20

Lareen volvió por la mañana y trajo la buena noticia de que me darían de alta en la clínica dentro de cinco días. Yo le di las gracias, pero estaba ansioso por saber si sacaría el manuscrito mecanografiado. Si lo había traído consigo, aún lo tenía en el bolso.

Aunque estaba impaciente, me dispuse para la mañana de trabajo con ella y Seri.

Ahora que sabía que la falibilidad era una virtud, la usaba para fines estratégicos. Durante el almuerzo las dos mujeres conversaron entre ellas en voz baja, y en un momento me pareció que Seri le había transmitido a Lareen mi petición. Más tarde, sin embargo, Lareen anunció que tenía trabajo que hacer en el edificio principal, y nos dejó en el refectorio.

—¿Por qué no vas a nadar esta tarde? —dijo Seri—. Sácate de la cabeza todo esto.

—¿Vas a preguntarle?

—Ya te lo dije… confía en mí.

La dejé sola y fui a la piscina. Luego volví al chalet, pero no había señales de ninguna de las dos. Me sentía inútil y sin objeto, así que le pedí a uno de los guardias que me firmara un pase y bajé a pie hasta la ciudad de Collago. Era una tarde calurosa, y las calles estaban atestadas de gente y de tráfico. Yo disfrutaba del ruido y la confusión, un contraste bullicioso que no concordaba con el solipsismo y el aislamiento de mis recuerdos. Seri me había dicho que Collago era una isla pequeña, poco poblada y alejada de las principales rutas de navegación, pero en mi inexperiencia parecía ser el centro mismo del mundo. Si ésta era una muestra de la vida moderna, ¡yo me moría de impaciencia por conocer el resto!

Vagabundeé un rato por las calles, luego bajé hacia los muelles. Allí descubrí una cantidad de puestos y tenderetes provisionales, montados de modo que miraban al agua, donde se vendían los elixires más variados. Recorrí lentamente la hilera, admirando las ampliaciones fotográficas de las cartas de testimonio, las incitantes virtudes pregonadas, las fotos de satisfechos compradores. La profusión de frascos, píldoras y otros preparados —hierbas medicinales, polvos, sales para agua potable, tablas de ejercicios isométricos, prendas térmicas, jalea real, opúsculos sobre meditación profunda y todas las variedades concebibles de remedios y panaceas— era tal que me hizo pensar, por lo menos durante un minuto o dos, que me había sometido innecesariamente a mi ordalía.

La actividad comercial no era brillante; sin embargo, curiosamente, ninguno de los vendedores trataba de vender algo.

En el otro extremo del muelle atracaba ahora un buque de vapor, y supuse que era esto lo que había provocado la congestión en la ciudad. Los pasajeros estaban desembarcando, y otros hombres retiraban la carga de las bodegas. Me acerqué tanto como pude sin cruzar la barrera, y observé a aquella gente venida de un mundo ajeno al mío mientras cumplían con las rutinas de entregar los billetes y recoger los equipajes. Me pregunté cuándo volvería a zarpar el barco, y cuál sería la próxima escala. ¿Sería una de las islas que Seri había nombrado?

Más tarde, cuando me encaminaba de vuelta a la ciudad, reparé en un pequeño autobús de pasajeros detenido cerca del muelle. En el costado, un letrero anunciaba que pertenecía a la Lotería de Collago, y miré con interés a las personas que estaban sentadas en el interior. Parecían azoradas, observando en silencio a través de las ventanillas la actividad circundante. Yo necesitaba hablar con ellos. Puesto que venían, por así decir, de un mundo de la mente que existía antes del tratamiento, yo los veía como un eslabón importante con mi propio pasado. En ellos la percepción del mundo no estaba desnaturalizada; lo que para ellos era la realidad era lo que yo había perdido. Si eso coincidía con lo que había aprendido ahora, se aclararían muchas de mis dudas. Y por mi parte, había muchas cosas que yo podía sugerirles.

Yo ya había experimentado lo que ellos aún ignoraban. Conocer de antemano cuáles serían los efectos secundarios, ayudaría a que se recuperasen más rápidamente. Yo deseaba encarecerles que en los contados días de conciencia individual que aún les restaban dejasen algún testimonio de ellos mismos, una definición personal, una señal que les permitiera luego volver a encontrarse.

