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«¿Qué está pasando, Dios mío? ¿Qué dase de furias se han desencadenado y nos amenazan por todas partes? Ayúdame, Virgen del Socorro. Te lo pide esta humilde sierva con todo el corazón. Esta devota tuya no es más que una pobre mujer atribulada, cuyo único deseo es criar hijos para el cielo, que es el fin primordial del santo matrimonio. No permitas que ninguno de ellos se descarríe. Conserva nuestro hogar unido. Haz que se quieran los hermanos. Que nunca lleguen a odiarse, Señora. Que se ayuden siempre y se den la mano, estén donde estén. Y sobre todo, Señora, consérvalos libres de pecado. No los dejes caer en la tentación de lo fácil del mundo de los sentidos.
Y a él, Señora, consérvale la salud. Presérvalo de todo mal.»
Beatriz había abierto las puertas de la alcoba y miraba la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro que había sobre la mesa de noche. El lecho, cubierto con la colcha de raso granate, adquiría una extraña severidad entre las dos luces del atardecer. Era una cama grande, alta, de elevado cabezal de roble tallado, con pequeñas ménsulas labradas, a ambos lados de las columnillas abalaustradas. Beatriz sentía por él una especie de veneración, porque había sido allí donde había dado a luz a sus cuatro hijos.
Después de cerrar la puerta de la sala, que Marta se había dejado abierta al salir, Beatriz se arrodilló delante de la imagen. En poco más de un año que hacía desde que habían vuelto de Valencia, habían pasado demasiadas cosas. Cosas muy extrañas, algunas de ellas incomprensibles, como por ejemplo la muerte del general Donderis. Según le había escrito su prima Isabel, el general había apareado muerto en su cama el veinticinco de noviembre del año anterior. Llevaba puesto su uniforme de gala y tenía a sus pies una arqueta conteniendo un puñado de tierra de Cuba. Según los amigos del general, no había podido superar la afrenta de que las Cortes de la República declararan a Alfonso XIII culpable de alta traición. Lo realmente extraño de la muerte del general era que no se había suicidado. El testimonio de su vieja criada, Paula, no dejaba lugar a dudas. «Me siento avergonzado de vivir —le había dicho después de cenar—. Así, que he decidido morirme. Ayúdame a ponerme el uniforme de gala.» El general se emperifolló, se acostó tranquilamente en su cama y a los pocos minutos expiraba. Siguiendo sus instrucciones, Paula derramó la tierra cubana de la arqueta sobre las manos de cera del difunto.
Había sido la primera ausencia definitiva. Luego, exactamente un mes después, se produjo la muerte de la abuela. Beatriz se sorprendió mucho cuando le fue leído el testamento, a ella y a su hermana Concha. Contra la costumbre del pueblo, y lo que ambas tenían previsto, su madre le dejaba la casa y una mejora de mil quinientos duros en Papel del Estado. Desde entonces, las relaciones entre Concha y su hermana Beatriz eran tirantes.
Con la cabeza inclinada, a los pies de la Virgen del Socorro, Beatriz se decía con resignación que la muerte era una consecuencia de la vida. Algo por lo que todos tenían que pasar. Pero la disgregación del hogar, la dispersión de los hijos y el alejamiento del marido, era una especie de maldición. Cuando Alejandro le habló de levantar la casa de Valencia y trasladarse al pueblo con toda la familia, ella luchó para estar junto a él. El Amanda tocaba Sevilla cada mes. «Podríamos instalamos allí —le había dicho—. Hay Facultad de Medicina, y el mayor no tendría que rodar por pensiones, entre gente extraña.» Alejandro dudó. Pero las cosas se complicaron cuando Sanjurjo se sublevó, precisamente en Sevilla, el diez de agosto de aquel año. El telegrama que recibió del marido no dejaba lugar a dudas. «Traslada muebles al pueblo. Os quedaréis allí hasta más ver.» Beatriz obedeció.
Ahora estaba sola. Prácticamente aislada en un pueblo que, pese a ser el suyo, no le decía nada. Juan, que se había matriculado en Madrid, le había dejado un gran vado. En cierto modo, sustituía al padre, especialmente cuando había que refrenar los impulsos de Marta. Sus reacciones, como la de aquella tarde. Según había deducido de la conversación con su hija, se casaba con Diéster el sargento para salir de casa. Huía de ella, de la madre, sin comprender que todo lo hacía por su bien. Cuestión de meses. Marta se casaría, y ella se quedaría sola con Carlos y el pequeño. ¿Hasta cuándo? Porque Carlos no tardaría en terminar el Bachiller.
Le preocupaba el carácter de aquel hijo. Demasiado impulsivo. Alocado. Todo lo contrario del hijo menor, reconcentrado, indeciso, contradictorio. Durante todo el tiempo que hablan vivido en «El Mirador», Tito había ganado en reciedumbre, pero por dentro seguía siendo igual. Cualquier cosa, una mosca volando, atraía su atención como si estuviera ante un gran misterio de la vida. Sin embargo los pequeños problemas cotidianos le dejaban impávido. Beatriz pensaba que estaba condenado a sufrir. Era demasiado sensible, demasiado vulnerable. Cualquier gesto, que a los demás pasaba inadvertido, le hería en lo más vivo. Le entristecía. No veía a los demás tal y como eran. Se los inventaba. Con todo, a su madre le resultaba difícil abrirle los ojos a la realidad. Se negaba a aceptar la maldad ajena hasta que no sufría las consecuencias del mal en su carne. Entonces, la decepción provocaba en él largos períodos de abatimiento. Hasta que lo olvidaba todo.
«Y a él, Señora, presérvalo de todo mal.» Beatriz repetía el ruego una y otra vez. Su cara se había contraído. Tenía los párpados apretados y las cejas juntas. Terca, obcecadamente. Sabía que a su marido le pasaba algo. No sabía exactamente qué, porque se había propuesto no tener celos, pero le atormentaba algo. Lo notaba en sus cartas. Más secas, sin la sencilla emoción que solían contener sus párrafos. Como si fueran escritas por otra persona. O como si él mismo fuera otra persona. No el hombre de siempre, sino el marido responsable de su obligación. Pero nada más.
¿La había alejado de su lado con el pretexto de que en el pueblo estaban todos más seguros? ¿Tendría problemas a bordo? No, de lo que él no era capaz era de olvidarlos. Sin embargo, los proyectos de boda de Marta le dejaban frío. Y no parecía entusiasmarse demasiado con los estudios de los demás. Sobre todo con los de Juan, de quien tan orgulloso había estado siempre. En cuanto a ella, a la propia Beatriz, la última vez que lo vio, en Barcelona, haría poco menos de un mes, le había parecido distante. Incluso creyó notar que sus ojos la miraban como se mira a un ser extraño al que se acaba de conocer.
Cuando Pilar le anunció una visita, Beatriz volvió en sí como quien regresa de otro planeta.