CAPÍTULO XV

MUERA EL VERDUGO

Treinta y dos grados a la sombra.

Con un dedo pegajoso, Delanay despegó el cuello de la camisa de su nuca reluciente. Sentía la camisa adherida a la piel desde los omoplatos hasta la rabadilla, formando un triángulo empapado. Cuando se levantó del sillón, hizo un ruido de desgarrón.

Todo chorreaba en el despacho, y afuera, el sol blanco y perpendicular caía sobre los árboles y los tejados, aplastando aquel día de una pesadez mortal.

Se levantó y tuvo la impresión que el sudor le corría por las piernas.

Comprobó que desde hacía algunos años sudaba más, y que la cosa se había acentuado desde el viernes, desde que supo que Reiner había salido airoso. Y Frantz, vaya un majadero. Tenía que haber un error por su parte.

Le había telefoneado desde Niza diciéndole que Reiner debía haber ido a casa de Laferrière, pero que habría sospechado algo, y ahora… Bueno, ahora para Delanay había terminado lo de ir a tomar el fresco a las terrazas de los cafés. Lo mejor que podía hacer era alquilar en el acto un avión para Nueva Delhi y buscar allí un escondrijo tranquilo. Pero la sola idea de tener que salir de entre aquellas paredes, de entrar en un vestíbulo, lleno de gente que pasa en todas direcciones, de puertas que se abren y se cierran, todo aquello hacía subir aún más la temperatura, cada recodo, cada sombra estaría habitada por la silueta de Reiner. No, se quedaría allí, con un guardaespaldas, tranquilo, y luego, cuando tuviera el dinero, no tendría más que avisar a la policía, decir que se sentía seguido, y pedir una escolta para acompañarle a Orly.

Pero antes que nada, había que conseguir el lote. Aquello más el seguro, hacía la suma de sesenta millones netos.

Los dedos de los pies de Delanay se crisparon: la puerta acababa de abrirse.

Respiró al ver aparecer a Varna.

Avanzó ondulante hacia él, y pegó su muslo moreno caribe al suyo, con tanta violencia que el broche de la liga de cuero rojo se incrustó en el tergal del pantalón. Él se desasió, aún sin poder evitar que su mano recorriera la ceñida blusa de seda cruda. Ella le miró asombrada: tenía más ojeras que de costumbre, y sus rasgos parecían confusos, como si un extraño polvo de preocupación hubiera emborronado los contornos.

Ella no insistió y salió sin hacer preguntas: sería un día sin trabajo. Él le pagaba, así que no había nada que hablar.

En el pasillo, vio a un hombre que no conocía sentado en una silla. Parecía estar esperando, con un diario doblado en las rodillas. Era bajo y grueso, del tipo duro. La repasó de arriba a abajo, y ella salió removiendo el aire en oleadas rítmicas.

Delanay se quedó solo y se secó la frente con el dorso de la mano. El no haber empleado su pañuelo indicaba en él una intensa preocupación.

El bajo y grueso entró en el despacho sin llamar. Llevaba un Stalkanov M26 cogido por el cañón, y preguntó: -¿No hay nada nuevo?

- No -dijo Delanay-. Frantz ya no puede tardar mucho.

El otro le miró largo rato, comprobó su nerviosismo en las manos que no paraban de sobar la corbata, y pareció sentir piedad.

- Tendría que tomarse unas vacaciones, señor Delanay.

- Ya lo he pensado, pero tengo muchos negocios entre manos, es imposible.

Saltaba a la vista que ya no sabía qué hacer. Removió unos papeles, manipuló el dictáfono, volvió a los papeles, y finalmente se puso a gritar: -¡Te pago para que vigiles la entrada!

- Pero si hay un cerrojo…

- Lárgate y haz lo que te mando.

El gordito se encogió de hombros y volvió a su silla del pasillo. Arrastraba el arma detrás de él, y la culata metálica dejó un surco lustroso sobre la moqueta, como una segadora en un campo de trigo.

Delanay ya sólo estaba seguro de dos cosas. Dentro de una hora, todo lo más, tendría el dinero, y luego empezaría entre Reiner y él una lucha a muerte.

Pero él le llevaba una ventaja: podía llamar a la policía.

Se acercó a la ventana y miró el asfalto que parecía ablandarse a ojos vistas en aquel horno.

Cuando iba a volverse vio llegar el Mercedes y aparcar en batería a veinte metros de la puerta. Comprobó que no le seguían, no había nadie, la calle parecía muerta, asada y muerta.

Frantz bajó del coche y Delanay sintió un escalofrío: llevaba una bolsa, una bolsa de plástico blanco como la que usan los deportistas.

Fue a prepararse un whisky rebosante de hielo, y gritó: «Déjale entrar, Paul.»

Tres minutos más tarde, el Sturmbahnführer Frantz Kaplin tiraba la bolsa sobre un sillón y se echaba en un sofá.

- Asunto concluido -dijo.

Su expresión era de pura jovialidad. Fue entonces cuando vio los ojos de Delanay y su rostro se ensombreció. -¿Y Reiner?

- Reiner, ¿qué? -¿Qué has hecho? ¿Por qué ha fallado la trampa?

Frantz se levantó.

- He encontrado a Laferrière, tengo el dinero, ¿qué más quieres?

Delanay pensó que su voz debía sonar de manera parecida cuando ordenaba cerrar las puertas de las cámaras de gas de Mathausen.

