9

LA víspera de Nochebuena me acuesto sabiendo que Carlos aparecerá en mis sueños, y así es, tan nítido como si estuviese en mi cuarto.

«¡Ha llegado el momento, puta!»

A pesar de que le esperaba, no puedo evitar despertarme sobresaltada. Carlos consigue activar toda mi adrenalina, dormida o despierta. Miro a Misha, que duerme profundamente, y salgo de la cama sin hacer ruido. Con una taza de café en las manos, veo amanecer por primera vez en mucho tiempo ante mi ventana. El día amanece nublado, como los nubarrones que empañarán mi vida los próximos días y que marcarán el rumbo de mi destino. Y, como siempre, los primeros rayos de sol le despiertan, le oigo saltar de la cama sobresaltado al no verme a su lado, entra en el salón como un auténtico ciclón y con la cara desencajada.

—Cariño, ¿qué pasa? —pregunta parándose en seco.

—Nada —digo con una sonrisa—. Me he desvelado, no podía dormir. He visto amanecer, Misha, ha sido precioso.

Se acerca y me abraza intentando aparentar una calma que no tiene, siento el latido descontrolado de su corazón sobre mi espalda mientras hunde la cara en mi cuello y me besa con fuerza. Entonces su móvil comienza a sonar y sé que ha llegado el momento.

MAM: «Mantén la calma, mantén la calma».

—Sí, dime —le oigo decir antes de que cierre la puerta de la habitación.

Me preparo otro café mientras le oigo hablar en voz baja y moverse por la habitación con nerviosismo. No está recibiendo buenas noticias, lo sé; el día tan temido ha llegado, está aquí.

—¿Pasa algo, Misha? —le pregunto mientras me tomo lentamente el café.

—Nada, cielo, cosas del trabajo. ¿Me preparas un café? Me voy a duchar.

Le pongo el café en una taza y me acerco a la puerta del baño, en cuanto oigo el sonido de la ducha me meto en la habitación, me subo a la silla, cojo del altillo del armario la caja de papá y la guardo en uno de los cajones del canapé, localizo los vaqueros viejos, una camiseta, las botas de montaña, y vuelvo al salón. Allí me encuentra una vez se ha duchado y vestido, concentrada en la pantalla de la televisión mirando las noticias del veinticuatro horas.

Su teléfono suena una vez tras otra y él contesta con monosílabos para no darme ningún tipo de información de lo que está pasando, pero no hace falta, yo lo sé, lo sé muy bien y estoy preparada.

Me doy una ducha lentamente, esperando que estalle de una vez y salga de casa; la inactividad le mata, lo sé, necesita tomar las riendas pero no quiere dejarme sola. Así que decido echar mano de mis dotes interpretativas, y cogiendo un blíster de ibuprofeno entro en la cocina frotándome la frente.

—¿Qué pasa, te encuentras mal? —pregunta, preocupado.

—Me duele la cabeza. ¿Queda café? Me voy a tomar una pastilla.

Su teléfono sigue y sigue sonando y él está más nervioso por momentos, pero no se va. Me digo que más vale que me entretenga un poco o me dará un ataque. Cojo el álbum de mi madre y me pongo a ello.

Una hora y media después ya no puede más.

—Cris, tengo que salir un rato. ¿Te parece bien?

—Claro, no te preocupes.

—No vas a salir, ¿verdad, mi vida?

—Pues no me apetece —le digo frunciendo el ceño—. ¿Por qué, necesitas que te compre algo?

—No, cielo. —Sonríe y me da un beso—. No necesito nada. Estaré fuera poco tiempo, ¿vale?

—Vale. ¿Vendrás a comer?

—Sí, mi vida, aquí estaré. —Me toma entre sus brazos y me aprieta fuerte. ¡Dios, en este momento no me podría sentir más rastrera!

Tan pronto cierra la puerta, yo cierro los ojos, respiro profundamente y me acerco a la mirilla. Espero un minuto y voy a la ventana. Se acerca al coche, habla con los chicos y se va caminando deprisa hacia el hotel.

Me meto en la habitación para, cual un autómata, llevar a cabo el ritual tantas veces elaborado en mi cabeza en las últimas semanas. Me pongo los calcetines y las botas de montaña, me recojo el pelo en una coleta, cojo la chaqueta de cuero y saco la caja de papá. Aquí están todos sus recuerdos, todo lo que conservo de él, sus fotos, su reloj, la piedra que encontró junto al río, y la cajita de nácar.

Acaricio la piedra y siento de nuevo la suavidad de las manos de mi padre cuando la puso en las mías aquella tarde de verano en que una sonrisa iluminaba su cara. MS decía que las primeras piedras marcan el camino de las demás, que una piedra mal puesta pone en peligro a la siguiente y a veces a toda la construcción, y que si falta una piedra, ese hueco se puede intentar rellenar, pero nunca con algo tan sólido como la piedra que debería ocupar ese lugar, por eso algunas construcciones son inestables siempre. Aquel día derramé muchas lágrimas, pensando en todas las piedras que me faltaban, y algo debí tocar en su corazón porque una tierna sonrisa iluminó su cara cuando me dijo que no me preocupara, que allí estaba él para apuntalar.

La cajita de nácar, con el trébol de cuatro hojas en relieve sobre la tapa, está como el primer día. La abro y reluce ante mis ojos como el sol; está impecable. Mirándola fijamente vuelven a mis oídos las palabras de mi padre, tan nítidas como entonces. «No es muy grande, pero recuerda que los venenos también vienen en frascos pequeños. Puede hacer tanto daño como una espada, sólo tienes que usarla bien. Si te ves en peligro, en peligro de verdad, agárrala con fuerza y no titubees, cariño, clávala hasta el fondo sin dudar o no tendrás una segunda oportunidad. La vida raras veces da segundas oportunidades. Y sobre todo, nena, a tu madre ni una palabra de esto. ¿Me lo prometes?» «Te lo prometo, papi.» El único regalo que me hizo en su vida: una navaja. A veces he estado tentada de enseñársela a mi madre, sólo para ver su cara. La cierro y la meto en el bolsillo de los vaqueros.

