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En vista de la tardanza de Torroellas encargaron la cena.
Había una cierta crispación en la mesa cuando José golpeó su copa con el filo del cuchillo. No sabía cómo empezar, por lo que su mujer, visiblemente nerviosa, dijo que iba a darles una buena noticia.
—En realidad —aclaró—, esto que va a comunicaros Pere tendría que haberlo hecho Torroellas. Como veis, no ha venido. Y en su casa no contesta nadie al teléfono. Así, que atención todos.
Compuso una sonrisa especial para su suegro.
—Sobre todo tú, Carlos.
Finalmente estalló la bomba. A primeros de año José se dejaba la carrera y pasaba a ser colaborador y accionista de Torroellas.
A Carlos se le secó el curruscante palito en la boca.
—No hablarás en serio —dijo mirando fijamente a su hijo.
—Y tan en serio, papá. Como que ya son hechos consumados.
Carlos se replegó sobre sí mismo. Luego inclinó la cabeza, como centrando las ideas, y preguntó:
—¿Entonces qué clase de militar eres tú? Reniegas del uniforme, de tu grado, del servicio que prestas a la Patria, por unos cochinos duros. Que, además, no te hacen ninguna falta.
José replicó secamente:
—Yo antes que militar soy padre de dos hijos.
—¿Y qué dase de padre eres? ¿Qué ejemplo das a esos dos hijos abandonando una carrera que es mucho más que una simple carrera? Es sacrificio, servicio, ilusión, y todo por la Patria. ¡Todo! Hasta la entrega de tu propia sangre. ¡De tus propios hijos!
Entornó los ojos y concluyó visiblemente dolorido:
—Eso es como si te pegaras un tiro en la cabeza, Pepe. El suicida se queda sin la vida y sin su honor. A ver cómo enseñas eso a tus hijos el día de mañana. ¿O es que te conformas con dejarles dinero solamente? ¡Hombre, por Dios! Yo seré lo que tú quieras, pero os he enseñado algo. Por ejemplo, a temer a Dios. A querer a España. A respetar a la familia. Si, además, os dejo algún duro, es por añadidura.
La voz de José sonó como un tañido:
—¡Duros, pocos, papá! Que conozco perfectamente el estado de tus negocios. Y de ideales, todavía menos. Y no me tires más de la lengua. Por favor.
Carlos apuró su copa.
—Habla, hombre —dijo—. Te estamos escuchando todos.
—Pues, ya que lo quieres, pregúntales tú mismo a todos éstos qué piensan de ti. A ver cuál de ellos no dice que eres un irresponsable. ¡Y un fantoche!
Fefa gritó desde el extremo de la mesa:
—¡Ya está bien, Pepe!
Sofía pidió que se callaran.
—¡Estáis montando el número! —dijo. Y se levantó indignada.
En aquel preciso instante Alejandro advirtió cómo se acercaba a Eulalia un joven vestido de gris y le decía unas palabras. Cuando la vio desplomarse en el asiento se levantó de un salto.