11
Cabello oscuro, ojos oscuros; los noté en seguida. El viento le apartaba el pelo de la cara, mostrando la frente más bien ancha, los ojos hundidos. Gracia siempre había sido demasiado delgada, y el viento no la favorecía. Llevaba puesto su viejo abrigo de pieles, el que habíamos comprado en un puesto de Camden Herald un sábado por la tarde, en el verano, el que tenía el forro roto y rasgones debajo de las mangas. Ella nunca se lo abotonaba, y se lo cerraba en el frente metiendo las manos en los bolsillos. Sin embargo se mantenía erguida, mostrándose ante mí, dejando que el viento la azotara. Era como siempre había sido: alta, angular de facciones, desaliñada e informal, fuera de lugar al aire libre o en el campo, más adecuada a los apartamentos y las calles de Londres, los subsuelos de las ciudades. Allí ella se integraba, aquí era incongruente. Sangre gitana, me había dicho en una ocasión, pero raras veces salía de Londres, jamás había conocido la carretera.
Fui hacia ella, sorprendido tanto por lo familiar de su aspecto como por el hecho de que estuviese allí. Yo no estaba pensando, sólo notando. Hubo un momento embarazoso, cuando estuvimos frente a frente junto a su coche, sin que ninguno de los dos dijera nada, luego, espontáneamente, nos precipitamos el uno en brazos del otro. Nos estrechamos con fuerza, las caras muy juntas sin besarnos; ella tenía las mejillas frías, y la piel del abrigo estaba húmeda. Sentí una oleada de alivio y de felicidad, maravillado de que ella estuviera sana y salva y de que nos encontrásemos otra vez. La estrechaba contra mí, reteniéndola, no queriendo soltar la realidad de su cuerpo frágil, y pronto estuve llorando con ella. Gracia nunca me había hecho llorar, ni yo a ella. En Londres habíamos sido sofisticados, sea lo que fuere lo que eso quiera decir, aunque al final, en los meses que precedieron a nuestra separación, había habido una tirantez en nosotros que no era más que una represión de las emociones. La frialdad con que nos tratábamos mutuamente se había convertido en un hábito, una pose que se había trocado en una especie de naturaleza. Hacía demasiado tiempo que nos conocíamos para romper con nuestros esquemas.
Repentinamente, supe que Seri, por quien yo trataba de entender a Gracia, nunca había existido. Gracia, apretándose a mí con tanta fuerza como yo me apretaba a ella, desafiaba toda definición. Gracia era Gracia: voluble, olorosa, caprichosa, imprevisible, rara. A Gracia sólo podía definirla estando con ella, y así, a través de ella, me definía a mí mismo. La estreché con más fuerza, apretando los labios contra su cuello blanco, gustándola. El abrigo de piel se le había abierto cuando se adelantaba a abrazarme, y yo podía sentir su cuerpo delgado a través de la blusa y la falda; había usado la misma ropa cuando la vi por última vez, a fines del invierno anterior.
Al fin me aparté de ella, pero le retuve las manos. Gracia se quedó allí mirando al suelo; luego me soltó las manos y se sonó la nariz con un pañuelo de papel. Sacó del auto su bolso, se lo colgó al hombro y cerró de golpe la portezuela. Yo la abracé otra vez, rodeándole la espalda, pero sin apretarla contra mí. Ella me besó, y nos reímos.
—No pensaba que te volvería a ver —dije.
—Ni yo. No quise verte, durante mucho tiempo. —¿Dónde has estado viviendo?
—Me mudé con un amigo. —Por un instante había desviado la mirada—. ¿Y qué ha sido de ti?
—Estuve un tiempo en el campo. Tenía que aclarar algunas cosas. Desde entonces he estado con Felicity.
—Lo sé. Ella me lo dijo.
—¿Es por eso que…? Gracia miró de soslayo el Volvo de James.
—Felicity me dijo que estarías aquí. Yo quería volver a verte.
