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Eulalia durmió profundamente hasta media tarde. La dosis de somníferos le había impedido oír a su lija, Olga, mientras arreglaba sus cosas en la bolsa de cuero rojo que se llevaba a Londres. Tampoco se dio cuenta del beso que le dio en la frente antes de marcharse.
Cuando se despertó tenía la boca seca. Miró estúpidamente al despertador y saltó de la cama. «¡Qué manera de dormir!», murmuró. En seguida que se tomó las dos tazas de café se sintió mejor. Encendió un cigarrillo.
El día anterior se lo había pasado entero sin salir del piso de la calle París. Sola. Pensando cosas que entonces le parecían absurdas. Por ejemplo, que Alejandro no estaba en Poblet sino con su mujer. O que Ramón, el marido, se estaba haciendo la víctima para quitarle a los hijos. Se alegró mucho al ver entrar a Olga, a última hora de la tarde. Pero su hija se metió en su cuarto, le llenó la casa de Bach a toda pastilla y siguió leyendo a Marcuse. Cuando, tarde ya, decidió hablar un rato con ella, se estrelló contra el muro de su suficiencia y su frialdad.
Enfundada en la bata de seda gris paseó el corredor de punta a cabo. Pensó que tampoco se trataba de dejarse abatir y marcó un número en el teléfono. La voz desenfadada de Manolo Pomés, el relaciones públicas más divertido de Barcelona, le contestó bromeando como siempre:
—¡Aquí el circo Price!
Eulalia no pudo contener una sonrisa.
—Va, Manolito, un poco de formalidad.
—¿En estos tiempos? No querrás que me tomen por loco. Dime, Lali, en qué puedo servirte. Guapísima. Tú mandas y yo obedezco.
—Gracias, chato. Oye, ¿qué haces esta noche? Estoy más sola que la una.
—Esta noche hay dónde elegir. Pero yo me he apuntado a una orgía en Santa Cristina.
—¿Tan lejos?
—Vale la pena. Una productora de cine celebra no sé qué coño. Creo que el milenario de su fundación. ¿Te vienes?
—Explícate, hombre. Dime de qué va al menos.
—¡Y yo qué sé!
—Pero qué clase de gente va.
—Folklóricas. Directores de cine. Productores. Toda la farándula. Pero seguro que viene el arca de Noé en pleno. Animales de pluma. Y de pelo, claro. ¡Porque supongo que te imaginas la de morlacos que habrá por allí!
Eulalia dejó escapar una risita cínica.
—Pero qué mala baba tienes hijo.
—¿Te animas?
—Me animo.
—Dentro de una hora paso a recogerte. ¿Vale?
—Pongamos hora y media. Media horita no es mucho pedir. Estoy en bata.
—¿Eso no queda por África?
—¡Qué burro eres!
—Dentro de hora y media estoy ahí. Gao. —Hasta luego, majo.