LAS ALGARADAS
Era de rigor entre los novicios que se encontraban en la enseñanza de las armas dar muestras de audacia y bizarría en los adiestramientos que proponían los maestros, y de esta forma se organizaban sin cesar torneos y desafíos en los que participábamos todos, aunque eran quienes iban a ser armados caballeros los principales protagonistas de tales lides. El papel de los criados era secundario y poco se nos tomaba en consideración, pero yo, aparte de servir a Lope, estaba ocupado con mis lecturas y alumnos, con quienes había hecho buenas migas, y casi no tenía tiempo para más. Sin embargo, cuando finalizó el segundo año de nuestra estancia en Toledo, el maestro, considerándonos preparados, nos envió a correr caravanas como parte final de la iniciación de los caballeros.
Arduos y difíciles trabajos eran aquellos, pues en la Orden de San Juan se requería andar a corso por espacio de varios años en los navíos que a ello se dedicaban, pero no teniendo nosotros familiares en tales cofradías, el maestro nos arengó para formar una cuadrilla que hiciera entrada en país de moros y saqueara las poblaciones que pudiera encontrar desprevenidas.
Era preciso, ante todo, informarse de algún lugar que contuviera riquezas, pues no era nuestra intención, como dijo Alejandro, recorrer esforzadamente los caminos al albur del Destino, y para ello, incluso disfrazados de mendigos, espiamos en la ciudad lo que pudiera decirse frecuentando mercados, posadas y tabernas y la compañía de los mercaderes y arrieros que llegaban del sur, a los que, so pretexto de pedir trabajo, intentábamos sonsacar. Mis condiscípulos, sin embargo, se revelaron mucho más aficionados al vino de tales establecimientos que a las indagaciones que allí nos llevaban, y poco o nada pudimos averiguar de lo que nos interesaba, pero al fin, gracias a un golpe de suerte, nos enteramos de una noticia que nos dio alas y predispuso a la pronta expedición. Ello no sucedió en los bajos fondos, como nosotros habíamos creído, sino en los muy altos, pues las familias de Guillermo y Alejandro, los dos mediterráneos, tenían amistades en la ciudad en la figura de funcionarios, legados y comerciantes de sus países de origen que, como a hijos predilectos, les invitaban a los festejos que de vez en cuando tenían lugar, y de tal manera y gracias a uno de aquellos personajes nos informamos de que en un lugar muy al sur, llegando a tierras de la morisca Baeza, habitaba un reyezuelo que, llevándose mal con unos y otros, se había apartado de sus correligionarios a una mansión campestre y desde ella llevaba a cabo sus tropelías y proezas, de las que mucho se decía y para lo que contaba con el auxilio de una muy nutrida hueste.
Baeza estaba lejos y era una plaza importante y bien defendida, por lo que la tarea se antojaba difícil, más si se piensa que atravesábamos por una época de tregua en la guerra de cristianos y musulmanes, que constituían las épocas de mayores zozobras. Nadie se fiaba de nadie, y los solapados y encubiertos ataques se producían continuamente por parte de ambos bandos, pero nosotros no retrocedimos ante el anubarrado horizonte, sobre todo porque podíamos contar con el auxilio de una turba de berberiscos renegados, que, acompañados por una jauría de alanos, bajo nuestro mando puso un encumbrado personaje que deseaba hacer méritos, muslime que por una cuestión de feudos se había enemistado con su señor natural y vivía exiliado en la capital toledana, en donde mantenía hacienda. Él, al mismo tiempo de hacernos el ofrecimiento, exhibiendo una bolsa tintineante dijo,
–Muchachos, que todo discurra según vuestros deseos, y al que me traiga a ese personaje, del que recuerdo sus afrentas..., le aseguro la posesión de esta bolsa bien repleta. Id con bien.
Tras las admoniciones propias de la ocasión, amén de la función religiosa que solía preceder a tales salidas, partimos una mañana hacia el sur por el camino que en dirección a Córdoba pasa junto a Calatrava, mi ciudad, lugar que divisamos cuando se cumplía la segunda jornada.
Hacía casi dos años que no veía a mi familia, y aunque la estancia en Toledo había resultado fructífera en todos los órdenes, cuando divisé la muralla que tan bien conocía sentí algo dentro que sería difícil describir, y me faltó tiempo, una vez hicimos entrada en la población, para dirigirme a nuestra casa, golpear en la puerta y encontrarme a las niñas entre los brazos.
