CAPÍTULO DIECIOCHO

PUEDO ver el mar turquesa a través de la ventana del camarote. Estoy acostada en la cama, exhausta.

Héctor se está vistiendo, y de vez en cuando me echa una mirada de soslayo.

Yo me quedo embobada fijándome en cómo se viste, demasiado maravillada para no dejar de cuestionarme la infinita suerte que tengo por compartir la cama con aquel ser glorioso.

—¿Tienes hambre?—me pregunta.

Asiento, aunque no es necesario, porque mi estómago ruge furioso. La sesión de sexo con Héctor Brown me ha dejado exhausta; ¿Me habrá hecho perder alguna que otra caloría?

—¿Vamos a comer en el barco?

El está apoyado junto a la ventana del camarote, completamente abstraído. Por un momento creo que no me ha oído, y me siento tentada a repetir la pregunta, pero él termina por contestar.

—No.

Me echo sobre la cama cuando él sale del camarote. Va a poner el barco en marcha, y de ningún modo pienso salir al exterior. Estoy segura de que verme vomitando no es nada sexy, y yo quiero gustarle.

Nunca he querido gustarle tanto a nadie.

El barco llega a la costa después de media hora. Héctor conduce hasta un bonito parador, junto a la playa. Imagino que para cenar en un lugar como aquel es necesario reservar mesa, pero a nosotros nos hacen pasar de inmediato. Una de las ventajas de ser uno de los hombres más ricos del mundo, supongo.

Un amable camarero nos lleva hasta una mesa alejada del resto. Está colocada en la zona más privilegiada del parador, mostrando unas impresionantes vistas de la playa, donde el mar se confunde con el manto estrellado de la noche en el horizonte.

—Me he tomado la libertad de pedir la cena—me explica.

A mí eso me da igual. Bueno, no del todo. Me gusta pedir por mí misma, y no quiero que me den de cenar uno de esos minúsculos platos pijos que me resultan incomibles y con los que me quedo con hambre. De todos modos, yo estoy demasiado preocupada por lo que hay a mi alrededor. La playa, ese magnífico parador, Héctor Brown...

El camarero trae una botella de vino rosado que descorcha y sirve. Yo tomo un trago.

—No voy a cantarte una serenata luego—explico, adivinando sus pensamientos por el brillo divertido de sus ojos.

—Es una pena—me dice—oírte cantar a más de un kilómetro de tu casa es divertido.

—Estoy segura de que mientes—replico—es imposible que yo cantara tan alto.

—Lo hacías—asegura—además le ponías mucha pasión.

Yo me ruborizo por completo. Tomo una ostra entre mis manos y dejo que el exquisito manjar se deslice por mi garganta, de una manera deliberadamente provocativa. Sexy. Los ojos de Héctor se oscurecen, y siento que una mano se mueve bajo la mesa hasta llegar a mis muslos cerrados. Aprieto los muslos instintivamente.

—No—niego rotundamente, mirando hacia uno y otro lado del restaurante para percatarme de que nadie nos ha visto.

—Sí.

Su mano comienza a desabrochar mis pantalones, y se introduce dentro del vaquero, por encima de mi ropa interior. La respiración se me corta.

—Héctor...—murmuro acalorada.

—Sigue disfrutando de la cena—me ordena, mientras sus caricias se hacen más exigentes—no queremos que nadie se percate de esto, ¿Verdad?

Yo intento apartarle la mano, pero todo lo que consigo es que uno de sus dedos se introduzca en mi interior. Me muerdo el labio, incapaz de contener el calor que me sobreviene. Estoy colorada, como la servilleta de color bermellón que hay encima de la mesa. Seguro que se me nota en la cara lo que me está haciendo...

—Nos va a ver alguien—intento hacerlo desistir, y me aprieto los labios para reprimir un gemido de placer que me sobreviene.

La mano de él sigue acariciándome, y un segundo dedo se introduce en mí.

Joder, joder y joder.

Estoy húmeda, y su dedo resbala en mi interior con mayor facilidad.

—Sé que esto te gusta.

Qué inteligente...

—Pero no es correcto—protesto acalorada.

—Estoy seguro de que no eres de esas mujeres que siguen las reglas al pie de la letra—me dice.

Yo trato de apartarle la mano, pero él me apresa ambas muñecas con su mano libre, y la penetración de sus dedos se hace más urgente.

—Oh...—cierro los ojos, me muerdo el labio inferior y agacho la cabeza.

—Te excita—dice, y sin saber por qué, sus palabras consiguen ponerme aún más cachonda.

