CAPÍTULO CUARENTA Y UNO
EL zumbido del motor del avión al arrancar me pone nerviosa, tanto que antes de que hayamos despegado del suelo ya estoy histérica. Joder... me da miedo volar. Mucho miedo.
A pesar de haber viajado en varias ocasiones fuera de España, el avión, si puedo, lo evito. Mi pánico llega a tal extremo que incluso teniendo un novio piloto dudo que se me vaya a pasar algún día.
“Dicen que los momentos más peligrosos del vuelo son el despegue y el aterrizaje—me alecciona mi subconsciente.
Ah, muy bien, en ese caso tendré náuseas hasta que vuelva a poner los pies en el suelo.
Intento relajarme en el asiento de cuero del avión. El avión es espacioso, no como esos reducidos aviones low cost en el que anuncian lotería e intentan venderte perfumes. Éste tiene ocho asientos de cuero blanco emparejados paralelamente y un sillón de cuatro plazas que parece lo bastante cómodo como para echarse una siestecita a miles de metros de altitud.
La azafata está sentada en el primero de los asientos junto a la cabina de los pilotes. Mi curiosidad me obliga a preguntarle a Héctor para qué necesitan dos personas que viajan solas los servicios de una azafata.
—Este avión lo utilizo también para cuestiones de negocios—me explica—Natasha es la azafata encargada de atender a los pasajeros.
Natasha se acerca hacia nosotros y nos pregunta si deseamos tomar algo. Yo respondo que un vaso de agua, porque estoy segura de que si bebo otra cosa voy a echar la pota. La azafata nos trae las bebidas y vuelve a su asiento.
—¿Para qué sirven los cinturones?—pregunto intranquila—si nos estrelláramos moriríamos de todas formas.
Héctor me echa una mirada que quiere decir “cállate”. Yo obedezco y me mantengo en silencio...por un par de segundos.
—Héctor—lo llamo.
Esta vez se vuelve hacia mí, comprensivo. ¡Qué mono! No puede estar más de dos minutos enfadado conmigo...
—¿Estás nerviosa?
Trato de aparentar la serenidad de la que carezco.
—No, está siendo un vuelo muy tranquilo. Sólo estaba pensando.
—¿En qué pensabas?
—En nosotros. Todo lo nuestro ha sido tan precipitado que a veces me da vértigo asomarme al pasado y darme cuenta de que sólo han pasado un par de semanas, ¿Estás seguro de esto, de presentarme como tu novia en esa fiesta?
Héctor me mira como si estuviera loca.
—¿Y tú lo estás?
—Sí. Estoy tan segura a pesar de que llevemos tan poco tiempo que me da miedo que tú puedas arrepentirte. Eso me estamparía contra la realidad, y ya es lo que me faltaba en estos momentos. Si piensas que vamos demasiado rápido sólo tienes que decirlo.
En mi mente rezo para que no lo diga.
Héctor me pasa el pulgar por la mejilla, acariciándome de manera tranquilizadora.
—Nunca he estado tan seguro de nada en toda mi vida.
Yo suspiro, quitándome un gran peso de encima.
En el televisor están echando una película de ciencia ficción. Una de esas en las que aparecen alienígenas destruyendo la tierra. . Me pregunto por qué siempre atacarán Estados Unidos...
Aburrida, intento echar una cabezadita en el sillón, pero al ver que es imposible, vuelvo a sentarme en mi asiento. Héctor sí que parece interesado por la película. Yo, mientras tanto, me muerdo las uñas. Si pudiera buscar algo con lo que relajarme...
Mis instintos más primarios me hacen desviar los ojos hacia la entrepierna de Héctor. Eso sí que me relajaría.
Una sonrisa maliciosa se planta en mis labios, y decidida a relajarme, me quito el zapato y coloco la planta del pie sobre la entrepierna de Héctor, quien se sobresalta ante mis eróticas atenciones. Me lanza una mirada amenazadora que yo obvio, y continúo mi acecho, acariciando su entrepierna con los dedos de los pies.
—Ni se te ocurra—me avisa.
—¿Te acuerdas de aquella noche en el restaurante?—ronroneo.
Héctor asiente sin hablar, con la respiración entrecortada a causa de las atenciones que le estoy prodigando a su entrepierna. Me levanto del asiento y echo un vistazo a Natasha, quien está sentada de espaldas a nosotros con los cascos puestos y la vista fija en la pantalla. Al parecer, a ella sí le va la ciencia ficción. Me siento sobre el regazo de Héctor y le rodeo el cuello con los brazos, susurrándole al oído:
—Me he dado cuenta de que hay algo que puede tranquilizar mis nervios.