–¡Has crecido...! –casi gritó Dulce, a quien se le saltaron las lágrimas, y allí fue el sucederse de besos y abrazos y el vocear y reír sin aparente ton ni son, tales emociones produjo mi llegada, pues a ellas les había acontecido otro tanto y era de ver el aspecto que el tiempo había regalado a Raquel y Andrea.
Luego, entre el bullicioso cortejo descendí hasta la herrería, en donde el recibimiento fue parejo, y no sólo por parte de Rubén y sus hijos, sino también de Moisés y otros personajes que poblaban la fragua, a algunos de los cuales no había visto nunca.
–Hijo mío –dijo Rubén cuando los gritos cesaron y pudo contemplarme a su gusto–, por tu aspecto conozco que te han ido bien las cosas. Sé bienvenido, y ten por seguro que esto lo vamos a celebrar como se merece –como así fue, pues la herrería se cerró y pasamos la tarde en familia, contándonos unos a otros en qué habían resultado los tiempos recientes.
Dulce hablaba con un chico que iba y venía del norte, arriero que transportaba carbón y por eso era conocido de su padre..., y al oír aquellas palabras ella enrojeció..., y Andrea había tomado la vez a su hermana y era la que se ocupaba de Raquel, aunque poca ayuda precisaba quien seguía siendo la más despierta de sus hermanos.
–Ha aprendido a coser –dijo Rubén con orgullo–, y sus servicios se requieren sin cesar. Todas las vecinas de esta ciudad tienen precisión de ella para bodas y alumbramientos, y hasta ha bordado los estandartes que el clavero ha colocado en varias torres de la muralla.
Por la noche, acompañado por Rubén y Moisés, bajé a las fondas del río en las que se habían alojado los miembros del grupo, en habitaciones cochambrosas los nobles, en el patio los criados y en los corrales los berberiscos de la escolta, que se ocupaban de cuidar perros y caballos. Nuestra aparición fue muy celebrada, pues mis amigos, Alejandro, Guillermo, Lope y los demás, deseaban conocer a mi familia, de la que les había hablado. Todos nos agasajaron como era de rigor con tan importantes huéspedes, y en uno de los altillos de la fonda cenamos abundantemente y bebimos con no menor derroche. Luego la conversación y los gritos tomaron diferentes derroteros, y aunque todos insistieron cerca de Moisés en que nos acompañara, pues se le veía dispuesto y capaz y podía ser de gran ayuda, él se excusó, pues dijo que aquella era una salida de caballeros y él no debía inmiscuirse en donde no le llamaban, y al fin tocamos también otros asuntos, en particular uno que interesaba sobremanera a quienes conmigo estaban.
–Y si os portáis bien –concluí con regocijo–, mañana os llevaré a conocer a mis hermanitas, que en verdad que merecen la pena.
No continuamos por aquel camino porque estaba presente su padre, aparte de que ellos conocían mis sentimientos hacia las niñas, pero acompañados por las jarras de vino aproveché para narrar unos cuantos pormenores de mi antigua aventura con Alaroza.
–Nunca se me hubiera ocurrido que la vida podía llevarme por tan extraños caminos..., pero sucedió tal y como lo digo. Ella era amante de la poesía y las buenas formas, y durante una estación entera, ocultándonos de los demás, paseamos por la ribera de este río, en cuya margen teníamos un escondrijo de tablas. Fue una larga temporada en la que aprendí muchas cosas acerca de esos países lejanos que nos están esperando, lugares en los que jamás se pone el sol y son recorridos por caravanas de dromedarios cargados de piedras preciosas del tamaño de un puño, y también lo que se refiere a los antiguos poetas árabes, a los que era muy aficionada..., pero al final descubrí que su verdadera vida se cumplía sobre el escenario de una de estas tabernas. Por las noches bailaba en un tablado ante los arrieros y traficantes, mientras yo dormía en casa ajeno a lo que sucedía... –dije a mi auditorio, pero el tiempo había pasado, y aunque conservaba el magnífico recuerdo que su compañía me produjo, percibí aquella historia como algo muy lejano en el tiempo y que ya no me causaba añoranza alguna.
