EPILOGO
Cantabria, España, noviembre de 1919
Dio a luz a una niña a los tres meses justos de haber estallado la guerra en Europa, con las primeras lluvias del otoño que riegan los prados y oscurecen el mar.
Cuando la vieja partera del pueblo, la misma que había asistido a su madre el día que ella nació, se la puso entre los brazos, el dolor se convirtió en amor, la melancolía en dicha, la soledad en esperanza y supo exactamente hacia dónde la había conducido desde siempre su calamitosa vida. Todo cobró sentido cuando escuchó sus balbuceos suaves de gatito, mientras con la boquita abierta buscaba algo que chupar; descubrió lo que era el consuelo cuando su manita le rozó torpemente los labios que tan cerca de ella había puesto para besarle la diminuta frente; y cuando la observó abrir sus ojitos vacíos para mirarla a la cara sin verla, descubrió en ellos el gris del cielo de Brunstriech y de la mirada de su padre. Entonces sintió que ya nunca estaría sola.
Desde el momento en que supo que estaba embarazada, su obsesión fue crear un hogar para su hijo. Regresó a España, a sus raíces, allí donde ella había comenzado su andadura, con una maleta por todo equipaje y el dinero que había recibido del Gobierno francés por los servicios prestados. Nada más llegar al pueblo, buscó la vieja casa de sus padres y se detuvo a contemplarla, a empaparse otra vez de aquel lugar, a recorrer con la mirada la fachada de piedra con sus balcones y sus barandillas de hierro, con su amplia galería acristalada que miraba al mar y su puerta pintada de blanco sobre la que oscilaba aquel farolillo cuya luz amarilla había sido su guía durante las tardes de invierno, cuando regresaba a casa desde la escuela, Aquél era su hogar, el hogar que quería para su hijo. Y como si la casa, igual que una amiga fiel, hubiera estado siempre esperando a que ella regresase, un enorme cartel de EN VENTA colgaba de una ventana redecorada como si fuera una pancarta de bienvenida.
Estaba vieja y en mal estado por efecto del paso del tiempo y la falta de cuidados. Al tejado le faltaba alguna teja y no todas las ventanas conservaban los cristales. El herrín comenzaba a roer las barandillas y la pintura estaba desconchada y sucia. En el jardín de la parte de atrás la maleza había crecido sin tino y los rosales secos ya nunca volverían a dar rosas en primavera. Dentro hacía frío y la humedad calaba hasta los huesos, olía a moho y a cerrado, como una cripta, y el polvo y las telarañas tapizaban con paño ajado las esquinas. No tenía luz eléctrica, ni agua corriente. Pero según se paseaba por las habitaciones huecas y el crujido de la madera bajo sus pies resonaba como una música familiar, recordaba como si los estuviera viendo los muebles de su madre, cada uno en su lugar exacto, las chimeneas encendidas, los libros en las estanterías y los cuadros colgados de las paredes; recordaba cómo entraban los rayos de sol a través de las ventanas las mañanas de verano y cómo las lámparas pintaban de luz dorada el sofá las noches de invierno; recordaba el olor de las sábanas limpias en la cama y aquel rincón de su dormitorio en el que le gustaba pintar con sus lapiceros nuevos; recordaba la silueta de su madre, envuelta en un mandil blanco, frente a los fogones de la cocina donde siempre olía a sopa caliente y pan recién hecho; y también recordaba las tardes de primavera en el jardín al que le gustaba salir a jugar a la rayuela y a correr tras las mariposas, donde los pájaros solían anidar entre las ramas del abeto que daban una sombra frondosa a la mesa y a las cuatro sillas dispuestas para que los huéspedes tomasen el té. Aquella casa, y no el viejo cascarón desportillado que le habían vendido, era lo que había comprado. Aquélla sería la casa para su hijo.
Dedicó todo su esfuerzo, su tiempo y su dinero a reconstruir lo que un día fue su hogar. Cuando su hija vino al mundo, ya no faltaban tejas en el tejado, ni cristales en las ventanas; las barandillas y la puerta habían recuperado el blanco inmaculado; la casa relucía como los chorros del oro y en las chimeneas volvía a arder el fuego que caldeaba las habitaciones.