Felicity, por supuesto, había arreglado el encuentro. Después del fin de semana que yo había pasado en Sheffield con Gracia, Felicity había salido de su norma para tratar de hacer amistad con ella. Pero las dos mujeres no eran amigas, en el sentido usual de la palabra. El acercamiento de Felicity a Gracia había sido un gesto político, significativo para mí. Ella veía a Gracia como una víctima de mis defectos, y ayudar a Gracia era una forma de expresar su desaprobación; y había algo más general: responsabilidad, y hermandad entre mujeres. Un hecho revelador era que Felicity no hubiese arreglado el encuentro en Greenway Park. Probablemente despreciaba a Gracia sin saberlo. Gracia no era nada más que un pájaro herido, alguien a quien se podía ayudar con una tablilla y una cucharada de leche. Le interesaba, naturalmente, porque era yo quien había causado la herida.
Echamos a andar en dirección a la aldea, tomados de la mano y con los hombros muy juntos, indiferentes al frío y el viento. Yo estaba mentalmente vivo, presintiendo un nuevo paso adelante. No me había sentido así desde antes de que muriera mi padre. Había vivido demasiado tiempo obsesionado con el pasado, demasiado preocupado por mí mismo. Todo cuanto había estado conteniendo dentro de mí como en una presa fluía ahora hacia su cauce: Gracia, parte de mi pasado que retornaba.
La calle principal de la aldea era estrecha y sinuosa, apretada entre las casas grises. El tránsito la recorría, estrepitoso, levantando un fino rocío con los neumáticos.
—¿Podremos encontrar un sitio donde tomar café? —dijo Gracia. Siempre había bebido cantidades de café instantáneo barato, demasiado flojo y con azúcar blanca. Le estrujé la mano, acordándome de una discusión estúpida que habíamos tenido.
En una minúscula calle transversal encontramos un café, la sala del frente de una casa con una galería abierta y un gran ventanal de vidrio esmerilado y mesas con tapa de metal. Exactamente en el centro de cada una de ellas había un pequeño cenicero de cristal. Estaba tan silencioso cuando entramos que supuse que el lugar estaría cerrado, pero después de que estuvimos sentados uno o dos minutos, una mujer con un delantal de cocina de algodón azul vino a anotar nuestro encargo. Gracia pidió dos huevos escalfados, y café; había salido de casa a las siete y media, dijo.
—¿Todavía estás parando en casa de tu amigo? —le pregunté.
—Por el momento. Esa es una de las cosas de que quiero hablar contigo. Tengo que mudarme pronto, pero está por desocuparse un lugar. Quiero saber si me conviene tomarlo o no.
—¿Cuánto cuesta?
—Doce libras semanales. Renta subsidiada. Pero es un subsuelo, y en un barrio no muy bueno.
—Tómalo —le dije, pensando en los alquileres de Londres.
—Eso es todo lo que quería saber —dijo Gracia, y se puso de pie—. Ahora me iré.
—¿Qué?
La miré perplejo mientras ella se alejaba hacia la puerta. Pero yo me había olvidado de su extravagante sentido del humor. Se inclinó hacia delante contra el empañado cristal de la ventana, trazó en él un garabato con la punta del dedo, y volvió a la mesa. Me revolvió el cabello al pasar. Antes de sentarse otra vez, se desprendió con un movimiento de hombros del abrigo de pieles y lo dejó caer sobre el respaldo de la silla.
—¿Por qué no me escribiste, Peter?
—Lo hice… pero tú nunca me contestaste.
—Quizá fue demasiado pronto. ¿Por qué no volviste a escribir?
—No sabía dónde estabas. Y no estaba seguro de que tu compañera te entregara las cartas.
—Podías haberme buscado. Tu hermana me encontró.
—Lo sé. La verdadera razón es… No creía que quisieras tener noticias mías.
—Oh, quería. —Tenía el cenicero en los dedos y lo hacía girar, esbozando una sonrisa—. Creo que deseaba tener la oportunidad de echarte de nuevo. Por lo menos al principio.