Durante la mañana siguiente visitamos el alcázar, pues el maestro nos había encarecido que saludáramos de su parte a conocidos que tenía en la plaza, caballeros de la Orden que la guarnecían, y a semejante entrevista acudimos, como convenía, en perfecto estado de revista, es decir, vistiendo las armaduras y armados hasta los dientes, pero debo decir que la rechifla fue general, pues la disciplina en la frontera era diferente a la de la academia, y allí, en aquellas tierras siempre expuestas a las más sutiles emboscadas, se miraba más por lo práctico que por lo anecdótico. Los caballeros nos tomaron el pelo como a novatos que éramos, aunque también nos dieron algunos buenos consejos sobre cómo habíamos de comportarnos en la pelea que se avecinaba, finalizando sus declaraciones con la aparición de varias botas de vino y la inevitable invitación a comer.
Volví por la tarde a casa, y Rubén me recibió sonriente, lo que yo ya sabía a qué obedecía.
–Te encuentro hecho un hombre –me dijo–, pues veo que esta larga temporada te ha cambiado incluso más de lo que yo imaginé. ¿Te acuerdas de tu espada...? –y yo sonreí, porque la tenía en mente desde que llegué a la ciudad.
–Parece que ha llegado el momento de que te hagas con ella –dijo Rubén–, pues ahora puede resultarte necesaria. Es tu primer tranco serio y necesitas estar bien equipado. Dulce, alcánzanosla –y la niña, que casi no podía con ella, nos la trajo.
Yo la contemplé como aquel primer día que la tuve en las manos, y la encontré aún más bruñida y reluciente. La sopesé como entonces y la encontré perfecta.
–Gracias a todos –dije–; a ti por habérmela regalado, y a vosotras por haberla cuidado tan bien. ¡Parece recién salida de la fragua...!
Luego me despedí, pues era durante la mañana siguiente que queríamos partir, y pensando en cuándo los volvería a ver descendí por la cuesta hacia las posadas, en donde encontré a mis amigos ocupados con la cena y discutiendo sobre lo que íbamos a hacer en días posteriores. A cuantos encontré mostré la novedad que colgaba de mi cinto, arma que causó estupor en el grupo, tal era su perfección, y durante lo que quedaba de noche, aconsejados por Yúsuf y preguntados sobre el particular por los conocidos, nos ocupamos de divulgar cuáles eran nuestros planes, asegurando que nos dirigíamos a tierras de Almodóvar y desde ellas pensábamos llegar hasta la ciudad de Silves, que se situaba al oeste de Sevilla y creíamos desprevenida. Era aquella la dirección opuesta a la que planeábamos seguir, pero los espías abundaban en todos los rincones y no queríamos encontrarnos con algún grupo que nos estuviera esperando y diera al traste con la aventura.
Al fin, tras dos jornadas de estancia en Calatrava, en donde nos pertrechamos para la salida, pues aquel era el último lugar en que podíamos hacerlo, con el amanecer accedimos a nuestras monturas y encaramos el camino del sur en dirección a las tierras pobladas por los musulmanes.
Era nuestra primera andanza como facción por territorio enemigo, y a pesar de que contábamos con un guía del país, enrolado en Calatrava y que nos aseguró conducirnos hasta nuestro destino, cuando perdimos de vista las murallas de la ciudad y ante nosotros se extendió el desierto campo, Alejandro propuso celebrar consejo sobre lo que debía hacerse, pues éramos inexpertos en tales lides y la anchura del territorio nos confundía. Tras una votación se decidió por unanimidad nombrar capitán del grupo a Yúsuf y atenernos en todo momento a sus indicaciones, que parecía lo más cuerdo, y aunque a él le costó asumir el encargo, al fin tuvo que ceder a las razones que expusimos.
La partida estaba formada por media docena de caballeretes sin el menor conocimiento acerca de la guerra que tenía lugar en la frontera, los cuales eran socorridos por diez o doce criados, asimismo novatos en tales cuestiones si descartamos a Yúsuf y un par de ellos más, y todos acompañados por un grupo de arriscados bereberes que conducían a los alanos y de los que no sabíamos gran cosa, excepto que quizá se volvieran contra nosotros si las cosas se ponían difíciles. Todos cabalgábamos sobre monturas, unos a caballo y otros en los mulos que transportaban los equipajes, lo que a primera vista cabía considerar como una hueste considerable, pero a pesar de ello no las teníamos todas con nosotros, en especial los que habíamos formado parte de expediciones anteriores.
