7

Durante las primeras semanas de 1931 se produjeron graves disturbios callejeros en Valencia. Menudeaban los enfrentamientos entre los estudiantes y entre éstos y la Policía. Los locales obreros fueron clausurados por orden del Gobierno, lo cual provocó muchas huelgas y manifestaciones. Sin embargo, la Prensa aseguraba que pronto alcanzarían su reconocimiento legal.

El ocho de febrero se publicó un decreto convocando elecciones legislativas. Cinco días después dimitía el general Berenguer con todo su Gabinete. Emerenciano Adell dijo a su mujer que la República estaba en puertas. Lo mismo aseguraban unas hojas clandestinas que recibió Teresa, la portera de los Acosta, de manos de unos desconocidos. «Entregue usted una de estas hojas en cada vivienda —le habían dicho—. Y hágalo, porque se juega el pellejo.» Beatriz recibió una proclama, que le dio Teresa, y la tiró al cubo de la basura después de estrujarla con rabia. Ni se molestó en leerla.

Dos días después de que el almirante Aznar se hiciera cargo del nuevo Gobierno, don Vicente Esteve, el tío de Lolita, fue abofeteado por dos jóvenes que, después de romper el escaparate de la pasamanería y destrozar el establecimiento, le robaron las seis pesetas que había recaudado. Los jóvenes vestían amplias blusas y llevaban gorras visera. Don Vicente Esteve, que estuvo tres días en cama del susto, creyó haber reconocido en uno de ellos al hijo del sacristán de su pueblo. «Yo juraría que es Cecilio —confió a su mujer—. Hasta renqueaba un poco como él.»

A Alfonso, el cura del Grao, le habían amenazado de muerte por haberse negado a bendecir un burro, el día de San Antón, alegando que estaba politizado. La misma mañana que recibió el anónimo se presentó en el Palacio Arzobispal. El Arzobispo, fuera de sí, lo echó a cajas destempladas de su despacho. «Usted —le había dicho-no es quién para negar la bendición a un animalito del Señor por llevar un lazo con la bandera republicana. El politizado es usted, no el burro.» Por el contrario, a Carlos le había amenazado el director de la Academia con la expulsión si volvía a pintar en la pizarra, con tizas de colores, la bandera tricolor.

Cuando se supo que Aznar había sustituido las elecciones legislativas por las municipales, fijadas para el 12 de abril, los republicanos se unieron a los socialistas formando una conjunción compacta muy peligrosa para las fuerzas dinásticas. Así se lo hizo saber Sancho a Juan Acosta, que empezaba a contagiarse del entusiasmo político de su compañero.

Como aquella mañana habían encontrado la Facultad cerrada, decidieron dar un paseo por la Alameda.

—Esa gente de la universal tiene armas —le informó Sancho. Y precisó—: Pistolas

—¿De dónde las sacan?

—Madrid. O de Barcelona. No sé. Lo cierto es que están en condiciones de superioridad. Las pistolas que tienen, y las que recibirán, no se les van a oxidar. Ya lo verás. Ahora andan envalentonados con lo de la conjunción. No habrá quien los pare. Por otra parte, Ortega, Marañón, Pérez de Ayala y compañía, dinamitan la paz con sus escritos. Envenenan a los intelectuales. Los maestros de escuela, sobre todo, son todos de izquierdas. Republicanos.

A la derecha de Juan, al otro lado del pretil del puente, el río se remansaba dejando unas islillas verdes de caprichosos entornos. Casuchas de adobe cubiertas con techos de latón bordeaban la parte más alta del lecho. Estaban adosadas al muro de contención y tenían delante una pequeña explanada en la que jugaban varios niños. También los viejos, y las cabras, tomaban el sol en aquel espacio polvoriento.

Sancho aventuró la posibilidad de que llegaran a España los miembros del Comité Republicano, exiliados en París.

—De Ramón Franco puede esperarse todo —comentó—. El tío es un chiflado de primera Desde que nadie habla de él, no sabe qué hacer para que su nombre siga sonando.

Habían llegado a la Alameda, en la otra orilla del río. Juan observó los pequeños bancales, que manos anónimas habían robado al lecho del Turia al paso del tiempo. Estaban plantados de pequeños cuadros de habas, entre los que se veían jóvenes almendros ya florecidos. Un ingenioso sistema de riego permitía aprovechar el agua de los remansos sirviéndose del desnivel.

—Los catedráticos —dijo Sancho— están acojonados. Tienen miedo de que esos animales les zumben la badana. Si la Universidad se cierra y continúan las huelgas y los asaltos, van a conseguir que el país se paralice. En esas condiciones, a un agitador profesional como es Franco no le sería difícil soliviantar algunas guarniciones.

—El Ejército es leal al Rey.

—Yo no lo creo. El Ejército está dividido. Sobre todo desde los fusilamientos de Jaca, que es lo peor que haya podido hacer el Rey. No se deben crear mártires. La Aviación, ya lo ves, es republicana. O comunista. Las Armas de Tierra no se aclaran, y no me negarás que en ellas abundan los generales republicanos. Queipo de Llano lo es. Y el mismo Sanjurjo no es de fiar. Lo único que el Rey parece tener seguro es la Marina. Un golpe audaz bastaría para derribar la Corona.

Juan opinó que, aunque no cabía descartar el golpe republicano, quizá las municipales alejaban el fantasma de una República.

—Cuando Aznar se ha decidido por ellas es porque tiene seguro el triunfo de la causa monárquica. Más tarde, el Rey formaría un Gobierno de coalición para contentar a la izquierda. Pero el peligro sigue existiendo. Eso es evidente.

