CAPÍTULO VI
Boles escrutó el rostro del individuo y vio que estaba desesperado. Él le había descubierto y sabía que su secreto había dejado de serlo. Hyleck, dedujo, estaba dispuesto a todo; se veía claramente en el temblor del arma que sostenía con mano insegura.
—Está bien, no discutiremos por una minucia —dijo sonriendo.
Arrojó la agenda sobre la mesa y la hizo resbalar, hasta que chocó con las piernas del otro. Hyleck apartó la mirada un segundo, pero fue suficiente para Boles.
Su mano izquierda desvió el revólver con un seco golpe. A través de la mesa, disparó el puño derecho y Hyleck retrocedió hasta chocar con la otra pared.
El hombre había perdido su revólver y trató de incorporarse. Boles dio la vuelta a la mesa y volvió a atacar de nuevo, ahora con todas sus fuerzas.
Hyleck pareció volar por los aires. Chocó contra la pared de cristal, que estalló fragorosamente, la atravesó y cayó, afortunadamente, sobre el techo de lona de una pequeña camioneta, de donde resbaló al suelo, sin sufrir mayores daños.
Los dos mecánicos le miraron estupefactos desde abajo. Boles recobró la agenda, se la echó al bolsillo y buscó la escalera.
Cuando llegó abajo, Hyleck se incorporaba, todavía aturdido y con la mirada vidriosa. Sin hacerle el menor caso, salió del taller, cruzó la acera y se metió en el coche.
Al disponerse a arrancar, vio llegar a otro coche, que se detuvo justamente delante del suyo. Dos hombres se apearon inmediatamente y, al verlos, Boles sintió un escalofrío.
Comparado con cualquiera de aquellos dos sujetos, Pete el Silbador había sido un inofensivo jilguero. Ambos eran altos, fornidos, de rostros sombríos y usaban sombreros, con el ala echada sobre la frente. En el lado izquierdo de cada chaqueta era fácil ver unos siniestros abultamientos.
Boles presintió lo que iba a suceder, pero se dijo que no podía hacer nada por evitarlo.
Sin embargo, podía ponerles en un aprieto. Rápidamente, se apeó del coche y vio que no había otro hombre al volante. Agachándose, empezó a vaciar, de aire la rueda delantera izquierda.
Bruscamente, oyó unos gritos en el taller. Luego sonaron varios estampidos.
Boles se incorporó. La llave de contacto había sido dejada imprudentemente en el coche de los pistoleros. Abrió la puerta, tiró de ella y corrió hacia su automóvil.
Cuando accionaba el contacto, vio salir corriendo a los pistoleros. Ellos sólo vieron a un asustado conductor que escapaba a la carrera, amedrentado por los disparos. Boles sonrió para sí. Se iban a llevar una buena sorpresa cuando viesen que tenían cortada la retirada.
No se detuvo a ver qué sucedía, sino que procuró alejarse lo más posible de aquel lugar. Hyleck había muerto, bien mirado, se lo merecía tanto como Pete. El mundo estaba mejor sin granujas como ellos.
* * *
El timbre de la puerta interrumpió su labor. Se levantó para abrir y sonrió muy pronto al ver a Nan.
—Pase —invitó—. Tengo ciertas buenas noticias para usted, aunque no se pueden considerar todavía como definitivas.
—Las mías no son tan excelentes —contestó ella—. Por fortuna, nos envió a un tipo que supo protegernos. Me refiero a Ron, claro.
Boles arqueó las cejas.
—¿Qué ha pasado?
—Intentaron quemarnos la granja. Ron despertó a tiempo y salió a ver qué sucedía. Eran dos tipos y empezaron a disparar. Ron tenía su rifle y mató a uno de ellos.
—Era uno de los mejores tiradores de su batallón —dijo Boles—. ¿Tomamos un poco de café?
—Sí, gracias.
Boles tenía la cafetera en el despacho y llenó dos pocillos. Después de tomar unos sorbos, dijo:
—Ustedes tienen un perro. ¿Por qué no atacó a los intrusos?
—«Orión» es muy manso. Además, aquellos hombres le dieron un potente narcótico. Por fortuna, el veterinario consiguió salvarle la vida.
—Tienen que procurarse un verdadero mastín, Nan…
—La abuela no quiere. Dice que los perros fieros dan más disgustos que beneficios procuran con su protección. Y, me parece, que no deja de tener razón. Jamás se ha visto obligada a atar a «Orión».
