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Era a mediados de enero. De tarde sobrevino una tibieza poco habitual en aquella estación. La lluvia que sé desprendía de las nubes bajas era tan menuda que parecía no tocar el suelo, como si se hubiera fundido en el aire formando con él un refrescante vapor. Sin embargo, el agua estaba allí, en el desmonte, convirtiendo la tierra suelta en un barrillo negro y pegajoso.
Hacía varios días que Tito, después de salir de la Academia, por la tarde, cogía la merienda y se iba a la gola del río para oír las ranas. Las más viejas, pensaba, parecían malhumoradas y expresaban su enfado emitiendo una especie de regüeldo caldoso, Otras, por el contrario, dejaban escapar unas notas alegres, casi cantarinas. Las había en fin que parecían dialogar sosegadamente de una charca a la otra, como si fueran pacíficos vecinos charlando de balcón a balcón.
Aquella tarde, mientras masticaba su pan con chocolate sin mucho entusiasmo, Tito decidió pedir a su madre que le cambiara de Academia. Le desagradaba el piso donde estaba, no más grande que un palomar; le desagradaba don José, su profesor de un día en «El Mirador», y no podía tragar a los compañeros. Especialmente a Juanín, que le miraba con manifiesta altanería. Y a Carpena, el hijo de Macario, d maestro de obras. Y a los gemelos, Juan Luis y Juan José, los hijos del Registrador, siempre con la bragueta abierta enseñando los pelos.
Beatriz le aconsejaba que saliera con ellos, porque eran lo mejorcito del pueblo. Pero él se lo pasaba mejor con Carreño, el hijo del repartidor de Telégrafos, que iba a la otra Academia, la de la «gente vulgar», como decía Marta burlándose de su madre, y sí el padre de Carreño era uno de los mandamases del Partido Comunista local, a Tito la circunstancia le tenía sin cuidado.
Como tenía prohibido salir con d tal Carreño, y él no quería saber nada de los señoritos de su Academia, Tito había resuelto pasar el rato con las ranas del río. Pero aquella tarde iba a ser distinta de las demás, porque los chicos del arrabal, que no iban a ninguna de las dos Academias, se encargarían de que fuera así.
Ocurrió de repente. De pronto se vio rodeado de cuatro jovenzuelos, más o menos de su edad, armados de palos y cañas. Uno de ellos, d que parecía mandar la guerrilla, avanzó hada él. Llevaba un jersey azul descolorido y unos pantalones de ancha culera apedazada que le llegaban más abajo de las rodillas.
—¿Qué, vienes a espiar? —preguntó mirándole a los ojos. Tito negó con la cabeza. El bocado de pan se le había mineralizado en la boca y no podía articular palabra.
—Si no eres un espía, ya me dirás que estás haciendo aquí. En vista de que los otros tres le rodeaban, Tito se tragó la mascada y dijo que estaba allí porque le gustaba.
—¿De qué banda eres?.
—¿Yo? De ninguna.
El otro hizo unas rayas en el barro con la punta de la caña y replicó sin mirarle.
—Eso no puede ser. Tienes que ser de una banda o de otra. ¿O es que tienes miedo a las pedradas? Mira, mira aquí.
Escarbó con los dedos su pelo apelmazado y le enseñó un chirlo todavía fresco.
—¿Lo ves? Me coparon los de Limones. Sé que tienen espías. En aquel momento avanzó hacia el jefe uno de los que esperaban detrás de Tito. Era un ser repulsivo, canijo, dentudo, con los ojos juntos y la cabeza rodalada de tiña. Arrastraba una pierna seca al caminar.
—Yo sé quién es —dijo arrugando la nariz, El otro lo apartó.
—¡Tú qué vas a saber!
- Sí, Mico. Lo vimos tú y yo. Iba en la tartana de Carmelo. ¿No te acuerdas? Lo que pasa es que hoy lleva ese impermeable.
Los otros dos se habían unido a los compañeros. Uno de ellos soltó una risotada.
—¡Impermeable! Para que no se moje, el nene.
Avanzó hacia él y le dio un manotazo en el pecho.
—¡Un señorito es lo que eres! ¡Un beato! ¡Cagacuras!
El que hacía de jefe se interpuso entre los dos.
—¿Tú sabes qué es un impermeable? —le preguntó a Tito sonriendo.
—Para no mojarte cuando llueve.
—¡Na! El impermeable se pone aquí. En la picha.
Apretó el puño y estiró el antebrazo en un gesto obsceno.
—Las putas dan cagaleras —dijo un ñaco de ojillos inocentemente claros, que contrastaban con la malignidad de su hocico de hurón—. Y si te pones el impermeable no te tocan.
El jefe le dio un mamporro.
—No se dice cagaleras. Se dice purgaciones. La leche se cuaja, ¿sabes? Y se hacen gusanos. Te salen por el agujerito de la cuca. Y corren como diablos. Por eso se meten en las demás cucas y las pudren.
Calló, y se agarró la barbilla pensando la próxima barrabasada.
—Vamos a ver. El Cojo dice que te hemos visto. Yo no me acuerdo. Pero tú vas a decirnos qué mierda estás haciendo aquí. Sin mentiras, ¿eh? A un tipo como tú, que no quiso hablar, le quemamos las uñas.
Tito, que había reconocido al Cojo, pensó rápidamente que lo mejor era no comprometerse. Y, por supuesto, no demostrar el miedo que tenía. Explicó, pues, que hacía poco que vivía en el pueblo y que, como no tenía amigos, se iba solo a pasear.
—Cuando salgo de la Academia —añadió parpadeando—. Yo no sabía que estaba en vuestro terreno.
El jefe le miró con rabia.
—Eres un señorito. ¿A qué Academia vas? A la de los beatos, seguro.
—Pero no me gusta. Quiero pasarme a la otra.
—¿La otra? ¡Anda, la hostia! ¡Lo que faltaba!
El Cojo dijo que el jefe de los limoneros iba a la Academia de los republicanos.
Tito se encogió de hombros.
—¿Y a mí qué?
—A ti qué, maríconcete. Todo peinadito. Con la raya.
El Cojo iba a darle en la cara, cuando el jefe le agarró el brazo.
—Déjalo.
Luego avanzó hacia él hasta juntar las narices con las suyas.
—¿Tú eres un cobarde?
—No.
—Entonces te haremos la prueba. Anda, ven con nosotros. Si no eres cobarde, te dejaremos marchar. Pero no vuelvas nunca más por aquí.