Bien, ahora viene la parte más difícil: salir con el coche sin que me vean. Por más vueltas que le he dado no he encontrado una forma de hacerlo, así que en último caso tendré que poner en práctica las enseñanzas de Paula e intentar darles esquinazo, cosa que no va a ser nada fácil.

Pero al llegar al parking compruebo que los astros se han aliado para ayudarme. ¡La vida a veces tiene estas cosas! El jefe de obra está junto a dos operarios que, subidos en una escalera, intentan encajar una tubería del techo mientras no dejan de discutir entre ellos.

—¿Qué ha pasado, se ha roto? —pregunto.

—Sí, nos avisó el del quinto, pero no tenemos las herramientas necesarias aquí y esto no hay quien lo meta. Estamos esperando a la furgoneta de mantenimiento pero... —En ese momento suena su móvil—. Sí, sí, ya os abro —dice dándole al mando a distancia de la puerta del garaje.

¡Aquí está mi oportunidad! Me subo al coche a toda velocidad y enfilo la rampa de acceso al garaje. Llego arriba en el mismo instante en que la furgoneta está girando para acceder y tengo el tiempo justo de colarme mientras hace la maniobra, parapetándome tras ellos y saliendo a la carretera sin que los chicos me vean. Con la respiración entrecortada me incorporo al tráfico mientras saco un cigarrillo y lo enciendo con manos temblorosas.

MAB: «¿Por qué estás tan nerviosa y a qué viene este ajetreo? No entiendo nada».

MAM: «Es normal, tiene miedo».

MAB: «¿Miedo, de qué, de Carlos?».

MAM: «No, a ése ya lo tiene calado y sabe de lo que es capaz. Tiene miedo de Misha, de él aún no sabe qué puede esperar, ése es su miedo».

MAB: «¿De Misha? Pero ¿no estaba enamorada de él? ¿No era el sol de su vida? ¿Cuándo han cambiado las cosas y por qué nadie me ha informado? Yo tengo que estar al tanto de estas modificaciones en el plan de trabajo o no podré realizarlo correctamente».

MAM: «Ay, Dios, ¿tú te oyes? ¿De dónde sacas toda esa palabrería?».

Dimitri cuelga el móvil y niega con la cabeza.

—Algo pasa en El Roncal, pero no consigo enterarme, hay mucho movimiento de fondo y se espera que pase algo fuera, pero no sueltan prenda.

—Serguei —dice Misha paseándose por el despacho sin parar.

—Sí, sí, ya está localizado. Joder, no ha parado en toda la mañana, ¡les ha tenido dando vueltas desde las ocho! Ahora está en la peluquería.

—¡Que no le pierdan! —Misha coge el teléfono y la llama; contesta al quinto tono—. ¡Hola, cariño! ¿Cómo estás?

—Bien, cielo, estoy bien.

—¿Qué haces, mi vida?

—Pues sigo con el álbum de mi madre, me está costando más de lo que pensaba, la verdad. Por cierto, me he quedado sin pegamento. ¿Me podrás traer una barra cuando vengas?

—Claro —dice con una pequeña sonrisa—. Aún me quedan algunas cosas por hacer, pero no tardaré, te lo prometo.

—Vale, no te preocupes.

—Te quiero, nena.

—Yo también te quiero.

Dejo el teléfono sobre el bolso, en el asiento del copiloto, y apoyo la cabeza sobre el volante y respiro con fuerza. ¿Cómo se puede ser tan embustera...? Levanto la cabeza y me miro en el espejo retrovisor. ¿Cómo he podido llegar a semejantes extremos...? No me lo perdonará nunca. ¡Nunca! Oh, Dios, ¿qué estoy haciendo?

MAM: «No te dejes asaltar ahora por las dudas, has sopesado las opciones y has tomado la decisión correcta, lo mires como lo mires, así que no te desvíes del camino trazado, no lo hagas».

MAB: «Pero ¿qué opciones, qué decisión?».

Sí, tienes razón, pienso mientras abro el bolso y sacó otro cigarrillo, pero cuando mis ojos se posan en el retrovisor, la evidencia que demuestra que MS tiene razón cuando dice que las cosas siempre pueden ir a peor aparece reflejada en él con total nitidez y uniforme impecable

¡Oh, Dios, lo que me faltaba! La frase «Las cosas siempre pueden ir a peor» aparece revoloteando ante mis pupilas como si de un pentagrama se tratase mientras observo el coche de policía aparcado tras el mío y a un agente caminando hacia mí por el arcén. Apoyo la cabeza una vez más sobre el volante y suspiro profundamente.

—¿Se encuentra bien, señora?

—¿Qué?

—¿Se encuentra bien? No puede parar en el arcén. ¿Lo sabe, verdad?

—Sí... yo... lo sé, pero he tenido que hacerlo... Me ha dado un mareo. —Nunca creí que pudiese mentir tan bien. ¡La de cosas que no sabemos de nosotros mismos!

Pero el poli, que no tiene un pelo de tonto, y estará más que acostumbrado a que le cuenten trola tras trola, me sonríe tímidamente mientras sus ojos se posan sobre el teléfono. Aun así, debo de tener una mirada muy suplicante porque sonríe meneando la cabeza.

—¿No nos hemos visto antes?

—Pues... creo que no.

—Su cara me resulta familiar. Sí, nos hemos visto antes, pero ahora no recuerdo dónde. Bueno, no importa. ¿Se encuentra mejor? ¿Cree que puede continuar?

—Sí..., muchas gracias... Ya estoy bien.

Me hace un saludo militar y se va.

Me incorporo de nuevo al tráfico de la autovía de Brión, no hay mucho a estas horas, la gente se está preparando para la cena de esta noche.

MAB: «¡Oh, mira, mira! ¡Noia! ¿Será verdad lo que cuentan?».

MAM: «¿El qué?».

