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—Les estamos haciendo pupa, doña Beatriz. Aún no hace año y medio que esos cafres nos trajeron la República, y piense usted que las personas de orden no nos hemos dormido. El pánico ha pasado. ¿Recuerda usted los hombres ilustres que abandonaron España cuando la proclamación? Ahora están aquí todos. Goicoechea, Fuentes Pila, Vallellano, todos ludían por la causa monárquica.

»La política de resistencia pasiva da sus frutos. Ese Azaña se arrepentirá de haber quemado los conventos y de triturar al Ejército. ¡La Iglesia y el Ejército, doña Beatriz!

¡Los dos pilares de la sociedad! ¿Qué se figuraba él? Tenemos a nuestro favor la Prensa católica, monárquica y tradicionalista. Podemos paralizar la industria y fomentar el pato. Cuando nos dé la gana, esos mismos desgraciados que querían proclamar el comunismo libertario en Cataluña, Figols creo que se llama el pueblo, se arrodillarán a nuestros pies pidiendo trabajo. Y nuestros nobles, que tanta gloria han dado a la Historia de España, no van a consentir que nadie les quite las tierras de sus antepasados con el pretexto de la Reforma Agraria. Tenemos los oros y las espadas. ¡Aunque ellos no se lo figuren! Si ahora ha fracasado Sanjurjo, hay otros generales. Recuerde los nombres de Orgaz, Cavalcanti, Barrera, González Carrasco y otros más. Un día darán que hablar, no lo dude. Son espadas brillantes. Hombres íntegros, católicos. Patriotas. No ven con buenos ojos que el Gobierno les haya dado el Estatuto a los separatistas catalanes, ni la disolución de la Compañía de Jesús. Se levantarán. Un día u otro, traerán a España la monarquía católica y tradicional que esta gentuza le ha escamoteado.

»Usted no se preocupe. No tenga miedo. Somos vecinos. Si da unos golpes ahí, en esa pared, ya le oímos mi hermana y yo. Quiero decir que, aunque no tenga en casa al marido y el chico mayor esté estudiando en Madrid, es como si los tuviera. Yo me he comprado una radio, un «Crosley». Y soy suscriptor de ABC. Me entero de todas las noticias. Don Manuel, el juez, recibe El Impartid. Estamos en contacto. Igual que con Macario, el banquero. Y con los Cabanes, don Felipe, el maestro, y su sobrino Manolo. Y con el señor cura, ya me dirá. A partir un piñón. O sea, que las personas decentes no están solas. Al contrario, doña Beatriz. Cada día se unen más. Lo dice el refrán: Dios la cría y ellos se juntan.

Quien así hablaba en el pequeño comedor de los Acosta era un personaje la mar de extraño. Pequeño, corcovado, muy miope. Se llamaba Gregorio Nieto y vivía con una hermana. Eran los dos solteros y pasaban de los alquileres de un par de fincas y de las rentas de un modesto capital que les había dejado el padre, agente de un Banco de la capital que, según se decía, se había dedicado a la usura.

Beatriz, para quien la muerte de la madre había sido un golpe muy duro, suspiró. Luego dijo:

—Me tranquiliza, Gregorio. Una mujer sola, con una hija y un mínimo de diez años, todavía sin cumplir, se siente sin protección. Y una es responsable de todo. Ahora la que más me preocupa es Pilar, la muchacha. Ya ve. Tontea con un chico, y no se le puede impedir que vaya con él. ¡Y las costumbres están! Una vergüenza.

—Sobre todo, en lo tocante a las mujeres.

Gregorio bajó la voz. Dijo que en el pueblo había muchas locas, que predicaban la liberación de la mujer, la igualdad de derechos con el hombre, el divorcio y el aborto.

—Están envenenadas por ese diablo de maestra. Es lista. Y persona influyente. Aquí se trajo a Gara Campoamor un día. Dio una charla sobre la igualdad de derechos. Y dicen que tiene mucha amistad con la socialista esa, Margarita Nelken. A mí me han asegurado que en la escuela predica el amor libre. Y tiene niños y niñas. Juntos. ¡Fíjese, usted!

—Adónde iremos a parar.