Yo no dejo de mirar a uno y otro lado, intentando descubrir entre el tumulto de caras anodinas alguien que se fije en nosotros. Se me tiene que notar en la cara. Cualquiera que me mire puede percatarse de lo que está pasando, y sin embargo, es tan excitante...

Centro mi atención en una de las langostas que hay sobre mi plato, tratando de aparentar que estoy comiendo. Agarro el cortador, y comienzo a despiezar el crustáceo. Aprieto mis muslos contra su mano, atrapando esa sensación tan intensa que comienza a sobrevenirme. Con mi mano derecha aferro el cortador sobre la langosta, demasiado tensa para soltarlo.

Voy a tener un orgasmo en medio de un restaurante.

¡Sí, llevo toda mi vida esperando esto!

Me muerdo el labio, vuelvo a apretar los muslos. Los dedos de él entran y salen de mí más rápido, penetrándome. Estoy húmeda, tan resbaladiza para sus dedos que no opongo la mayor resistencia.

Quiero eso. Quiero lo que me está dando.

—Héctor—gimo en voz baja.

—Córrete para mí, Sara—dice mi nombre con autoridad.

Y yo lo hago. Mis piernas se abren, incapaces de oponer resistencia alguna a la invasión de aquellos dedos. Éstos se mueven más rápido, y me penetran hasta el fondo. Me agarro a la mesa, con el cortador aún en mis manos.

Tengo calor, el pulso se me dispara, y mi respiración se vuelve jadeante.

Las primeras oleadas de placer me sobrevienen, cierro los muslos, conteniéndolas. Atrapando esos gloriosos dedos en mi interior. Los necesito dentro de mí. Y más tarde, lo necesito a él, por completo.

Ese pensamiento me excita aún más, y hace que termine por llegar al clímax. Me corro en medio del restaurante, cierro los ojos y echo la cabeza hacia atrás, sin importarme nada más que mi propio placer en este momento.

Desatada, aprieto el cortador cuando llego al orgasmo, y este parte un trozo de langosta, que sale volando precipitadamente hacia la cabeza de Héctor. Él aparta la cabeza, y la esquiva, no sin lanzarme antes una mirada atónita. Me muerdo el labio, ¿Qué esperaba? Ha hecho que me corra en medio de un lugar abarrotado de gente, y ha sido...¡Impresionante!

—Huy, perdón—me disculpo.

—Sara—dice con su habitual tono poderoso. Su mano ya ha salido de debajo de la mesa, y en su lugar, ahora está sobre la mía—pasando por alto tu intento frustrado de matarme con un trozo de langosta voladora, tengo que decir que has estado maravillosa.

—¿Yo?—pregunto incrédula—pero si yo no he hecho nada, has sido tú; tus manos...—suspiro.

—Oh, no. Yo he hecho menos de lo que te imaginas. No tienes ni idea de lo que provocas en mí. Verte ahí, dejando que yo te toque y que te corras para mí ha sido increíble.

—¿Tú...haces esto con frecuencia?— le pregunto, sin ocultar mi nerviosismo.

¿Por qué demonios he preguntado yo eso? Tengo que aprender a mantener la boca cerrada. Lo que haga Héctor con su vida privada no es asunto mío, sobre todo, lo que haya podido hacer antes con otras mujeres. Y sin embargo, me importa. Mucho.

—Sí.

Yo intento no parecer defraudada.

—Pero ninguna de ellas me provocó lo que tú—dice, algo contrariado—desde el primer momento que te vi, soñé con hacerte mía.

Oh, eso sí que me gusta.

El resto de la velada la pasamos hablando sobre temas triviales. Descubro que él apenas habla de su vida, de su familia o su pasado. Y eso me intriga. Tan solo hace alusión a algunos intereses; le gusta leer, pilotar avionetas, navegar en barco..., .En algún punto de la noche, la conversación gira en torno a nuestro trabajo. Él sabe que soy periodista, lo cual no me sorprende. Estoy segura de que un hombre como él está más informado que yo acerca del resto del planeta, aunque ese sea precisamente mi trabajo.

—¿Por qué te hiciste periodista?—pregunta interesado.

—Siempre he sido muy curiosa. Quería descubrir mundo, viajar, hacer reportajes, escribir...

—¿Querías?

—Es difícil hacerse un hueco—respondo incómoda, ¿Por qué demonios tenemos que hablar de mi trabajo? Él es Héctor Brown, ¡Por el amor de Dios! Yo no puedo competir contra un empleo como ese.

—Pero trabajas para el periódico el Sur, la firma más importante de tu país.

Enarco una ceja, repentinamente extrañada.