MAB: «¡La leyenda de Noé! ¿Es que San Pedro nunca te la ha contado? A mí ya me la ha repetido tres veces, está obsesionado con ella. ¡No resoples! Cuenta la leyenda que Noé llegó hasta aquí en su arca y fundó la villa de Noia en honor a su nieta Noela y...».

MAM: «¡A ver, para, para! Pero ¿qué me estás diciendo? ¿Que Noé llegó aquí, a la Costa de la Muerte, con un barco hecho en aquella época y cargado hasta los topes de animales? ¡Tú alucinas! Y lo del arca... ¡a saber si existió realmente!».

MAB: «Pero ¿es que tú no crees en ningún dogma de fe?».

MAM: «Para ti todo es un dogma de fe, pero yo no puedo evitar que mi cabeza piense. Si ese barco existió, que lo dudo mucho, y estaba cargado de animales de todas las especies..., ¡aquello tuvo que ser el acabose! Noé seguramente terminó sus días desmembrado por leones, hienas, leopardos, zorros, osos...».

MAB: «¿Y si Dios les aprovisionó de comida y apaciguó sus instintos?».

MAM: «Tengo que reconocer que fe no te falta. Bien, supongamos que los animales durmieron plácidamente durante el viaje con el estómago saciado... ¡Y llegaron a las costas gallegas y no les pasó nada! ¿Por qué crees que se le llama Costa de la Muerte? ¿Porque a la gente le gusta venir a morirse aquí?».

Y llego por fin a la laguna de las Xarfas, a los pies del monte Louro. Podría recorrer este camino con los ojos cerrados. Siempre me gustó este sitio, a pesar de las cosas que viví aquí no puedo evitar verlo tremendamente hermoso. Aquí me trajo al principio de nuestra relación, supongo que quería impresionarme, aún no sabía que las riquezas materiales no eran importantes para mí, y creo que nunca llegó a entenderlo, porque cuando en el divorcio renuncié a todo a cambio de mi libertad me miró muy sorprendido. No, nunca llegó a conocerme realmente.

Aquí pasé mi primera noche con él, escuchando de su boca la cautivadora leyenda de la ciudad sumergida bajo las aguas, proporcionándole a este lugar de ensueño el halo de misterio perfecto para una mente como la mía, siempre abierta a la magia. Entre sus brazos sentí el primer orgasmo de mi vida, entonces pensé que era porque él era el hombre adecuado para mí. ¡Qué equivocada estaba! El último fin de semana que pasamos en esta casa sus manos casi me matan.

Nos acompañaron un amigo y su novia. No me gustaron desde el primer momento, pero no me quedó más remedio que disimular, hasta que, tras la cena, Carlos se puso cariñoso en el sofá y empezó a meterme mano delante de ellos. Me sentí muy violenta y le aparté, pero él me agarró fuerte por los brazos y me tumbó en el sofá mientras ellos miraban la escena con una sonrisa en la cara.

—A mis amigos les gusta mirar, así que lo vamos a hacer aquí, delante de ellos.

—¡Carlos! Pero ¿qué estás diciendo? —grité.

Me arrancó la ropa a jirones y me desnudó, me violó ante sus caras sonrientes como sólo un animal puede hacerlo y, cuando terminó, la cogió a ella de la mano, se la llevó escaleras arriba y dijo: «Toda tuya, haz con ella lo que te dé la gana, quiero oírla gritar». Me quedé acurrucada en el sillón, temblando, llorando, sin ser capaz de moverme, hasta que vi que su amigo se levantaba torpemente, tambaleante. Por suerte para mí había empinado el codo más de la cuenta en la cena y su verticalidad no era muy buena. Cuando intentó tocarme, le di una patada y cayó al suelo inconsciente, creo que más por el alcohol que por el golpe. Cogí la ropa y salí de la casa. No tenía dinero ni a dónde ir, no había nadie en varios kilómetros a la redonda, así que hice lo único que podía hacer, esperar a que se hiciese de día rezando para que la luz del sol devolviese a mi marido la cordura que había perdido. Cuando comencé a ver movimiento en la casa, entré, pero tan pronto crucé el umbral me lanzó al suelo de un puñetazo, me agarró por el pelo y me arrastró hasta el salón. Allí me tiró al sofá y llamó a gritos a su amigo.

—¡Fóllatela! ¡Fóllatela delante de mí, quiero verlo!

No, mi marido no había recobrado la cordura por la sencilla razón de que no la tenía, pero, por suerte para mí, su amigo sí.

—No, Carlos, basta. Ya está bien, nos vamos.

—¿Cómo que nos vamos? —gritó—. ¡Quiero que te la folles ahora!

—¡Déjalo ya, Carlos, es tarde y queremos irnos!

—¿Ves lo que has hecho, puta? —vociferó—. ¡Has estropeado un fin de semana estupendo!

Y diciendo esto me agarró por el cuello y apretó con todas sus fuerzas. Si el otro no me lo hubiera quitado de encima, me habría matado.

Aparco ante el porche con vistas a la laguna, cojo la llave que guarda bajo la maceta y entro. Todo está como lo recordaba, salvo por el árbol de Navidad que hay en una esquina. Me siento en el precioso sofá verde burdeos de su abuela y espero.

—¿Dónde está ahora? —pregunta Misha mirando el patio del colegio, ahora tan desierto.

—Está comiendo en casa de sus padres —dice Serguei con la oreja pegada al teléfono. Al otro lado de la línea tiene a los hombres que han seguido todos los movimientos de Carlos desde su salida de la cárcel—. Tranquilo, Misha, nuestros hombres son buenos, no le perderán.

—Nunca se debe subestimar a nadie, Serguei. Presiento algo malo.

Sus temores se hacen realidad cuando un rato más tarde Serguei comienza a gritar al teléfono y su cara se transforma.

—¿Quéee? —grita—. ¡Misha, le han perdido! Su coche ha salido de la casa de los padres, lo han seguido y al parar en un semáforo han visto que iban dos mujeres dentro. ¡Ha cambiado de coche y ahora no sabemos cuál lleva!

