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Había tomado el último avión del puente aéreo y olvidó momentáneamente los problemas. El firmamento estaba limpio como ojo de pez. Flotar en él le pareció un milagro tan grande como la vida misma.

Alejandro trató de leer, pero las ideas vertidas en las páginas de la revista no penetraban en su cerebro. Pensaba qué clase de consuelo podía aportar a aquella mujer extraña, a la que apenas conocía. Un día, hacía ya casi medio siglo, la vida de María Dolores había sido fatalmente atraída hacia la de los Acosta y desde entonces giraba en tomo a ella como giraban afuera los planetas alrededor de los soles: sin llegar a conjuntarse con ellos.

Estiró las piernas y cerró los ojos. ¿Cómo era entonces María Dolores Llauder? Alejandro reconstituía el piso de la calle de Zapateros hasta el último detalle, pero no conseguía «ver» a Lolita. Recordaba a su hermano Juan, espigado, moreno, serióte. Recordó también su sonrisita triste de joven tímido; el cariño que le había demostrado siempre. No era como el alocado Carlos, que solía zumbarle sin motivo o le hacía miedo para luego reírse de él. Pero en cierta ocasión Juan le dio un golpe fuerte. Fue en una fiesta que se estaba celebrando en casa. Había mucha gente en la puerta abierta del piso, amontonada en el pasillo. De repente Juan le miró con rabia y le golpeó. Alejandro llevaba una botella. La sostenía con las dos manos por miedo a romperla. Sí, la botella era de anís. Lo recordaba perfectamente. Entonces alguien le dio un empujón sin querer y él se tambaleó. Fue en aquel momento cuando Juan le atizó. Luego le vio salir del piso precipitadamente.

En el cerebro de Alejandro se mezclaban estas lejanas imágenes con el gesto de ira de su hija Beatriz. Sacó la conclusión de que sus palabras no habían sido crueles, como había pensado al principio, y que, en todo caso, la verdad suele resultar cruel. Era cierto lo que ella había dicho. Él había predicado siempre unas normas morales de las que ahora se burlaba sangrientamente en libros y artículos. Quizás era una venganza contra los principios burgueses en los que había sido educado. Quizá trataba de destruir con ello el miedo que le había condicionado desde niño: miedo a los muertos, miedo al confesor, miedo al maestro, miedo al guardia. Se había casado por la Iglesia con una chica de su edad. Muy mona. Vestida de blanco. Había pasado la luna de miel en Mallorca y había soñado con Elena a los acordes de aquella melaza empalagosa de Bonet de San Pedro y los Siete de Palma. Más tarde, había educado a sus hijos en los únicos principios éticos que le habían permitido usar. Prácticamente los únicos que conocía. Aunque pronto dejó de ser católico practicante, permitió que sus hijos se educaran en el seno de la Iglesia católica. Celebraba como todo el mundo las festividades católicas en familia; permitió el bautismo de los hijos y su comunión; consintió que creyeran en los Reyes Magos y en la Bernardette y que celebraran todos los días inventados por los mercaderes para sacar el dinero a la gente: el Día de la Madre, el del Padre, el del Amor Universal Renegaba del franquismo, negándose a pertenecer a ninguna de sus familias políticas, pero aceptaba con mansurronería la realidad politicosocial por él creada. Sin rebelarse. Sin exponer la piel o la seguridad de su familia para combatirlo. Y de repente, un buen día, empezó a negar todo lo que había aceptado durante tantos años con complacencia culpable. El resultado, unos años después, no podía ser más decepcionante. Su hija Beatriz le había echado en cara su fariseísmo. Le había dicho en pocas palabras que si había abandonado a la mujer era sencillamente porque se había hecho vieja cuidando de él y de los hijos. Y porque separarse de la mujer legítima para juntarse con la de otro señor se había puesto de moda. Como leer a Marx, a Bakunin, a Reich o hacer contracultura desde cualquier periódico o en la última esquina del barrio.

Ahora dudaba. Veía con claridad que, tras la euforia callejera manifestada por la izquierda histórica en el setenta y cinco y parte del setenta y seis, ahora jugaba a la contra. Sus militantes, la gente de base, empezaban a acusar el cansancio en vista de los pactos de los partidos y las sindicales con la derecha representada por Suárez y su Gobierno. El desencanto cundía, además, porque los líderes más cualificados tenían cubierto puesto en la mesa del comedor de gala del Palacio de Oriente. ¿Hacia dónde iba d país? ¿No daría la vida de los españoles un giro de ciento ochenta grados y volverían todos al rosario en familia y al ejercicio espiritual? ¿No habría sido todo un espejismo de libertad y se volvería al dirigismo de las mentes y de las conciencias? En tal caso, ¿qué podían hacer los que como él vivían con una mujer que no era la suya? ¿No serían de nuevo desplazados, discriminados por «las personas decentes», hasta convertirse su vida en un infierno?

El cambio, o la predisposición a el, lo notaba Alejandro hasta en las sutiles insinuaciones de Eulalia. Ahora hablaba de la nueva moda. Decía, con ese tacto que segrega la educación burguesa, que la moda se había hecho más conservadora. Y los gustos. Y las canciones. Sugería la conveniencia de cambiar de imagen. Así los hijos volverían al redil, Y contribuirían a que las aguas retornaran a su cauce.

El zumbido de los reactores taladraba sus oídos. Alejandro notó que el «DC-9»; perdía altura. Se había encendido el letrerito rojo y la voz de la azafata se oía a través del altavoz rogando a los pasajeros que abrocharan sus cinturones y olvidaran el pitillo. Todos sus problemas parecían haberse refugiado en su estómago cuando el aparato soltó el tren de aterrizaje. Alejandro cerró los ojos e hizo una profunda inspiración. Y en aquel instante, sin proponérselo, vio a Lolita, la novia de su hermano Juan cincuenta años antes. Era una muchacha rubia de piel muy blanca. Espigada. Llevaba un sencillo vestido rosa pegado al cuerpo, con la falda tres dedos sobre la rodilla. El vestido, liso, resaltaba sus menudos senos de adolescente. Se ceñía a su vientre y levantaba por detrás una incitante grupa con la raya de las nalgas marcada en medio. Lolita tenía las pantorrillas llenas y sonrosadas y caminaba dando saltitos como si fuera un pájaro.

En seguida que bajó del autocar divisó a su hermano Carlos. Había engordado mucho desde la última vez que lo vio y estaba completamente calvo. Por un instante, fue como si hubiera visto la cara de su difunto padre, el capitán Alejandro Acosta.

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