—Es una forma de pensar, claro. A ustedes no les ha sucedido nada.
—Afortunadamente, aunque me pregunto qué habría pasado si Ron no hubiese estado en la granja…
—Nunca especulé con lo que pudo haber sido y no fue —aconsejó Boles—. Sólo es preciso afrontar lo que va a suceder y, en su caso, las perspectivas son inmemorables.
—A ver, cuénteme —pidió ella con avidez—. Estoy muerta de curiosidad…
Boles se echó a reír. Sacó cigarrillos y ofreció uno a la muchacha, pero ella lo rechazó. Después de encenderlo, él dijo:
—Mañana presentaré ante el tribunal una demanda de atribución de condiciones de heredera plena a favor de Leonora Tiller. Espero que la vista de la causa no se demore más allá de una semana, sobre todo, teniendo en cuenta que los documentos prueban plenamente los derechos de la abuela.
—Estupendo —dijo Nan—. Pero una semana… Es apenas un poco menos del plazo del vencimiento de la hipoteca.
—Nan, con la sentencia del juez en la mano, el Banco le facilitará los créditos necesarios para cancelar la hipoteca —aseguró el joven.
—Entonces, ¿no hace falta testamento?
—Nos habría ahorrado muchos inconvenientes, pero podremos pasarnos sin él. Vaya a casa y dígaselo así a la abuela.
Ella sonrió deliciosamente.
—Y usted, ¿por qué no nos pasa la minuta de honorarios?
—Pero si todavía no he terminado…
—Al menos, un anticipo. Mi cuenta no está vinculada para nada a las propiedades de la abuela.
—Mire, Nan, dígale a Leonora que me prepare un pollo asado, de los que tiene ella, que se crían como fieras salvajes, y el domingo iré y no dejaré ni los huesos. ¿Le parece bien?
—Cuente con su pollo, Percy —dijo Nan, con ojos chispeantes—. Gracias por todo; créame, la abuela se sentirá mucho mejor cuando le lleve estas noticias.
—Así lo espero —dijo Boles.
—Pero… hay algo que me intriga sobremanera… Percy, ¿por qué tienen tanto empeño en comprar las tierras de Green Gulch?
—Eso es, precisamente, lo que yo trato de averiguar —contestó él, muy serio.
* * *
El rótulo de la puerta decía: S. CONRAD. AGENTE DE FINCAS. Boles tocó con los nudillos y esperó unos momentos.
Alguien gritó desde el interior:
—¡Pase el que sea y siéntese!
Boles empujó la puerta y se halló en un despacho de pobre apariencia, con el mobiliario muy ajado y el papel de las paredes desconchado en algunos sitios. Torció el gesto inmediatamente.
—Este Conrad no ha vendido en su vida tierra para un tiesto —masculló.
Una puerta lateral se abrió en aquel momento y un hombre en mangas de chaleco se hizo visible. Miró al joven y sonrió.
—Perdone, estaba lavándome las manos… Soy Stacey Conrad —se presentó—. ¿En qué puedo servirle, caballero?
—Señor Conrad, ¿tiene usted algún interés en comprar los terrenos de Green Gulch?
La expresión del sujeto varió instantáneamente.
—No sé de qué me está hablando —dijo—. Jamás he oído hablar de esa propiedad.
Calmosamente, Boles extrajo una libreta de su bolsillo, la abrió por una página que ya tenía señalada y leyó:
—S. Conrad. Por M. U. $ 2500, 1500 p. P. y 1000 p. m. Por G. B., ídem de ídem… —Carraspeó un poco y añadió—: Voy a traducirle al lenguaje de las personas decentes. «Stacey Conrad ha pagado dos mil quinientos dólares por el asesinato de Mario Ushing y mil quinientos fueron para Pete y mil para el autor de la anotación, esto es, Butch Hyleck. Por el abogado Browne, lo mismo». ¿Comprende ahora?
Miró a Conrad. El sujeto aparecía tenso, pálido, pero no acobardado en modo alguno.
—Debe de ser una coincidencia —dijo—. Jamás he tenido relación con esos dos sujetos que ha mencionado.
—Permítame que le diga que es un mentiroso —contestó el joven tranquilamente—. En el rótulo de la puerta figura que es usted agente de fincas, esto es, se dedica a la compraventa de tierras. ¿No es verdad?
—Sí, y tengo la licencia en regla…
Boles blandió la libreta.