Pensó que la mejor manera de ganarse la vida y mantener a su pequeña era volver a poner en marcha la casa de huéspedes que un día regentó su madre. Sin embargo, no fue tarea fácil. Una mujer sola con un bebé, que afrontaba a diario la hostilidad de los lugareños, quienes apenas la recordaban vagamente y si lo hacían era por la relación escandalosa e indecente que su madre había tenido con aquel caballero francés, tenía que luchar el doble para salir adelante. No logró integrarse en aquella comunidad hermética de gentes del norte que la miraban como a una extranjera de apellido impronunciable, que nunca habían creído la historia de que el padre de su hija luchaba en la guerra y que murmuraban incesantemente cada vez que ella pasaba. Muchas noches, agotada al acabar el día, creía estar a punto de tirar la toalla; al amanecer, después de una noche casi en vela amamantando a la niña, las cosas no parecían diferentes… Pero entonces miraba a su pequeña, que empezaba a sonreír al ver la cara de su madre; se veía reflejada en sus ojitos grises y recobraba milagrosamente las fuerzas para continuar sobreviviendo.
Y así sobrevivió, sola con su hija, hasta que algún dios se acordó de ella y le sonrió.
Una tarde de verano, el pueblo sufría los rigores de una tormenta de esas que hacen historia y que en los anales del lugar quedó grabada desde el momento en que un rayo fue a caer sobre el corral del tío Fructuoso y mató a su mejor vaca lechera. Pero ella la recordaría por otro motivo, habían pasado diez meses desde que naciera la niña. Las reparaciones de la casa, los muebles que había comprado para acondicionar la pensión, la ropa de la criatura (pues ella nunca había aprendido a tejer) y otros muchos gastos estaban agotando a marchas forzadas sus ahorros. El dinero tocaba peligrosamente a su fin y a la pensión no había acudido ni un solo huésped. Comprobó alarmada que las cuentas comenzaban a no salir. Además, la pequeña tenía fiebres desde hacía días y lloraba de forma inconsolable sin que nada ni nadie pudiera calmarla. El médico local, que era también el veterinario, estaba muy ocupado atendiendo al perro, las dos gallinas y el ataque de nervios de la mujer del tío Fructuoso.
Cuando no sabía ya qué hacer para calmar a su hija, llamaron a la puerta.
—Buenas tardes tenga usté. Yo…
Bajo un aguacero torrencial, alzando la voz sobre el estruendo de un trueno que acababa de romper el cielo con un estallido de timbal, se encontró a una mujer desconocida.
—Lo siento, ahora no puedo atenderla.
Estaba demasiado apurada como para dedicarle un segundo y quiso volver a cerrar la puerta. Pero aquella mujer, asomándose por encima de su hombro para mirar al interior de la casa desde donde salía el llanto desconsolado de un bebé, se aventuró a decir:
—Esa criatura… ¿tiene dolor de oídos?
Hacía tiempo que nadie se había preocupado por ella o por su hija. El interés de aquella desconocida, aun pudiendo ser mera curiosidad, quebró su ánimo y a punto estuvo de derrumbarse.
—No… no lo sé. La verdad es que no lo sé. Tiene fiebre y no deja de llorar… —le explicó con tono angustiado.
—Pruebe a echarle unas gotitas de aceite de ajo en el oído y póngale una cataplasmita calente —gritó y gesticuló la mujer envuelta por la tormenta.
La miró desconcertada, aturdida por el ruido del agua y del llanto. Sus nervios estaban demasiado alterados y su mente parecía dominada por la desesperación. Aquellas sencillas instrucciones se le antojaron imposibles.
—¿Aceite de ajo? Pero…
La pequeña lloraba y lloraba. La lluvia caía y caía incesante, inclemente. Un relámpago iluminó el cielo con blanco fulgor; después, sobrevino otro trueno ensordecedor.
—Entre en casa, por favor. Está usted calándose —concedió al fin.
Cuando cerró la puerta y se amortiguó el ruido de la tormenta, sintió algo de alivio. Parecía que podía pensar con más claridad.
—Siempre que los críos lloran con semejante desesperanza es mayormente por los oídos. Pobreticos, se les enflaman y les duelen muchísmo. Hay que poneles calor para aliviar. Ya verá como con unas gotitas de aceite de ajo templao y una cataplasma de leche caliente se pone güeno.
Pasó al salón seguida de la mujer. Los bracitos y las piernecitas de su hija asomaban por la cuna, moviéndose convulsivamente al ritmo del llanto. La tomó en brazos y estrechó su cuerpecito caliente y sudoroso contra su pecho mientras le besaba con ternura la cabecita recubierta de una pelusilla suave.