Misha se deja llevar por la desesperación, sale corriendo del hotel y en dos zancadas se planta en el portal. Los chicos salen del coche al verlo.

—¡No ha salido, Misha!

Entra corriendo en el portal y sube por la escalera. Cuando abre la puerta, el silencio se lo dice todo.

—¡Cris, Cris, Cris! —grita. Recorre la casa mientras su mente se nubla, no puede pensar. Baja corriendo por la escalera y sale del portal gritando—: ¡No está en casa, no está en casa! ¿Adónde ha ido?

—¡No es posible, por aquí no ha salido, no nos hemos movido!

—¡Su coche! —exclama.

Cuando llega al parking un alarido animal sale de su cuerpo mientras se lleva las manos a la cabeza. Los operarios casi se caen de las escaleras.

—Hay un coche aparcado delante. ¿Qué hacemos? —pregunta Zac tirando los prismáticos al asiento trasero y cerrando la puerta.

—Lo haremos de todas formas. —Ibra arranca el coche y se adentra entre los árboles—. A este tío me lo tengo que quitar de encima de una vez por todas. —Su teléfono comienza a sonar, lo coge y contesta—: ¿Sí? Bien. —Cuelga—. Está de camino, entraremos por detrás, ya he forzado una ventana, vamos.

Se acercan a la parte trasera y se quedan bajo una ventana, a la espera. Cuando oyen llegar el coche se cuelan dentro, es la despensa, abren la puerta y entran en la cocina, desde allí pueden ver la puerta principal. Cuando ésta se abre, preparan sus armas.

Carlos aparca su coche junto al mío y le oigo subir lentamente las escaleras del porche. Con cada peldaño que asciende, los latidos de mi corazón se multiplican por dos, mi respiración se acelera y me provoca una hiperventilación que amenaza con nublarme la vista. Cierro los ojos e intento respirar despacio y profundamente, pero me cuesta la misma vida. A pesar del tiempo transcurrido, el miedo toma posesión de mi cuerpo una vez más, dominándolo por completo, mientras las palabras de El Armario resuenan claramente en mis oídos: «No importa que tengas miedo, mejor, si ve tu miedo bajará las defensas y ésa será tu mejor baza, la sorpresa, deja que se confíe y utilízala».

—Vaya, vaya, vaya... —dice acercándose al salón—. Tu llamada ha sido toda una sorpresa, Cristina... Así que mi mujercita me echa de menos...

—Quiero... quiero hablar contigo, Carlos —le digo desde el sofá, el cigarrillo me tiembla entre los dedos.

—¡Hablar, hablar, hablar! —Se apoya en el arco de entrada al salón, con una sonrisa cínica en los labios—. ¿Por qué a las mujeres os gusta tanto hablar?

—Será porque es difícil encontrar hombres que sepan escuchar. —Le veo fruncir el ceño—. Quiero hablar contigo, Carlos, esto... esto... se tiene que acabar.

—¡Esto se acabará cuando yo lo diga!

—¿Por qué no me dejas en paz? —digo levantándome con rabia—. ¡Déjame en paz de una vez! Estamos divorciados... Vive tu vida y déjame vivir la mía.

El nerviosismo de mi voz y la tensión de mi cuerpo le relajan y le provocan una carcajada que inunda el salón. La sangre se me hiela en las venas; me estremezco.

—¡Tu vida es mía, sólo mía! —dice mientras la sonrisa comienza a desaparecer de su rostro, que va adquiriendo un color que ya conozco—. ¡Tú harás lo que yo quiera, cuando yo quiera y donde yo quiera!

—¡Nunca, Carlos, nunca volverás a tenerme! —Da un paso hacia mí con decisión—. ¿Qué vas a hacer, pegarme? —Se queda quieto, mirándome—. ¿Quieres pegarme? Eso te hace sentir bien, ¿verdad? ¿Te sientes más hombre cuando pegas a una mujer? —Aprieta los puños mientras su cara se va poniendo más y más roja—. ¿Será que sin violencia no se te levanta?

Se lanza a por mí como un auténtico animal salvaje, creo que sólo le falta rugir, pero la rabia, como bien decía El Armario, nubla los sentidos, y con un simple movimiento le esquivo. Cae sobre una silla y aterriza en el suelo mientras me preparo, sí, le espero, por primera vez quiero que venga a por mí, por primera vez estoy lista para recibirle, porque todas las agonías deben tener un final. Se revuelve con rapidez en el suelo e intenta agarrarme un tobillo, pero El Armario fue muy claro en sus instrucciones: «No hace falta un Kalashnikov para matar a un hombre, todo lo que hay a mano puede ser un arma», me agacho, apago el cigarrillo en su mano y un grito salvaje sale de su boca.

—¡Puta! —gruñe mirándome con ojos desorbitados desde el suelo—. ¡Sigues siendo una puta!

—¡Y tú sigues siendo un animal! ¡Un animal patético y nauseabundo! —digo acercándome a la mesita redonda.

Con los ojos saliéndosele de las órbitas se levanta y viene a por mí. No le recibo yo, lo hace el jarrón de porcelana china de su abuela, aquel tan caro que está a punto de pasar a mejor vida. Se estrella contra su cara haciéndose mil pedazos, cumpliendo así con la función para la que estaba destinado, cortar su asquerosa cara, de la que la sangre comienza a manar a borbotones. ¡Bien! La hiena ya tiene su sangre, ya la puede oler, la puede tocar, la puede sentir... Y yo también.

—¡Oh, pobrecito, estás sangrando! —digo con rabia mientras siento cómo las lágrimas recorren mis mejillas sin mi permiso—. ¿Recuerdas las veces que yo sangré, Carlos, las recuerdas? Porque yo no las he olvidado. ¡El aborto me provocó una hemorragia que estuvo a punto de llevarme al otro barrio, pero tú eso no lo sabes, claro, estabas muy ocupado intentando convencer al médico de que me había caído por las escaleras! ¿Cuánto le pagaste?

