A MODO DE PROLOGO
En los jardines de la suntuosa residencia de los marqueses de Piedra-Hermoso se celebraba aquel año una pintoresca fiesta infantil, donde la grey juvenil campaba a su propio antojo mezclando sus cantarinas risas con la minúscula orquesta compuesta por una docena de negritos, ataviados con pintorescas túnicas rojas.
Hacía mucho rato que los señores, con sus amigos, se habían adentrado en el palacio, donde había de servirse la merienda, dejando el jardín engalanado, poblado totalmente de lindas figulinas y apuestos muchachos aún imberbes, que, sin embargo, eran ya una promesa para el futuro.
Institutrices, nurses, amas y niñeras, se reunían en una terraza contemplando el alegre espectáculo, mientras charlaban amigablemente, sin dejar por eso de atender a sus minúsculas señoritas, las cuales, sintiéndose ya un algo mocitas, esparcían sonrisas y picaruelos mohínes, por el grupo varonil formado en una esquina de la pista.
Se bailaba un cadencioso vals, cuando en el grupo irrumpió un muchacho de unos catorce años, alto, esbelto, de rostro bronceado, cuyas facciones correctas se fruncieron desdeñosas, entreabierta la boca en irónica sonrisa.
—Hola, Hugo —saludó alguien.
E hizo un leve movimiento de cabeza, clavando los ojos en la blanca pista, donde sus amigos bailaban emparejados con las hijas de los aristócratas.
—¿No bailas, Hugo? —preguntó Rolando Argüelles, situándose a su lado—. Tus padres están en el salón, con los marqueses.
Hugo Walterra ladeó la cabeza, murmurando, despreciativo:
—¿Me has tomado, acaso, por un bebé?
El otro —tendría diecisiete años— se desconcertó:
—Perdona. Creí que venías a participar en la fiesta.
—Me han dicho en casa que mis padres estaban aquí; por eso vine.
—Ya.
Ahora se bailaba un fox, a cuyos acordes danzaron todas las parejas, más o menos bien, pero bailaban encantados de la vida, creyéndose, íntimamente, maestros en el arte de Terpsícore.
La pista se llenó totalmente. Ni un solo muchacho quedó sin pareja, excepto Rolando y Hugo, quienes por curiosidad, guiaron los ojos a un lado para clavarlos en una chiquilla larguirucha, de carita pálida, insignificante, la cual se sonrió tímidamente. Parecía invitarlos a que la sacaran de aquella situación desairada, mas ninguno de ellos entendió el mudo lenguaje de los ojos femeninos, poniendo de nuevo su atención en la pista.
Rolando, muy nervioso, dijo, inclinándose hacia el otro;
—Esa chica es la hija de los marqueses de Piedra-Hermoso.
—¿Y bien?…
—Se ha quedado sin pareja. ¿Por qué no la invitas? Ella está sufriendo por el desaire que le hacemos.
Los ojos grises de Hugo Walterra reflejaron un orgullo indescriptible, mientras volviendo la cabeza hacia la marquesita, manifestó con desprecio, impregnada la voz en altanería, lo suficientemente alta para ser oída por la chiquilla:
—¿Por quién me has tomado? ¿Crees posible que yo —recalcó— baile con esa muchacha horrible? No, amigo. Con ésa es con la última, de todas las que se reúnen aquí, con quien yo hubiera bailado. Me repugna —despreció rudamente—; parece que la ha vomitado un cuervo.
Los ojos de ella se anegaron en llanto, al tiempo que sus manitas de nieve se crispaban, arrugando el pavoroso vestido de fina muselina.
Lo que siguió después, inundó a Hugo de rabioso coraje. Rolando Argüelles, sin pronunciar una sola palabra, se alejó de su lado, yendo en dirección a la marquesita de Piedra-Hermoso, quien muy pálida, apretada la boca, los ojos brillantes, miró a Hugo en una forma que hería, al tiempo de dejarse enlazar por los brazos del leal y noble Rolando.
Cuando la pareja pasó bailando por su lado, Hugo Walterra rió con desprecio en una amplia carcajada, cuyos ecos llegaron claros y vibrantes a todos los oídos, mientras girando sobre sus talones daba media vuelta perdiéndose por la gran verja, hasta llegar al borde de la calzada donde lo esperaba su acharolado auto.
—Es el hijo del cónsul inglés —dijo alguien.
—¿Por qué se ríe de esa forma escandalosa? —preguntó una ingenua chiquilla.
Nadie supo responder. Tan sólo los ojos, de un verde intenso, de la marquesita de Piedra-Hermoso, brillaron indefiniblemente, mientras que en su corazón, siempre limpio y leal, germinaba ahora una semilla de odios.