—Si quié, yo puo prepáraselo. Lo hecho cienes de veces.
Al principio dudó, pero enseguida pensó que no tenía nada que perder. No era muy probable que un poco de aceite pudiera hacerle daño a la pequeña.
—Bueno… si… sí es usted tan amable. Tal vez le calme. Venga por aquí, a la cocina… Puede tomarse un café… está recién hecho.
—Yo no sé mucho de críos, pero en mi pueblo hay mucha cabra, ¿sabe? Los corderitos y los niños son mu parecíos, se lo digo yo.
El remedio surtió un efecto casi milagroso. La niña se calmó y se quedó dormidita. La fiebre empezó a remitir. La tormenta se apaciguó y dio paso al sol. Ambas mujeres se tomaron un café a la mesa de la cocina. Y Daría ya no dejó jamás aquella casa. Daría no era un diamante en bruto, sino en bestia. Pero tenía un corazón grande y una inteligencia que bebía de las fuentes del saber popular y de una vida cargada de sinsabores y peripecias. Nacida en un pueblo de Toledo, su madre murió de parto al traerla al mundo, dejándola sola con su padre, un gallo y dos gallinas que ponían los mejores huevos del lugar. Se había alimentado de huevos desde el día que nació y solía decir que los tenía bien puestos. Todas las mujeres del pueblo le hicieron un poco de madre mientras que Simón, el cabrero, ejerció bien poco de padre: se pasaba el verano en el monte y el invierno en la taberna. Aunque Simón era un hombre taciturno y de pocas palabras, en el trato con Daría siempre fue afable. El cabrero soportaba pacientemente el genio de su rebelde hija; a cambio, ella procuraba no inmiscuirse demasiado en las rutinas de su padre. Mal que bien el tiempo fue pasando hasta que llegó el día en el que Simón, sintiéndose viejo y al final de sus días, pensó que sería bueno tener un hombre en la familia que cuidase de Daría. El cabrero ignoraba que Daría sabía cuidarse muy bien sólita, pues lo había estado haciendo toda la vida, y decidió casarla con un mozo del pueblo que él mismo escogió sin contar con ella. Aquello sobrepasó los límites más bien escasos de la sumisión de la joven, no estaba dispuesta a acatar los deseos de su padre y menos tratándose de aquel mozo que tenía el dudoso honor de ser a la vez tonto y mala persona, cualidades estas que, a decir de Daría, rara vez aparecen juntas, pues es necesario tener seso en la mollera para obrar mal a sabiendas. Como Simón tampoco estaba dispuesto a ceder aquella vez, estalló el conflicto entre ambos, quedando zanjada la cuestión del casamiento con la huida furtiva de Daría una noche, hato al hombro, camino de Toledo.
Los avatares del destino la llevaron a Madrid, donde por recomendación de un primo suyo que se había colocado de portero en una finca de la calle Goya entró como criada en la casa de una familia de postín. Allí vistió un bonito uniforme azul con delantal y cofia, aprendió a planchar y a almidonar la ropa, a servir la mesa con guantes blancos y a doblar las servilletas en forma de cisne; acudió por primera vez a ver un pase del cine con un carbonero que la pretendía; y además de mandar unas perras a su padre fue capaz de hacer unos ahorrillos. Aquel año la vida parecía sonreírle a Daría, Sin embargo, no iba a durarle mucho la buena fortuna, Y es que los señores tenían un hijo un tanto desviado que solía afanar dinero del cajón del despacho de su padre para gastarlo ya no en mozas, lo cual hubiera sido motivo de orgullo para el progenitor, sino en efebos. Cuando el cándido señor se percató del hurto sistemático de sus cuartos, su furia resonó entre los muros de la casa. La madre del ladrón se aprestó no sólo a encubrir a su hijo y librarle de la cólera del padre, sino también a salvaguardar el buen nombre de la familia. Para ello, no dudó en acusar a una infeliz sirvienta y Daría se vio de un día para otro de patitas en la calle. Sin su última paga y sin carta de recomendación, aceptó desesperada la oferta de casamiento que le hizo el carbonero. Nunca se arrepentiría lo suficiente de haber tomado aquella decisión. El muy rastrero y despreciable vicioso se transformó después de pasar por el altar, como si en lugar de la hostia sagrada le hubieran dado una hostia de mala sangre. Llegaba todas las noches bebido a casa y le daba tales palizas a Daría que el morado empezó a ser el color habitual de su piel; amén de gastarse todos los ahorros de su esposa en vino y mujeres. Daría