Me acerco a este cuerpo que está tirado en el suelo y con toda la rabia que tengo dentro, y con mis maravillosas botas de montaña, le doy una patada en las costillas y siento cómo se parten bajo mi pie. Sí, El Armario sabe lo que dice: «Una patada con tu pie y te romperás todos los dedos, pero prueba a dar una patada con unas buenas botas, ni lo notarás y romperás muchos dientes». Sí, sabe su oficio, tengo que reconocerlo, y yo soy una alumna muy aplicada, por eso compré las botas más ligeras y luego visité a un amable zapatero que incrustó en la punta un precioso borde de acero; dijo que quedaba muy bien, y tenía razón.

—¡Venga, Carlos, levántate! ¡Levántate, poco hombre! ¡Pégame como hacías antes!

Pero Carlos es una alimaña, MAM tenía razón cuando decía que es como una serpiente; se revuelve con rapidez y, agarrándome por un pie, me tira al suelo. El golpe en la cabeza me aturde, intento incorporarme pero su mano cae sobre mi cara con la fuerza de un vendaval y me tiran de nuevo al suelo, pero las palabras del instructor se materializan en mi mente con la misma nitidez que si le tuviese a mi lado: «Y si te pega, te levantas. Está acostumbrado a dar el primer golpe y dejarte KO. ¡Nada de hacerse un ovillo y esconder la cabeza entre las manos! ¡Aquí nadie se rinde sin haber luchado!». Abro los ojos en el mismo momento en que se abalanza sobre mí, con las gotas de sangre resbalando por su cara, y viendo su sangre el recuerdo del hijo que perdí invade mi mente y proporciona a mi cuerpo la rabia que le hace falta. Levanto la pierna y le doy con la bota en la cara, oigo un chasquido que le hace gemir de dolor, creo que le he roto la nariz. Me incorporo y sacudo la cabeza, ya estoy despejada, las palabras del maestro revolotean a mi alrededor como si de un aura se tratara: «No lo pierdas de vista ni un solo instante, observa cada movimiento y adelántate a él».

—¡Hija de puta! —grita tirado en el suelo mirándose la mano ensangrentada.

—¿Te duele? Pobrecito, pobrecito. —No puede haber más desprecio en mis palabras—. Dime, ¿qué pasó en tu infancia? ¿Tu mamá no te quiso lo suficiente y por eso te volviste malo o ya viniste así de serie? —Le lanzo una patada a las costillas con todas mis fuerzas y veo cómo se retuerce de dolor—. ¿Y qué tal tu polla, cielo? Me han dicho que ya no te sirve para nada. ¿Es eso verdad?

—¡Puta! —gime desde el suelo.

—Sí, veo que es verdad. No sabes cuánto me satisface que ya no puedas usarla... ¡No volverás a saber lo que es un buen polvo en tu vida!

—¡Volveré a follarte, zorra...!

Le regalo otra patada en las costillas que le deja sin aliento y le remato con una en los huevos que hasta a mí me duele. Sus alaridos deben de escucharse en toda la comarca.

—¡Tú no volverás a follarme en tu vida, cabrón! Pero, claro..., si sigues tan obsesionado con hacerlo... tendré que asegurarme de que tu instrumento de tortura... desaparezca.

Saco la navaja del bolsillo y la abro lentamente. Cuando intenta incorporarse le pongo un pie sobre el cuello cortándole la respiración y cuando sus manos intentan apartarlo le doy un tajo limpio en una de ellas; es como cortar mantequilla. Grita de dolor y las aparta al momento. Cuando vuelve a mirarme ya he cortado su pantalón y he sacado su miembro. Levanto la navaja y dejo que brille y brille ante sus ojos desorbitados.

—NO, CRIS, NO...

—¿Cómo dices?

—NO, POR FAVOR, NO LO HAGAS... NO LO HAGAS, NO LO HAGAS...

Le estiro el pene y pongo la navaja en su base mientras aprieto los dientes con asco, con rabia, con odio, con todo lo que él ha provocado en mi cuerpo, en mi vida, en mi alma.

—NO, POR FAVOR, CRISTINA, NO...

—Suplícame, Carlos, suplícame como tantas veces yo hice contigo.

—Yo... yo... ¡Te lo suplico, te lo suplico..., no lo hagas, por Dios, no lo hagas, te lo suplico, te lo suplico...!

Me aparto de él con rabia. Es tanto el asco que me da que temo empezar a vomitar en cualquier momento, pero, por si no ha quedado lo suficientemente impotente, levanto el pie y lo descargo sobre él con todas mis fuerzas, aplastándosela, provocando que por su boca se escape un graznido de dolor que me atraviesa.

—Si algún día te cruzas conmigo por la calle, te aconsejo que cambies de acera. ¡Ya no te tengo miedo, cabrón!

Cojo mi bolso deprisa, pero antes de irme, mi pie sale disparado hacia su cara, su cruel cara, llevando consigo toda la rabia contenida, toda la humillación, todo el dolor. Las maravillosas botas de montaña se estrellan contra su boca y lo dejan inconsciente.

Salgo de esta hermosa casa y emprendo el camino de vuelta con la sensación de haberme quitado un gran peso de encima. En la autovía saco el móvil y llamo a Misha.

—Cariño, estoy bien y vuelvo a casa. —Y sin más, cuelgo.

Tenían las armas preparadas, pero cuando la voz de la mujer llegó hasta ellos fruncieron el ceño y se miraron, se quedaron en silencio escuchando, hasta que el sonido del jarrón les hizo pegar un brinco. Miraron por la rendija de la puerta y entonces Ibra la reconoció al instante. «¡Oh, Dios, la mujer de Misha!» No se lo podía creer, aquella mujer débil y asustada se estaba enfrentando al cabrón. ¡Menudas agallas! Y mientras la veía insultándole, no pudo evitar que una sonrisa apareciese en su cara. Pero entonces ella cayó al suelo. «Ya está, ahora tendremos que seguir nosotros.» Pero sorprendentemente la tía se sobrepuso y le dio una patada en la cara, se levantó y más guerrera que nunca sacó algo del bolsillo. «¡Joder, al final nos va a hacer el trabajo!» Con los ojos muy abiertos vieron cómo le cogía el pene y lo miraba detenidamente.