Se sentó y suspiró.

- Reiner tendría que estar muerto en estos momentos, y en realidad nos está siguiendo los pasos.

Frantz se acercó y le dio una palmada en el hombro.

- Reiner sigue nuestros pasos, y treinta mil policías siguen los pasos de Reiner. ¿Quién es más digno de compasión? Y además, ¿quién tiene el dinero?

Delanay meneó la cabeza de forma casi compasiva:

- Tienes un punto de vista equivocado.

Sin dejar de beber, se acercó al sillón, levantó la bolsa, abrió la cremallera y silbó.

- Algo arrugados -dijo.

- Sí -dijo Frantz-. Había hecho una bola con ellos.

Sacó un cigarro negro y seco y bromeó:

- No te van a caber en la caja fuerte.

Mientras Delanay gozaba de la contemplación, el alemán preguntó entre dos chupadas: -¿Quién es el payaso del pasillo?

- Paul -dijo Delanay.

- Y ¿quién es Paul?

- Trabajó conmigo en varias ocasiones. A éste no se la pegan fácilmente, y en estos momentos prefiero tener a alguien de confianza en la puerta.

- Esconde eso -dijo Frantz-. Tu amigo podría tener malos pensamientos.

- Te digo que es de confianza. Le pago cien mil al día. Para lo que hace, no puede quejarse.

- Mira -dijo Frantz-. Prefiero que lo mandes a dar un paseo mientras guardas eso y me das lo que me debes. Me pone nervioso pensar que hay un pistolero detrás de la puerta mientras aquí jugamos a bancos.

Delanay llamó a Paul.

Llegó con pasos lentos, como los de un campesino.

- Ve por un cartón de tabaco americano. No importa la marca.

Le metió diez mil francos entre dos botones de la camisa y añadió: «No te olvides de dejar tu juguete aquí.»

Paul dio media vuelta, y pocos segundos después oyeron cerrarse la puerta de entrada.

Delanay alisó los billetes que, puestos en pequeños montones, ocupaban una cuarta parte de la mesa del despacho. Después se volvió hacia la pared, hizo deslizar un panel y apareció la caja fuerte. Compuso un número, hizo girar la ruedecilla, y se abrió la puerta.

Entonces le tocó el turno de silbar al SS.

- Sí -dijo Delanay-. Ya he cobrado el seguro. Anteayer lo ingresé.

En la habitación había sesenta millones.

Los dos hombres se miraron. De repente, Delanay pareció darse cuenta de que se encontraba frente a un asesino en la cima de una montaña de dinero.

- Bueno -dijo-. Hacemos lo que dijimos.

- No -dijo Frantz-. Hacemos lo que yo digo: todo para mí, nada para ti.

Se miraron a los ojos.

Frantz no se dio prisa en desenfundar, sabía que su jefe no se movería, y que sin duda iba desarmado. «Adiós, Delanay», dijo. La explosión le reventó los tímpanos, Frantz se tambaleó sobre el canterano y consiguió sentarse a pesar de su hombro pulverizado. Junto a la puerta vio a Paul agachado detrás de la boca humeante del Stalkanov. Disparó sin apuntar, con los ojos fijos y ya fríos.

Paul descargó otras dos veces, una por debajo de la mesa y otra por encima, destrozándole el otro hombro. Frantz volteó bajo el impacto, disparó contra la pared y fue alcanzado otras dos veces, una en las piernas y otra en los intestinos.

Se levantó de la alfombra y buscó las balas en el bolsillo.

Paul se colocó detrás de él y disparó por séptima vez. La bala le arrancó el cuero cabelludo, y resbaló sobre el hueso. Frantz se secó con impaciencia la sangre que le chorreaba entre los ojos. Se arrastró hacia su fusil, y la octava le alcanzó de lleno y le proyectó contra la chimenea. Rebotó y fue a aplastarse al centro de la habitación. Paul se acercó, aún se movía.

Paul dejó el arma sobre la mesa, encendió un Gauloise, levantó por encima del cadáver un imaginario sombrero a guisa de saludo.

- Un tipo duro -dijo.

Delanay no se había movido. Por fin abrió la boca y pronunció simplemente:

«Así murió Frantz Kaplin.»

Delanay circulaba en medio de la noche. Paul había metido a Frantz en el Mercedes, y sabía dónde había que descargar un cadáver, nunca lo encontrarían, no debía preocuparse más de esto. Y en cuanto a él, había dedicado el resto del tiempo a dejar varios asuntos a punto por teléfono, dar instrucciones, y luego había anunciado que se iba por unos días aprovechando el tiempo muerto de las vacaciones. Era curioso, ahora que se encontraba solo frente a Reiner, se sentía completamente en calma, en posesión de todas sus facultades.

Tenía el dinero y sabía dónde podía pasar la frontera suiza sin que los carabineros se interesaran demasiado por su equipaje. Una vez en Ginebra, todo iba a marchar solo. Lo había previsto todo, como siempre. Y en cuanto a Reiner…

Sólo pasa en las películas que un hombre que busca a otro vaya a dar necesariamente con él. El mundo no deja de ser muy grande, en todo caso lo bastante grande como para que no se encontraran jamás.

El coche corría en medio de la noche clara; la luna iluminaba tan intensamente, que Delanay apagó el alumbrado intensivo, y circuló con el de cruce.

Se sentía tan a gusto, tan liberado de la reciente angustia, que se puso a silbar.