Yúsuf dividió la tropa en dos fuerzas que cabalgaban separadas, aunque manteniéndose a la vista, y de esta forma, durante la mañana siguiente observé que el grupo vecino, a cuyo frente estaba Alejandro, brillaba con tantas luces que difícil les resultaría pasar inadvertidos. Las metálicas armaduras, con sus muchas curvas, reflejaban los rayos del sol, y sus brillos y fulgores denunciaban su presencia, lo que no convenía para nuestros propósitos.
Decidimos cubrirnos con pardas telas que llevábamos en el equipaje, y como Lope se despojó en seguida de parte de la armadura, que le resultaba muy incómoda, observé que una de las bruñidas y curvas piezas refulgía como un espejo, lo que me sugirió una idea, pues jugando con el cóncavo trozo de metal caí en la cuenta de que con el haz que de él surgía podía iluminar cualquier lugar que me propusiera. El rayo se extendía hasta los cerros lejanos e iluminaba las laderas con un brillante punto de luz, y si se colocaba la mano delante se interrumpía el destello, lo que bien podía servir para hacernos señales desde la distancia... Así lo expresé con cierto entusiasmo, pero el hallazgo fue acogido con escepticismo pues pocos comprendieron su utilidad y más de uno señaló que eran preferibles las ahumadas que de torre a torre se utilizaban con el mismo fin, como las que a veces podían divisarse desde mi ciudad sobre las no lejanas fortalezas de Dueñas y Salvatierra.
Durante días cabalgamos por un país quebrado y boscoso, pues lejos de atravesar las montañas que nos separaban de los musulmanes por caminos concurridos lo hicimos por lo más fragoso de los montes, reconociendo en la lejanía los sitios habitados, que nos señaló el guía, aunque apartándonos de ellos, pues aquella parte estaba sobrada de castillos, como eran los de Vilches o Sabiote, de cuyas guarniciones procuramos mantenernos ocultos.
De esta forma, una tarde, sin haber tenido encuentros de mención avistamos en la distancia la gran ciudad de Baeza, que grande era, y al parecer concurrida, y habiendo encontrado la casa del moro rico que hasta allí nos había llevado, enviamos a dos de los bereberes disfrazados de mendigos, quienes, con la excusa de pedir limosna en la puerta, debían indagar sobre las fuerzas que la defendían, aunque en previsión de una más que probable felonía, nos ocultamos en lo más profundo de la fronda prestos a salir a escape si el resultado de nuestras pesquisas era la aparición de una hueste que pretendiera hacernos frente.
Todo se desarrolló bien, sin embargo, y las noticias que los espías aportaron, que hablaban de la escasa vigilancia que habían podido observar, nos movieron a ultimar los detalles e intentar la hazaña aquella misma noche, cuya ausencia de luna nos convenía.
Nuestro plan consistía en lanzar a los moriscos contra la puerta, quienes provistos de un tronco de árbol a manera de ariete y acompañados por los perros debían hacer todo el ruido posible, y al mismo tiempo, nosotros, a cubierto de las sombras, escalaríamos la muralla por la parte trasera, que juzgábamos desguarnecida, y nos introduciríamos en el recinto.
Nadie parecía esperarnos, pues las luces se apagaron cerca de la medianoche y algunas músicas que desde nuestro escondite lejanamente podíamos escuchar cesaron en sus tonadas. Todo se aquietó, y creyendo que había llegado el momento, pusimos manos a la obra.
Con sigilo rodeamos la alta tapia, aparentemente desierta, y nos instalamos en el extremo de unos arbolados jardines que, entre multitud de albercas y canales, se pintaban oscuros en el lugar más alejado de la mansión. Luego, cuando al otro lado y ante la puerta principal sonó el primer golpetazo del ariete, y de verdad pareció que algo se había derrumbado, tal fue el estrépito que produjo en la quietud de la noche, lanzamos los garfios sobre la pared y la escalamos en un santiamén.
Ante nosotros se mostraba el jardín, que de forma escalonada llegaba hasta la gran casa, lugar en el que principiaron a encenderse luces y a escucharse gritos de sorpresa. Corrimos hacia ella con las espadas desenvainadas mientras los golpetazos arreciaban y la más desesperada lilaila se enseñoreaba de su interior, y al alcanzarla, cuando pasábamos ante lo que debía de ser entrada a los sótanos, a la sazón oscurísima, observamos que junto a ella y en jaulas estaban aposentados algunos animales exóticos, micos de berbería que entonaban su peculiar grita, seguramente asustados por los inopinados ruidos, y un gigantesco y acorazado lagarto que con fragor se revolcaba en un gran estanque. Desde el fondo, desde la tiniebla de los pórticos, unos espeluznantes rugidos nos recibieron, pero era tal nuestra premura que no pudimos detenernos a averiguar qué animales eran aquellos, pues de inmediato subimos por unas escaleras y nos desparramamos como un alud por las primeras estancias, en donde reinaba la mayor de las confusiones.
