Lunes, 27 de agosto de 2012
Las 19.10

—¿Qué demonios te ha pasado en la cara? —me pregunta Jack. Deja de sostenerme la barbilla y se dirige al frigorífico.

Desde hace un año y medio Jack es un elemento fijo en la vida de Karen. Suele venir a cenar con nosotras varias noches por semana, y como hoy celebramos la cena de despedida de Six, está honrándonos con su presencia. Le encanta meterse con Six, pero sé que él también la echará mucho de menos.

—Hoy me he comido el asfalto —le explico.

—Claro, por eso estaba así la carretera —responde él riéndose.

Six coge una rebanada de pan y abre un bote de Nutella. Yo me sirvo un poco del último mejunje vegano de Karen. Hay que aprender a apreciar la cocina de mi madre, pero Six no lo ha conseguido en cuatro años. Por el contrario, Jack es el gemelo encarnado de Karen, y no da ninguna importancia a sus dotes culinarias. El menú de esta noche consiste en algo que ni siquiera soy capaz de pronunciar, pero, como de costumbre, no tiene ningún ingrediente que provenga de los animales. Mi madre no me obliga a ser vegana, de modo que si no estoy en casa suelo comer lo que me apetezca.

Todo lo que come Six es a modo de acompañamiento de su plato principal, la Nutella. Esta noche cenará un sándwich de queso y Nutella. No sé si alguna vez aprenderé a apreciarlo.

—Bueno, ¿y cuándo te mudarás a nuestra casa? —le pregunto a Jack.

Karen y él han estando hablando sobre dar el siguiente paso, pero, al parecer, no consiguen superar el obstáculo de la estricta norma antitecnológica de ella. Mejor dicho, Jack no puede sortearlo, y Karen no está dispuesta a intentarlo.

—En cuanto tu madre dé su brazo a torcer y ponga televisión por cable —contesta él.

Jack y Karen no discuten sobre el tema. Creo que ambos están a gusto con su relación y no tienen ninguna prisa por sacrificar sus creencias opuestas en lo que respecta a la tecnología.

—Sky se ha desmayado en la calle —interrumpe Karen, cambiando de tema—. Un joven adorable la ha traído a casa.

—Un chico mamá. Por favor, di simplemente «chico» —le pido entre risas.

Six me fulmina con la mirada desde el otro lado de la mesa, y me doy cuenta de que no la he puesto al corriente de lo sucedido por la tarde. Tampoco le he hablado sobre el primer día de instituto. Hoy me ha pasado de todo. Me pregunto con quién hablaré después de que mi mejor amiga se marche mañana. Me aterroriza la mera idea de que, dentro de dos días, ella estará en la otra punta del mundo. Espero que Breckin ocupe su puesto de confidente. Seguro que le encanta cotillear.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta Jack—. Ha tenido que ser una buena caída para que se te haya puesto el ojo así de morado.

Me llevo la mano al ojo y hago una mueca de dolor. Me había olvidado completamente del moretón.

—Esto no es por el desmayo. Six me ha dado un codazo. Dos veces.

Espero que alguno de los dos pregunte a Six por qué me ha atacado, pero no lo hacen. Eso demuestra lo mucho que la quieren. Ni siquiera les importaría si me diese una paliza; seguramente dirían que me la merecía.

—¿No te molesta llamarte como un número? —le pregunta Jack a Six—. Jamás lo he entendido. Es como cuando unos padres le ponen a su hijo el nombre de un día de la semana. —Hace una pausa sosteniendo el tenedor en el aire y mira a Karen—. Cuando tengamos un bebé no le haremos eso. Está prohibida cualquier cosa que pueda encontrarse en un calendario.

Karen mira a Jack con frialdad. Por cómo ha reaccionado, me atrevería a decir que es la primera vez que él menciona la posibilidad de tener hijos. Por cómo lo ha mirado, está claro que no se le ha pasado por la cabeza tener hijos en un futuro cercano (ni lejano).

Jack vuelve a centrar la atención en Six.

—¿En realidad no te llamas Seven o Thirteen[3] o algo así? No entiendo por qué elegiste Six. Probablemente sea el peor número que podrías haber escogido.

—Me tomaré tus insultos por lo que son: una manera de esconder tu tristeza por mi inminente ausencia —responde ella.

Jack se echa a reír y contesta:

—Esconde mis insultos donde te plazca. Cuando regreses dentro de seis meses tendrás muchos más esperándote.

Después de que Jack y Six se marchen, ayudo a Karen a lavar los platos. Desde el momento en que él ha sacado el tema de los bebés, mi madre ha estado más callada que de costumbre.

—¿Por qué te has quedado pasmada? —le pregunto, pasándole un plato para que lo enjuague.

—¿Cómo?

—El comentario que ha hecho Jack sobre tener un hijo contigo. Ya estás en la treintena. Todo el mundo tiene hijos a tu edad.

—¿Se me ha notado mucho?

—Yo te lo he notado.

Karen coge otro plato de mi mano y deja escapar un suspiro.

—Amo a Jack. Pero también me gusta la relación que tengo contigo, y no sé si estoy lista para cambiarla, y mucho menos para que entre otro bebé en escena. Sin embargo, Jack está decidido a dar el siguiente paso.

Cierro el grifo y me seco las manos con el trapo.

—Mamá, cumpliré dieciocho años dentro de unas semanas. Por mucho que quieras que nuestra relación siga igual… cambiará. Iré a la universidad después del próximo semestre, y te quedarás sola en casa. Tal vez no sea tan descabellado que Jack se mude aquí.