Héctor me separa el cabello del cuello y acaricia mi piel con los labios hasta llegar a la oreja.
—¿De qué se trata?—pregunta, tratando de contenerse.
Decidida a acabar lo que he empezado, me levanto y camino con paso firme hacia el servicio, haciéndole un gesto con un dedo para que se acerque. Héctor parece dudar, pero ante el evidente deseo que hay en sus ojos, termina por levantarse y sucumbir a mi petición. En cuanto entra al servicio, cierro la puerta del baño y echo el pestillo.
El baño es más grande que el de los aviones convencionales. Tiene una ducha con mampara de cristal, un lavamanos con encimera de granito gris y un inodoro plateado.
Lo empujo contra la pared libre y comienzo a besarlo con ansia. Héctor responde a mi beso sin contenerse, me da la vuelta y me coloca de espalda a la pared, con su creciente erección apuntando contra mi espalda. Me coge del pelo y me echa la cabeza hacia atrás. Habla con voz ronca.
—Te voy a follar duro contra la pared por ponerme tan cachondo—me advierte.
Yo suelto un gritito de satisfacción al oírlo, y él me hace colocar las palmas de las manos en la pared y me obliga a abrir las piernas. Me sube el vestido por encima de las caderas y me baja las bragas, guardándoselas en el bolsillo. Entonces me vuelve hacia él y se coloca entre mis piernas, pasando una de mis piernas por encima de sus hombros. Echo la espalda hacia atrás, pegándola a la pared, cuando siento su aliento cálido en la entrada de mi vagina. Héctor coloca su mejilla sobre mi monte de Venus y me acaricia con su palma de la mano en la parte interior del muslo.
—¿Qué voy a hacer contigo, pequeña?.
—Lo que quieras...
Héctor me vuelve a acariciar el muslo y se detiene justo en la entrada de mi vagina, provocándome un ramalazo de placer en el estómago.
—¿Lo que quiera?
Yo asiento, incapaz de balbucear una sola palabra. Quiero que me bese, lo necesito dentro de mí...y me está torturando de una manera que me hace agonizar.
Héctor sostiene la pierna que tengo colocada sobre su hombro y me deja besos cortos desde el tobillo hacia el interior del muslo, volviendo a detenerse justo en el sitio en el que deseo ser besada.
—Héctor...—me quejo.
—Dijiste lo que quiera—me provoca.
Yo me muerdo el labio, deseando que él acabe con esta tortura. Él, por el contrario, parece disfrutar provocándome. Vuelve a repetir la misma operación, esta vez, acompañando sus besos con la lengua en un denso recorrido hasta el interior de mi muslo. Me aferro a su cabello negro azabache y lo guío hacia la entrada de mi sexo, pero él se libera de mis manos y retrocede hasta colocarse a escasos centímetros de lo que le estoy ofreciendo, soplando sobre mi vagina y haciéndome suplicar.
—Héctor...por favor.
—¿Por favor qué?—me pregunta, mirándome a los ojos.
—Bésame justo ahí.
Héctor sonríe satisfecho y se acerca a la entrada de mi labios vaginales, recorriéndolo con la lengua.
La mueve de delante hacia atrás y repite el recorrido mientras yo gimo de placer y vuelvo a colocar las manos en su cabello. Arqueo la pelvis hacia su boca, y él toma todo lo que le ofrezco, besando mi sexo con sus labios y devorándome con la lengua. Su lengua se concentra en mi clítoris y me penetra con un dedo que las paredes de mi vagina envuelven. Me besa y me penetra hasta que me corro y siento como las paredes de mi vagina vibran y estrechan su dedo, hasta que me caigo floja con la espalda contra la pared.
Sin dejarme descansar, Héctor me coge por las caderas y me da la vuelta, colocándome de nuevo de cara a la pared. Me suelta una cachetada en el glúteo y yo grito por la sorpresa y el dolor. Estoy a punto de insultarlo cuando el placer aparece al mismo tiempo que el dolor se vuelve invisible. De nuevo, me da otra cachetada, y ahora, yo arqueo los glúteos, buscando la palma de su mano. Héctor se ríe, pero no vuelve a pegarme. Esta vez, me amasa los glúteos con sus manos y me da un masaje que empieza desde el inicio de la columna hasta la parte final de mi ano. Yo me tenso al sentir como uno de sus dedos me penetra, y automáticamente lo rechazo, arqueando la espalda hacia delante.
