10
Encontró a su madre muy desmejorada. Tenía la cara pálida y la ropa parecía venirle grande. Aunque sus crisis nerviosas habían desaparecido, su emotividad había aumentado hasta el punto de llorar por cualquier cosa.
Aquella mañana de mayo, mientras daban un paseo por el camino del puerto hasta «El Mirador», se sinceró con él. Las cosas no iban bien en casa. Alejandro, el padre, había tenido problemas a bordo y dejaba el Amanda.
—Como esta compañía tiene pocos barcos —explicó—, y todos tienen su capitán, tu padre la deja. No quiere ir de oficial. Me puso una conferencia telefónica don Pondo Echevarrieta para ver si había medio de convencerlo de que no se fuera. Dice que es cuestión de unos meses. Pero no ha habido forma.
—¿Y qué piensa hacer?
A Beatriz le tembló la barbilla cuando dijo:
—Se va a un carbonero de una naviera de Santander.
—¿ A un carbonero? Pero si eso no lo quiere nadie.
—Pues, ya lo ves.
Juan sentía la fragilidad de su madre gravitando en el brazo.
—Que espere una temporada en casa. El tiene amistades. Y prestigio. Encontrará cosas mejores que un carbonero.
—Dice que no quiere dejar de navegar ni un solo día. Que tiene que acabar de criar al pequeño, daros la carrera. En fin, lo que los padres tienen obligación de hacer por sus hijos.
Beatriz se paró y le miró con fijeza. Tenía los ojos húmedos.
—Es un buen padre, Juan —dijo conmovida—. Tenéis que quererlo mucho. Siempre.
—Pues, claro. Por eso precisamente hay que evitar que se meta en un carbonero. Es un matapersonas.
Beatriz trató de justificar la decisión de su marido alegando que la vida estaba muy cara y que en aquellos momentos no podían prescindir de su sueldo.
—Yo comprendo que vosotros no os deis cuenta. Tampoco tenéis por qué hacerlo. Pero hay que ver cómo ha subido la vida en estos dos últimos años. Yo me hago cargo. Los trabajadores no hacen más que pedir aumento de jornal. Si no se lo dan, pues van a la huelga. Y como el Gobierno no tiene ninguna autoridad, a todo dice amén. No sé dónde vamos a parar.
Hizo una pausa para descansar.
—Claro, las cosas suben. Además, tenemos mucho gasto. La boda de tu hermana. El ajuar, que es de los buenos. Y tres hijos fuera de casa. Porque el pequeño me cuesta tanto como vosotros. Es un buen colegio los Escolapios. Pero aprietan.
Suspiró.
—¡Con tal de que me lo enderecen! Porque hay que ver cómo cambió desde que nos fuimos a vivir al pueblo. Yo creo que la culpa es de la República dichosa. Mientras estuvo en «El Mirador», con nosotros, daba gusto. Era un chico juicioso. La mar de serio. Cumplía en todo y con todos. Pero fue verse entre los chicos, en la calle, y cambiar. Siempre iba con golfantes, esos mataperros del diablo. Y se metía en los mítines. ¡Qué sé yo! Además, las cosas que decía. A mí me asustaba a veces ver cómo razonaba. Como si fuera una persona mayor.
—Tiene doce años, mamá.
—No, hijo, no. Ha cumplido los trece. Pero te digo que no habla como los chicos de su edad. O es que la juventud de ahora está más adelantada.
Habían llegado frente al balneario «Neptuno», y Beatriz se quejó de calor.
—Mira que olvidarme la sombrilla —se lamentó.
—Las sombrillas tendrían que desaparecer, mamá. Es un chisme inútil y molesto. Además, os perjudica. El sol es bueno. Tienes que tomarlo siempre que puedas. No tendrías esa cara tan blanca y estarías más fuerte.
El mar estaba encalmado. A excepción de la mancha oscura de los escollos, unos metros delante del balneario, tenía un color plateado, uniforme y mate. La playa trascendía ese olor peculiar que da la mezcla del yodo con el salitre, sobre todo en la parte donde el alga había sido amontonada por la resaca.
Beatriz exclamó:
—¡Esto es una maravilla! Con lo que a tu padre le gustaría retirarse aquí, en su «Mirador».