—En verdad, yo no sabía lo preocupada que estabas —dije, y el diablo de la conciencia me recordó aquellos días calurosos del verano, cuando escribía obsesivamente sobre mí mismo. Había tenido que ahuyentar a Gracia de mis pensamientos, necesitaba entonces encontrarme a mí mismo. ¿Era esta la verdad?
La mujer volvió en ese momento, puso sobre la mesa dos tazas de café. Gracia le echó una cantidad exagerada de azúcar y revolvió el líquido lentamente.
—Mira, Peter, ahora todo ha pasado. —Me tomó la mano por encima de la mesa, oprimiéndola con firmeza—. Lo he superado. Tuve muchos problemas, y por un tiempo fue bastante difícil. Necesitaba un descanso, eso es todo. Vi a otra gente, hablé mucho. Pero ya se me ha pasado. ¿Y a ti?
—Creo que también —dije.
El hecho era que Gracia ejercía una influencia sexual irresistible sobre mí. Cuando rompimos, una de las cosas peores era el pensamiento de que pudiera acostarse con otro. Ella había sugerido a menudo esa posibilidad como una amenaza tácita, la había utilizado para mantenernos unidos y en última instancia nos había separado. Cuando me convencí por fin de que nuestra ruptura era irremediable, la única forma que tuve de afrontarla fue excluir a Gracia de mis pensamientos. Mis sentimientos posesivos eran irracionales, ya que, a pesar del magnetismo sexual, con frecuencia no habíamos sido buenos amantes el uno para el otro, pero de todos modos mi conciencia de su sexualidad estaba intensamente presente en todo cuanto yo hacía con ella y en cada uno de mis pensamientos sobre ella. Ahora me daba cuenta de eso, sentado allí con ella en aquel desolado café: el cabello despeinado, la ropa suelta y descuidada, la tez pálida, la vaguedad de la mirada, la tensión interior. Por sobre todo, tal vez, el hecho de que Gracia siempre me había querido, aun cuando yo no lo mereciera, o cuando sus neurosis aparecían como interferencias de radio a nuestros intentos de comunicarnos.
—Felicity me dijo que no estabas bien, que has estado comportándote de una manera extraña.
—Cosas de Felicity —dije.
—¿Estás seguro?
—Felicity y yo nos entendemos demasiado bien —le dije—. Nos hemos alejado. Quiere que yo sea como ella. Tenemos diferentes escalas de valores.
Gracia había arrugado el ceño y miraba el fondo de su taza de café.
—Me contó cosas espantosas de ti. Yo quería verte.
—¿Es por eso que estás aquí?
—No… sólo en parte.
—¿Qué clase de cosas te estuvo contando?
Siempre esquivando mi mirada, ella dijo:
—Que estabas empinando el codo otra vez, y que no comías decentemente.
Una sensación de alivio de que eso fuese todo.
—¿Y te parece que puede ser verdad?
—No lo sé.
—Mírame y contéstame.
—No, no lo parece.
Me había echado una ojeada rápida, pero ahora, mientras vaciaba su taza, había vuelto a desviar los ojos. La mujer trajo el plato de huevos.
—Felicity es materialista —dije—. Está llena de ideas equivocadas con respecto a mí. Todo lo que quería hacer después de que rompimos era escaparme a solas a alguna parte y tratar de ver las cosas claras.
Me interrumpí, pues de pronto me había importunado uno de esos pensamientos parásitos que se habían vuelto tan frecuentes en las últimas semanas. Sabía que no le estaba diciendo a Gracia toda la verdad; de algún modo mi manuscrito me había quitado esa clase de sinceridad, absorbiéndola. Sólo allí estaba la verdad. ¿Tendría algún día que mostrárselo a Gracia?
Esperé mientras Gracia terminaba su comida —comió con rapidez el primer huevo, luego picoteó el segundo; nunca le había prestado atención durante mucho tiempo a la comida y luego pedí otros dos cafés—. Gracia encendió un cigarrillo. Yo había estado esperando que lo hiciera, preguntándome si todavía fumaba. Entonces le dije:
—¿Por qué no pudiste verme el año pasado, después de la pelea?
