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Le caían las lágrimas. Resbalaban despacio sobre una piel insensibilizada por el estupor. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Dónde estaban Marta y Juan? ¿Había existido aquel mundo de risas juveniles, de travesuras, de proyectos inmediatos? La presencia de la madre les infundía confianza y la sombra lejana del padre les daba seguridad. Ahora todo se había esfumado. ¿Qué quedaba? Un humo dormido, que a veces se avivaba como acababa de suceder con la presencia de su hermano Carlos.
Se habían ido todos. Lo habían dejado solo, con un espeso nudo en la garganta por toda compañía. Y el que quedaba no era el mismo. No era el Carlos noblote de antes. Mientras le hablaba, Alejandro únicamente había conseguido ver a un señor muy bien puesto. Era un tipo relamido que personificaba lo que tanto despreciaba él: el clasismo y la reacción. Aunque de forma distinta, también él se había ido con los demás. Quedaba un traje bien cortado y un aroma de colonia cara que nada tenían que ver con el Carlos de los tiempos auténticos.
Minúsculas pintas desprovistas de densidad danzaban en el aire para caer finalmente, moteando la última fila de ladrillos de la terraza. Alejandro levantó la vista hacia las nubes. Uniformes, bajas, obsesivas. Un aire neblinoso impedía ver los últimos pinos del bosque y desdibujaba los perfiles de la sierra. De vez en cuando le llegaba el parloteo desacordado de una graja recelosa. El ave cruzaba sobre el encerado gris del cielo como si fuera un tizón que lo dejara indeleblemente rayado de negro. «¿Qué queda, Alejandro? ¿Qué crees posible salvar del naufragio de las generaciones?»
Se sentó a la mesa de trabajo. Como había oscurecido encendió la lámpara que tenía a su derecha. El reflejo color miel tenía algo de acogedor. Acompañaba. Sentía un extraño helor en las mejillas y puso las manos sobre ellas. Estaban húmedas. ¿Era sus muertos, que habían llorado por él? ¡Ah, los muertos! Quizá pensaran de forma muy distinta y, en lugar de llorar, estarían riéndose de sus pensamientos.
Trató de concentrarse en la lectura de unas notas manuscritas. La letra era firme y los párrafos denotaban con su uniformidad la fluidez del pensamiento de su sobrino, el hijo de Lolita.
Oyó la tos de nervios de Eulalia al otro lado de la puerta y esperó que se En vista de que no era así, salió en su busca.
La encontró echada en el sofá. Lo los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre Alejandro acarició su cabeza.
—¿Te encuentras mal?
Ella se incorporó. Su sonrisa era un poco forzada cuando dijo que se había fatigado.
—He ido caminando hasta el Turó Park —añadió levantándose—. Se baja bien, pero la subida pesa. Ya no tengo veinte años.
—Alejandro la siguió hasta el dormitorio.
—Quedamos en prescindir de cualquier reserva mental —dijo—. En echar los sapos fuera. En seguida. Antes de que criaran. Sabes perfectamente que es la única forma de que entre nuestra relación corra aire fresco.
Ella repuso sin mirarle que no le sucedía nada. Habla abierto el armario y se disponía a guardar el chaquetón. Entonces Alejandro la abrazó por detrás.
Sí te pasa algo —dijo a su oído—. Y yo lo sé. Te preocupa la visita de mí hermano. No es nada. Lo de siempre. Es un fisgón. A veces me parece que se comporta como un chiquillo. Sí, creo que se trata de un caso incurable de inmadurez. ¿Sabes qué me ha dicho? Que pensaban llegar a La Moncloa en globo. ¿Te lo imaginas? Una mezcla de Julio Verne, de Simenón y de Woody Alien. Por lo demás, nada. En absoluto. Ni siquiera ha preguntado por ti. Se ha hecho el loco, porque sabía lo que iba a contestarle yo. ¡Lo hubiera echado!
Los dedos de Alejandro habían desabrochado la blusa negra de Eulalia. Un par de botones. Lo suficiente para meter la mano y acariciar los pechos de ella.
—La soflama política no ha faltado. Eso sí. Y las profecías. Nostradamus es un aficionado comparado con mi hermano. Pero tiene gracia. Yo le dejaba hablar, hacía como que le estaba oyendo muy serio, pero por dentro me desternillaba. Según él, los reaccionarios siguen siendo los amos. Tienen la fuerza y el dinero, bendecidos por los culazos. Ya te digo, de locura. Algo alienante.
Le había bajado la cremallera del pantalón, y las puntas de los dedos rozaban su vientre. Mientras, la otra mano bajaba a lo largo de un muslo tibio. Firme todavía.
—Nos hemos hecho café. Los dos. El pobre Carlos me recordaba nuestras famosas chocolatadas en la cocina de «El Mirador». ¿Sabes, Lali? Yo creo que está solo. A su edad se vive de recuerdos y, como a su mujer la conoció bastante tarde, se desahoga conmigo. Lo demás, sus bravatas, su forma de expresarse, siempre cargado de razón, como si el resto de los mortales fueran idiotas, todo eso forma parte de la tramoya. Pura bambolla. En el fondo, es un sentimental. Con mala leche, pero un sentimental.
El pantalón estaba en el suelo, enrollado, ocultando los pies de Eulalia. Carlos bajó despacio las bragas y le quitó la blusa. Aspiraba el aroma de su piel, besaba su cuello.
—Ahora, después, te pones guapa y nos vamos a comer por ahí. ¿Qué te parece «Don Pancho»? Por allí suele ir Forcadell. Te prometo portarme bien. No enfadarme. Al fin y al cabo, todos saben quién es. El clásico trepa que no hace sino utilizar los codos. Almorzamos tranquilamente y luego vamos a votar. Después, ya veremos. Creo que Tete Montoliu actúa en «Satchmo». Eulalia se volvió hacia él. Estaba tensa. Alejandro dejó de acariciarla.
—Si estás cansada —dijo— lo dejamos para otro momento. Pero al menos deja que te mire. Me gusta tu cuerpo.
Iba a separarla, a fin de verla mejor, pero ella le retuvo: Le miró a los ojos y confesó un poco atropelladamente:
—Acabo de hablar con mi marido.
Alejandro dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo. Su cara volvía a reflejar el desaliento de los últimos días.