Todos cuantos encontramos corrían de un lugar a otro e intentaban huir de la imprevista aparición, y tan sólo algunos, que parecían criados y empuñaban improvisadas armas, quisieron oponerse a nuestro paso, no consiguiendo otra cosa que ser derribados por golpes que les llegaron desde todos los lugares, por lo que dieron la vuelta de inmediato y escaparon por donde mejor pudieron. Uno, sin embargo, no actuó con la presteza que el caso hubiera requerido, y entre los gritos y aullidos de terror que enmascaraban incluso los furiosos trallazos del ariete y las voces y ladridos que llegaban desde el exterior, en donde parecía haberse desatado una verdadera batalla, le pusimos en pie y le urgimos a que nos dijera dónde estaba su amo.
Aquel pobre hombre, que quizá nunca se había encontrado en semejantes circunstancias, balbuceó algo ininteligible, y uno de los moros que nos acompañaba le acercó la espada y lo repitió en su idioma. La contestación resultó entrecortada, pero por ella nos enteramos de que nuestra ambicionada presa no se encontraba en la casa, sino que había partido de viaje varios días antes, y como no cabía esperar que nos mintiera, tal era su estado de terror, le arrojamos a un rincón y entre enorme tumulto dedicamos nuestros esfuerzos a abrir y desvalijar cuanto mueble encontramos, así que como tras mucho revolver cajones y bargueños, arcones y baúles y toda clase de cofres que encontramos a nuestro paso, no hallamos al reyezuelo, que a pesar de las palabras del criado quizá estuviera escondido en donde no podíamos descubrirle, nos llevamos a las cortesanas del harén, que era a modo de paraíso de huríes y contaba con unas chicas preciosas y que hicieron las delicias de los allí presentes. Quizá no nos comportamos con la delicadeza que hubiera sido de rigor en semejante serrallo, pero las circunstancias apremiaban, y cargando con los tesoros que a mano nos vinieron, corriendo desenfrenadamente por larguísimos y bien aderezados pasillos intentamos salir de la casa, pues llevábamos los bolsillos provistos y nuestra misión parecía cumplida, pero no todo iba a resultar tan fácil a la postre, pues si bien habíamos dado cuenta de los primeros criados que intentaron oponérsenos, tras atravesar unas enormes habitaciones que era sin duda la sede del harén nos salieron al paso unos eunucos, o los que parecían tales, y aunque venían desarmados, entre sus manos portaban algo mucho peor intencionado que las armas desnudas, pues con ellas sostenían unas cadenas en cuyo extremo se revolvían tres enormes y gruñidores animales que nos pusieron los pelos de punta e inmediatamente reconocimos.
–¡Leones! –gritó Bertrand, y uniendo la acción a la palabra saltó con una muchacha al hombro por la barandilla de un balcón vecino.
Le oímos caer, pero no pudimos pararnos a socorrerlo pues aquellos demonios, sintiéndose liberados de las ataduras, se arrojaron sobre nosotros con la rapidez de gatos salvajes y suficiente tuvimos con apartarnos como pudimos e intentar ponernos a salvo. Los leones corrieron por la habitación sin saber a donde dirigirse y observando los aceros con recelo, y como nosotros nos habíamos desembarazado de las chicas que cargábamos para poder defendernos, se arrojaron contra ellas, que, aterrorizadas, se refugiaron en una esquina de la enorme habitación..., y sucedió entonces que antes de que pudiéramos hacer nada una sufrió en sus blancas carnes las iras de tan crueles animales, pues en un abrir y cerrar de ojos y entre los mayores alaridos la arrastraron hasta el centro de la habitación, en donde la desgarraron de arriba abajo.
Yúsuf, que estaba al lado de nosotros y parecía indiferente a la presencia de los animales, se adelantó rápido, y al que le plantó cara le dio tan formidable mandoble de su espada en la abierta boca que el tajo llegó hasta la garganta. El león rodó por el suelo entre rugidos y los otros dos retrocedieron, pero luego, al comprender lo sucedido, dieron media vuelta y escaparon raudos por una puerta abierta que se mostraba en el fondo.