—Esta agenda pertenecía a un tal Hyleck —dijo, inflexible—. Hay en ella un montón de direcciones y números de teléfono, pero sólo una dirección y un número correspondientes a un agente de fincas.
Conrad abrió la boca, como si le faltase aire.
—Usted —siguió el joven—, quería hoy encargarle otro asesinato y Hyleck se negó. No me lo discuta, porque lo oí yo, cuando hablaban ambos por teléfono. Ahora bien, voy a hacerle la merced de suponer que no es usted el comprador, pero quiero que me diga su nombre. Nada más que eso, Conrad…, o la libreta irá a parar a manos de la policía.
Sobrevino un momento de silencio. Luego, Conrad empezó a pasearse arriba y abajo por la miserable habitación.
De pronto, se detuvo, con la espalda junto a la ventana que daba a la calle.
—Hagamos un trato —propuso.
—Espero que valga la pena —contestó Boles, impasible.
—Yo le diré el nombre y usted, delante de mí, romperá esa página. La quemaremos aquí mismo y… ¿De acuerdo?
—Tiene mi palabra, Conrad.
—Muy bien. El nombre es…
Súbitamente, algo provocó un chorro de sangre en el pecho de Conrad. Los ojos del sujeto se agitaron horriblemente, a la vez que su cara se deformaba en una mueca espeluznante.
Boles oyó cerca de él un ruido sordo. Cuando vio que Conrad se venía abajo, comprendió que alguien le había disparado con un potente rifle, desde el otro lado de la calle.
Entonces saltó a un lado, pero ya no hubo más disparos. El rifle, calculó, debía estar provisto de silenciador, porque no había percibido ninguna detonación. Luego, con grandes precauciones, dio la vuelta a la estancia y miró por uno de los lados de la ventana.
Al otro lado de la calle había un gran edificio, de unos quince pisos y varios apartamentos en cada planta.
—Demasiadas ventanas… —murmuró amargamente.
Se arrodilló junto a Conrad. Ya no se podía hacer nada por el sujeto.
El tirador había demostrado tener una puntería fenomenal. Desde ochenta metros, al menos, había atravesado limpiamente el corazón de Conrad, cuya muerte, lógicamente, había sido instantánea.
Allí ya no tenía nada que hacer, se dijo. Discretamente, fue hacia la puerta, borró las huellas del pomo y emprendió el regreso a su casa.
Cuando entró, oyó el timbre del teléfono. Levantó el aparato.
—Boles —dijo.
—Abogado, usted estaba esta tarde en el despacho de Conrad —habló un desconocido al otro lado de la línea.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el joven.
—Le vi por la mira telescópica de mi rifle. Procure que no vuelva a mirarle otra vez de nuevo por ese aparatito. ¿Ha comprendido lo que quiero decirle?
—Escuche…
—Eso es todo —cortó el sujeto—. Abandone el asunto de Green Gulch y yo me ahorraré un cartucho de rifle. Adiós.
Sonó un chasquido. Boles colgó el teléfono, sumamente pensativo y bastante preocupado.
Pero, aunque sentía la natural aprensión, no por ello pensaba dejarse intimidar por las amenazas de un asesino de puntería infalible.
Se preguntó quién podría ser aquel hombre. Quizá Ron…
—Hablaré con él mañana. Hoy tengo que hacer otra cosa —murmuró, mientras volvía a levantar el teléfono para marcar un número.
Momentos después, oyó una voz femenina:
—Sally Simpson. ¿Quién es?
—Percy Boles. ¿Me recuerda, Sally?
—Claro. ¿Quién podría olvidarle, señor Boles? —rió la secretaria.
—Oiga, ¿nos escucha alguien?
—Ahora estoy sola… La señora Hibbs ha salido…
—Estupendo. Sally, ¿recuerda que el otro día le prometí que cenaríamos juntos?
—A decir verdad, pensaba que ya lo había olvidado —contestó ella.
—No lo había olvidado; lo que sucede es que tengo mucho trabajo. Pero esta noche tengo unas horas libres para acompañarla a cenar.
—¿Dónde, señor Boles?
—¿Qué le parece mi casa, Sally?
—¡Hum! Eso me huele a encerrona…
—«Es» una encerrona —dijo el joven desenfadadamente.
Boles oyó una risita maliciosa.
—Tengo ganas de saber en qué consistirá la trampa…, Percy.
—A partir de las siete y media, conocerás todos los detalles —aseguró él.