Me acerqué más al vehículo, y escudriñé a través de las ventanillas. Una chica que vestía un bien cortado y atrayente uniforme estaba cotejando los nombres con los de una lista, mientras el conductor apilaba los equipajes en la parte trasera del vehículo. Vi un hombre de edad mediana, sentado junto a la ventanilla más cercana a mí, y golpeé con los nudillos en el cristal. El hombre se volvió, me vio allí, y en seguida, muy deliberadamente, desvió la mirada.

La chica reparó en mí, y se asomó por la puerta.

—¿Qué está usted haciendo? —me gritó.

—¡Yo puedo ayudar a esta gente! ¡Déjeme hablarles!

La chica entornó los ojos.

—Usted es de la clínica, ¿no, señor… Sinclair?

Yo no dije nada, intuyendo que ella conocía mis motivos y me impediría hablarles. El chofer volvió de la parte trasera del vehículo, pasó junto a mí rozándome con el hombro y trepó al asiento del conductor. La chica le dijo unas palabras y él, sin demorarse más, puso el motor en marcha y arrancó. El vehículo avanzó lentamente a través del tráfico, luego giró por la estrecha avenida empinada que conducía a la clínica.

Yo me alejé, pasándome los dedos por el pelo recién crecido, comprendiendo que me ponía en evidencia en la ciudad. Al otro lado del muelle, los pasajeros del barco se apiñaban alrededor de los tenderetes de elixires.

Llegué a las calles transversales más tranquilas y vagabundeé lentamente por ellas, dejando atrás los escaparates de los comercios. Empezaba a comprender la equivocación que había cometido con esa gente: cualquier cosa que les dijera ahora la habrían olvidado, por supuesto, tan pronto como comenzaran el tratamiento. Y ese papel de representantes de mi pasado: una falacia. No eran ellos los únicos no desnaturalizados, sino el resto del mundo: la gente que pasaba por la calle, el personal de la clínica, Seri.

Caminé hasta que me dolieron los pies, y entonces eché a andar cuesta arriba en dirección a la clínica.

Seri me estaba esperando en el chalet. Tenía sobre el regazo una desordenada pila de papeles, y los estaba leyendo. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era el manuscrito.

—¡Lo has conseguido! —dije, y me senté al lado de ella.

—Sí… pero con ciertas condiciones. Lareen dice que no debes leerlo tú solo. Yo lo leeré contigo.

—Me parecía que tú estabas de acuerdo en que lo leyese solo.

—Acepté sólo para conseguir que Lareen me lo entregara. Ella piensa que te has recobrado bien, y siempre y cuando yo te explique el manuscrito no tiene ninguna objeción en que sepas de qué habla.

—Está bien —dije—. Empecemos.

—¿Ahora mismo?

—He estado esperando todo el día este momento.

Seri me lanzó una mirada de furia, y tiró el lápiz al suelo. Se levantó, dejando que las páginas resbalaran en un arqueado montón junto a sus pies.

—¿Qué pasa? —dije.

—Nada, Peter. Absolutamente nada.

—Vamos… ¿qué sucede?

—¡Dios, qué egoísta eres! ¡Te olvidas de que yo también tengo una vida! He pasado aquí las últimas ocho semanas, preocupándome por ti, pensando en ti, hablando contigo, enseñándote, acompañándote. ¿No se te ocurre que puede haber otras cosas que yo quiera hacer? Tú nunca preguntas cómo estoy, qué pienso, qué me gustaría… das por sentado que seguiré siempre aquí, indefinidamente. A veces tengo ganas de mandar todo al infierno, ¡a ti y a tu condenada vida!

Se alejó de mí, mirando por la ventana.

—Perdona —dije. La vehemencia de Seri me había dejado azorado.

—Pronto me voy a marchar de aquí. Hay cosas que quiero hacer.

—¿Qué clase de cosas?

—Quiero visitar algunas islas. —Se volvió a mí—. Yo tengo una vida propia, sabes. Hay otra gente con la que puedo estar.

