Capítulo
18
Sólo hacía un momento que Corrie se había
ido, cuando Jack O'Riley se acercó a Jess en el salón de baile,
para informarle de que le habían pedido que sustituyera al chef
Sashenka. Jess se disculpó rápidamente con sus hermanas y con su
madre y buscó la cocina. El personal iba de un lado a otro con
expresión desesperada y levantando la voz llena de pánico.
—¿Sasha está realmente bebido? —preguntó
Jess.
—Como un irlandés —respondió Jack,
esquivando a una camarera con una bandeja de ternera de aspecto
lamentable.
—Tú deberías saberlo. —Jess le guiñó un ojo
para quitarle importancia al insulto y Jack respondió con una
sonrisa cordial.
Empujaron las puertas batientes de la cocina
y entraron como un huracán. Resonaban las ollas y los cocineros se
gritaban los unos a los otros y a nadie en especial.
Y en medio del caos estaba plantada Corrie,
con los puños en las caderas y los ojos echando fuego. Una camarera
pasó por delante con manteles limpios y Corrie cogió uno de arriba.
Se lo ató a la cintura y se metió una esquina por el escote del
vestido.
—¡Silencio! ¡Callaos todos! —gritó.
El caos continuó.
Agarrando una olla vacía, la golpeó con un
cucharón y, con una voz que hubiera enorgullecido a un sargento
mayor, gritó otra vez:
—¡Silencio!
Lo empleados se quedaron quietos donde
estaban y miraron a la loca que estaba entre ellos. Al reconocerla,
varios de ellos sonrieron y la saludaron con la cabeza. El único
sonido fue un sonoro ronquido proveniente del rincón donde estaba
Sasha en el suelo, fuera de combate.
Corrie le lanzó al ruso una mirada de
exasperación y de repente dio una palmada.
—Atención todos. Sparrow me ha pedido que
sustituya a Sashenka. Tú —señaló a un hombre rubio— vigila la
ternera y la carne de cerdo. Tú —el dedo se dirigió hacia un hombre
delgado y moreno—, ocúpate de las verduras.
Jess se cruzó de brazos y se apoyó contra la
pared, observando por primera vez a Corrie en su elemento. Ella
había insistido en que estaba acostumbrada a dirigir a un montón de
gente en la cocina y al parecer, no había exagerado.
En cuestión de minutos todo volvió a la
tranquilidad. Cada cual tenía un trabajo asignado y los platos de
comida empezaron a salir, en el orden correcto, sobre las bandejas
de las camareras. Los empleados se movían de acá para allá, pero
con orden y concierto.
—Enhorabuena —dijo Jess cuando Corrie le vio
y se acercó—. Ningún general lo habría podido hacer mejor.
—Ningún general tiene la experiencia que
tengo yo —replicó ella con una sonrisa—. No puedo creer que haya
echado eso de menos. Debo estar loca.
—¿Ahora ya no?
Era extraño si se tenía en cuenta su
expresión encantada.
Ella miró a su alrededor y luego se cogió de
su brazo.
—No, ahora no. La Cafetería de los Sueños es
mucho más gratificante. Allí cocino yo, no todo este ejercito de
gente.
—¿Entonces estás contenta con tu
cafetería?
—¿Contenta? —Suspiró y le apretó el brazo—.
Sólo necesito una cosita para ser completa y totalmente
feliz.
—¿A mi? —preguntó él levantando una ceja
esperanzado.
Aunque se le entregara libremente en el
plano físico, nunca le había confesado sus sentimientos hacia él.
¿Era posible que le amara del mismo modo que, ahora se daba cuenta,
él la amaba a ella?
Ella desvió la mirada y le soltó el brazo.
Jess hubiera jurado que había visto una lágrima cayendo por su
mejilla. Pero no tuvo ocasión de continuar con el tema.
Corrie se acercó al chef desmayado y lo tocó
con la puntera del zapato.
—Que alguien lo saque de aquí y lo espabile
antes de que alguien tropiece con él.
