11

Se levantó tarde. En seguida que se vistió fue a ver a su hermano. Lo encontró amodorrado. Tenía un mechón de pelo pegado a la frente y los labios cortezosos. Como si fueran a sangrar.

—¿Te sigue doliendo? Tito asintió.

Juan se sentó en la cama.

—¿Qué más te preguntó Lolita cuando te dio el papel para mí?

—No me acuerdo.

—¿De nada? Tito no contestó.

—Está bien. Pero tú no digas nada de esto a nadie. Acarició la frente de su hermano.

—Cuando vuelva te traeré tebeos.

Salió. Cuando cerró tras de sí la puerta del piso pensó que quizá convendría llamar enfrente. Lolita «taba allí, y el matrimonio Esteve no podía extrañarle que quisiera hablar con ella. Reflexionó: «A lo mejor se pone a llorar y da tres cuartos al pregonero. Bajo deprisa como si un enemigo invisible le persiguiera.

Enfrente del piso de los León tomó un tranvía en marcha. En la calle del Miguelete un nutrido grupo de manifestantes rodeó el vehículo. Muy cerca de Juan, en el asiento de delante, saltó en pedazos el cristal de la ventanilla. Una mujer gritó: «¡Me han matado!» Y se cubrió el rostro con las manos. Cuando las retiró estaban llenas de sangre. Juan le arrancó el delantal de un tirón y le cubrió la cara con él. «No ha sido nada. Sólo tiene un pequeño corte», le dijo sacándola del asiento. El conductor insultaba a los revoltosos y, al mismo tiempo, exhortaba a los pasajeros a que abandonaran el vehículo en seguida. De pronto el tranvía se bamboleó. «De prisa, salgamos de aquí», dijo Juan a la mujer, que sangraba abundantemente. Saltó de la plataforma sobre el mar de cabezas de los manifestantes. Uno de ellos, un chico joven de cara aplastada y pelo crespo, le ayudó a bajar a la herida. La metieron entre los dos en una tienda de confecciones que en aquellos momentos echaba el cierre. Cuando volvieron a mirar a la calle, el tranvía doblaba lentamente sobre una fila de ruedas. Cayó con estrépito entre ruido de vidrios rotos y gritos de espanto. Mientras, los manifestantes aplaudían. En el suelo, derribado por un hombrón de cara congestionada, yacía el conductor con un tajo en la cabeza. Manaba de él una sangre negruzca y espesa. Alguien gritó «¡Viva la República de trabajadores!». El grito fue coreado por la multitud, que siguió en tromba hacia la Plaza de la Virgen.

Juan se limpió las manchas de sangre con el pañuelo y caminó de prisa por la Plaza de la Reina. Unos cuantos transeúntes corrían más asustados que otra cosa. Las puertas de los establecimientos estaban cerradas. San Vicente arriba galopaba un escuadrón de Asalto. Fulgían las espadas heridas por el sol, y las primeras ráfagas de viento, que volvía a levantarse, agitaban los bajos de los capotes. Uno de los caballos, negro zaino, resbaló sobre los abrillantados adoquines y cayó de cabeza arrastrando a su jinete en la caída. Juan torció por la primera calleja que encontró. Corrió por la acera. De repente, cuando menos lo esperaba, le salió un guardia civil de uno de los portales.

—¡Alto ahí!

Juan frenó en seco su carrera.

—Las manos arriba. Que las vea yo.

Levantó los brazos.

El guardia lo empujó con el cañón del «máuser» hacia el interior del portal de donde había salido.

—Hazte cargo de este señorito —le dijo al compañero que había dentro.

El otro le agarró de las solapas.

—¿A quién has degollado, que vienes lleno de sangre?

Juan estaba confuso. Y asustado.

—A nadie.

—Ya me lo contarás después.

Trató de explicar lo sucedido en el tranvía, pero el guardia no le escuchaba. Era un hombre maduro de piel cetrina y cara ancha, y llevaba un bigote asilvestrado bajo el que se descubría una boca repulsiva. Tenía el labio de abajo partido, por lo que silbaba un poco al hablar. Cuando hubo leído la cédula personal de Juan, el guardia sonrió resabiado. Sólo entonces pudo ver Juan que la cicatriz del labio de abajo de su opresor se prolongaba bajo el bigote hasta la base de la nariz.

—¿Estudiante? ¿Qué cono estudias tú?

—Medicina.

Antes de que se diera cuenta se vio esposado de manos. La humillación y la sorpresa impidieron que se indignara. Miró con dureza al guardia, que le ordenó tumbarse boca abajo.

—Las manos a la nuca. ¡Y chitón!

Al cabo de un tiempo sus ojos se habían hecho a la penumbra del portal. Distinguió dos personas tiradas como él en el suelo, junto a la garita de la portería. Se trataba de un chico joven, de unos diecisiete años, y de una mujer. Pensó que aquello era injusto, inhumano. Por un momento le asaltó la tentación de levantarse y echar a correr, pero recordó lo que se decía sobre la ley de fugas. Vela con claridad que la única fuerza era la fuerza bruta. Los Estados se mantenían mediante la brutalidad. Así lograban sostenerse en el trono los monarcas, esas brillantes dinastías de que hablaba la Historia, y así perpetuaban los tiranos situaciones de injusticia año tras año, siglo tras siglo. Gobernar era, pues, dictar leyes que beneficiaran al poderoso, hacer que se cumplieran y, si alguien se oponía a ello, usar una fuerza brutal y arbitraría, que suministraban gentes incultas, como su apresor, a cambio de unas miserables pesetas.

Pasó tiempo. Una hora. Quizá dos. El guardia que le había detenido en la calle entró llevando una silla baja de anea. Echó un vistazo a los del suelo y se sentó. Era un hombre de mediana edad, de grandes manos, atenazadas al fusil, y cara larga, de cacabo. Tosía y blasfemaba continuamente.

—Tardan los del furgón —dijo a su compañero.

El otro replicó que en el parque difícilmente se encontraba un vehículo en buen estado.

Su compañero refunfuñó:

—Estoy deseando irme al pueblo con el retiro en el bolso. ¡Ya está bien de leches!

Cuando llegó el furgón celular, Juan no podía levantarse del suelo.

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