Contra esto yo no tenía nada que decir. No sabía casi nada de Seri y de su vida, y en verdad nunca le había preguntado nada. Ella tenía razón: lo que ella hacía me parecía natural, y como era tan cierto, yo no tenía palabras. Mi única defensa, que no podía decidirme a alegar en aquel momento, era que hasta donde yo sabía nunca le había pedido que estuviera conmigo, que desde los primeros días de mi nueva conciencia ella siempre había estado allí, y como no me habían enseñado a poner algo en cuestión, yo nunca lo había hecho.

Con los ojos fijos en el suelo, en la desordenada pila del manuscrito, me preguntaba si sabría alguna vez qué secretos contenía.

Salimos del chalet, fuimos a dar uno de nuestros paseos curativos por los jardines. Más tarde, cenamos en el refectorio, e invité a Seri a que me hablara de ella. No fue un gesto simbólico, impulsado por su frustración: al perder la paciencia conmigo, Seri había abierto los ojos de mi mente a otro ámbito de mi ignorancia.

Yo estaba empezando a valorar la magnitud del sacrificio que Seri había hecho por mí: durante casi dos meses ella había hecho todo lo que decía, en tanto yo, petulante y pueril, la recompensaba con afecto y confianza, pensando sólo en mí.

De repente, porque nunca lo había pensado, tuve miedo de que me abandonara.

Sintiéndome purificado por este pensamiento, volví con ella al chalet y la observé mientras recogía y ordenaba las páginas desparramadas del manuscrito. Las revisó para cerciorarse de que estaban en orden. Nos sentamos juntos sobre mi cama, y Seri pasó las páginas rápidamente, contándolas.

—Bien, estas primeras páginas no son demasiado importantes. Explican las circunstancias en que empezaste a escribir. Londres está mencionada un par de veces, y algunos otros lugares. Un amigo te ayudó cuando tuviste una racha de mala suerte. No es muy interesante.

—¿Te importa si les echo una ojeada? —Tomé las páginas. Era como ella decía: el hombre que había escrito eso era un desconocido para mí, y sus auto-justificaciones parecían elaboradas y rebuscadas. Puse las páginas a un lado—. ¿Qué más hay?

—En seguida nos topamos con dificultades —dijo Seri, sosteniendo la página para que yo la viera y señalando con el lápiz—. «Nací en 1947, segundo hijo de Frederick y Catherine Sinclair.» ¡Nunca en mi vida he oído nombres como esos!

—¿Por qué los habéis cambiado? —dije, viendo que habían sido tachados con lápiz y que, encima de ellos, ella o Lareen habían escrito los nombres que yo conocía como los nombres correctos de mis padres: Franford y Cotheran Sinclair.

—Pudimos verificarlos. La Lotería tiene registrados los nombres.

Yo arrugué el ceño, apreciando las dificultades que les había creado a las dos mujeres.

En el mismo párrafo había varías tachaduras más, o sustituciones. Kalia, mi hermana mayor, figuraba con el nombre de «Felicity», una palabra que según me habían dicho significaba dicha o alegría, pero que nunca había oído utilizada como nombre. Más adelante, descubrí que mi padre había sido «herido en el desierto» —una frase extraordinaria— en tanto que mi madre había trabajado como telefonista en «dependencias del gobierno» en un cierto lugar llamado «Bletchley». Después de la «guerra con Hitler», mi padre había estado entre los primeros hombres que regresaron del frente, y él y mi madre habían alquilado una casa en los suburbios de «Londres». Allí había nacido yo. La mayor parte de estas referencias oscuras habían sido tachadas por Seri, pero «Londres» había sido sustituida por «Jethra», dándome una agradable sensación de seguridad y familiaridad.

Seri leyó conmigo un par de decenas de páginas, explicándome cada una de las dificultades que había encontrado y el porqué de las sustituciones. Yo estuve de acuerdo con todas, ya que eran tan obviamente lógicas.

La narración continuaba en su estilo mundano y a la vez enigmático: esta familia había seguido viviendo en las afueras de «Londres» durante el primer año de «mi» vida, y luego se habían mudado a una ciudad del norte llamada «Manchester». (También aquí el nombre había sido sustituido por el de Jethra.) Una vez en «Manchester» encontramos descripciones de «mis» primeros recuerdos, y las confusiones empezaron a multiplicarse y acumularse.

—No tenía ninguna idea —dije—. ¿Cómo demonios conseguisteis sacar algo en limpio de todo esto?

