CAPÍTULO XII

Fred Barrows, Maisie, Anita, el esposo de ésta y los dos hermanos de Fred, más sus esposas, estaban sentados en círculo, en el salón de la casa, elaborando su plan de acción.

Las noticias no eran buenas. Sobre una mesita baja, se veían los periódicos de la tarde, con escandalosos titulares, en los que se citaban el nombre del profesor y de su linda cómplice, como autores de un doble asesinato cometido en Del Monte.

—Nosotros no fuimos —protestó Fred—. Jamás tuvimos un arma.

—Pediremos un examen legal de los proyectiles hallados en el cuerpo de las víctimas —dijo Tom Barrows.

—Por otra parte —añadió Roy, el otro hermano— no existen pruebas convincentes de que hayáis sido vosotros los autores de ese doble crimen. La acusación de la policía está basada en suposiciones, no en hechos.

—Una acusación basada en el hecho de que dos personas hayan aparecido muertas en tu cabaña, no puede prosperar —dijo Tom.

—El hecho de poseer un edificio y que se encuentre en él —o en sus ruinas— un cadáver, no quiere decir necesariamente que el dueño haya de ser el asesino —alegó Roy.

—Os detendrán en los primeros momentos —añadió Tom—, pero la forma en que se ha producido el crimen permite solicitar un mandamiento de habeas corpus.

—O, por lo menos, la libertad bajo fianza —dijo Roy.

—Se la concederán a Fred —habló Maisie—, pero no a mí.

—¿Por qué? —quiso saber Roy Barrows.

—Porque yo tengo ya la acusación de haber matado a Jock Hays —contestó la muchacha.

—Hays estaba muerto cuando ella entró en él apartamiento de Ricci —declaró Fred con acento convencido. Y ella le dirigió una mirada agradecida.

—Ésa es la parte peor de todo el asunto —comentó Tom apagadamente.

—Si encontrásemos al asesino de Hays… —murmuró Roy.

—Maisie lo conoce —dijo Fred—. ¿No es cierto?

—Sí —contestó la muchacha.

Tom y Roy la miraron esperanzados.

—¿Quién es? —preguntaron casi a dúo.

—Andy Seagham —respondió Maisie—. Odiaba a Hays. Ignoro cómo pudo enterarse de que Hays estaba, en casa de Ricci, pero el hecho es que lo apuñaló minutos antes de que llegase yo.

—¿Qué hace ahora Seagham? —preguntó Tom Barrows.

Maisie se sonrojó y bajó la cabeza.

—Cuando estaba en Corona me llegaron ciertos informes… —murmuró.

—¿Y…? —dijo Fred.

—Ahora tiene a una sustituta. La está enseñando para que haga lo mismo que hacía yo —declaró Maisie con voz entrecortada.

—¡Qué canalla! —exclamó Anita, indignada—. ¡Aprovecharse así de las pobres chicas sin experiencia! ¡Debieran colgarle!

—Ya lo harán —afirmó Fred en tono lleno de seguridad—. Maisie y yo nos vamos a ocupar de ese asunto.

—¿Qué es lo que pensáis hacer? —inquirió Roy.

—Maisie me guiará hasta la casa de Seagham. Una vez allí, le obligaremos a hablar.

Los dos abogados parecieron examinar el plan.

—No es mala idea —aprobó Tom al cabo—. Pero ¿qué harás si no confiesa? Debéis recordar que la policía os está buscando con gran ahínco.

—Una vez que hayamos probado que Seagham mató a Hays, el resto caerá por su base.

—Eres demasiado optimista, Fred —dijo Roy—. Pero tal vez resulte. En todo caso, no olvides que nosotros estaremos aquí esperando vuestra llamada. Si os detienen, avisadnos inmediatamente por teléfono para poner en marcha todos los recursos legales.

Barrows se puso en pie.

—¿Cuál es la mejor manera de llegar hasta la casa de Seagham, Maisie? —preguntó.

La chica reflexionó unos momentos.

—Vive en un barrio antiguo. Podríamos utilizar la escalera de incendios…, pero sería conveniente que usáramos ropas oscuras.

—Shane me dejará unos pantalones negros y un jersey del mismo color —dijo Barrows, mirando a su cuñado—. En cuanto a ti, puedes ponerte el traje que llevabas cuando nos vimos la primera vez.

Maisie se sonrojó vivamente.

—Está bien, pero me gustaría hacerlo por última vez, Fred.

El joven sonrió.

—No te preocupes. Cuando hayamos terminado, yo me encargaré de quemarlo. Vamos, ve a vestirte. Anita te acompañará a su habitación, donde podrás hacer el cambio de ropas.

—Claro. Acompáñame, querida —dijo la hermana de Fred.

Pero meneó la cabeza cuando vio a Maisie con la malla puesta.

—¡Hum! —murmuró.

—¿Por qué dices «¡Hum!»? —quiso saber Maisie, extrañada.

Anita Poplar suspiró.

—Si yo fuese Fred, no quemaría ese traje. Estás encantadora con él —respondió, admirada de la esbeltez de líneas de la muchacha.

Maisie se sonrojó vivamente.

—Me trae a la memoria demasiadas cosas amargas —contestó—. Entre ellas, dos años y medio en una cárcel de mujeres.