Nadie se ofreció como voluntario, de modo
que Jess se hizo cargo del asunto, ordenó a dos robustos pinches de
cocina que le ayudaran y sacaron a Sasha de allí. Una vez en el
vestíbulo, se dirigieron a Sparrow y esta les indicó una habitación
libre, cerca de la cocina. Hubiera sido imposible subirle por las
escaleras hasta su habitación.
—Me da miedo dejarlo solo —dijo ella—. Está
bastante deprimido.
—No se preocupe, yo me quedaré con él.
Jess les dio las gracias a los pinches y
cerró la puerta tras ellos, después de pedir un puchero de café
cargado y un par de bocadillos. Aunque el ruso no tuviera hambre
cuando volviera en sí, Jess sí que la tenía. No había razón alguna
para pasar hambre. Le quitó los zapatos y la corbata a Sasha, y se
sentó a esperar a que el hombre recobrar el conocimiento.
Cuando llegaron el café y la comida, el chef
seguía roncando. Jess se soltó su propia corbata y se relajó en una
silla junto a la ventana, con los pies apoyados en un taburete. La
música del salón de baile inundó la habitación y deseó estar dando
vueltas y más vueltas con Corrie, demostrándole al mundo que ella
era suya.
¿Qué más daba que su vestido fuera un horror
lleno de volantes y perifollos? Ella era la más hermosa de la
fiesta. Y, para el baile de verano, en junio, él se iba a asegurar
de que su vestido fuera tan precioso como ella. Puede que de una
seda tan delicada como el susurró de las alas de una mariposa. Le
sentaría bien.
Debió de quedarse dormido soñando con bailar
con Corrie, porque se despertó de golpe cuando Sasha lanzó un grito
penetrante.
—¡Katyuska! ¡Katya! —El nombre parecía
salirle del alma.
Jess se acercó a la cama dando tumbos y le
movió.
—Sasha despierte. Despierte.
El chef abrió sus ojos enturbiados y
parpadeó.
—¿Katya? —susurró. Luego se sentó y las
lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Jess le dejó que llorara, acariciándole la
espalda y murmurándole de vez en cuando que todo iba a salir bien.
Por fin pareció que se le pasaba el arrebato y Jess sirvió para
ambos una taza de café cargado.
Sasha cogió la suya con un sollozo.
—Nada volverá a estar bien nunca.
—¿Por qué? —Jess cogió una silla y cogió la
taza con ambas manos—. Ha pronunciado usted un nombre. ¿Katya?
¿Todo esto tiene algo que ver con ella?
—Hermosa czarevna, princesa —Sasha soltó un suspiro cargado
de alcohol.
Solo necesitó que Jess le animara un poco
para que Sasha contara, con unas pocas frases, como, cuando era
joven se había enamorado de una princesa rusa y fue desterrado de
la corte de San Petersburgo.
Jess se imaginó la angustia de estar
separado para siempre de la mujer amada.
—Pero, ¿qué le ha impulsado a emborracharse
en una noche tan importante como esta?
—La Gran duquesa Karakov ha traído esto.
—Sasha se sacó de un bolsillo una elegante carta doblada y se la
entregó a Jess—. Lea.
Jess contuvo una sonrisa al abrir la misiva.
Unas extrañas letras que no había visto nunca antes llenaban la
hoja.
—Mmm, Sasha, creo que está escrita en
ruso.
—¿Qué? —Cogió la hoja y la miró fijamente—.
¡Oh, lo siento! Traduzco. —Empezó a leerla, pero se rindió al ver
que era incapaz de enfocar la vista—. Bueno, se lo diré. —Le
temblaron los labios y volvió a doblar la carta con otro suspiro—.
La Czarevna Katyuska, mi pequeña Katya,
se ha casado. Con un cerdo prusiano.
—¿Llama cerdo a su marido? —A su pesar, Jess
estaba interesado en aquella triste historia, tan alejada de su
vida, pero dudaba que una princesa real pusiera por escrito un
insulto como ese.
—No, lo digo yo —Sasha se derrumbó de
espaldas en la cama y masculló—: Todos los prusianos son unos
cerdos.