—Porque no podía, eso es todo. Me habían pasado muchas cosas, y todavía era demasiado pronto. Yo quería verte, pero tú siempre me criticabas tanto. Estaba desmoralizada. Necesitaba tiempo para poner las cosas en orden.
—Lo siento —dije—. No tenía que haberlo dicho.
Gracia sacudió la cabeza.
—Ya no significa nada.
—¿Es por eso que estás aquí?
—He aclarado las cosas. Ya te lo he dicho, me siento muchísimo mejor.
—¿Has estado con otro fulano?
—¿Por qué?
—Porque tiene importancia. Quiero decir, la hubiera tenido. —Tuve la sensación de que estaba pisando terreno peligroso, desbaratando algo.
—Estuve con alguien por un tiempo. Eso fue el año pasado.
El año pasado: las palabras lo hacían sonar como si fuera mucho tiempo atrás, pero el año pasado era apenas tres semanas antes.
Ahora era yo quien desviaba la mirada. Ella conocía la irracionalidad de mis sentimientos posesivos.
—Era sólo un amigo, Peter. Un buen amigo. Alguien que conocí y que ha estado cuidando de mí.
—¿Es el amigo con el que todavía estás viviendo?
—Sí, pero voy a mudarme. No seas celoso, por favor, no seas celoso. Yo estaba sola, y tuve que internarme en el hospital, y tú no estabas cuando salí, y Steve apareció justo cuando yo lo necesitaba.
Quería preguntarle por él, pero al mismo tiempo pedirle que delimitáramos nuestros territorios, no escuchar respuestas. Era estúpido e injusto, pero aborrecía a ese Steve por ser quien era, por ser un amigo. Lo aborrecía más aún por despertar en mí un sentimiento, los celos, de los que había tratado de liberarme. Al dejar a Gracia me había purgado de ellos, creía, porque sólo con ella habían sido tan agudos. Steve se convertía, en mi imaginación, en todo aquello que yo no era, todo aquello que yo jamás podía ser.
Sin duda Gracia vio todo eso en mis ojos, porque dijo:
—No es razonable tu reacción.
—Lo sé, pero no puedo evitarla.
Depositó el cigarrillo en el cenicero y otra vez me tomó la mano.
—Mira, no se trata de Steve —me dijo—. ¿Por qué crees que hoy he venido aquí? Te quiero a ti, Peter, porque todavía te amo, a pesar de todo. Quiero intentarlo de nuevo.
—Yo también —dije—. Pero ¿no volveremos a las andadas?
—No. Yo haré todo lo posible para que no. Cuando rompimos, comprendí que teníamos que pasar por todo eso para estar seguros. Era yo la que estaba mal, antes. Tú hacías tantos esfuerzos, tratando de conciliar las cosas, y yo todo cuanto hacía era destruir. Yo sabía lo que estaba pasando. Lo sentía dentro de mí, pero estaba obsesionada conmigo misma, era tan miserable. Empecé a detestarte porque tú ponías tanto empeño, porque no veías lo aborrecible que era yo. Te odiaba porque tú no querías odiarme.
—Yo nunca te odié —dije—. Las cosas anduvieron mal, sencillamente, una y otra vez.
—Y ahora sé por qué. Todas aquellas cosas que antes creaban tensiones, han desaparecido. Tengo un empleo, un sitio donde vivir, he vuelto a ponerme en contacto con mis propios amigos. Antes dependía para todo de ti. Ahora es diferente.
Más diferente de lo que ella pensaba, porque yo también había cambiado. Era como si ella poseyera ahora todas las cosas que antes fueron mías. Mi única posesión era ahora el conocimiento de mí mismo, y ese conocimiento estaba en el papel.
—Déjame pensar —dije—. Yo quiero probar de nuevo, pero…
Pero había convivido tanto tiempo con la incertidumbre, que me había acostumbrado a ella; la normalidad de Felicity, la seguridad de James me repugnaban. Me complacía en la inseguridad de la próxima comida, en las mórbidas fascinaciones de la soledad, la vida introspectiva. En la incertidumbre y la soledad me volcaba hacia dentro, descubría mi verdadero ser. Otra vez habría un desequilibrio entre Gracia y yo, del mismo tipo pero hacia el lado opuesto. ¿Lo soportaría yo mejor que ella?