—¡Se la va a cortar, tío, se la va a cortar! —susurró Zac con los ojos desorbitados.

—¡Pues que se la corte! —dijo Ibra con odio.

Después de varias patadas más la vieron marcharse.

—Pero ¿qué ha pasado aquí, tío? —pregunta Zac sin salir de su asombro.

—Venga, hay que terminar el trabajo.

—¿No lo ha matado, estás seguro?

—¡Que va!

El tío está hecho un guiñapo. Ibra le mira con desprecio y le escupe

—Por tu culpa, cabrón, tuve que volver a Moscú y perdí el mejor trabajo que he tenido nunca —dice apuntándole con la pistola.

En ese momento el ruido de un motor llega hasta ellos.

Zac se acerca a la ventana.

—Una furgoneta de jardineros y nosotros sin silenciadores ¡hay que largarse!

—¡Tengo que terminar esto!

—¡Ahora no! —exclama Zac, fuera de sí—. ¡Ahora no! Le agarra del brazo, le arrastra hasta la despensa y salen fuera en el mismo momento en que los jardineros entran en la casa.

Entran en la comisaría y van directamente al despacho de Paula para entregarle el informe del turno. Desde que murió Sergio, Paula ha pedido trabajo de oficina por un tiempo, y el comisario, sorprendentemente, se lo ha concedido.

—¿Qué tal el turno, chicos? —les dice con una sonrisa.

—Tranquilo.

—Si por éste fuera nos dedicaríamos a hacer actos de caridad todo el tiempo. ¿No podéis ponerme otro compañero? Este tío parece la Madre Teresa...

—¿Qué ha pasado?

—Nada, no le hagas caso. Es un exagerado. Había un coche parado en el arcén de la autopista y la mujer que lo conducía estaba echada sobre el volante, pensé que tal vez se encontrara mal, así que paré a ver si necesitaba ayuda. Pero a éste todo le molesta, es un tiquismiquis.

—¿Y estaba bien?

—¡Oh, sí, sí, estaba bien! Creo que estaba hablando por el móvil, ya sabes.

—Le habrás puesto una multa...

—Pues no..., no se la he puesto.

—¿Ves a qué me refiero con lo de la Madre Teresa? —interviene el compañero abriendo las manos.

—Pero no puedes hacer la vista gorda...

—Verás... —dice esperando que el otro se aleje un poco—, es que me miró con unos ojos tan tristes que no pude, y además...

—Y además... —dice Paula con una sonrisa.

—Me resultaba familiar, como si la hubiese visto hace poco... Bueno, Paula, ahora caigo, la vi hace poco... en el... en el entierro de tu hijo.

Paula se levanta de golpe.

—¿Qué coche llevaba? ¿Un Golf? —pregunta.

—Sí... uno muy viejo.

—¿Estaba sola o iba con un hombre?

—Sola. ¿Qué pasa, Paula?

Paula coge el móvil y la llama. No contesta. Luego llama a Misha y tras hablar con él sale disparada hacia el despacho del comisario.

El otro agente se acerca a su compañero y le da una palmada en la espalda meneando la cabeza con pesar.

—Te dije que antes o después nos meteríamos en problemas por querer hacer el bien, te lo dije. En la vida no se puede ser bueno.

En mi casa hay luz y gente moviéndose, la primera cara que veo al abrir la puerta es la de Paula, que se lanza a mis brazos deshecha en lágrimas.

—¿Estás bien, Cris, estás bien?

—Sí, estoy bien, tranquila.

Tras ella, Serguei, que me mira muy serio y con la cara encendida; seguramente le ha caído una bronca monumental. Un hombre de uniforme se abre paso hasta mí, el comisario; tras mirarme de arriba abajo y comprobar que no tengo ningún hueso roto, frunce el ceño como haría un padre muy enfadado.

—¿Puedo preguntar dónde ha estado?

—Puede preguntarlo, pero no le voy a contestar porque no es asunto suyo.

Paula me mira abriendo mucho los ojos, aún no sabe que la autoridad ya no me intimida. ¿Qué han hecho ellos para protegerme? ¡Nada!

—¿La ha retenido su marido?

—No. Y no es mi marido.

No doy más explicaciones. A quien se las tengo que dar no me las pide. Mi querido zar está en otro mundo, mirándome desde la ventana donde se ha apoyado y sin decir nada. Esta batalla será más dura de ganar, lo sé, le he mentido, le he engañado, he jugado con él como los niños lo hacen con los juguetes. No, no va a ser fácil que me perdone. Cuando por fin nos dejan solos, se gira hacia la ventana con las manos en las caderas.

—Misha..., lo siento —digo acercándome despacio—. ¿Me dejas que te lo explique, por favor?

—No... —Niega con la cabeza lentamente—. No quiero ninguna explicación, ya no.

Se da la vuelta y pasando a mi lado sin tocarme ni mirarme, con los ojos fijos en algún lugar que sólo él conoce, coge la chaqueta del respaldo del sofá y se va de casa.

Me dejo llevar por el llanto mientras mis dos ángeles revolotean a mi alrededor intentando calmarme sin conseguirlo. Me meto bajo la ducha y dejo que las lágrimas salgan libremente. Su incesante parloteo me hace compañía.

MAB: «¡Así que esto era lo que os traíais entre manos! ¡Sois un par de embusteros, un par de embusteros mentirosos! De ti me lo podía esperar, pero de ella... La tenía en mejor consideración, la verdad».

MAM: «Ante problemas desesperados hay que tomar medidas desesperadas, no se puede hacer otra cosa».

MAB: «Siempre hay alternativas, siempre».

MAM: «Sólo había dos y ella eligió una».

MAB: «Sí, la de quedarse sola, porque lo que es ése ya no vuelve».

MAM: «¡No digas tonterías! Está enamorado hasta las trancas, sólo es cuestión de tiempo. En cuanto lleve un par de días sin follar vendrá arrastrándose y suplicando, y si no, al tiempo».