—No estoy segura de que lo hayamos conseguido. Hemos tenido que dejar de lado muchas cosas. Lareen estaba muy enfadada contigo.

—¿Por qué? No es culpa mía.

—Ella quería que llenaras su cuestionario, pero tú te negaste. Dijiste que todo cuanto necesitábamos saber de ti estaba aquí.

Yo debía de haber creído eso sinceramente en aquel momento. En algún período de mi vida yo había escrito este manuscrito incomprensible, creyendo a pie juntillas que me describía a mí y mi pasado. Traté de imaginar la mentalidad que pudo haber sustentado semejante creencia, contra toda razón. Sin embargo, mi nombre estaba en la primera página. Alguna vez, antes del tratamiento, yo había escrito esto y había sabido lo que estaba haciendo.

Sentí una dolorosa nostalgia de mí mismo. Detrás de mí, como del otro lado de un muro inexpugnable, había una identidad, un propósito y una inteligencia que yo había perdido. Necesitaba esa mente para que me explicara lo que allí estaba escrito.

Eché una ojeada al resto de las páginas. Las supresiones y sustituciones de Seri continuaban. ¿Qué me había propuesto yo?

La pregunta era más interesante para mí que los detalles. Si encontrara la respuesta, tendría una visión más clara de mí mismo, y del mundo que había perdido. ¿Eran esos nombres y lugares ficticios —las Felicitys, los Manchesters, las Gracias— los que se me habían aparecido en mi delirio, y obsesionado después? Aquellas imágenes delirantes eran aún una parte de mi conciencia, constituían una parte fundamental si bien inexplicable de eso en que ahora me había convertido. Ignorarlas sería volver la espalda a una más clara comprensión.

Yo era aún receptivo mentalmente, todavía estaba ansioso de aprender. Al rato le dije a Serí:

—¿Podemos continuar?

—No se vuelve más claro.

—Sí, pero me gustaría.

Me sacó de las manos algunas páginas.

—¿Estás seguro de que esto no significa nada para ti?

—Todavía no.

—Lareen estaba convencida de que reaccionarías mal. —Soltó una risa corta—. Parece un poco tonto ahora, cuando pienso en todo el trabajo que nos tomamos.

Leímos juntos unas páginas más, pero Seri había pasado demasiado tiempo con el manuscrito y ahora estaba cansada.

—Seguiré solo —dije.

—De acuerdo. No te puede hacer ningún daño.

Se acostó en la otra cama, leyendo una novela. Yo continué con el manuscrito, empeñándome en dilucidar las incongruencias, como una vez, varias veces, lo habría hecho Seri. De cuando en cuando le pedía ayuda, y ella me explicaba lo que había pensado, pero cada nueva interpretación no hacía más que acrecentar mi curiosidad. Me confirmaba lo que yo sabía de mí, pero también confirmaba mis dudas.

Más tarde, Seri se desvistió y se acostó a dormir. Yo seguí leyendo, con el manuscrito apoyado en el regazo. En la noche calurosa estaba descalzo y sin camisa, y mientras leía sentía el agradable roce abrasivo de la estera de junco contra las plantas de mis pies.

Tenía la impresión de que, si había en el manuscrito alguna verdad, no podía ser nada más que la verdad de la anécdota. No me parecía que hubiera en él contenidos profundos, sentidos metafóricos.

Eran las anécdotas lo que Seri había suprimido más frecuentemente. Una o dos, ella me las había señalado, explicándome que las había encontrado incomprensibles.

También lo eran para mí, pero, como no podía encontrar ni pies ni cabeza a la forma de la historia, empecé a fijarme más en los detalles.

Uno de los pasajes suprimidos más extensos, que ocupaba varias páginas del texto, se refería a la súbita aparición en «mi» vida de niño de un tal «tío William». Entraba en la historia con toda la arrogancia de un pirata, trayendo consigo olor a mar y vislumbres de comarcas extrañas. A mí me había cautivado porque su forma de vida era mal vista y desaprobada, porque fumaba una pipa inmunda y tenía verrugas en las manos; y me fascinaba también ahora mientras leía el pasaje que se refería a él, porque estaba escrito con convicción y humor, el relato aparentemente plausible de una experiencia memorable.