Nosotros emprendimos la huida, pero Yúsuf, antes de seguirnos, se dirigió a aquella muchacha que en una orgía de sangre e intestinos y enormes alaridos se debatía en el suelo entre desenfrenadas convulsiones, y de un seco y recio tajo le seccionó el cuello, dando fin de semejante forma a su terrible agonía, y como en medio de la habitación había un hogar lleno de brasas, al pasar y de varios mandobles esparció los carbones sobre el suelo, y la alfombra y las mismas maderas que componían el lujoso pavimento comenzaron a chisporrotear con furia.
De inmediato salimos corriendo con las muchachas, que salpicadas de sangre y no de su grado nos acompañaban, y cuando apresurados y a brincos bajábamos las escaleras con nuestro botín al hombro, nos salió al paso un extraño personaje vestido de mujer que gritaba algo que al pronto no reconocimos.
–¡Eslavo!, ¡eslavo!, ¡eslavo...! –tal era la única palabra que de su boca salía, y colocándose ante nosotros nos entorpecía el paso.
Intentamos apartarlo de un golpe, pero él se arrodilló y, levantando las manos, tornó a vociferar con aquel extraño silabeo que parecía plegaria.
–¡Eslavo!, ¡eslavo...! –y se golpeaba el pecho como aturdido.
Evitándolo como pudimos lo sorteamos, pero él no nos dejaba, y como hacía inconfundibles signos de que le siguiéramos mientras gritaba, «¡aquí, aquí...!, ¡eslavo!, ¡eslavo...!», no sin recelo hicimos como nos decía, aunque nuestros temores fueron infundados, pues tras descender escaleras y recorrer pasillos y habitaciones sin fin, desembocamos en lo que sin duda era el vestíbulo de tan principal mansión, en donde tenía lugar una desigual y ruidosa pelea entre algunos moros que parecían soldados y nuestros bereberes, que a punto estaban de arrollarlos.
El personaje que vestía de mujer y nos acompañaba tomó una espada caída en el suelo y con furor arremetió contra los defensores, que muy mermados ya en su ánimo, cogidos por la espalda dieron media vuelta y pusieron pies en polvorosa.
A la carrera salimos al jardín que había ante la casa, en donde todo olía a la brea y pez hirviente que desde el matacán los defensores habían arrojado contra quienes portaban el ariete, y de allí accedimos al campo abierto, solitario y oscuro, y aún tuvimos ocasión de observar cómo en la casa, desde la que nos llegaba enorme algarabía, se había declarado un incendio, pero no nos detuvimos a contemplarlo, sino que, conducidos por Yúsuf, alcanzamos en breve el lugar en el que habíamos dejado las monturas y nos encaramamos en ellas. Yúsuf gritó,
–¡Dejad a las muchachas!, en seguida... Vámonos –y aunque más de uno remoloneó en cumplir la orden, todas al fin fueron arrojadas al suelo y tomamos de inmediato el camino de regreso.
Las huestes del moro, una vez recompuestas, pues quizá dieron la alarma entre las guarniciones vecinas, nos persiguieron con saña y durante días por aquel país inculto y pleno de trampas para nosotros desconocidas, como eran los pozos de barro con que a cada momento tropezábamos, pero no consiguieron alcanzarnos porque contábamos con la inestimable ayuda del negro Yúsuf, que durante años había luchado en las filas almohades y llevado de su buen juicio nos condujo en nuestra retirada por el lugar más difícil, en donde no había nadie esperándonos. Sin embargo, nos sucedieron mil y una aventuras, pues en la confusión que supuso nuestra huida en plena noche nos separamos en varios grupos, y mermadas nuestras fuerzas para presentar batalla, únicamente pudimos ocultarnos de todo lo que se moviera y progresar por barrancos y cañadas en nuestro camino hacia el norte.
Componíamos el grupo Lope, Pero el asturiano, dos o tres criados que habían perdido a sus dueños y varios bereberes, aparte de Yúsuf, yo mismo y aquel ser que en el transcurso de la algarada se nos había agregado, el cuál había trocado sus ropas de mujer por andrajos que encontró en el equipaje y, muy orgulloso y seguro del terreno que pisaba, montaba sobre una mula y a intervalos se dirigía a cualquiera que tuviera a su alcance y repetía las palabras que ya conocíamos.