nunca había conocido tal maldad en los hombres, pues su padre, podía ser un pervertido —alguna que otra vez le había pillado en el corral con una cabra despanzurrada de gusto en la entrepierna—, pero desde luego no era un borracho y jamás le había puesto una mano encima por más que ella, con su mal carácter, se lo hubiera merecido en más de una ocasión. A los seis meses de ser maltratada, ultrajada y robada por su marido, abandonó el hogar conyugal no sin antes propinarle al carbonero tal patada en los mismísimos que el malnacido quedó doblado en el suelo y boqueando como un pez. Después de un tiempo vagabundeando por las calles de Madrid, comiendo de los restos de la basura y durmiendo en los portales, pero sin perder un ápice de la dignidad y el amor propio que le impedían regresar a casa de su padre, derrotada y frustrada su pequeña aventura, acabó por subirse a un vagón de tercera del expreso Madrid-Salamanca. Allí coincidió con una compañía de feriantes de Jaén que viajaban a Alba de Tormes con ocasión de las fiestas patronales para montar allí un tren de la bruja. Sólo el buen Dios sabe por qué les cayó en gracia y decidieron ofrecerle un puesto como sustituía del muchacho que hacía de bruja y que, tras recibir un chinazo en un ojo en respuesta a uno de sus escobazos, estaría unos meses fuera de servicio. Así fue como Daría recorrió la geografía española vestida de bruja y así fue como llegó ante la puerta de Isabel. No sabía muy bien cómo había ocurrido, ni qué buena estrella había llevado a Daría hasta su casa, ni por qué había acabado quedándose allí; sólo sabía que desde aquel momento su suerte cambió. Daría, que se consideraba una experta en atraer clientes al negocio, le pidió un día que escribiera unas cuartillas anunciando someramente la maravilla de lo que a partir de entonces ya no debían llamar jamás casa de huéspedes, sino hotelito de mar y montaña. Daría era analfabeta, no sabía escribir y apenas leía unas pocas palabras cuya forma había memorizado, pero tenía las ideas muy claras. Con las cuartillas que Isabel preparó, puso rumbo a Santander y las fue repartiendo por los cafés elegantes de la ciudad, adonde asistía lo más granado de la sociedad santanderina. Al poco tiempo, como por arte de magia, la casa se llenó de caballeros adinerados y damas bien que gustaban de pasear por la playa en verano y por el prado en invierno, y que en el hotel disfrutaban con la magnífica cocina de Daría, que preparaba con mano divina el pescado a la brasa, la menestra con verdura recién cogida de su pequeña huerta y un flan que se deshacía en la boca.
Incluso empezaron a congraciarse con la gente del pueblo. En especial desde el día que encalló un barco en las traicioneras rocas que había delante de la playa y ella y Daría se pasaron la noche preparando chocolate con picatostes para los infortunados náufragos y los valerosos voluntarios que participaron en el rescate. Desde entonces, los aldeanos empezaron a ver a aquel curioso trío de féminas como una familia más; las saludaban cortésmente por la calle, las convocaban a las reuniones del Ayuntamiento y de la Parroquia y, de vez en cuando, el tío Fructuoso les regalaba una cesta de sus mejores higos con los que Daría hacía una mermelada que estaba para chuparse los dedos.
Por primera vez en su vida, Isabel descubrió qué era tener un hogar. De eso hacía ya casi cuatro años.
Iba mediado noviembre. La tarde, húmeda y fría, se presentaba tranquila, por lo que había decidido que sería un buen momento para encaramarse a una escalera y limpiar a conciencia los cristales de la galería antes de que el salitre y la lluvia enturbiaran la hermosa vista sobre la playa. Apenas había comenzado su tarea cuando entró Daría pizpireta y arrebolada por la puerta colocándose cuatro pelos fugitivos de su moño y estirándose nerviosamente el mandilón. Su voz atiplada quebró la paz de la estancia:
—¡Isabé…!
Daría siempre la llamaba por su nombre de pila aunque luego la tratara de usted. Isabel le había invitado repetidas veces a que le apease el tratamiento, pero ella insistía en que a las mujeres de buena clase no podía tutearlas. «Es una custión de prencipios, mire usté.»
—¡Isabé!
—Dime, Daría —respondió distraída a la insistente llamada sin dejar de pasar el trapo, deleitándose en la cada vez mayor transparencia del cristal.
