CAPÍTULO XI
La situación continuaba siendo crítica. El coche no se había parado aún, Boles decidió correr riesgos y golpeó despiadadamente el cráneo del conductor, quien se derrumbó sobre el volante. A su derecha, Nan forcejeaba valerosamente con el otro sujeto.
El coche se paró de pronto con una brusca sacudida. El pistolero herido salió despedido hacia adelante. Nan se echó hacia su izquierda. Boles se levantó todo lo que pudo y volvió a golpear otro cráneo con la pistola.
El hombre se derrumbó, aunque no del todo inconsciente. Boles abrió la portezuela y saltó al suelo.
—Ven, Nan…
Ella le siguió de inmediato. Boles le entregó la pistola.
—Vigila al conductor. Si se mueve, dispárale.
—Descuida, Percy.
Nan quedó a dos pasos del coche, empuñando la pistola con ambas manos. Boles dio la vuelta, abrió la portezuela y tiró del pistolero, arrastrándolo fuera por los sobacos. La aguja estaba todavía atravesada en la mano del sujeto, aunque se había desclavado de la rodilla.
El hombre murmuraba y gemía, pero Boles se dio cuenta de que estaba fuera de combate. Rodeó el coche de nuevo y sacó fuera al conductor, que sangraba profusamente por una brecha abierta sobre la oreja. Después de dejarlo en el suelo, le quitó otra pistola de enormes dimensiones.
Entonces respiró. Miró a la muchacha y sonrió.
—Nos hemos salvado de una buena —dijo.
—Me veía ya con un arpa en las manos y alas en la espalda —contestó ella.
—Era lo que querían para nosotros, desde luego.
De pronto, vio algo que llamó su atención. Se acercó al pistolero que había viajado con ellos, en el asiento posterior, y, de un seco tirón, le arrancó la aguja que aún tenía clavada en la mano.
El hombre se estremeció y se quejó. Boles sacó un pañuelo y limpió la sangre. Luego devolvió la aguja a su dueña.
—Nos ha salvado la vida —dijo.
—Tuviste una buena idea —admitió ella—. Bien, ¿qué vamos a hacer con este par de gaznápiros?
—Dejarlos aquí, naturalmente. No los vamos a llevar con nosotros.
—Sí, tienes razón.
Boles empujó a la muchacha y la hizo entrar en el coche. Se sentó tras el volante, accionó la llave de contacto y maniobró para invertir la marcha del vehículo.
El pistolero herido por la aguja se levantó de pronto, pero la pierna le falló y volvió a caer. Boles manejó la palanca de cambios y lanzó el coche hacia adelante. El pistolero, aterrado, chilló, pero Boles detuvo el coche a un palmo de su cuerpo.
—¡Debería pasarte por encima, bastardo! —gritó.
Luego hizo girar el volante, pisó el acelerador, dio la vuelta en redondo y se lanzó a toda velocidad en busca del camino de regreso. Nan, de forma inesperada, se llevó las manos a la cara.
Boles observó que el cuerpo de la muchacha estaba sacudido por violentos estremecimientos. Comprensivo, guardó silencio, sin pronunciar una sola palabra; lo que le sucedía a Nan era la reacción lógica de unos nervios sometidos durante largo rato a una tensión realmente insoportable.
Al cabo de un momento, ella sacó un pañuelo y se secó los ojos.
—Dispénsame, no he podido contenerme…
Boles le dio una palmadita en la rodilla.
—Necesitabas desahogarte —dijo—. Ahora te sientes mucho mejor, ¿no es cierto?
—Sí, Percy.
—Eso es lo que importa ahora. —Boles miró su reloj—. Son un poco más de la una y media. Vamos a buscar un sitio donde comer; aún tenemos trabajo por delante, a fin de presentarnos ante el tribunal en las debidas condiciones.
* * *
Aquella misma noche, Boles hizo una llamada telefónica. Una voz de mujer le contestó a los pocos momentos.
—¿Quién es?
—Su colega, señora Hibbs.
—¡Boles! —exclamó Tracy.
—Me creía muerto, ¿verdad? —rió el joven—. Lo siento; como los gatos, tengo siete vidas…
—Maldita sea, Boles. ¿Por qué no se aviene a razones? Podría ganar mucho dinero si se pusiera de nuestro lado.
—Ni lo sueñe, colega. Por nada del mundo me pondría al lado de una persona que ha sido capaz de contratar a unos asesinos, para eliminar a un competidor, al que no podían derrotar de otra forma.
—Señor Boles, le recuerdo que tengo un «as» en la manga. Lo sacaré a relucir en el tribunal —dijo ella rabiosamente.
—No debe de tener mucha confianza en esa carta, cuando trató de quitarnos de en medio, ¿verdad?
