II
Ted Muskett atravesó el patio seguido de varios ojos. Le apreciaban, pero le temían al mismo tiempo. Ted era un hombre justo y cabal, honrado y generoso, pero había que andar con cuidado. No soportaba las injusticias, decía en la cara lo que pensaba, propinaba un botefón al que lo merecía, y despedía sin miramientos a los desobedientes.
Era la hora del crepúsculo y bajo los cobertizos del porche los mozos de labranza descansaban en espera de ser requeridos para cenar. Hacía mucho frío y se cubrían con zamarras de grueso paño. Ted, al contrario, bajó del caballo en mangas de camisa, con ésta desabrochada hasta medio pecho y el frío del atardecer no parecía traspasar sus carnes duras y morenas. Con la fusta en la mano, a medida que avanzaba, la agitaba sobre las altas botas manchadas de barro. Su rostro cetrino y sus ojos avellana se agitaban también con una excitación impropia de él.
Había estado todo el día marcando reses con sus peones, y al volver a la hacienda, esperaba hallar allí a Robert y a su hija. Por eso no le asombró ver el «Cadillac» de un rojo vivo detenido junto al garaje y a Lancy, la cocinera y ama de llaves en conjunto, muy atareada en la cocina. Para subir a la terraza y entrar en el vestíbulo, tenía que pasar bajo la ventana de aquella cocina, y Ted se detuvo y miró hacia adentro.
—¿Qué guisas, Lancy?
—Buenas tardes, señor Muskett. Los señores han llegado y preparo la merienda. El señor descansa en este instante, y la señorita ha salido a caballo.
—¿A caballo con este día?
—Dijo que le gustaba el campo.
—Vaya, vaya.
Siguió adelante y entró en el vestíbulo. Era amplio y no parecía pertenecer a una casa de campo. Ted gustaba de rodearse de comodidad Aquella hacienda, más que una hacienda dedicada a la ría de ganado, parecía un palacio de recreo, y Ted se sentía orgulloso de sí misino por haber logrado lo que se propuso siendo ya niño.
Quizá el mayor contraste era el mismo; pues lejos de parecer un gran señor, era sencillamente un labriego, desordenado, indiferente, nial vestido y casi siempre sin afeitar.
Sus fuertes bulas pisaron la gruesa alfombra y dos doncellas que lo contemplaban al otro extremo del vestíbulo superior, se miraron consternadas. Todos los días sucedía igual. Las anchas botas del señor Muskett ponían perdida la casa, el piso superior encerado, las alfombras las estelas de la galería…
Le vieron entrar en su cuarto y aparecer minutos después con la barba recién rasurada, una camisa limpia y el cabello aún mojado. Se encaró con ellas y preguntó:
—¿Dónde está el señor Light?
—En su alcoba. La que usted dijo que le destináramos, señor.
—Muy bien.
Y siguió su camino.
Atravesó el pasillo, empujó una puerta al fondo del mismo, y entró.
El hombre que se hallaba tendido en la cama dio un salto.
—Ted, querido muchacho
Ted, «el muchacho», que no parecía muchacho ni era muchacho en realidad, avanzó hacia la cama v empujó a Robert hacia la almohada.
—Hola, escritor —rió, palmeando fuertemente la espalda de Robert—. ¿Cómo va eso? Tanto tiempo sin verte, ya te había olvidado.
—¿Me habías olvidado?
—Sí, los rasgos de tu cara. Estás bien, Rob. Tal vez algo más delgado, pero como siempre. Aquí engordarás y te sentirás tranquilo. No pude esperar tu llegada en la hacienda —añadió mientras cargaba la pipa y metía el dedo en la cazoleta para apretar el tabaco— porque teníamos trabajo atrasado y pronto llegarán las nieves. Mucho trabajo, chico —rio a lo bruto—; pero me encanta el trabajo.