Yo amaba a Gracia; lo supe mientras estaba allí, sentado con ella. La amaba más de lo que nunca había amado a nadie, incluso a mí mismo. Sobre todo más que a mí mismo, porque yo era explicable sólo en el papel, sólo por medio de la ficción y una memoria imperfecta. Había una fidelidad para conmigo mismo en el manuscrito, pero era producto de un artificio. Yo había necesitado reinventarme, pero jamás podría haber inventado a Gracia. Recordé mis titubeantes intentos de describirla a través de la muchacha, Seri.
Había omitido tantas cosas, y para compensar las omisiones la había hecho sencillamente dúctil. Esa palabra jamás podría aplicársele a Gracia, y ninguna otra la describiría exactamente. Gracia se resistía a toda descripción, mientras que yo me había definido a mí mismo con facilidad.
No obstante, el intento había cumplido su propósito. Creando a Seri, yo había fracasado, pero en cambio había descubierto otra cosa. Gracia estaba afirmada.
Los minutos pasaban en silencio y yo seguía con la mirada fija en la superficie de la mesa mientras sentía agitarse dentro de mí mis complejos sentimientos y emociones.
Experimentaba otra vez los mismos impulsos que me habían llevado a mis primeros intentos de escribir: el deseo de poner en orden mis ideas, de racionalizar lo que acaso fuera mejor dejar en la penumbra.
Así como yo en adelante siempre sería un producto de lo que había escrito, así también yo entendería a Gracia a través de Seri. Su otra identidad, la maleable Seri de mi imaginación, sería la clave de su realidad. Yo nunca había llegado a entender del todo a Gracia, pero a partir de ahora Seri estaría allí para hacerme reconocer lo que en verdad comprendía de ella.
Las islas del Archipiélago de Sueño estarían siempre conmigo; Seri siempre sería una presencia en mis relaciones con Gracia.
Necesitaba simplificar, dejar que cediera la turbulencia. Yo sabía demasiado y comprendía demasiado poco.
Y en el centro de todo había un absoluto: que yo había descubierto que aún amaba a Gracia. Le dije:
—Siento de veras que las cosas anduvieran mal, antes. No fue culpa tuya.
—Bueno, lo fue.
—Eso no me importa. También fue culpa mía. Es todo parte del pasado. —Inopinadamente, se me ocurrió que también eso, la ruptura, había sido de algún modo definida por mi manuscrito. ¿Pudo haber sido tan simple como eso?—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Lo que tú quieras. Es por eso que estoy aquí.
—Necesito alejarme de Felicity —dije—. Estoy parando en su casa sólo porque no tengo ningún otro lugar adonde ir.
—Te dije que voy a mudarme. Esta semana, si puedo. ¿Quieres hacer la prueba de vivir conmigo?
Cuando caí en la cuenta de lo que había dicho sentí un estremecimiento de excitación sexual; nos imaginé haciendo de nuevo el amor.
—¿Qué piensas tú de eso? —dije.
Gracia sonrió. Nunca habíamos vivido realmente bajo el mismo techo, si bien en el apogeo de nuestra relación a menudo pasábamos juntos varias noches consecutivas. Ella siempre tenía su casa, y yo la mía. En el pasado nos habíamos resistido a la idea de ir a vivir juntos, acaso porque los dos temíamos que pudiéramos cansarnos el uno del otro.
En última instancia, menos que eso había sido necesario para separarnos.
—Si yo viviera contigo por no tener ningún otro sitio adonde ir —le dije—, fracasaría. Y tú lo sabes.
—No lo pienses de ese modo. Es invitar al fracaso. —Se inclinaba hacia mí a través de la mesa, y nuestras manos seguían entrelazadas—. Yo ya lo he pensado. Vine hoy aquí a causa de lo que he decidido. Fui estúpida antes. Fue culpa mía, digas lo que digas. Pero yo he cambiado, y me parece que tú también has crecido. Era puro egoísmo lo que antes me hacía reaccionar contra ti.