Una vez terminada la historia, inundó la
habitación con sus resonantes ronquidos. Jess lo arropó con una
manta y apagó la luz antes de dejarlo para que durmiera, convencido
de que Sasha no iba a hacerse daño a sí mismo.
Volvió a la cocina y a Corrie. Sasha había
perdido a la mujer que amaba, pero Jess no tenía intenciones de
permitir que a él le pasara lo mismo.
Corrie aceptó con cansancio que Jess la
acompañara al carruaje cuando el reloj de la ciudad daba la una.
Volvió la cabeza en dirección al sonido y se estremeció; el
campanario de la iglesia asomaba por encima de las copas de los
árboles, brillando a la luz de la luna.
Bien, se acabó el
dormir esta noche.
Jess la escoltó hasta la cafetería y abrió
la puerta con la llave que ella le había obligado a aceptar como
copropietario. Cruzaron el comedor y la cocina cogidos del brazo, y
subieron las escaleras que conducían a su apartamento. Si el se
quedara...
Si pudiera quedarse ella. Para
siempre.
Pero eso era imposible y cada día que pasaba
la acercaba más a su propio tiempo. Aunque hasta entonces, pensaba
saborear cada minuto con él y atesorar recuerdos.
Se volvió y le apoyó la cabeza en el hombro,
rodeándole la cintura con los brazos y deseando no tener que
soltarlo nunca.
—Quédate conmigo. Solo esta noche.
—No puedo. Los cotilleos... —La mano de él
era cariñosa cuando le acarició la mejilla al susurrar.
—Malditas habladurías —dijo ella,
enfadándose y saliendo de su abrazo—. Si a mí no me importan, ¿por
qué tienen que importarte a ti?
Él la observó a la débil luz de una lámpara
y ella le devolvió la mirada con determinación.
—Quédate —susurró—. Por favor.
Él le cogió la cara entre las manos y siguió
mirándola a los ojos como si estuviera viendo en ellos los secretos
de su alma. Por fin asintió.
—Iré a dejar los caballos y el coche en el
establo y volveré.
—¿Lo prometes?
Él le dio un beso en la mejilla.
—Lo prometo.
Cuando se cerró la puerta, ella se fue a la
habitación y se desnudó. Al abrir la puerta del armario para colgar
el vestido verde, la mochila cayó boca abajo desparramando todo su
contenido por el suelo.
—¡Mierda! —masculló, arrodillándose y
empezando a recoger las cosas.
Se detuvo cuando su mano topó con un montón
de envoltorios pequeños y cuadrados, de condones. Los había metido
allí hacía años, durante sus últimas vacaciones; un viaje de
acampada en el que fueron la última cosa que necesitó.
A diferencia de sus "vacaciones" aquí, en
1887. Con Jess, el sexo seguro se le había borrado de la mente. En
lo único que pensaba era en estar con él, en llegar a ser uno con
él. Al cuerno lo de ser una mujer prudente del sigo XXI. ¿Cómo iba
a enseñárselos ahora a Jess?
Decidiendo que Sparrow debía haber sacado la
comida cuando se la guardó, volvió a meterla en el armario y la
apoyó junto a una botella de vino para evitar que se moviera y
volviera a caerse.
Cuando se puso el camisón, oyó que Jess
subía por las escaleras y se acercó a la puerta, pero él ya estaba
allí, con su pelo negro brillando a la luz de la lámpara y los ojos
iluminados por el deseo.
Se le aceleró el pulso.
—Has vuelto.
—Te prometí que lo haría —dijo él, abriendo
los brazos.
Cuando ella se refugió en ellos, la abrumó
la sensación de llegar al hogar; lo sujetó por las solapas con
ambas manos, temerosa de soltarle. Con miedo a dejarlo ir.
—¿Qué pasa, cariño?
Ella sacudió la cabeza.
—Abrázame —balbuceó.
Jess la abrazó más fuerte, apretándole la
cabeza contra su hombro. Corrie suspiró. Aquello sentaba mejor que
todo lo que guardaba en su memoria. Ojalá pudieran quedarse así
para siempre.
Ojalá no llegara nunca el futuro.