—Joder nena...estás tan estrecha.
—No—le ordeno.
Héctor vuelve a darme otra cachetada y mis piernas tiemblan al sentir su dedo poseyéndome. Una mezcla de dolor y extraño placer me embriagan.
—No te dolerá—me promete.
Yo estoy a punto de protestar que qué diablos sabrá él cuando habla de nuevo.
—Estoy deseando tomar tu culito, pero no hoy. No en este avión. Lo haremos a mi manera y en un lugar en el que puedas sentirte relajada.
Me tranquilizo al escuchar su respuesta. Me tranquilizo y me excito.
“A su manera” Sí...definitivamente no hay otra forma más placentera.
Héctor me aúpa los glúteos y busca la entrada de mi vagina desde esa posición, hasta que su boca la encuentra y me lame.
—Estás muy mojada. Me encanta lo receptiva que eres—dice, su voz satisfecha.
Me penetra con dos dedos que arquea hasta encontrar mi punto más débil, y entonces, los mueve hacia dentro y fuera, hasta que yo grito de placer, sin importarme que estemos en un avión con una azafata viendo una película de ciencia ficción.
—¡Sí!—grito, comenzando a notar las primeras oleadas de placer.
Héctor se detiene y saca los dedos de mi vagina.
—Todavía no—me ordena—quiero follarte contra la pared y que te corras de placer junto a mí.
Yo me contengo, pero sus palabras unida a esa voz ronca y autoritaria me encienden aún más. Héctor se quita los pantalones, me coge de la cintura y coloca la cabeza de su pene en la entrada de mi vagina.
—Métemela—le pido.
Él me penetra en un movimiento fuerte, clavándose hondamente en mi interior. Me coge del pelo y tira de mi cabeza hacia atrás, besando mi nuca con los labios. Bombea fuerte dentro de mí; saliendo y entrando rápido. Sus movimientos son certeros y acompasados, y ambos alcanzamos un ritmo imposible de frenar. Me suelta una nueva cacheta en los glúteos y yo grito satisfecha, mientras su pene bombea dentro de mi vagina, hasta que los dos nos corremos y mi vagina absorbe todo su simiente.
Héctor aprieta mi espalda contra su pecho y besa mi cabeza. Luego me da un masaje en los hombros, para que descargue toda la tensión fruto de la adrenalina provocada por un increíble polvo a miles de metros de altura. Lo que él no sabe es que yo estoy completamente relajada, como si acabara de salir de un delicioso baño de espuma. Me siento tan bien con sus manos masajeando mi espalda que me quedo completamente flácida, hasta el punto de que los ojos me pesan y la respiración se me acompasa.
Me conduce de nuevo hacia el avión, y antes de que pueda procesar lo que ha pasado, me quedo profundamente dormida.
Me despierto justo cuando el avión está aterrizando, y entonces llego a la cuenta de algo; ¡No llevo bragas!
Automáticamente cierro las piernas, que antes estaban espatarradas de un modo poco femenino a causa de mi profundo sueño. Capto la mirada burlona de Héctor centrada en mis muslos, y luego va ascendiendo hacia mis ojos. Yo le ladro con los ojos.
—Dámelas—le ordeno.
Él niega con la cabeza, con una sonrisita de oreja a oreja. Me pregunto si habrá estado mirándome ahí mientras estaba dormida.
—Que me des las putas bragas—gruño.
Él se pone a mirar por la ventana, haciéndose el sordo.
¿De verdad se cree que puedo estar sin bragas con este mini vestido?
Alterada, me levanto del asiento para quitárselas yo misma, pero la azafata me recomienda formalmente que vuelva a sentarme y me abroche el cinturón, pues el avión está aterrizando.
Obedezco, y mientras lo hago, observo que Héctor se está riendo.
Gilipollas
Diez minutos más tarde, el avión ha aterrizado por completo. Nos desabrochamos el cinturón y salimos del avión, todo sonrisas ante la profesionalidad de Natasha, quien nos desea una feliz estancia.
En cuanto salimos del avión, me abalanzo hacia él para recuperar mis preciadas bragas de la perla.
¿Habrá visto que son de la talla cuarenta?
Lo increpo aún más furiosa. Héctor me coge las muñecas y las mantiene pegadas a mis caderas sin esfuerzo alguno, hasta que yo ceso en mi empeño por recuperar mi ropa interior. Lo miro con odio.