—Yo fui muy feliz —dije, y repentinamente nos estábamos besando, buscándonos desmañadamente el uno al otro a través de la superficie de la mesa. Volcamos la taza de café de Gracia, que cayó al suelo, rompiéndose en pedazos. Empezamos a tratar de secar el café derramado con servilletas de papel, y la mujer acudió, con un paño. Más tarde, caminamos por las calles frías de Castleton, y tomamos por un sendero que subía a una de las colinas.
Cuando hubimos trepado alrededor de un cuarto de hora, llegamos a un lugar por encima de la línea de los árboles desde donde podíamos ver a nuestros pies toda la aldea. En el parque, la portezuela trasera del Volvo estaba abierta. Entre tanto habían llegado varios coches más, y estaban aparcados en hilera junto al Volvo. En medio de ellos estaba el de Gracia; ella me había dicho que sabía conducir, pero en todo el tiempo que la había conocido nunca había tenido un coche.
Observamos desde arriba el pequeño grupo familiar de Felicity reunido alrededor del coche. Gracia dijo:
—No tengo ganas de encontrarme con Felicity hoy. Le debo demasiado.
—También yo —dije, sabiendo que era verdad, y odiándola aún, a pesar de todo. Hubiera preferido no volverla a ver nunca más, tan confusos eran mis sentimientos hacia ella. Me acordé de la petulancia de James, de los aires de superioridad de Felicity. Aunque era verdad que yo me aprovechaba de ellos, que vivía a costa de Felicity, aborrecía todo cuanto ellos representaban y rechazaba todo lo que me ofrecían.
Hacía frío en la ladera de la colina, con el viento que descendía en espiral desde los páramos, y Gracia se apretó contra mí.
—¿Vamos a alguna parte? —dijo.
—Me gustaría pasar la noche contigo.
—A mí también… pero no tengo dinero.
—Yo tengo suficiente —dije—. Mi padre me dejó algo, y he estado viviendo de eso todo el año. Busquemos un hotel.
Cuando estuvimos de regreso en la aldea, Felicity y los otros se habían marchado otra vez. Escribimos una nota y la dejamos bajo el limpiaparabrisas; luego fuimos a Buxton en el auto de Gracia.
El lunes siguiente fui con Gracia a Greenway Park, reuní mis cosas, le agradecí a Felicity efusivamente todo lo que había hecho y me fui de la casa lo más pronto que pude.
Gracia me esperaba en el coche y Felicity no salió a verla. La atmósfera fue tensa en la casa durante todo el tiempo que estuve allí. Se reprimieron los resentimientos y las acusaciones. Yo tuve un presentimiento súbito, misterioso, de que era la última vez en mi vida que veía a mi hermana, y que ella también lo sabía. La idea me dejó impávido, y, sin embargo, cuando viajábamos por la atestada autopista rumbo a Londres, yo no pensaba en Gracia y lo que estábamos a punto de iniciar, sino en mi descomedido e inexplicable odio por mi hermana. Tenía mi manuscrito a salvo en mi bolsón, y resolví que tan pronto como llegara a Londres y me sobrara tiempo releería los pasajes que se referían a Kalia, y trataría de entender. Me parecía, mientras viajábamos, que todas mis debilidades y flaquezas estaban explicadas para mí en el manuscrito, pero que además estaban en él las claves de un nuevo comienzo.
Yo lo había creado a fuerza de imaginación; ahora podría dar rienda suelta a esa imaginación para que me ayudara a comprender mi propia vida.
Así, me parecía que estaba yendo de una isla a otra isla. A mi lado estaba Seri, y detrás de mí estaban Kalia y Yallow. A través de ellos podría descubrirme a mí mismo en el radiante paisaje de la mente. Tenía la sensación de que veía al fin una forma de liberarme de las limitaciones de la página. Ahora había dos realidades, y cada una de ellas explicaba la otra.