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A medida que caía la tarde el mar se iba rizando. Carlos observaba el cabrilleo, entre el que avanzaba penosamente alguna que otra embarcación pesquera.
Volver la vista atrás le inquietaba porque reconocía que había sido injusto. Con Diéster, a quien no quiso avalar después de la guerra. Con Lolita, en quien nunca quiso reconocer a la viuda de Juan por haber celebrado el matrimonio en zona roja. Con su hermano menor, a quien dejó abandonado a su propia suerte cuando más le necesitaba.
La arrogancia que había mostrado cuando volvió a casa después de la guerra, el desprecio que le inspiraban los «rojos», aunque fueran personas de su propia sangre, fueron causa de que Beatriz, la madre, perdiera las pocas ganas que le quedaban de vivir. De que se apagara en dos días. Aquella tarde, sin embargo, seguía preocupándole la suerte de Alejandro de haber triunfado el golpe de los militares. Carlos no temía por él. Pensaba que había vivido lo suficiente y que, en último caso, el pro patria morí nunca dejaba de ser un orgullo para un militar. Pero no podía soportar la idea de que a su hermano pequeño, al que quería, le hubieran podido pegar dos tiros. De haberse producido, ¿quién sino él podía considerarse el responsable de aquella muerte? ¿Habría admitido su conciencia excusas tan triviales como las que se daba para justificar su conducta anterior? Más que patriotismo, ¿no habría sido la suya una manifestación de odio latente? Aunque indirectamente, se consideraba responsable de la muerte del hijo de Juan. Los espías que conservaba en Málaga, y a los que pagaba con largueza, le habían informado de la salida del coche en que Juan Antonio Llauder viajaba con su madre. Suya había sido la orden dirigida a Ezcurra de que le siguieran sin perderlo de vista. Lo que pasó después fue obra del azar. ¿O tampoco había sido así? Llevado de su odio hacia Lolita, ¿no habría dictado él la sentencia de muerte de su hijo? ¿Cabía descartar por completo el excesivo celo de los guardias del control, que dispararon impunemente sobre Juan Antonio?
Refrescaba. Carlos tenía la vista fija en el sol, una rueda de fuego que parecía apagarse en el horizonte entre vapores rojizos. Un a gaviota grisácea planeó a pocos metros de Carlos. El ave le miraba con curiosidad, quizás atraída por el rojo escarlata del chándal que llevaba puesto Carlos. Luego escoró como si fuera un velero impulsado por el viento y remó pausadamente hacia el puerto de Alicante, cuyas embarcaciones se perfilaban sobre un fondo sanguinolento teñido de violeta.