—Propónselo tú. Marta está casada. Los demás somos mayorcitos. Podemos trabajar. Incluso os ayudaríamos. ¿Por qué no? Además, él podría hacer algo. Ganar un dinero dando clases a los chicos que ingresan en la Escuela de Náutica. Aquí hay muchos pilotos.
—Qué más quisiera yo. Porque la verdad es que me he quedado sola como la una. Yo a veces lo pienso. En pocos años. Tres o cuatro. Antes daba gusto vivir. Atareada, eso sí. Pero rodeada de todos vosotros. Riñendo, refunfuñando o riéndome con vuestras ocurrencias.
¿Cuándo fue el último año que estuvimos todos juntos en «El Mirador»? ¡El treinta y uno! Eso. El año de la dichosa República. Luego te marchaste tú a Madrid. Poco después se nos casaba Pilar. Que por cierto ha hecho suerte. Después, Marta, Carlos. Y el año pasado, Tito.
Juan escuchaba el jadeo de su madre. Pensó que aquellas arterias envejecían quizá demasiado pronto.
Beatriz continuó:
—Tu tía antes venía más por casa. Pero desde la muerte de la abuela, con la dichosa mejora, está que bufa. Yo fui a verla. Hablé con ella y le dije que estaba dispuesta a renunciar a los mil duros. ¡No quieras ver cómo se puso! ¿Por qué no le haces una visita? Ella se alegra. Os quiere.
La dejaba hablar. Sabía que era una forma de liberar tensiones acumuladas día a día en la soledad del húmedo piso del pueblo.
—¿Cómo tienes eso? —le preguntó Juan.
Beatriz juntó las cejas.
—¿El qué?
—Esos mil duros de la abuela.
—Eran láminas de quinientas pesetas. Y digo eran porque quedan muy pocas. Creo que dos.
—Lo habéis vendido para que podamos estudiar.
—Y para Mana. Sabes que, además de la dote, le regalamos doscientos duros para los primeros gastos.
—Pues no debiste hacerlo. El dinero es vuestro. Tuyo y de papá.
Beatriz rió.
—¡Qué cosas se te ocurren! ¿Para qué queremos nosotros el dinero? La misión del matrimonio es educar los hijos que da Dios, según las posibilidades de cada cual, y situarlos en la vida. Nosotros no somos ricos. Siempre hemos vivido del trabajo de tu padre. Por eso necesitáis una carrera. Para abriros camino en la vida y no depender de nadie. Si no os la pagan vuestros padres, ya me diréis quién lo va a hacer.
Siguió hablando, como si lo hiciera consigo misma.
—Iba todo bien. En popa, como dice tu padre. Ha sido desde hace unos años. Los arrendadores de «La Senia», que antes pagaban tarde, y mal, ahora dicen que no sacan para nada. Y como desde la República uno no los puede echar así como así, que hace falta no sé cuánto papeleo y abogados, pues así estamos. De aquí, de «El Mirador», tampoco sacamos nada. Ahora Vicente nos ha dicho que si queremos que arregle el jardín y se cuide de la casa, tendremos que pagarle un jornal.
Miró a su hijo interrogativamente.
—¿Crees que podemos?
Habían subido la cuesta, desde cuya altura se descubría «El Mirador», y Beatriz se sentó en un saliente del acantilado.
—Me fatigo. Antes no me pasaba esto.
Juan le sonrió.
—¿Cuántos años tienes?
—¡Huy, demasiados! En febrero pasado cumplí cincuenta y tres. Una vieja. El día menos pensado ni hermana me hace abuela. A propósito, ¿cómo vas tú de novia?
—Nada. De eso, cero.
—Claro. Haces bien. Ahora lo más importante es terminar la carrera. Dame la mano, hijo.
Se había levantado, y hablaba animadamente haciendo proyectos para el futuro.
—Tú dentro de poco serás médico. ¡Un doctor en la familia! Quizá puedas echarle una mano a Carlos. De Tito nos encargamos tu padre y yo. Saca buenas notas. Y cuando te establezcas, entonces pensarás en casarte. ¿Sabes? Es mi única ilusión. Veros con las carreras terminadas y casados. A todos. Y estar otra vez juntos. Otra vez la casa llena de gente. ¡Más gente, por supuesto!
Palmeó cariñosamente el brazo de su hijo y exclamó:
—¡Dios proveerá! Él no abandona nunca a los que siguen sus mandamientos.
Juan se adelantó para abrir la pesada puerta de «El Mirador».