Comprobé que tío William, o Billy, como me parecía recordarlo, era un personaje tan fascinante ahora para mí como lo fuera en mi infancia. Había existido realmente, había vivido.

Seri, sin embargo, lo había eliminado. O no sabía nada de él, o había tratado de destruirlo.

Pensé que no bastaban unos trazos de lápiz para hacerlo desaparecer. Había verdad en tío William, una verdad que era mucho más alta que la mera anécdota. Yo lo recordaba; me acordaba de ese día. De improviso, supe de qué modo podría recordar el resto. No era cuestión de que se tachase el material, ni de que se sustituyesen los nombres. Lo que importaba era el texto mismo, sus formas y figuras, aquellos significados a que sólo se aludía, las metáforas que hasta ese momento yo había sido incapaz de ver.

El manuscrito estaba cargado de recuerdos.

Volví al comienzo del texto, y empecé a leerlo otra vez. Entonces recordé, naturalmente, los acontecimientos que me llevaron al cuarto blanco de la casita de Edwin, y todo lo que había sucedido antes. A medida que recordaba me iba sintiendo más seguro, más unido a mi pasado real, pero de pronto sentí miedo. Al acordarme de mí, descubría lo perdido que estaba realmente ahora.

Fuera del chalet pintado de blanco los jardines de la clínica estaban en silencio. La onda de mi conciencia se expandía hacia fuera: a la ciudad de Collago, al resto de la isla, al Mar Medio y las innumerables islas, a Jethra. Pero ¿dónde estaba todo eso?

Lo leí hasta el final, hasta la escena inconclusa entre Gracia y yo en la esquina próxima a la estación de Baker Street, y luego reuní las páginas mecanografiadas y las ordené en una pila compacta. Saqué de debajo de la cama mi bolsón y puse el manuscrito en el fondo. Sin hacer ruido, para no despertar a Seri, empaqué mi ropa y mis otras pertenencias, verifiqué que tenía conmigo mi dinero, y me dispuse a partir.

Miré otra vez a Seri. Estaba durmiendo boca abajo como una niña, la cabeza vuelta hacia un lado. Hubiera querido besarla, acariciarle suavemente la espalda desnuda, pero no podía correr el riesgo de despertarla. Si se daba cuenta de que quería marcharme, me retendría. La contemplé en silencio durante dos o tres minutos, preguntándome quién era realmente ella, y sabiendo que una vez que la abandonara nunca más la volvería a encontrar.

La puerta se abrió sin ruido; fuera estaban la oscuridad y el cálido viento de mar. Volví a mi cama a recoger mi bolsón, pero al hacerlo pateé algo que había en el suelo junto al bolso de Seri, algo que tintineó contra la pata de metal de la cama. Ella se sobresaltó, volvió a quedarse quieta. Me agaché a recoger lo que había pateado. Era un frasco pequeño, de vidrio verde, y de forma hexagonal. Le faltaba el corcho y le habían quitado el rótulo, pero yo supe instintivamente lo que alguna vez había contenido, y por qué lo había comprado Seri. Acerqué la nariz al cuello del frasco y sentí el olor del alcanfor.

En ese momento estuve en un tris de quedarme. Parado junto a la cama, contemplé con tristeza a la chica dormida, inocentemente cansada, entregada a mí, vulnerablemente desnuda, el pelo enmarañado sobre la frente, los labios apenas entreabiertos.

Al fin dejé el frasquito vacío del elixir donde lo había encontrado, recogí mi bolsón y salí. En la oscuridad fui hasta el portón y eché a andar colina abajo hacia Collago. Allí, en el puerto, esperé a que la ciudad despertara, y no bien abrió la agencia de navegación pregunté cuándo partiría el próximo barco. Uno había partido justo el día anterior, no había ningún otro hasta dentro de tres días. Ansioso por abandonar la isla antes de que Lareen o Seri descubrieran mi ausencia, tomé en seguida el ferry que cruzaba el estrecho canal hasta la próxima isla. Más tarde, ese mismo día, volví a viajar. Cuando estuve seguro de que nadie me encontraría —estaba en la isla de Hetta, en una taberna solitaria compré algunos horarios y mapas—, y empecé a planear mi viaje de regreso a Londres.

Estaba obsesionado por el manuscrito inconcluso, la escena no resuelta con Gracia.