–¡Eslavo..., eslavo...!
... aunque había añadido otras que nos resultaban igualmente incomprensibles, pues también, dándose nuevos golpes de pecho, decía,
–¡Baraka..., baraka...! ¡Gracias, gracias...!
Pese a la presencia de Yúsuf cabalgábamos sin rumbo y lamentándonos por no poseer la aguja que señala la dirección, instrumento del que teníamos difusas noticias por nuestras lecturas en la academia, aunque lo consideráramos una leyenda. Cabalgábamos también bajo la lluvia, pues se presentaron días tormentosos y plenos de chubascos y negras nubes que dificultaron aún más la orientación, y aunque lo hacíamos provistos de riquezas no teníamos nada que llevarnos a la boca, pues habíamos agotado las provisiones en días anteriores. Cuando habían transcurrido dos jornadas en la más estricta de las miserias divisamos lo que parecía sórdida granja apartada en terreno despoblado, y era tal nuestra necesidad que no lo pensamos poco ni mucho, sino que con los dientes aguzados aguardamos a que llegara la noche, y al fin, ocultos por las tinieblas, Yúsuf y yo nos acercamos hasta ella.
Nadie parecía habitar en sus proximidades y todo se presentaba desierto, de forma que corriendo bajo el aguacero llegamos hasta la puerta, que golpeamos furiosamente, y como no nos contestaran, la franqueamos. El interior estaba tan oscuro como la boca del lobo, aunque algunos ruidos nos pusieron en guardia... Luego, repentinamente, un animal cacareante se arrojó sobre nosotros, y nos encontramos con una rolliza gallina entre los brazos...
Tras haber comprobado que nadie había en las cercanías hicimos acercarse a los que nos esperaban, y en el escueto y apagado hogar que encontramos encendimos un fuego.
Allí pudimos secar los huesos y recomponer nuestro penoso estado, asar las gallinas que a las manos nos vinieron y estofar huevos sobre una plancha de hierro que encontramos entre la basura, pero era tal nuestra necesidad que algunos de los bereberes, acuciados por el hambre, prefirieron comérselos crudos, lo que hicieron sin tardanza. Los demás, sin embargo, nos recreamos en contemplar cómo sobre el hierro se doraban aquellas maravillas, yemas y claras, muslos y pechugas, y dado que la ingesta procura extraños fenómenos también hubo lugar para la filosofía, pues Pero el norteño, que presentaba una no desdeñable herida en el cuello y parecía haber enfermado, con enorme nostalgia y una no menos acusada tiritona, mientras con dificultad comía lo que le dábamos, en su desvarío decía,
–Esto me recuerda los usos de mi pueblo... Vosotros no conocéis mi tierra, pero yo os lo digo: a las Asturias hay que ir con hambre, es un sitio al que conviene ir con hambre... Allí la riqueza es ingente, y las mesas bien dispuestas y aprovisionadas. Ya lo comprobaréis cuando os lleve..., si salimos de esta.
Luego, tras cuatro días de vagar sin rumbo por el monte y cuando creíamos estar cerca de lugares amigos, la primera mañana durante la que lució el sol divisamos algo que nos produjo enorme sorpresa. Hasta nuestros ojos llegaron unos discontinuos destellos..., y cuando prestamos atención observamos que el rayo que los producía iluminaba las lomas próximas... Al instante respondimos de igual manera, y poco después se producía el encuentro con el grupo que, roto y exhausto y comandado por Alejandro, desesperaba de encontrarnos. La alegría que tuvimos al reunirnos fue enorme, pues la expedición, nuestra primera correría por tierra enemiga, había sido dura y dificultosa, aunque de ella conseguimos regresar con bien y cargados de riquezas.
Al fin llegamos a Calatrava, en donde nos atendieron y curaron los daños corporales, es decir, las múltiples heridas, golpes y mataduras que presentábamos, y yo fui auxiliado por mis hermanitas, quienes al contemplar mi estado se apresuraron a cuidar de mí. Entre ellas repartí algunos de los objetos que me habían correspondido en el botín, anillos y pulseras de oro que habíamos robado de los arcones en los que el moro rico atesoraba sus joyas, siendo recibidos tales presentes con gran satisfacción, en especial por Andrea, pues era aquel un metal que, quién puede saber por qué, lejos del valor intrínseco que representaba, hacía las delicias de la niña.