Robert se sentó en la cama y tomó de la mesita de noche un cigarrillo que encendió sin prisas. Luego alzó los ojos y los fijó en Ted. Le analizó fijamente. Ted seguía como siempre. Con más años, alguna que otra cana en la cabeza, arruguitas en torno a los ojos, pero era el mismo Ted fuerte y ancho de siempre, con su voz de trueno, sus manazas enormes, su cuerpo de atleta, y sus ojos color avellana, pequeños y casi siempre ocultos con indolencia bajo el peso de los párpados. Ese era Ted, un gran muchacho no siempre comprensible, pero de cualquier forma que fuera un gran muchacho.
—¿Y para qué trabajas tanto, Ted? Debes tener una millonada, estás podrido de dinero, no pareces dispuesto a casarte, no te diviertes… ¿Para qué quieres el capital?
Ted rió. La risa de Ted era como si mil ruidos raros sonaran bajo una cascada. Y su tórax al descubierto, denunciando su fortaleza, se ensanchaba y de sus narices salían dos chimeneas y de su boca, bocanadas de humo caro, porque pese a todo, a Ted le gustaban las cosas buenas.
—Diantre, Rob, no me irás a decir que pesa tener dinero.
—No pesa, pero, a veces, abruma a uno.
—¿Te sucede a ti eso? —preguntó, suspicaz.
Rob apretó el cigarrillo entre los dedos, tiróse de la cama y alcanzó el batín, qué puso con cierta precipitación. Después, situado junto a la ventana, se volvió hacia Ted y le miró de modo raro.
—Yo… no tengo dinero, Ted —dijo con lenta voz—. No tengo nada, porque tú, que sabes de dinero, comprenderás que unos miles de dólares no es poseer dinero.
Ted no respondió al pronto. Con la frente arrugada y la pipa en la boca, parecía reflexionar.
—Está bien —comentó tan sólo—. Si no lo tienes, no creo que por ello te mueras de hambre. Después de todo… para algo lo tengo yo. Ya ves tú cómo mi dinero tiene utilidad.
—Eres muy generoso, pero no es para tanto. Estoy vivo, trabajo aún y he de trabajar todavía más. Dime, ¿no me preguntas por qué no tengo dinero si he trabajado toda la vida en algo muy productivo?
—¿Yo? —rió Ted, y su risa sonó alegre—. ¿Quién soy yo para preguntarte esas cosas? Allá tú con tus asuntos. Ahora estás aquí y yo me siento contento. Es lo único que puedo decirte.
Robert tiró el cigarrillo por la ventana y paseó la mirada por la pieza con las manos tras la espalda. Parecía preocupado. De súbito se detuvo junto a Ted, que seguía sentado en el borde de la cama y le dijo:
—Ted… quedé viudo muy joven y viajé de un lado a otro… Eso cuesta dinero. Además, cuando la fama nos sonríe y hay mujeres bellas que nos aprecian… He sido un poco loco olvidando que tenía una hija en un pensionado caro… Una hija que después de salir del pensionado tendría que vivir a la altura de su educación.
—A las hijas se les aprieta las riendas ruando hace falta, Rob —dijo cachazudo—. Que tu hija aprenda a vivir.
—Tengo el deber de enseñarle la parte más bonita de la vida, para eso la elegí también.
—No todos han de vivir igual. ¿Te vistes y bajamos a dar una vuelta, Rob? Ten presente que el asunto dinero no me apasiona nada en absoluto.
—Pero trabajas para obtenerlo.
Ted volvió a reír y su risa era ruda como su persona.
—En modo alguno, Rob. No trabajo para obtenerlo. Trabajo porque sin trabajo para mí la vida no tendría objeto. ¿Bajarás luego?
—Espera, Ted No he venido aquí tan sólo a descansar. Y lo que te estoy diciendo no es un asunto pasajero de los que se tratan con indiferencia, por casualidad. Lo que yo te insinúo, lo que quiero decir, no salió por casualidad, ¿me entiendes?
Ted quitó la pipa de la boca y arrugó la frente.