Caminaron despacio hasta el dormitorio y se
acercaron lentamente a la cama, demasiado cansados para hacer el
amor. Jess mantuvo a Corrie abrazada a su lado y estudió su perfil.
Una presión en el corazón exigía ser liberada. Jamás, en sus
treinta años de vida, había sentido el impulso de confesar su
devoción de esa forma. Pero este era el momento.
Y esta era la mujer.
—Te amo —susurró, depositando un beso ligero
como una pluma en su sien.
Ella contuvo la respiración, de modo que él
supo que lo había oído. Al ver que no contestaba, empezaron a
aparecer las dudas. ¿Habría interpretado mal su afecto? ¿Ella no lo
amaba del mismo modo que la amaba él?
Las lágrimas empezaron a desbordar los ojos
de Corrie cuando los abrió y lo miró. Estaban empañados por el
dolor, un dolor profundamente arraigado en su alma, en su
pasado.
—Que Dios me perdone, pero yo también te amo
—susurró casi demasiado bajo para oírla, con labios temblorosos,
sollozando.
Se sentó, se abrazó las rodillas y escondió
la cabeza entre ellas, los hombros temblando en mudo
tormento.
Jess se levantó y se puso los pantalones;
sus movimientos reflejaban su tensión interior. ¿Por qué el hecho
de amarlo le provocaba tal desesperación?
De haber sido cualquier otra mujer, se
habría ido. Con otra mujer, no hubiera importado. Pero se trataba
Corrie, la mujer de su corazón.
Humedeció una toalla en el cuarto de baño,
se sentó frente a Corrie y le secó la cara, cuyas pecas destacaban
en medio de la palidez. Y esperó.
Por fin, con un sollozo que estremeció su
cuerpo, ella le apoyó la cabeza en el hombro.
—Lamento ser como una fuente.
—No sabía que amarme te fuera a causar tanta
angustia.
—Oh, Jess, no es eso —se apresuró a
contestar ella—. Amarte es... maravilloso.
Sin embargo, volvieron a temblarle los
labios.
—¿Entonces por qué las lágrimas, cariño? —La
rodeó con un brazo y la acercó más, depositando un tierno beso en
su pelo.
—Yo... es... Yo no...
—Si lo que te preocupa es tu reputación, no
tienes por que hacerlo. —La obligó a mirarle a los ojos,
levantándole la cabeza con un dedo—. Cásate conmigo. Hoy, mañana,
cuando quieras.
La felicidad cruzó su rostro, para ser
rápidamente sustituida por la desesperación, al tiempo que negaba
con la cabeza.
—No puedo.
A él le carcomió la duda.
—¿No me digas que ya estás casada?
—Nada de eso.
—¿Entonces por qué no? —Presionó sus labios
con un beso. Su inmediata respuesta volvió darle esperanzas—. Te
amo, Corrinne Webb, y quiero que seas mi esposa. Quiero que seamos
una familia.
—No sé como ser una familia. —Ella desvió la
mirada—. No sé como amar; amar de verdad.
El frío se apoderó de su alma. ¿Cómo era
posible que no supiera?
—Es fácil, cariño.
—No si nunca... —Se interrumpió y se puso
bruscamente en pie, acercándose rápidamente a la ventana.
—¿Si nunca...? —insistió él.
Corrie extendió una mano temblorosa y tocó
la cortina de encaje, dándole la espalda.
—Nunca he sido parte de una familia, Jess.
Al menos de una que pueda recordar. O de ninguna que pueda reclamar
como propia.
—Me dijiste que eras huérfana, pero que lo
seas no debería impedir que me amaras.
—Sin embargo, ser un deshecho que no sabe
amar a nadie, sí. —Su mano aferró el encaje de la cortina, que era
lo único que parecía mantenerla en pie.
—Tú no eres un deshecho, Corrie. —Todo su
ser le pedía a gritos que la abrazara y la besara, pero temía que
lo rechazara.
—¿Cómo llamas tú a una niña a la que nadie
quiere?
Una cuchillada de dolor le atravesó el alma.
Le acarició el hombro con mucha suavidad y ella se apoyó contra
él.