—No fue idea mía, se lo aseguro. Yo prefiero luchar ante los tribunales…
—¿Espera que me crea esa fábula? Bien, colega, ya está advertida. Lo mejor que puede hacer es no acudir al tribunal; así se evitará el mayor disgusto de su vida.
—Allí nos veremos, colega —respondió ella, desafiante.
«Si, nos veremos», murmuró para sí el joven, cuando hubo devuelto el teléfono a su sitio. Y luego, muy complacido, se sirvió una buena dosis de whisky, encendió un cigarrillo, puso los pies encima de la mesa y empezó a repasar mentalmente todo cuanto tenía que decir ante el tribunal, a fin de evitar un fracaso de última hora.
* * *
Tracy Hibbs entró en la sala de audiencias y se quedó estupefacta al verla ocupada por un sinnúmero de gentes de muy variado aspecto y de edad madura la mayoría de ellas. Las ropas eran modestas, aunque limpias, y abundaban los rostros curtidos por una vida pasada prácticamente al aire libre.
Durante un segundo, Tracy se sintió desconcertada, pero, reaccionando, avanzó hacia su sitio. Mathieson la siguió, elegante y seguro de sí mismo, como de costumbre. Boles, Leonora y Nan estaban ya en el estrado correspondiente.
A los pocos segundos, se abrió una puerta lateral y entró el juez. Un ujier emitió con voz potente la proclama habitual:
—¡Se abre la sesión! ¡Preside el honorable juez Timothy Fergolt! ¡Demanda de Leonora Tiller para que se la reconozca como heredera legítima del difunto Homer Tiller!
El juez ocupó su estrado. El público se sentó.
—¿Quién representa a la demandante? —preguntó Fergolt.
—Yo, Señoría —contestó Boles, poniéndose en pie.
Dio su nombre y declaró ser abogado y estar en pleno derecho y ejercicio de la profesión, sin trabas legales.
—Muy bien —dijo el juez—. Adelante, exponga el caso.
—Señoría, como representante legal de Leonora Tiller, aquí presente, solicito, y en vista de la documentación presentada previamente ante ese tribunal, que se la declare heredera universal de cuantos bienes hubiera podido dejar su padre, Homer Tiller, en el momento de su fallecimiento.
—Gracias, abogado. ¿Hay alguien que se oponga a esa demanda?
Tracy se levantó vivamente.
—Yo, Señoría, Tracy Hibbs y también abogado legalmente acreditado.
—¿Representa la abogada a alguna persona física o jurídica?
—A mí, Señoría… —dijo Mathieson.
—Siéntese. La respuesta debe provenir de la abogada que está dispuesta a objetar la demanda.
—Represento al señor Wilbur Mathieson, Señoría —manifestó Tracy.
—Muy bien, señora Hibbs. Exponga sus objeciones.
—La demanda de mi colega es improcedente, Señoría —declaró Tracy firmemente.
—¿Puede exponer sus argumentos en favor de esa tesis, señora Hibbs? —inquirió Fergolt.
—En efecto, Señoría. La demandante, Leonora Tiller, no es hija de Homer Tiller. Por lo tanto, carece de derecho alguno a ser acreditada como heredera universal del mencionado y ya difunto.
* * *
Hubo en la sala un momento de estupor. Incluso Nan se quedó atónita.
Luego estalló un fuerte griterío. La mayoría de los espectadores abucheaban a Tracy. Ella, sin embargo, sonreía satisfecha, sin hacer caso de los insultos que le dirigían los vecinos de Leonora, granjeros y agricultores en su inmensa mayoría.
—Es la hija de Homer…
—La conocemos de toda la vida…
—Homer nunca negó que Leonora fuese su hija…
El juez tardó bastante en imponer el orden. Luego, muy enojado, alzó el mazo amenazadoramente.
—Otro escándalo semejante y haré desalojar la sala —exclamó, furioso.
Tracy sonreía burlonamente.
—Colega, se ha traído a una bonita colección de testigos, para acreditar la personalidad de Leonora, pero eso no le servirá en este tribunal —dijo.
—De modo que ésa era la carta que guardaba en la manga —contestó el joven—. Aguarde, todavía no he enseñado yo mis naipes.
El mazo del juez resonó con fuerza.
—Los abogados dejarán a un lado sus problemas personales o me veré obligado a amonestarles públicamente —dijo—. Señora Hibbs, ¿puede demostrar su afirmación?
—Sí, Señoría. La señora Tiller no aparece inscrita en el registro de nacimientos. Por tanto, resulta obvio que no se la puede considerar como heredera del difunto Homer Tiller.
Los ojos de Fergolt se volvieron hacia el joven.
—¿Señor Boles?
—Señoría —dijo el aludido, a la vez que se ponía en pie—, había traído conmigo a todas estas buenas gentes que están en la sala, para demostrar ante ese tribunal la veracidad de mis alegaciones. Todos ellos conocen a mi representada desde hace muchísimos años y, para ellos, Leonora es hija de Homer, sin duda alguna.