Los ojos oscuros de Sancho chispearon.

—¡El Rey se está comportando como un perfecto imbécil! Únicamente piensa en amoríos. Y en sus coches. España necesita un hombre consagrado a su gobierno. Una mano fuerte, para que las familias como la tuya y la mía no se vean arrastradas por el marxismo. Hay que salvar las esencias patrias. La tradición, la religión, la moral cristiana, el orden, todo aquello por lo que los buenos españoles vienen luchando desde la aparición de las ideas liberales. ¿Qué predican los republicanos? El laicismo, el amor libre, el divorcio, el aborto. Barbaridades así. Ni a ti ni a mí nos gustaría ver a nuestros padres cada cual por su parte, viviendo amigados con extraños. Ni a las hermanas enganchadas por la calle como si fueran perras salidas.

Se paró.

—Por eso te digo que tienes que escoger. Si ese panorama no te horroriza, adelante. Eres libre para hacer lo que te parezca. Lo que no puedes hacer es, como te dije el otro día, quedarte en medio. Eso no te lo perdonaríamos. Ni los del otro bando tampoco.

Siguieron caminando.

—Os conozco a todos. Sé cómo sois. Me consta que toda tu familia es religiosa. Lleváis la fe en el tuétano de los huesos, como debe ser. Ya sabes cómo respira el cardenal Segura. O con Dios o contra Dios. No caben términos medios. Y si estamos con Dios, hemos de defender con uñas y dientes la Corona. Al menos de momento.

Discurrían bajo la fila de álamos que bordea el río. En las ramas, todavía desnudas, se veían las amoratadas yemas cubiertas de borrilla y alguna hojuela crecida en los renuevos. Eran hojas tiernas, suaves y vibraban a impulsos de la brisa de poniente. En la otra parte de la calzada, por la que circulaban ruidosos vehículos, se levantaban los edificios de los cuarteles. A la puerta de uno de ellos había un automóvil oficial rodeado de uniformes.

El centinela esperaba envarado en posición de firmes junto a la puerta de la garita, por lo que Juan pensó que esperaban la salida de un pez gordo. Quizás el mismísimo Capitán General.

—Yo, la verdad, todavía no veo muy claro qué es lo que tenemos que defender los españoles —dijo—. Sabes tan bien como yo, y eso lo hemos comentado muchas veces, la cantidad de situaciones injustas que viene creando, y tolerando, la Monarquía. El obrero pasa hambre. Está humillado. Su embrutecimiento obedece a unas causas de injusticia y de falta de cultura, y de humanidad, que hay que buscar en quienes precisamente se llaman católicos y monárquicos. ¿Qué ha hecho el cardenal Segura para remediar todo esto? El tiempo que estuvo en Las Hurdes no se notó. Aprovechó para acercarse al Rey y bailarle el agua. Es su protegido personal. Por eso ha hecho el carrerón que ha hecho. ¿A quién quieres que defienda? Lo que pasa es que Segura identifica a la Corona con el reino de los cielos y al Rey con Dios Padre. Mira, mira cómo siguen hoy Las Hurdes. Peor que antes. Los aldeanos viven como animales, con la doble bendición de la Iglesia y la Corona. ¿Y qué pasa en Andalucía? ¿Y en Extremadura? ¿Y cómo viven los campesinos gallegos, los castellanos, los de nuestra región? Creo que, en el supuesto de que la Monarquía ganara las municipales, lo cual no pongo en duda, las cosas seguirían igual. En cuanto a lo que haría la República, eso está por ver.

Sancho se plantó delante de su amigo. Tenía las manos crispadas sobre los libros de texto y sus labios temblaban.

—Ése es el problema inmediato —gritó—. Pero lo que nosotros buscamos no es un Rey como el que tú has definido. Que es en realidad como es. ¡Ni Monarquía ni República! Buscamos un nuevo orden. Métete esto en la cabeza de una vez. ¡Un nuevo Orden!

Y ese nuevo Orden necesita un jefe. El hombre fuerte. El hombre único. Sin llegar a tanto, sería el superhombre de Nietzsche. El iluminado. Se habla de un chico de Valladolid, Onésimo Redondo, cuyo propósito doctrinal sería la recuperación de los valores hispanos. No sé demasiado de él. Se habla también de un hijo de Primo de Rivera, d José Antonio. Está con los de Unión Monárquica Nacional. Pero parece ser que quiere hacer cosas. Esperamos al jefe, pero mientras llega hemos de procurar que la Monarquía se mantenga. Es la única forma de tener a raya al bolchevismo.

»En cuanto a lo que haría la República si llegara a implantarse, tienes la suficiente imaginación como para adivinarlo. Desvertebrar España. Eso sería lo primero. Dar la autonomía a catalanes y vascos, esos puercos separatistas. Imponer el credo marxista. Arruinar la economía. Destruir los hogares. Hacer una España de alpargata, de descamisados. Acabar con la moral. Con la cultura. Y eso lo harían asesinando a los patriotas que les hicieran frente. Un baño de sangre es lo que nos esperaría. Así que, Juan, de República nada. ¡Hay que luchar para que los Lerrouxes, los Prieto, los Alcalás Zamora, los Caballero y compañía no destruyan la Patria! m

Juan no comprendía del todo la excitación de su compañero. Exaltados como él, pensó, siempre resultaban peligrosos. Sin embargo, lo que decía no estaba desprovisto de sentido.

Dudó un momento antes de hablar. Luego dijo:

—Está bien. Puedes contar conmigo. Sancho lo abrazó. Estaba emocionado.

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