero el conductor le expulsó con frases nada amables:
—¡Fuera! Aquí no hay sitio para un vago.
—Oiga, veo asientos vacíos — protestó Kent.
Pero el chófer no le contestó. Cerró la puerta y pisó el acelerador.
Furioso, Kent se agachó para coger una piedra, pero desistió en el acto. Había un comisario provisional y podía encerrarle en la cárcel si rompía uno de los cristales del autobús.
—El conductor no te ha dejado subir, porque se lo he dicho yo.
Kent volvió la cabeza. Adriana estaba a pocos pasos de distancia, encantadora con un traje de hilo blanco y el rostro libre de penas.
—Vaya una jugada — rezongó el joven.
—He podido apreciar que eres un buen contable —añadió ella.
—Adriana, mis antecedentes no son lo que se dice demasiado fiables. Ella se puso seria un instante.
—Todos tenemos un pasado — contestó —. Lo que importa es no recordarlo más. Hizo una corta pausa.
—Al menos, eso es lo que yo intento. Tú, no sé...
—Yo no podría jamás tirar la primera piedra —respondió Kent significativamente. Adriana tendió una mano hacia él.
—Ven — dijo—. Tenemos mucho trabajo. Hay que pensar en el traslado de las oficinas a Pine Hills y en planear la nueva carretera y el sistema de transporte... Halvorson cree qué tú eres el hombre indicado para ayudarme.
Le miró un instante y añadió:
—Necesito ayuda en todos los sentidos, Perry.
—Nunca te defraudaré — prometió Kent.
Echaron a andar bajo el sol. Hacía un calor espantoso, pero creyeron que se hallaban en una sombreada floresta, entre el césped y junto a un arroyo de aguas frescas y saltarinas.
FIN