—Yo te quiero —dijo, animado.
Ella emitió una amarga carcajada.
—Te concedo que soy buena en la cama.
Enfadado esta vez, la obligó a darse la
vuelta, la agarró por ambos hombros y la sacudió.
—No vuelvas a decir eso. Jamás. Te amo, niña
tonta. Sí, me gusta hacer el amor contigo, pero eso no es todo. Te
amo.
Ella ladeó la cabeza y le acarició los
nudillos con la mejilla, salpicándole la mano de lágrimas.
—Te amo. Y quiero casarme contigo y
convertirte en una mujer honrada, maldición.
Ya no importaba si era un caballero o no.
Sólo importaba el amor de Corrie.
—No.
Sólo eso, una declaración sin
inflexiones.
—¿Por qué?
Dame una razón antes
de que me vuelva loco.
Ella sollozó.
—Por que no tengo elección. Tengo que
irme... —Se interrumpió.
—¿Ir dónde, Corrie? —Avanzó un paso,
quedando lo bastante cerca para notar su respiración y aspirar el
olor que era solo suyo—. No importa. Iré contigo.
Ella le miró con los ojos desorbitados,
aterrados.
—No puedes.
—Entonces quédate aquí y cásate conmigo. —La
acercó a él con más fuerza—. Di que te casarás conmigo,
Corrie.
—Jess, yo... No puedo. Ahora no.
—Prométeme al menos que no te irás.
Ella se tenso entre sus brazos.
—Corrie, promete que no te marcharás.
—Pídemelo —sollozó de nuevo, pero en esta
ocasión volvió a abrazarlo—, vuelve a pedírmelo después del baile
de verano.
Él sintió renacer la esperanza.
—¿Esa fecha tiene algo de especial,
cariño?
Ella le cogió la cara entre las manos.
—Muy especial. —Se secó las lágrimas con la
base de las manos y se apartó un paso—. Y ahora, ni una palabra más
sobre matrimonio ¿entendido?
Él la observó mientras ella se colocaba un
mechón de pelo detrás de la oreja. Aunque quería creer que habían
llegado a un acuerdo, la extraña expresión de reserva en sus ojos
lo desmentía, haciendo que las dudas le oprimieran el
corazón.
—Tenemos que hablar de otra cosa y este es
tan buen momento como cualquier otro.
Corrie le indicó el camino hacia la salita y
él la siguió. Después de sacar una botella de vino y servirlo en
dos vasos, cogió el suyo y se dejó caer en el sofá indicándole con
un gesto de la mano que se sentara a su lado.
—¿Qué sucede? —Contagiado por su
desasosiego, todavía perplejo por su expresión adusta, se sentó en
el sofá, y bebió un sorbo de vino.
Ella lo traspasó con la mirada como si fuera
un insecto.
—Nunca me has explicado porque huiste a las
montañas.
Le dio un vuelco el corazón, y depositó su
copa de vino sobre la mesa, con cuidado.
—Una antigua desavenencia familiar. Nada
importante.
—No acabé empapada en saliva de mula por
"nada". Me debes una explicación —Sus ojos brillaron feroces a la
luz de la lámpara—. Tiene algo que ver con el hecho de que los
maridos de tus hermanas no las acompañaran. ¿Qué te afectó
tanto?
El volvió a coger la copa de vino y bebió un
buen trago para evitar su mirada.
—Suéltalo jefe. La familia es importante;
sin ella no sabes quien eres. Créeme, lo sé. —Se bebió el resto del
vino y se echó hacia delante—. La tuya te ha defraudado y quiero
saber por qué. Dios sabe que tu madre y tus hermanas no son
exactamente Internet.
Él intentó interrumpirla encogiéndose de
hombros.
—Fue una discusión sin importancia.
Nada...
Ella se puso de rodillas y le cogió la cara
entre las manos.
—No me digas que no tiene importancia, Jess.
Dios sabe que yo daría todo lo que poseo a cambio de una familia
que me quisiera tanto como te quiere a ti la tuya. Abby me dijo que
algo que sucedió en el oeste te cambió. ¿Qué fue?