—¿Qué te pasa, Rob? —preguntó, poniéndose en pie—. En efecto, tomé a broma lo que dijiste y aun cuando creo en serio tu falta de dinero, no pensé que ello te disgustara y que supusiera para ti un problema de índole primordial.
—Pues así es, Ted. No estoy aquí por… casualidad. He venido porque te necesito.
—¿Me necesitas tú a mí?
—Sí. A ti, á la única persona a la cual yo recurriría en momento de apuro. Nos criamos como hermanos y yo te quise como si lo fueras. Te considero un hombre generoso y creo que me estimas.
A Ted los sentimentalismos le sacaban de quicio y estimó que Rob se ponía sentimental, si bien lo que decía era bien cierto. Por otra parte le preocupaba el aspecto poco sano de Rob, y sintió el estado lamentable de sus finanzas. Pero como Ted era así…, dijo, medio en brema medio en serio:
—Diantre, Rob, tengo un apetito devorador y Lancy estará haciendo algo sabroso en la cocina. ¿Bajamos y dejamos eso para esta noche?
Robert Light comprendió que Ted quería desentenderse de todo y, con triste resignación volvió la cabeza a un lado.
—Bajaré luego, Ted.
Ted se encaminó a la puerta, pero al llegar a ella se detuvo, miro a Rob, encogió los hombros y antes de salir dijo de mala gana, porque él cuando estimaba a alguien, le fastidiaba tener que decirlo, y Rob era para él… la única persona en el mundo por la cual hubiera dado toda su fortuna que no era poca.
—Te estimo, Rob. Y no quiero que me hables de eso. No es preciso mencionar lo que ambos sabemos por demás. Baja en seguida, Rob, y olvida todo lo que te atormenta.
—Ted…
—Y no me creas tan superficial. A veces… Bueno… —agitó la cabeza—, baja a merendar Tengo apetito.
Y salió, cerrando la puerta.
* * *
Ted tenía un trozo de carne en la mano y lo comía a dos carrillos. Estaba de pie en la terraza y una de sus botas, relucientes, golpeaba distraído el mosaico. En otra mano sujetaba un vaso de vino y bebía de vez en cuando sin dejar de masticar y mirar hacia la pradera por la cual avanzaba un caballo a todo galope.
Sintió curiosidad. Rob tardaba en bajar y su esto mago era exigente; por eso lo entretenía en aquel instante. El caballo llegó al patio y su jinete descendió de un salto con agilidad. Sin duda dicho jinete sabía montar a caballo.
Ted fijó sus penetrantes ojos en el jinete. Y se echó a reír a lo bruto. «Que me aspen si no es la hija de Rob», dijo para sí y siguió comiendo con los ojos fijos en la mujer que avanzaba vestida con traje de montar. Ted empequeñeció los ojos, si bien por ello no dejó de masticar. ¡Bonita en verdad la hija de Rob! Bonita y esbelta. Sin duda las ropas masculinas le sentaban bien. Marcaban sus formas de modo insinuante. Tenía las caderas redondas, las piernas largas y bien formadas, un busto incitante y una cabeza de diosa griega. Tan sólo algo desagradó a Ted. El corte de pelo que no favorecía a las mujeres, si bien a aquélla le quedaba bien, aunque mejor hubiera estado con melenita.
A medida que avanzaba la veía mejor y los ojos de Ted se ocultaban bajo los párpados, una forma de mirar que era característica en él cuando deseaba ocultar lo que sentía.
La amazona se detuvo en el último peldaño de la terraza y suspiró. Se le notaba fatigada y Ted fijó sus ojos en el busto oscilante. Ted era descarado tanto en el hablar, como para mirar a las mujeres que le gustaban y aunque aquella lindeza era hija de Rob —porque sin duda lo era—, en aquel instante era tan sólo una mujer bonita, con unos ojos verdes, rasgados, preciosos que le dejaron un poco desconcertado. Y se los bajó a la boca y sintió cierto cosquilleo en su sangre. Ted era rudo y hasta grosero si se quiere, pero le gustaban las mujeres guapas y si no que lo dijeran las chicas jóvenes y bellas de la comarca que suspiraban por «cazar» al reyezuelo y sólo conseguían entretenerle una o dos semanas.
