VII
Uno a uno, los elegantes vehículos fueron deteniéndose ante la iglesia y, después de haber descendido los invitados, se alinearon en la calzada hasta que el último de ellos marcó el final de la calle.
Ahora era esperada la llegada de los distinguidos novios, e infinidad de ojos curiosos se clavaban en la calle por donde había de aparecer el automóvil que conducía a la muchacha más bella, la más codiciada por todo el elemento varonil y también la más admirada.
Un público indefinido, ajeno por completo a la boda, hacía esfuerzos inauditos por llegar a la misma puerta de la iglesia, cuyas naves se hallaban profusamente iluminadas y engalanadas. Una alfombra carmesí se había tendido desde el presbiterio a las amplias puertas de la iglesia, donde se reunía la curiosa muchedumbre, riñendo fuerte, discutiendo con los guardias municipales, que alzaban la voz tratando de contener a la gente.
—¡La novia! —se oyó decir.
—Todos los ojos se clavaron ávidos en el auto negro del marqués de Piedra-Hermoso, el cual avanzaba despacio, y se detuvo ante la puerta del templo.
El marqués, ataviado con el traje de rigurosa etiqueta, daba la mano a su hija, cuyo rostro semioculto tras el manto de tul «ilusión» se notaba pálido y emocionado.
Lentamente, causando una admiración sin igual, la novia avanzó por las naves del templo del brazo de su padre y padrino, quien, girando los ojos en tomo, buscaba febril algo que no hallaba.
Los invitados, todos enfundados en trajes de ceremonia, esperaban la llegada del novio, cuya demora causaba extrañeza en todos los presentes.
Maibea, arrodillada en el amplio reclinatorio carmesí, con las manos fuertemente enlazadas, esperaba nerviosa que todo aquello finalizase para caminar en compañía del hombre que era toda su vida, por un sendero brillante y feliz.
Los minutos transcurrieron. Se levantó un indiscreto murmullo. El marqués mordía fuertemente los labios. Alguien rió fuera con escandalosa carcajada, y el novio sin aparecer.
Los ojos de Maibea, húmedos de llanto, se clavaron con angustia en el rostro de una imagen que parecía enviarle un consuelo sonriéndole dulcemente, aconsejándole un poco de resignación.
Mientras esto sucedía en la iglesia, vayamos al encuentro del novio y veremos qué era lo que motivaba aquel extraño retraso.
* * *
—¿Te falta mucho, Hugo? —preguntó Agata, penetrando en la alcoba de su hijo, y encontrando a éste tranquilamente tendido en un diván, fumando con toda parsimonia un cigarrillo—. Pero, Hugo, que son las doce menos cinco.
—¿Ha llegado la novia a la iglesia?
—Estará llegando. ¿Qué esperas, hijo? Aún te veo sin vestirte. Por favor, Hugo, que ya debieras estar allí.
—Vas a ser la madrina, ¿no, mamá?
—¡Hugo!
Una carcajada burlona interrumpió su exclamación.
Hugo Walterra estaba de pie ante ella, quitándose apresuradamente el batín y quedando ante los ojos asustados de la madre en traje de calle.
—¡Hugo!
En aquel momento penetraba el padre en la estancia, diciendo alarmado:
—¿Qué sucede? Han telefoneado diciendo que Maibea ya ha llegado a la iglesia.
—¡Estupendo, papá!
—¡Pero, Hugo!…
Este, impertérrito, se sentó en una butaca, al tiempo de hablar con reconcentrada voz, reflejando en sus ojos un odio feroz:
—¿No recordáis cuando hace dos años salí de esta casa con rumbo desconocido, amargado, y llevando por toda compañía un dolor inenarrable?
—¿Qué nos importa ahora eso? Tu prometida te espera en la iglesia, Hugo. Es preciso que dejes tus tonterías y te vistas a escape.
—Yo no tengo novia, papá. Esa mujer que espera en la iglesia sufrirá hoy la misma humillación que yo sufrí por su causa hace dos años. Ella lleva el agravante de que es mujer, y además… —hizo una pausa, miró los rostros descompuestos de sus padres, y añadió con odio feroz—: está deshonrada ante los ojos del mundo.
—¡Hugo!