El extraño individuo que se había agregado a nuestra comitiva, aquel de la monocorde letanía que rezaba «eslavo, eslavo...» y otros decires igualmente incomprensibles, no consintió en separarse de nosotros, y cuando le intentamos hacer comprender la imposibilidad de sus pretensiones, pues nos debíamos a la Orden que nos albergaba, en donde la entrada estaba prohibida, auxiliado por Yúsuf, que comprendía algunas de sus palabras, nos narró la odisea que, desde su tierra natal, le había llevado a Baeza.
Era feliz en su país, que él llamaba Eslavonia, feudo aledaño a Constantinopla, capital del enorme imperio que se situaba en el límite oriental de las tierras cristianas, pero con ocasión de una guerra desatada desde tan poderosa nación fue hecho prisionero, trasladado por el mar Mediterráneo hacia occidente y vendido como esclavo en un gran puerto que situaba en las costas del reino de Aragón. Traficantes de aquella ciudad, como siempre se había rumoreado entre las gentes, conducían caravanas de cautivos hacia tierras dominadas por los musulmanes, que eran quienes pagaban los mejores precios por ellos, pues los empleaban como domésticos, y él, tras muchas permutas, recaló en el lugar en el que nosotros le habíamos encontrado y de donde no deseba sino escapar, como hizo en la primera ocasión que se le presentó.
Tras su relato, que se produjo durante una cena en una de las ventas del río, como a pesar de ser joven era grande y se le adivinaba capaz, le bautizamos como Eslavón, nombre que recibió con agradecimiento, y aunque le insistimos en que podía regresar a su país si tal era su deseo, argumentó que allí no tenía a nadie, pues su familia había muerto durante la guerra que relató, y prefería quedarse en tan soleado lugar y entre nosotros, si le admitíamos como criado, aunque fuera sin sueldo, y como precisamente Alejandro había perdido a uno de ellos durante la incursión, estuvo de acuerdo en tomarle para sí, pues, además y según dijo, al ser rubio y de ojos azules no desentonaría en su tierra, la lejana isla de Venecia.
Al fin, al cabo de los días, proseguimos viaje hasta Toledo, ciudad a la que arribamos repuestos de cuerpo y espíritu y donde fuimos recibidos como correspondía, pues las algaradas se tornaban a veces en desastre y había que lamentar la pérdida de muchas vidas. No sucedió así con la nuestra, y vimos aumentados los haberes conseguidos con el premio que nuestro patrocinador, el muslime que nos había prestado siervos y alanos para la expedición, tuvo a bien darnos como recompensa a nuestros esfuerzos, sobre todo al enterarse del saqueo a que habíamos sometido los caudales de su enemigo, de lo que se gozó, y aunque hubo que pagar diezmos y primicias de lo conquistado, al final me encontré en posesión de ciertos dineros que me hicieron sentirme rico, a mí, que nunca había tenido nada...
Eslavón, según habíamos vaticinado, no fue admitido en el convento, pero poco pareció importarle, y en su nueva condición se reveló como la más viva imagen de la fidelidad, pues pasaba los días y las noches junto a la puerta esperando a que saliéramos, y solícito nos acompañaba a todas partes.
Luego se sucedieron algunos meses y, habiendo llegado el momento y contando con el beneplácito del prior, Lope y los demás fueron armados caballeros en una sin par ceremonia que mucho tuvo de religiosa y mucho de militar. Hubo un vestirse de ropas nuevas, un sucederse de mutuos juramentos de fidelidad, una simbólica entrega de pan y agua y blancos hábitos de cruzados, un rumor de espaldarazos y, por supuesto, un auténtico banquete en el patio de la academia al que asistieron autoridades de toda índole y procedencia, tanto las de la casa como las de la Orden y hasta las de la ciudad, amén de los progenitores de algunos de los ordenados, que a manos llenas derramaron oro y elogios sobre la institución.
Los criados oficiamos de criados, aunque algunos fueron investidos de escuderos, pero al fin fuimos todos hermanados por la comida y las libaciones que se prolongaron por la tarde en la ciudad, cuando en buena compañía y agarrados salimos a nuestro albur del lugar cantando aquello tan famoso de,
Atrás quedaron los estudios,
es hora de divertirse.
Cedamos a nuestros apetitos,
costumbre de la juventud.
Gocemos de los momentos agradables
y corramos hacia las plazas...