MAB: «¡Oh, Señor! Para ti todo se reduce al sexo, todo. No, esta vez es diferente, le ha herido en su orgullo. El orgullo de un hombre es su bandera, y ella la ha pisoteado».

MAM: «Eso no importa, las banderas se pueden lavar. Según tú ¿qué debería haber hecho? ¿Dejar que él lo solucionase, dejar que se lo cargase? Porque eso es lo que habría ocurrido si él hubiera tomado las riendas. ¿Y sabes dónde estaríamos tú y yo en este momento si eso hubiese pasado? En El Roncal, tras un cristal divisorio oyéndola llorar desconsoladamente».

MAB: «Pues eso está haciendo ahora mismo».

MAM: «Sí, pero libre, libre ella y libre él, y el otro donde tiene que estar, en la cama de un hospital lloriqueando como la nenaza que es».

MAB: «Pero cuando la poli se entere de la paliza..., eso tendrá consecuencias».

MAM: «Depende».

MAB: «¿Cómo que depende? ¿De qué depende?».

MAM: «De nosotros... Siempre podemos hacer algo».

MAB: «No podemos intervenir, son las normas».

MAM: «Las normas están para saltárselas, lo sabe todo el mundo. Todo el mundo excepto tú, que perteneces a una extraña especie aún sin catalogar».

Me meto en la cama con la sensación de que un tren de mercancías me ha pasado por encima. Me acurruco bajo el nórdico pero no consigo entrar en calor, me falta su cuerpo a mi lado. ¿Qué voy a hacer para que me perdone? ¿Qué voy a hacer para que lo comprenda? ¿Qué voy a hacer? Con esas preguntas rondando mi cabeza me quedo profundamente dormida. Terribles sueños aguardan mi inconsciencia para asaltar mi mente y atormentarme una noche más. Manos de hombre sobrevuelan mi cabeza, intento apartarlas con furia, pero insisten incansablemente haciéndome retroceder una y mil veces, mi garganta quiere gritar pero la voz no consigue salir y, mientras lucho con todas mis fuerzas, las manos aparecen por todas partes, manos que quieren agarrarme, que quieren dañarme, que quieren matarme. Y en este mar de manos que quieren acabar conmigo me despierto gritando con todas mis fuerzas, pero mi querido zar no está aquí para tranquilizarme, hoy no tengo sus brazos para protegerme, no tengo su voz en mi oído para susurrarme palabras que me relajen, no tengo su aliento en mi boca haciéndome estremecer. ¡Oh, mi querido zar se ha ido! Y se ha ido herido. Herido en su orgullo de hombre. No creo que consiga encontrar la forma de que me perdone, no creo que exista.

El día de Navidad me encuentra sola en la cama, como cuando me separé de Carlos, entonces me desperté en casa de mi madre, en mi habitación de niña, y, como ahora, no tuve quien me consolase. Mi madre, sí, creo que hoy es un buen día para cerrar también ese capítulo.

A media tarde bajo al parking. Ante mi coche hay un hombre de negro montando guardia. Me mira tan serio que temo me eche la bronca, pero no lo hace, cuando le oigo hablar por el móvil lo entiendo, es ruso, sí, una vez más confirmo que los hombres rusos saben callar. Al subir la rampa del garaje ya me están esperando, y hoy, a falta de uno, son dos, dos coches de negro que me siguen y no me pierden de vista en ningún momento. Mi querido zar debe de temer que vaya al hospital a terminar lo que empecé, pero nada más lejos de la realidad, para mí ese capítulo de mi vida está cerrado, totalmente cerrado. Y ahora, toca cerrar otro.

Abro la puerta con la llave que aún conservo.

—¿Quién es? ¿Quién está ahí?

—Soy yo, mamá, no te asustes.

—¡Oh, nena, has venido, qué bien!

Me conmuevo al verla, no lo puedo evitar, al fin y al cabo es mi madre y en el fondo de mi corazón no puedo evitar quererla. Parece que hayan pasado diez años desde la última vez, está pálida y demacrada, el pelo le cuelga lacio y sucio sobre los hombros y el camisón está tan arrugado como las sábanas.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien, estoy bien, ya casi no me duele, sólo que no me puedo mover y es muy... traumatizante, ¿sabes?

—Sí, sé lo que es eso. ¿Y Margarita?

—Se marchó ayer a Gijón, volverá dentro de una semana.

—¿No tienes quien te ayude?

—No, hija, la pensión de viudedad no da para semejantes lujos.

—Esto no es un lujo, es una necesidad.

—Oh, eso díselo a los políticos, menudas alimañas, son como aves carroñeras...

Le dejo que despotrique contra los políticos, tiene todo el derecho a hacerlo, y mientras saco el móvil me doy cuenta de dónde viene esta vena contestataria hacia ellos.

—Maruja, soy Cristina. Sí, bien, gracias, ¿y tú? Verás, quería saber si estás libre, necesito a una persona urgentemente. Bien, te doy la dirección... No, no es para mí, es para mi madre... Sí, Maruja, sí, para ella.

—¿A... a quién has llamado..., nena?

—¿Recuerdas que el año pasado te llamé porque tenía un ataque de ciática y no me podía mover?

—No me acuerdo —dice frunciendo el ceño concentrada.

—No, claro, supongo que estabas muy ocupada. Me dijiste que estabas en Benidorm con el Imserso. Maruja fue quien se ocupó de mí durante aquellos días.

—Gracias, hija, gracias.

Maruja llega al cabo de media hora y, tras echarle una mirada reprobadora a mi madre, toma las riendas, con la eficiencia de quien sabe lo que hay que hacer y lo hace.

Sacamos a mi madre de la cama y la llevamos al salón. Maruja se mete en la habitación y en menos de media hora la deja como los chorros del oro. Luego se lleva a mi maltrecha madre al baño y la mete en la bañera, donde la deja a remojo un rato, creo que para no tener que oírla, porque todo son quejas. Y mientras estoy en el salón mirando las fotos de mi infancia, las que me hizo Tita, y no mi madre, Maruja pone ante mí un café bien cargado.