—No te preocupes. Fred es un buen chico, y sabrá hacértelas olvidar. Y donde no llegue él, estaremos los demás miembros de la tribu Barrows. —Anita meneó la cabeza—. Si Fred se deja escapar esa joya, es que es más tonto de lo que creía.

—¡Cómo! —se asombró Maisie—. ¿Supones… que… Fred…?

Anita sonrió maliciosamente.

—Te estaba devorando con los ojos. El resto se adivina fácilmente, querida.

Los ojos de Maisie se humedecieron.

—No soy digna de él —contestó—. Y… aunque le aceptase, vosotros…

—Si Fred te quiere y te pide que te cases con él, tendrás que hacerlo; los miembros de la tribu Barrows no toleran que se le de una negativa a uno de los suyos.

—Entonces…, ¿me admitiríais… junto a vosotros? —preguntó Maisie con voz temblorosa.

—¡Pues claro que sí! —contestó Anita sinceramente—. Ningún Barrows ha realizado hasta ahora una cosa indecorosa. Si Fred te ama, es que te lo mereces…, pero tú debes hacer todos los posibles para corresponderle, ¿estamos?

El labio de la muchacha tembló. Fue a decir algo, pero las palabras no le salían de la boca, y se echó a llorar, profundamente conmovida.

Anita la abrazó cariñosamente.

—Vamos, vamos, déjate ahora de tonterías, querida. Las mujeres nos ponemos muy feas cuando lloramos, y tú debes estar siempre hermosa a los ojos de Fred. ¿Le quieres? —preguntó de sopetón.

—Sí…, pero… no sé qué decir… Vosotros sois muy buenos y yo…

—No se hable más —cortó Anita—. La costumbre en la familia es ayudar incondicionalmente al que lo necesita. Ahora es Fred, y tenemos que hacerlo. No importa lo que hayas hecho antes; lo que interesa realmente es que te quiera y que le quieras. Y ahora…

Una voz masculina llegó desde abajo, con trémolos de impaciencia.

—¡Se nos está haciendo tarde! —rugió Fred.

—Anda, date prisa —dijo Anita—. Espera, no puedes ir así por la calle.

Abrió el armario y sacó un ligero impermeable, de color azul marino.

—Póntelo sobre la malla. Y cubre tus cabellos con este pañuelo negro. —La ayudó a ponerse el impermeable—. Desde luego, el pelo rubio no te va en absoluto. Tienes que estar mucho más guapa con el pelo en su estado natural, digo yo.

Descendieron a la planta baja. Barrows estaba ya vestido.

—¿Necesitarás alguna herramienta? —preguntó.

—En todo caso, el diamante de cortar vidrios y la ventosa —contestó Maisie—. La escalera de incendios permite un fácil acceso al piso de Seagham.

—Muy bien. Dame la bolsa, Anita.

Maisie eligió los dos instrumentos citados, que apartó a un lado. A continuación, Barrows entregó la bolsa a su hermano Tom.

—Aquí están los libros y el cuaderno de notas donde escribí la fórmula secreta, así como la caja de las joyas. No es necesario que te diga la importancia que poseen estos objetos.

—Descuida —contestó Tom Barrows—. Y procurad tener cuidado.

—Después os casaréis, supongo —dijo Shane Poplar con naturalidad.

Fred miró a Maisie. La muchacha se puso encarnada.

—Claro —contestó Fred, al cabo—. Al menos, tales son mis intenciones. ¿Qué contestas tú, Maisie?

Ella contempló los rostros que la rodeaban. Sonrió a través de las lágrimas.

—Ponéis todos una cara tan feroz, que me da miedo decir que no —respondió. Y las risas que sonaron la convencieron de que había dado la contestación adecuada.

Montaron en el auto y arrancaron. A los pocos metros, Fred arrimó el coche a la acera y lo detuvo.

—¿Qué es lo que vas a hacer? —preguntó la muchacha.

Barrows rodeó sus hombros con los brazos y la atrajo hacia sí.

—Pedir a mi futura una pequeña muestra de su cariño —dijo. Y la besó.

Maisie quedó sorprendida en el primer momento, pero luego devolvió el beso con vehemente apasionamiento.

—¿Estás seguro de no equivocarte en la elección? —preguntó, al cabo de unos momentos, feliz y ruborosa.

—Estoy seguro de haber hallado a la mujer de mis sueños —contestó él, en tono firme.

—Pero…

Barrows la besó de nuevo.

—No me digas que eres ladrona. Ya lo sé. Y eso no me importa en absoluto. Lo que me importa es tu futuro a mi lado.

—No te arrepentirás jamás, jamás —prometió ella con cálida vehemencia.

—Eso es justamente lo que deseaba oír —dijo Barrows, a la vez que ponía de nuevo el coche en movimiento.

* * *

El agente que estaba junto a la radio, alargó el teléfono al inspector Carrigan.

—¿Sí? —dijo el policía.

—Ricci, seguido de sus acólitos, acaba de abandonar el edificio por la puerta trasera.

—¿Hacia dónde se dirige?

—Al sur, inspector.

—Bien, gracias. —Carrigan devolvió el aparato al agente y miró a Sharey—. Nuestro hombre acaba de ponerse en marcha.

—Magnífico. Presiento que no pasará de esta noche sin que hayamos recuperado los libros —exclamó el federal, sumamente satisfecho.