—Te la pienso devolver—lo amenazo.
—Qué miedo—se burla, sin tomárselo en serio.
Me rodea los hombros con su brazo musculoso, mientras que con el otro carga las maletas. Me da besos en el cuello a los que yo me resisto, aún cabreada por no llevar bragas, hasta que voy cediendo y me río cuando me hace cosquillas con su aliento cálido. Caminamos con los dedos entrelazados, mi cara el reflejo de la pura felicidad, hasta que llegamos hacia un lujoso coche negro que nos espera en la puerta.
—Te gusta el color negro, ¿Eh?—lo acuso, al darme cuenta de que todos sus coches son del mismo color.
—Como el color de tus ojos y de tu cabello, morenita.
Me abre la puerta del coche para que entre y se acomoda a mi lado. Nos pasamos todo el trayecto hasta el hotel haciéndonos arrumacos y confesándonos el uno al otro lo que tenemos pensado hacer cuando acabe la noche. Al llegar a nuestro destino, me quedo sin aliento. Estamos en el hotel más lujoso de París, y con toda seguridad, uno de los hoteles más caros del mundo.
El Ritz.
El hotel Ritz París es un majestuoso edificio del siglo XIX con tres plantas en paredes color crema y tejado oscuro. Acudimos a la recepción y uno de los botones se acerca a nosotros para cargar con nuestro equipaje. Nada más llegar, la recepcionista saluda efusivamente a Héctor. Demasiada efusividad, para mi gusto. Lo cual no me sorprende, porque la mayoría de miradas femeninas se tornan a contemplarlo cuando él entra en el hotel. La chica le habla en un seductor acento francés, explicándole que la suite principal del hotel está ya preparada y que todo está dispuesto según sus deseos. Héctor le da las gracias con educación y cierta indiferencia, en la que he de admitir que me regocijo.
Subimos en ascensor hasta la última planta y el botones deja el equipaje en la entrada de la habitación, marchándose. Me quedo estupefacta al contemplar la riqueza ornamental de la habitación, llena de tapices, pesados cortinajes y lámparas de araña, todo ello lacado en tonos dorados, rosados y blancos que parecen transportarme a otra época. Quizá excesivamente recargado, para mi gusto, que adora la simplicidad. Pero es imposible pasar por alto la suntuosidad de la habitación, digna de un rey.
—Lo elegí por su ubicación—me explica—ya que dijiste que querías ver El Louvre, mejor alojarse en un hotel cercano.
—¿Vamos a quedarnos más de esta noche?—pregunto entusiasmada.
—Dos días para visitar lo que prefieras—me explica, encantado de verme tan contenta.
Yo giro de entusiasmo sobre mis talones.
¡Dos días en París con Héctor! En este momento, no hay nada que pueda estropear la felicidad que siento.
—Tienes que vestirte, dentro de dos horas tenemos la cena. Las mujeres tardáis mucho en arreglaros.
Miro el reloj y observo que son las cinco de la tarde. Nadie en su sano juicio debería cenar antes de las nueve, opina mi estómago, bastante arraigada a las costumbres culinarias españolas. Sin hacerle demasiado caso, me dirijo hacia el baño y comienzo a desvestirme. Entonces, acabo de procesar lo que acaba de decirme y me giro hacia él, totalmente desnuda.
—¡Pues para ser un hombre tú también sueles tardar mucho en arreglarte!—lo acuso.
Héctor se empieza a reír, con sus ojos brillantes y repletos de...¿Ilusión?
Me quedo observando su cara, y me doy cuenta de que no soy la única llena de dicha por esta situación. Él también parece feliz, y la arrogante que hay en mí da un gritito de entusiasmo; ¿Es posible que Héctor esté tan ilusionado con lo nuestro?
—Eres una protestona, ¿Siempre tienes que replicar a todo?
Contesto sin pensármelo.
—Por supuesto que sí.
Héctor se acerca hacia donde estoy y me coge en volandas hasta meterme en la ducha. A mí me da la risa e intento zafarme al tiempo que trato de coger el mango de la ducha para empaparlo sin éxito, pues él adivina mis intenciones y me lo arrebata de las manos. Antes de que me dé cuenta, ha abierto el grifo y el agua está saliendo helada. Grito y lo maldigo, y él se ríe más fuerte. Una risa encantadora, joven y atractiva. Me mira a los ojos y dice una única palabra antes de apuntar el chorro de agua contra mi cara:
—Incorregible.