Fue un grito unánime, impregnado de dolor. Él, desoyéndolo todo, continuó, mientras que con apresuramiento metía en una maleta algo de ropa:
—Me voy por el mundo. Ella purgará hoy con creces el daño que me hizo cuando yo, con el corazón en la mano, le pedía que fuera mi esposa… Y, ¿sabéis la respuesta? Seis carcajadas sonaron a mi espalda, y después todo Madrid supo que Hugo Walterra era un muñeco de trapo, con el que jugaban las mujeres como Maibea Piedra-Hermoso. Ella guardó seis años el rencor; yo, sólo dos.
El padre no había pronunciado una sola palabra. Su rostro desencajado dejaba ver una amargura infinita. Los ojos miraban ante sí con obstinación, y en su corazón penetraban como trallazos las frases mordaces de aquel hombre cruel.
—Ya lo sabéis todo —dijo, cuando terminó de contar lo sucedido hacía dos años—. Mi vida fue desde entonces la de un vicioso sin corazón Hoy también me lo meto en el bolsillo. He conseguido que el mundo la crea una muchacha sin escrúpulos, que visita garitos indignos en compañía del que aún no era su marido. Este se va ahora, la deja en la iglesia, y la honra de Maibea Piedra-Hermoso se verá por los suelos, pisoteada por ese mundo que hace dos años se burló de Hugo Walterra.
Hizo intención de coger la maleta e Iniciar la marcha, pero la voz de su madre, anegada en llanto, detuvo por un momento sus pasos.
—Por el amor de Dios, por mí, por nosotros, que siempre te hemos adorado, perdona y cásate con ella, hijo mío No le hagas pasar la vergüenza de ser despreciada en la iglesia. ¡Hugo!
—Jamás, mamá; mi corazón está lleno de odio, y sólo ansío vengarme.
Renato Walterra se aproximó a él, y dijo por primera vez, con los dientes apretados:
—Lo que vas a hacer es impropio de un hombre.
Sonrió el hijo con esfuerzo.
—Yo sólo soy un despojo, padre mío. Quise a esa muchacha como un loco, como nunca creí que se pudiera querer. ¿Luego? —hizo un gesto de impotencia—. La odié tanto como la quise.
—Aún estás a tiempo de rectificar. Ella te ama. Aquello pertenece a una época pasada. Hoy nadie lo recuerda.
—Yo no lo he olvidado. Está en mi corazón, presente como el primer día.
La madre fue hacia él y, arrodillándose a su pies, pidió entre sollozos:
—Piensa en nosotros, en el bochorno tan grande a que nos expones. Piensa en Dios, que jamás te perdonará. Piensa…
Con crueldad manifiesta dijo, yendo hacia la puerta:
—Antes que en nada pienso en mí, mamá. Soy feliz con esta venganza, y no retrocederé porque sé que Maibea Piedra-Hermoso será la más infeliz de las criaturas; igual, que ya lo fui hace dos años.
La voz del padre sonó como un gemido:
—Si hoy te marchas, Hugo, jamás vuelvas. Esta casa se cierra para ti.
—Está bien, papá. Desde hoy mi hogar será el mundo entero.
Cogió la maleta y, después de mirar largamente a sus padres —pálido y sombrío él; llorosa y angustiada ella—, salió de la estancia, y muy pronto el trepidar del motor del auto llegaba claro y vibrante a los oídos de aquellos dos seres, ya para siempre amargados.
A la iglesia llegó un papelito que el marqués leyó con dolor, retratándose en sus pupilas una ira indescriptible, al tiempo que Nelda Payares, ayudada por otras invitadas, recogía el cuerpo desmayado de Maibea Piedra-Hermoso.
Alguien que observaba desde la calle, mezclando su figura arrogante y hermosa con la muchedumbre, cerró muy fuerte los puños, mientras que sus ojos se humedecían de llanto.
Todo había salido como Rolando lo presintiera, y ahora, al comprobarlo, sentía deseos de correr tras el malvado y pedirle con una pistola cuenta de aquella bajeza. Se contuvo, no obstante, porque no ignoraba que un canalla es un cobarde, y éstos jamás esperan de frente al enemigo.
Aquella suspensión de boda no había sido disimulada. El que llegó con la noticia era un criado de Hugo Walterra, y dijo solamente: «Hugo Walterra desprecia a esa mujer». Cuando aquella voz se oía en la iglesia, el cuerpo de Maibea era recogido por los brazos de Nelda Payares, mientras el marqués arrugaba el papel que le había enviado Renato Walterra.
La venganza de aquel hombre era de las más crueles, pero como el mundo ignoraba que aquello era venganza, la voz corrió veloz como un huracán.
Maibea Piedra-Hermoso quedaba, ante los ojos del mundo, deshonrada para siempre.