—¡No tienes ninguna obligación! Lo sabes, ¿verdad? —me dice echándole el azúcar al café y removiéndolo con garbo mientras menea la cabeza con pesar—. Ha tenido mucha suerte contigo, otra hija en tu lugar ya le habría dado la patada hace tiempo y nadie se lo podría reprochar.

No, Maruja no puede ver a mi madre. Me dijo que la primera vez que entró en la boutique la miró con tanto desprecio que nunca se lo ha perdonado. Mi madre no se acuerda de ella, claro, es lo que tiene mirar a los simples mortales desde el pedestal, que las caras se ven borrosas. Cuando el año pasado me dio el terrible ataque de ciática, y me vio en la cama hecha un guiñapo, le faltó tiempo para soltar por la boca todo lo que pensaba de ella, cosa que me vino muy bien porque mis lágrimas se transformaron en risas interminables mientras la veía trastear por mi casa echando toda suerte de maldiciones contra la desnaturalizada de mi progenitora.

Cuando vuelvo a la habitación, aquello ya es otra cosa, aireada y fregada, sábanas limpias y una nueva mujer en la cama, con un camisón impecable y una sonrisa en los labios. Sí, hay muchas mujeres eficientes como Maruja en el mundo, ¡qué pena que estén tan poco reconocidas! Tras establecer con ella una rutina para los próximos días y hacer una lista de la compra que haré por internet y que le llevarán al día siguiente porque su nevera está totalmente vacía, Maruja echa una última mirada cargada de energía negativa a la doliente y se marcha. Y, como aquí ya he estado y ya he hecho lo que debía, yo también me dispongo a irme, pero antes queda la guinda del pastel, el capítulo final de un libro que nunca he escrito.

—Te he traído un regalo —digo sacándolo de la bolsa, primorosamente envuelto—. Espero que te guste.

—¡Oh, vaya! —exclama al tiempo que se incorpora en la cama con una gran sonrisa—. Muchas gracias, nena.

Para mi madre: Foto n.º 1: Mi hermano lloraba porque era su cumpleaños, su quinto cumpleaños, y «mami no estaba».

Foto n.º 2: Así es como quedó la bicicleta cuando se cayó y se rompió el brazo.

Foto n.º 3: Como puedes ver, mi cara el día de mi Primera Comunión no era muy alegre, ¿a qué se debería?

Foto n.º 4: Mi primer festival de Navidad en el colegio. Tita hizo mi ropa, como siempre. ¿A que estaba muy guapa vestida de princesa? Fue una pena que te lo perdieras.

Foto n.º 5: Mi hermano en su primer festival navideño, vestido de pastorcillo estaba delicioso... Fue una pena que su mamá estuviese de viaje otra vez.

Foto n.º 6: La tarta que hay ante mí la hizo Tita, como todas las tartas de mis cumpleaños y los de mi hermano.

Foto n.º 7: Ésta es mi foto preferida. Tita nos abraza con amor, es el recuerdo más hermoso que tengo de mi infancia. ¿Dónde estaría mi madre?

Foto n.º 8: ¿A que tengo muy mala cara en esta foto? ¿Sabes por qué? Esa noche había tenido mi primera regla. Fue un gran susto, claro, nadie me había explicado nada y yo..., bueno, creía que me estaba muriendo. Por suerte para mí, Tita acudió a mi cuarto cuando empecé a gritar y me puso al corriente de todo. ¿Dónde estaría mi madre?

Foto n.º 9: Éste es el estado en el que quedó el coche de papá después del accidente. Me dio la foto la policía porque tú no estabas. Tuve que identificar el cadáver. El cadáver de papá. Tita quería hacerlo por mí pero no le dejé porque en la vida, madre, hay cosas que tiene que hacer uno, no sirve delegar en otros.

Foto n.º 10: Éste fue mi primer novio. Nunca le conociste, ni tampoco a los que vinieron después, porque nunca te interesaron más que los tuyos.

Foto n.º 11: Aquí estás tú, madre, en alguno de tus viajes. Así es como te recuerdo en mi infancia, lejos, siempre lejos. Pareces estar pasándotelo muy bien, sonriendo, sin preocupaciones, olvidando que tus hijos suspiraban por la compañía de su madre, suspiraban por una familia que les diese protección, seguridad y consuelo.

Foto n.º 12: Lo que nunca te perdonaré: te perdiste el nacimiento de Emma, la niña más bonita y más buena que pueda haber. Te lo perdiste, dijiste que estabas con dolor de muelas, ¿lo recuerdas? Pero en el hospital me encontré con el doctor Robles y me contó que te habías ido con su mujer a pasar unos días a su casa de la playa. Tardaste tres meses en conocer a tu nieta y nunca has estado presente en su vida. Lo siento tanto... por ti. ¡Te has perdido tantas cosas buenas que nunca podrás recuperar, mamá! En el fondo me das lástima, mucha lástima porque con este bagaje a tus espaldas no puedes ser feliz, no creo que puedas dormir con la conciencia tranquila... Una persona con corazón no podría.

Foto n.º 13: Para este número maldito he reservado la mejor foto, creo que te gustará. En ella puedes ver el estado de mi cara después de una de las muchas palizas que me dio mi marido. La primera vez que me derrumbé ante ti y te lo conté, esperando un poco de consuelo y apoyo, ¿recuerdas cuáles fueron tus palabras, madre? Yo no he podido olvidarlas. Me dijiste: «Bueno, nena, los hombres a veces son un poco brutos. Dale más sexo y verás qué bien se vuelve a portar». ¡Qué palabras tan sabias viniendo de una mujer que también había sufrido maltrato! Tras esta paliza, mamá, perdí el bebé que esperaba. Nunca te lo dije. ¿Para qué?

No hemos podido contar contigo, mamá, nunca. Te adjunto un sobre en el que hay más de cien fotos de momentos importantes de nuestra vida y tú... no estás en ninguna de ellas.Tu hija