Gregorio Nieto estaba sentado en una silla del comedor y, como era tan bajito, balanceaba los pies en el aire. Tenía las piernas juntas y los dedos de las manos trabados, con los pulgares levantados hacia arriba, se movían en todas direcciones. Al hablar, escupía una salivilla compacta.

—Ésa que tenemos de vecina —susurró—, Juanita la Reina, es una de tantas. Estudia para maestra en la Normal de Alicante. Pero siempre está por aquí. Se las da de culta, y anda organizando bibliotecas públicas, da mítines, se lleva a las niñas de excursión. No para, doña Beatriz. Yo se lo advierto, por si alguna vez tiene ocasión de hablar con ella no se vaya de la lengua. Es peligrosa. Yo la tengo en la lista.

—¿Qué lista?

—Mire, yo siempre he sido una persona muy ordenada. Metódica. Me gusta hacer las cosas bien. Y soy previsor. Por si se presenta algún día, yo voy anotando los nombres de las personas que, por su conducta o por lo que dicen, incluso por las amistades que tienen y las casas que frecuentan, pudieran resultar sospechosas. Porque esto no puede terminar así. Un día vendrá en que esos hijos del diablo tendrán que responder de sus actos. ¿Me comprende? Yo tengo el original, y le he dado una copia a Pedro Cabanes. Pero, por favor, no me descubra. Estos animales serían capaces de cualquier cosa.

Se quedó mirando la imagen del Sagrado Corazón que había colgada sobre el sofá, y dijo:

—Aunque, la verdad, no me importaría morir por Dios.

—No me asuste, Gregorio.

—Nada más lejos de mi intención. Pero, mire, el pueblo no es lo que era. Antes todos éramos amigos. Desde la República, está dividido. Hay odios, rencores. Gentuza que tenía cuentas pendientes, o cree tenerlas, con las personas de bien, ahora, aprovechándose de la política, se vengan de mil maneras. Al pobre don Eleuterio, el organista de la iglesia, ya ve, un alma de Dios, no hay tienda que le quiera vender almidón.

—¿Almidón? ¿Para qué quiere el almidón don Eleuterio?

—El es muy pulcro. Se almidona personalmente la ropa. Hasta los calzoncillos, con perdón. Pues no sé quién, pero no tardaré en saberlo, ha prohibido a las tiendas que le vendan almidón. Como si almidonarse los calzoncillos fuera un crimen.

Beatriz carraspeó.

—Como le iba diciendo —siguió Gregorio—, el pueblo es un infierno. Donde quiera usted mirar, hasta en los hogares, hay dos bandos. Caín y Abel andan sueltos por la calle. Los de Caín se han quitado la máscara. Gente que antes no salía de la iglesia, ahora no la ve en misa ni por casualidad. Están como endemoniados. ¿Y lo de las misses? Ahora ese Martínez, el fotógrafo, anda preparando el concurso. ¡Una miss en el pueblo! Claro, las chiquillas van de cabeza. Y me han asegurado que el tal Martínez obliga a las jovencitas a que le enseñen las piernas. Si no lo hacen, no pueden participar. ¿Qué le parece, doña Beatriz? ¡Ah, y el ejemplo que dan esas paraguayas o argentinas! Lo que sean. Son no sé cuántas hermanas. Una recua. Todas pintadas, con unos escotes hasta aquí y las faldas por encima de la rodilla. Fuman y beben como si fueran hombres. Pues, mire, ahora resulta que son la élite del pueblo.

Al llegar aquí, entró Marta en el comedor. La perseguía Tito, que tropezó con la silla de Gregorio Nieto y estuvo a punto de derribarlo. Gregorio se levantó. Llevaba un raído traje pardusco, con la americana subida por detrás y descolgada por delante a causa del peso de los bolsillos, y calzaba unos zapatos negros, despellejados, que le venían grandes. Gregorio miró a Marta con nerviosismo e inclinó la cabeza. En seguida se despidió, ofreciéndose otra vez a los nuevos vecinos.

Cuando desapareció, Marta soltó una carcajada.

—¿Quién es este Rodolfo Valentino? —preguntó a su madre, defendiéndose de los puñetazos de Tito.

—¡Marta, por Dios!

En la cocina, Pilar cantaba el Pichi de las Leandras con una letra muy personal.

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