—Ahí fuera hay un caballero, mu fisno y legante, que ice que quié verla. Ya le icho que está usté ocupa, pero mire que insiste.
Por fin desvió la atención de la limpieza para mirar a Daría.
—¿Un caballero?
—Mismamente. Y bien plantao a decir verdá. Amos, que porque esta menda es decente, recatá, temerosa de Dios nuestro Señor y no quié ver a un hombre ni en pintura, pero le entran ganas a una de meterle un par de meneos contra el bragueño del recibidor u antesalita que…
—Daría, por Dios —la reprendió con desgana.
Normalmente la mujer solía crecerse con sus reprimendas. No entendía por qué a las cosas no se les podía llamar por su nombre; ¿es que no se habían hecho para eso las palabras?; ¿es que con lo que costaba pronunciarlas no iban a poder usarse?
—Pa mí que es uno de esos comerciantes de postín de la ciudad. Buen mozo, educaíto y con un pico que pa qué. Pero no se fíe, no, que a la mínima le coloca un tónico capelar pa los pelos del sobaco, se lo digo yo.
Isabel meneó la cabeza por toda respuesta.
—Bueno, ¿qué?, ¿le doy boleto?
—No, no. Pásalo al salón, anda. Yo voy enseguida.
Daría dejó voluntariosa la habitación dispuesta a cumplir con su cometido. Entretanto, ella volvió a concentrarse en su labor, especialmente en una esquina donde la suciedad se había metido entre las rendijas del plomo de la vidriera y estaba resultando particularmente laborioso quitarla. Probó con un paño, una rasqueta, incluso con la punta de un cuchillo, pero no acababa de quedar bien del todo.
Odiaba dejar un trabajo a medias, pero ya había pasado un buen rato desde que Daría se marchara. O, al menos, eso le parecía a ella. Contrariada por la inoportunidad de la visita, dejó el cuchillo sobre el último peldaño de la escalera y se volvió para bajar.
El oxígeno se volatilizó. Sus pulmones se olvidaron de respirar y su corazón de latir. La escalera pareció adquirir de pronto metros y metros de altura y el vértigo se apoderó de ella cuando al mirar hacia abajo lo vio allí de pie, observándola de hito en hito, saboreándola con los ojos; con la voz y la expresión del rostro mudas.
Ella tampoco encontró la manera de articular una sola palabra y, como fiel reflejo de lo que él hacía, le miró y le miró, esperando que aquello no fuera una ilusión de sus ojos cansados; de su mente obsesionada. Pero la imagen permanecía inalterable en mitad de la habitación, tal y como ella la recordaba, tal y como había quedado impresa en aquel rinconcito de su memoria que siempre reservaba para él; en aquel lugar, justo en el corazón. No fue sorpresa lo que sintió: fue alegría, paz, alivio, consuelo. De pronto, supo que aquellos cinco años de lucha habían tenido sentido porque le esperaba a él, porque había construido un hogar al que él había llegado, porque había guardado en la vitrina del comedor una botella de whisky para que él tomase su copa de la noche. Era como si siempre hubiera sabido que él la encontraría. Siempre.
—Lizka…
Un nombre para ella que solamente era de él. Apenas fue capaz de pronunciarlo. ¡Cuántas veces se había despertado en mitad de la noche gritándolo! ¡Cuántas veces había perdido la esperanza de volver a verla! ¡Cuántas veces había llorado de angustia al creer que el tiempo comenzaba a borrar el recuerdo de su rostro! Y ahora la tenía delante, tan bella como siempre, tal y como ella era.
Había pasado tanto tiempo…
Pocos meses después de estallar la guerra, el Ejército imperial austríaco requisó el castillo de Brunstriech como centro militar de operaciones. Trató de marcharse con su familia a la Suiza neutral pero su madre, que nunca había vuelto a ser la misma desde la muerte de Lars, deprimida, enajenada y enferma, no tardó en compartir el destino del amado primogénito. Murió antes de que llegaran a la frontera del país alpino. A su madre le siguió Nadjia. Embarazada de su primer hijo, su frágil constitución no pudo soportar los rigores de aquel viaje a través de una Europa en combate, con una criatura en su seno. Durante el parto, Nadjia y el bebé fallecieron.