Karen me sonríe, pero es una sonrisa teñida de pena, como la que siempre esboza cuando menciono la universidad.

—He estado dando vueltas a esa idea, Sky. De veras. Pero es un gran paso que no tiene vuelta atrás.

—¿Y si no quieres que tenga vuelta atrás? ¿Y si es una decisión que hace que quieras dar un paso más, y otro más, hasta que te lanzas a correr un sprint en toda regla?

—Eso es exactamente lo que me asusta —responde ella riéndose.

Limpio la encimera y enjuago la bayeta en el fregadero.

—A veces no te entiendo —le digo.

—Yo tampoco te entiendo —contesta, y me da un empujoncito en el hombro—. Jamás llegaré a comprender por qué tenías tantas ganas de ir al instituto. Te he oído decir que te lo has pasado bien, pero cuéntame cómo te sientes en realidad.

Me encojo de hombros.

—Bien —miento.

Mi terquedad siempre gana. Ni se me ocurriría contarle lo mal que lo he pasado hoy en la escuela, aunque ella nunca me respondería «Ya te lo advertí».

Karen se seca las manos y sonríe.

—Me alegro. Pero, tal vez, cuando vuelva a preguntártelo mañana, me contarás la verdad.

Saco de la mochila el libro que me ha dado Breckin y me dejo caer sobre la cama. Cuando apenas he leído dos páginas, Six se cuela por mi ventana.

—Primero el instituto y luego el regalo —sentencia.

Ella se tumba junto a mí y dejo el libro en la mesilla de noche.

—El primer día de instituto ha sido una mierda. He heredado una reputación horrible gracias a ti y a tu incapacidad para decir que no a los chicos. Pero, milagrosamente, me ha rescatado Breckin, un gay adoptado y mormón al que no se le da bien ni cantar ni actuar, pero al que le encanta leer. Y ahora él es mi amigo más amigo del mundo mundial.

Six hace pucheros y responde:

—¿Todavía no me he marchado y ya me has encontrado un sustituto? ¡Qué fuerte! Y para que conste, no soy incapaz de decir que no a los chicos. Soy incapaz de comprender las complejidades morales del sexo prematrimonial. Muchísimo sexo prematrimonial.

Six deja una caja en mi regazo. Está sin envolver.

—Ya me imagino lo que estarás pensando —comenta—. Pero, a estas alturas, tendrías que saber que el hecho de que no haya envuelto el regalo no refleja la opinión que tengo sobre ti. Soy vaga, nada más.

Cojo la caja y la sacudo.

—Eres tú la que se marcha. El regalo tendría que hacértelo yo a ti.

—Pues sí. Pero no se te da muy bien hacer regalos, y no espero que cambies por mí.

Tiene toda la razón. No se me da nada bien hacer regalos, sobre todo porque odio recibirlos. Es casi tan raro como ver llorar a alguien. Doy la vuelta a la caja, despego la solapa y la abro. Retiro el papel de seda y un teléfono móvil cae en mi mano.

—Six… —empiezo a decir—. Sabes que no puedo…

—Cállate. No me iré a la otra punta del mundo sin tener un modo de comunicarme contigo. Ni siquiera tienes una dirección de correo electrónico.

—Ya lo sé. Pero no puedo… No tengo trabajo y no puedo pagarlo. Y Karen…

—Tranquila. Es un teléfono de prepago. Te he puesto el saldo suficiente para que me envíes un mensaje al día durante el tiempo que esté fuera. No puedo permitirme pagar llamadas internacionales, así que se te acabó la suerte. Y para respetar los valores crueles y retorcidos de tu madre, no tiene acceso a internet. Solo sirve para enviar mensajes de texto.

Six coge el teléfono, lo enciende e introduce su información de contacto.

—Si pillas un novio que esté bueno mientras yo esté fuera, siempre puedes ponerle más saldo. Pero si él se aprovecha del que yo te he puesto, le cortaré las pelotas.

Me devuelve el teléfono y aprieto el botón de inicio. Su información de contacto aparece bajo el nombre de «Tu amiga MÁS amiga del mundo mundial».

No se me da bien recibir regalos, pero se me dan incluso peor las despedidas. Guardo el teléfono en la caja y me agacho para coger la mochila. Saco los libros y los dejo en el suelo, me doy la vuelta y vuelco la mochila sobre Six para que los billetes caigan en su regazo.

—Hay treinta y siete dólares —aclaro—. Creo que te bastará para toda la estancia. Feliz día del intercambio en el extranjero.

Six coge un puñado de billetes, los lanza al aire y se tumba en la cama.

—¿Solo llevas un día en el instituto y esas zorras ya han hecho que lluevan cosas de tu taquilla? —comenta riéndose—. Impresionante.

Dejo sobre su pecho la postal de despedida que le he escrito y apoyo la cabeza en su hombro.

—¿Eso te parece impresionante? Pues deberías haberme visto bailar en la barra de estriptis en medio de la cafetería.

Six toquetea la postal con los dedos, sonriendo. No la abre porque sabe que me incomodan las situaciones demasiado emotivas. Vuelve a dejar la postal en su pecho y apoya la cabeza en mi hombro.

—Estás hecha una guarra —me dice en voz baja, tratando de contener las lágrimas que por terquedad nos negamos a derramar.

—Eso me han dicho.