¿Cómo podía contarle que algunas noches
todavía se despertaba con los alaridos de agonía clavados en los
oídos y en el corazón? ¿Cómo podía decirle lo que había hecho, lo
que jamás podría olvidar, lo que nunca podría perdonarse a sí
mismo?
Aquellos penetrantes ojos negros se fijaron
en los suyos para luego alejarse durante un instante. De repente,
ella lanzó una exclamación.
—La pistola del huerto; eso tiene algo que
ver. Y luego está el episodio del banco. No sacaste tu arma. —Se
separó de él y empezó a pasear por la habitación—. ¿Qué clase de
policía no saca su pistola durante el atraco de un banco?
Ah, se estaba acercando al problema. Jess
soltó el aire que no se había dado cuenta que estaba
conteniendo.
—Un policía cuya familia lo considera una
deshonra para la profesión.
—¿Se trata de eso? ¿Los hombres de tu
familia no te hablan porque no usas tu pistola? —Se dio media
vuelta y se enfrentó a él—. Demonios, incluso yo sé que eso es una
estupidez y no tengo familia.
Ojalá fuera tan simple
como eso, pensó Jess, con una opresión en el pecho al recordar
insultos y acusaciones.
—¿Jefe?
¿Quién hubiera dicho que ella iba a ser tan
tenaz? Jess desvió la mirada hacia sus puños apretados. Si iba a
convertirse en su esposa, se merecía al menos una explicación sobre
el distanciamiento con su familia.
—Hace años juré no volver a dispararle a
otra persona. Cuando informé a mi padre de mi decisión, se ofendió
mucho y convocó una asamblea familiar.
—Con todos los hombres de la familia.
Él hizo una mueca. Abby ha estado ocupada.
Se recordó a sí mismo que Corrie iba a
formar parte de la familia pronto, o al menos así lo esperaba.
Tenía que saber la razón del distanciamiento. O al menos la parte
que él estaba dispuesto a compartir. Le indicó con un gesto que se
tranquilizara y continuó.
—Cuando llegaron, les comuniqué mi decisión
de no volver a usar mi arma contra ningún hombre. Entonces todos
pensaron que me había vuelto loco.
Y tal vez fuera verdad, en cierto
modo.
—No puedo decir que no esté de acuerdo con
ellos, jefe. Después de todo, un policía que no utiliza su
pistola...
—Dicho así, tienes razón, parece una locura,
pero recuerda que yo no había vuelto al oeste ni a una gran ciudad.
Había regresado a la provinciana Virginia del Este, a la ciudad en
la que había crecido. No a un semillero de delincuencia.
Corrie tomó asiento en el sofá, a su lado y
dobló las rodillas por debajo del dobladillo del camisón.
—No me lo estás contando todo.
Suéltalo.
—Como si fueran un solo hombre, todos me
respondieron que si me negaba a desenfundar el arma, como era mi
obligación, estaba firmando mi propia sentencia de muerte. Y que en
lugar de esperar a que me mataran, preferían considerarme muerto a
partir de ese momento —respondió él, con el corazón en un
puño.
—¡Hombres! —explotó ella, levantando las
manos—. ¿Quieres decir que no te hablas con ellos desde entonces,
debido a eso?
Él asintió. Debido a eso y a mucho
más.
—La clase de cosas estúpidas, tercas y
envenenadas por la testosterona que los hombres suelen hacer.
—Golpeó con ambas manos los cojines y lo miró furiosa.
Aunque no entendió todos los insultos, de
todos modos se molestó.
—Se trataba de un asunto de honor por ambas
partes.
—De acuerdo, me rindo. —Se levantó con
agilidad y sacó una botella de vino de algún sitio del
dormitorio.
Mientras la descorchaba y rellenaba los
vasos, iba refunfuñando por lo bajo.
—No puedo creer que rompieran la relación
contigo por algo tan poco convincente como eso —dijo, volviendo a
sentarse.
No tanto después de que él añadiera que
cuando mataban a un hombre cuando le detenían por un delito, no
eran mejores que los asesinos. Igual que en el ejército.
Igual que él.