¡Por todos los Santos que lo había intentado! ¡Había intentando olvidarla; extirparla de su vida como se extirpa un órgano infectado que ya sólo causa dolor! ¡Había intentado llevar una vida normal: hacer feliz a su mujer y esperar con ilusión a su hijo! ¡Por todos los Santos que lo había intentado! Pero cuando su pasado se desvaneció como un mal sueño, cuando su presente dejó de ser un compromiso, entonces se dio cuenta de que no había conseguido expulsarla; sólo había estado atada y amordazada en un rincón remoto de su corazón dormido, pero siempre allí: en cada movimiento que hacía y cada movimiento que contenía, en cada palabra que decía y cada palabra que callaba, en cada mirada que ofrecía y cada mirada que escondía, en cada vigilia y en cada sueño, en cada inspiración y en cada expiración, en cada gesto, en cada parpadeo, en cada suspiro, en cada pensamiento, en cada latido… siempre allí, como un dolor crónico, punzante pero silencioso, con el que se había acostumbrado a vivir.
Cuando se derrumbó su castillo de naipes el dolor volvió a hacerse agudo, insoportable; volvió a hacerle gritar de desesperación. Ella se convirtió de nuevo en su obsesión, en su delirio y en su desvelo. Ella volvió a ser lo único que tenía sentido en su vida; ella volvió a ser lo único que tenía valor. Nunca había dejado de serlo. En realidad, sólo por ella se había esforzado en sobrevivir. Y como no podía ser de otra manera sólo hacia ella volvió a encaminar su existencia.
Habían sido cuatro largos años de penosa búsqueda; cuatro años durante los cuales había dado tumbos de país en país sorteando la guerra, deambulando sobre las cenizas de una Europa destrozada por la sinrazón de un conflicto sangriento, empleando su influencia y sus contactos para localizarla… Cuatro años que habían llegado a su fin.
Por el pasillo que daba a la galería se escucharon los pasos inconfundibles de su hija. Pronto apareció por la puerta: puesto el mandilón blanco que con tanto mimo Daría le almidonaba, una media por la rodilla y otra por el tobillo, los tirabuzones alborotados y las mejillas arreboladas por el juego y la carrera.
La niña abrió la boca como para decirle algo pero su atención se desvió inmediatamente hacia aquel señor desconocido que estaba con su madre. Lo miró de arriba abajo antes de sonreírle y por fin le dijo con voz de campanita:
—Yo ya tengo cuatro años.
En su mano cuatro dedos bien estirados corroboraban la afirmación.
—El sólo tiene un mes —añadió mirando al perrito que con dificultad sujetaba entre los brazos—. Se llama Blas.
Volvió a mirar a Karel con ojillos curiosos, ladeando la cabeza como si así pudiera estudiarle mejor.
—¿Quiere acariciarle? —le ofreció acercándole el cachorrillo colgado de sus manos por las patas delanteras—. Con mucho cuidadito, que es chiquirritín.
Karel sonreía cuando se agachó para pasar las manos por el suave lomo del animalillo.
—¿Sabes? —le dijo a la niña—. Yo tuve un perrito muy parecido a éste. También era de color crema y se llamaba Bach.
Al volver a escuchar su voz profunda y aterciopelada, Isabel, que desde lo alto de la escalera observaba emocionada la escena, se estremeció.
La pequeña sonrió de medio lado con la barbilla metida en el hombro en pícaro gesto y sin más salió corriendo por el pasillo. Sin embargo, no tardó en volver a asomar la naricilla.
—Mamá…
—Dime, cariño.
—Dice Daría que cuántos tenedores pone en la mesa.
—Dile que cuatro.
—Vale.
Y cumplido el encargo, se marchó con el eco de una carrera que se perdía por la casa.
—Yo… Será mejor que me vaya. No he venido en buen momento…
El semblante de Karel se había vuelto grave. Su voz reflejaba turbación. Después de tantos años… Tenía que haber pensado que lo más probable era que ella no le hubiese esperado.
—La cena estará lista en un minuto. ¿Por qué no vamos pasando al comedor? Tengo tantas cosas que contarte… —le iba diciendo Isabel según bajaba de la escalera.
No tuvo que pensar en cómo lo haría, en cómo vencería el miedo a mirarle a los ojos, a tenerle cerca. Su abrazo fue su refugio, su fuerza y su consuelo.
—Mira que eres tontorrón —le susurró con la cara hundida en su cuello—. ¿Es que no te has dado cuenta? La niña tiene tus ojos.
Isabel creyó sentir que Karel comenzaba a temblar.
—Bienvenido a casa, amor mío.