—¿He salido bien del examen? —preguntó la joven observando al mirón.
Ted dio un tremendo bocado al asado y bebió el resto del vino sin responder. La seguía mirando.
—Ignoraba que mi tío tuviera a su servicio hombres tan descarados.
Ted miró en torno buscando al supuesto descarado, y al darse cuenta de la equivocación de la joven que sin duda lo tomaba por un peón, se echó a reír de tal modo que ella se asustó.
—¿Es tan gracioso lo que dije?
—Sin duda.
Y siguió riendo.
Mary Light se sintió empequeñecida junto a la personalidad de aquel bruto descarado, que sin dejar de reír, masticaba el último trozo de carne.
—Pues le advierto que se lo diré a mi tío.
—¿Qué tío? —preguntó Ted, acercándose a ella.
Mary hubo de alzar los ojos para mirarlo y quedó quieta bajo los ojos castaños que centelleaban.
Intentó dar la vuelta, pero él la retuvo por un brazo y le dijo irónicamente:
—Niña, no me gusta nada que me llames tío, Eres ya mayorcita y yo no soy un anciano.
—¿Qué… quéee?
—Ya lo ves.
—¿Quiere decir que usted, que tú eres…?
—Sí, un descarado, un grosero, un impertinente, pero soy Ted y en el fondo dicen todos que soy un chico excelente.
Mary pensó en sus amigas, en su padre, en la figura que ella se trazó de Ted… Y en conclusión se echó a reír a lo loco.
—¿Te hace gracia?
Mary lo miró sin dejar de reír y manifestó:
—Mucha.
—Pues tiene poca. Hala, ve a cambiarte de ropa y vayamos a merendar.
—Dirás a cenar.
—Aquí la merienda es cena.
—Por lo que veo, aquí todo es diferente de Nueva York.
—Sin duda pero te agradará.
Y entró en la casa, dejó el vaso sobre una mesa de centro, llenó la pipa y la llevó a la boca. Mary, tras él, lo analizaba con creciente curiosidad.
Su padre le habló de Ted; ella pensó en cómo sería, pero nunca se imaginó que el tan cacareado Ted fuera así. No parecía el dueño de aquellas inmensas riquezas, ni siquiera un capataz, por su indumentaria; su aspecto y mala educación parecían igual a las de un peón, un ente grosero, mirón, descarado y feroz.
Lo vio perderse indiferente por una puerta y aparecer segundos después con una zanca de pollo en la mano.
—¿Aquí se merienda de pie?
—No —dijo Ted con la mayor tranquilidad—. Se merienda como en todas partes, pero como tu padre no acaba de bajar y tú no pareces tener hambre y yo la tengo canina…, el resultado ya lo ves.
—Decididamente eres un tipo curioso.
—Te equivocas —replicó mordiendo la carne. Y con la boca llena añadió—: No tengo curiosidad por nada en la vida.
Al parecer, no deseaba entenderla, y Mary, comprendiéndolo así, dio la vuelta y se encaminó a la escalinata.
Ted en medio del vestíbulo, con el hueso pelado entre las manos, la boca llena y los ojillos ocultos bajo los párpados, la miraba subir y sintió que fuera hija de Rob. Sí, lo sintió. Si fuera una simple chica del poblado, una forastera, una chica cualquiera… Pero era hija de Rob, y, pese a su belleza, a su juventud… era hija de Rob.
Malhumorado, dio la vuelta en redondo y se encaminó de nuevo a la cocina.
—¿Qué más tienes por ahí, Lancy?
—El señor no va a comer después.
—Dicen que no comer por haber comido no es mal de peligro. Dame algo, Lancy. Se me cae el estómago.