»Pero ante la falta de documentación probatoria, ciertas manifestaciones podrían no ser tenidas en cuenta por ese tribunal, a pesar de que, extraoficialmente, afirmo que existió un testamento y que fue robado del lugar donde se guardaba y antes de que se obtuvieran las copias necesarias y fuese inscrito en el registro correspondiente.
»Según parece, el difunto Homer Tiller fue siempre un hombre un tanto descuidado y por lo visto, omitió registrar el nacimiento de su hija Leonora, suceso acaecido hace setenta y ocho años. Esa omisión ha carecido de importancia, hasta el momento presente y ya no se está a tiempo de resultar efectiva ante este tribunal.
»Por tanto —prosiguió Boles sin alterarse lo más mínimo—, admitiremos que Leonora no es hija de Homer.
Nan se quedó con la boca abierta.
—Abuela, se ha vuelto loco —cuchicheó al oído de la anciana.
Leonora le dio una patada en el tobillo.
—Cállate y déjalo. El chico sabe lo que se hace —contestó.
—En tal caso —dijo el juez—, si la demandante reconoce no ser hija de Homer Tiller, no me quedaría otro remedio que rechazar la demanda.
—Esta demanda, referida a Leonora, sí, Señoría. Pero es que Leonora no es la única persona viviente que lleva el apellido Tiller.
»Hace cincuenta y tres años, Leonora casó con Benjamín Tiller, hombre del mismo apellido, debido a pertenecer a una rama lejana de los Tiller, de la cual era único superviviente en aquellos momentos. Benjamín y Leonora tuvieron un hijo, John Paul, quien casó hace veintitrés años con Susan Grafford y de cuyo matrimonio nació una hija, Nancy Helen Tiller.
»Si Leonora, oficialmente claro, no es hija de Homer, resulta que el único heredero posible es su marido, ya difunto, Benjamín, y los descendientes de éste, son, a su vez, sus herederos. Incidentalmente, diré que todos estos matrimonios y nacimientos están debida y legalmente registrados. Por tanto, solicito que su Señoría declare a Nancy Helen Tiller heredera universal de todos los bienes del difunto Homer Tiller.
Nan se quedó con la boca abierta. El hermoso rostro de Tracy se deformó por la rabia.
Mathieson se había puesto lívido. Boles, en pie, aguardaba la decisión del juez.
Fergolt parecía reflexionar. Al fin, hizo un gesto de aquiescencia.
—La demanda es perfectamente lógica si, como parece, está apoyada por pruebas documentales —dijo—. Señora Hibbs, ¿tiene algo que alegar en contra?
En la cara de Tracy, los colores iban y venían con rapidez. Movió la cabeza y apenas si pudo articular un par de palabras.
—No, Señoría… Nada que alegar en contra.
Mathieson se levantó y salió disparado. Fergolt fue a decir algo, pero le sorprendió una explosión de gritos y aclamaciones.
El juez puso el mazo vertical y apoyó en él las dos manos. Tracy recogió el portafolios que llevaba y se marchó sin volver la vista atrás una sola vez.
El tumulto se calmó al fin. Fergolt dio un par de golpes con el mazo y dijo:
—Se acepta la demanda planteada por el abogado Boles.
—Gracias, Señoría.
—Venga mañana a buscar los documentos de la sentencia, abogado.
—Sí, Señoría.
El juez se marchó. Boles se volvió hacia la anciana.
—Señora, tendrá que dispensarme, pero era la única forma de impedir que el valle se le fuese de las manos.
—Mi padre fue siempre un poco descuidado. Por eso discutíamos muchas veces —dijo Leonora—. Y por la misma causa, yo me negué a aceptar un céntimo, cuando me vi en apuros por la maldita hipoteca.
Boles se volvió hacia la muchacha.
—Espero que no te haya molestado mi solución —dijo.
Nan hizo un gesto negativo.
—No, en absoluto. Pero en cuanto tenga los documentos, redactarás un contrato de venta del valle, a favor de la abuela, por el precio de un dólar.
—No habrá tal contrato —refunfuñó Leonora—. Legalmente, yo no existo.
Nan se echó a reír.
—Entonces, ¿de dónde vengo yo? ¿He nacido por generación espontánea?
—Corregiremos el descuido de Homer y se hará la inscripción correspondiente en el registro de nacimientos —aseguró Boles—. Sé cómo debe hacerse y eso ahorrará muchos problemas en lo sucesivo.
—Cuando se haya terminado el trámite, yo venderé el valle a la abuela por un dólar —insistió Nan.
Boles se frotó la mandíbula.
—Eso tardará algún tiempo —murmuró—. Y, mientras tanto, lo mejor será que desaparezcas, Nan.
—¿Por qué? —se extrañó la muchacha.
—Si ahora te ocurriese algo, el valle quedaría sin dueño legal —contestó Boles significativamente.