—¿Cómo sabes eso?

—Estoy acostumbrado a informarme de todo—responde como si nada.

—Pues te has informado mal—replico, agitada porque él haya buscado información sobre mí. No es lo mismo meterse en Google que investigar la vida de tu compañero de cama—ya no trabajo para el periódico.

—¿No?

—No.

—¿Por qué no?—insiste, pasando por alto mi enfado.

—¿Por qué no lo averiguas, o haces que lo averiguan por ti? Estoy segura de que puedes conseguir la respuesta sin que yo te la diga—le espeto de mala gana.

Puedo observar como todas las líneas de su rostro se tensan. Lo he enfadado. Pero me da igual, ¿Quién se cree este hombre? No me gusta que indaguen sobre mi pasado, una simple pregunta a mi persona le bastaría para saber todas las respuestas.

—Te lo estoy preguntando a ti—explica, intentando contenerse.

—Y yo te estoy diciendo que le digas a tu ejército de empleados obedientes que lo averigüen.

—No me hace falta un ejército. Mi secretaria es muy eficiente—explica irritado.

Lo estoy cabreando. Bien, me da exactamente igual.

—Pues pregúntale a tu eficiente secretaria—replico de mala manera.

—Sara—dice, apretando los dientes—¿Qué cojones te pasa?

—Que has buscado información acerca de mí, ¡Como si me tratara de un maldito ordenador que pretendes comprar!, ¿Sabes ya si tengo antecedentes penales?

—No tienes—responde seguro, quedándose tan pancho.

Me pongo erguida sobre el respaldo de mi silla.

—¿Qué más sabes de mí?

—¿Y qué importa eso ahora?

—¿Mi número de pie?

—Sara...—me censura.

—¿Mi color favorito?

—Detente.

Sus ojos se encienden, calcinándome. Pero yo no me detengo.

—¿El nombre de mi primer novio?

Su mano me agarra el brazo y tira de mí hacia él, acercando mi cara a la suya. Pierdo el habla. Él me habla furioso, a escasos centímetros de mi rostro.

—Basta ya. Sé lo que tengo que saber.

Me separo de él con brusquedad.

—¿Por qué?—replico agitada— tú solo tenías que preguntarme lo que quisieras saber.

Él suspira.

—No vas a detenerte, ¿Verdad?

Niego con la cabeza, y para que le quede claro, me cruzo de brazos.

—Pedí a mi secretaria que buscara información tuya cuando saliste de mi despacho. Ninguna mujer me había tentado de la misma forma en que lo hiciste tú, y yo ansiaba tenerte en mi cama. Pero un hombre como yo debe ser precavido, no puede correr ciertos riesgos. Tenía que saber que eras de fiar.

Parpadeo repetidas veces, incrédula. ¿Está diciendo lo que yo creo?

—¿Te pensabas que iba a intentar ser una de esas liantas que intentan sacar un beneficio de un revolcón con el famoso Héctor Brown?—me indigno.

—Algo así. Debo reconocer que cuando supe que eras periodista me puse furioso. Luego leí algunos de tus artículos, muy buenos, por cierto, y entendí que eras una periodista seria que no se dedicaba al mundo del cotilleo.

—Gracias por su consideración, Señor Brown. Ahora además de licenciado en empresariales también lo es en periodismo. Es usted un partidazo—digo con ironía.

—Te he dicho que no me llames Señor Brown.

Vuelve a coger mi mano pero yo la aparto.

—Sara, mírame.

Yo lo hago, y lo que veo en sus ojos me desarma. ¿Por qué tiene que ser un hombre tan guapo? No hay derecho.

—Me equivoqué. Pero estoy acostumbrado a buscar información de todas las personas. El mundo en el que me muevo es un lugar muy superficial, y siempre hay gente que intenta aprovecharse.

—¿Cuántas mujeres se han aprovechado de ti?—quiero saber.

—Ninguna.

No me sorprende. En la vida de Héctor Brown, yo estoy segura que no hay nada fuera de control. Y lo peor aún, que tiene a todos los que hay a su alrededor bien atados.

—En el futuro, si quieres saber algo de mí, pregúntamelo.

—¿Eso significa que me perdonas?

Me lo pregunta encantado de la vida, como si en realidad, él no se tomara en serio mi enfado.

Yo suspiro.

—Señorita Santana—vuelve a coger mi mano y se la lleva a sus labios, besándola—es usted una mujer difícil.

En ese momento yo ya lo he perdonado, ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Pero me encanta lo difícil—apresa uno de mis dedos entre sus labios y lo lame.