24.
Alguien golpeó en la puerta con sus nudillos, pidiendo entrar.
“Adelante”, gritó Kenyon, que no mostró ningún enfado por aquella interrupción, lo que me hizo suponer que no era accidental. Aparentemente quería testigos de nuestra conversación. Me presentó al perfecto ejecutivo, tal como lo representaban los anuncios publicitarios de las Marcas Globales, de unos cincuenta años, sonriente y que me estrechó la mano, con la fuerza estipulada para transmitir seguridad sin agresividad, en los cursos de formación de directivos. Llevaba un traje de marca de lujo que, y esto se lo diría a Benaquiel, no le sentaba tan bien como a mí el mío: era demasiado obvio en su elegancia. Se trataba de Paul Belair y era el abogado, enviado desde Seattle, que representaba a las Marcas Globales en sus negociaciones con la doctora Conde y Luis Pizarro. Entonces recordé que estos dos le habían mencionado como partícipe en la primera reunión que habían mantenido.
“Encantado, señor embajador”, me dijo Belair. “Esperaba haberle conocido esta tarde con el resto de sus colegas”.
“Lo siento, he estado ocupado con otros asuntos, pero estoy puntualmente informado del desarrollo de las conversaciones. Me ha sido imposible asistir”.
“Más que nada porque estaba esposado y detenido en nuestras instalaciones”, explicó el segundo personaje, que no se molestó en mostrarse agradable. Era lógico que se repartiesen los papeles: Belair sería el hombre bueno y conciliador, y éste último haría de personaje duro e intransigente. Mientras tanto Alex Stirling se mantendría por encima del bien y del mal, unas veces apoyando a uno y otras al otro, conservando siempre su potestad para tomar la última decisión.
“Soy Hans Klein y represento a PeaceMakers Inc. en Marbella”, me dijo aquel rubio musculoso que, por su apariencia física, bien podría ser el hermano de Gonzalerría, aunque más pulido y con una mirada de la que se intuía una inteligencia natural que, por desgracia, no asociaba con mi amigo. No me cabía la menor duda de que ocupaba el despacho más privilegiado de la sede marbellí, estaría por encima de Kenyon en el escalafón, y sería el responsable directo de poner en marcha cualquier operación en contra de Al-Andalus.
Alex Stirling puso a nuestros dos nuevos acompañantes al corriente del punto que había alcanzado nuestra distendida charla. “Según Eneko, existen una serie de factores que deberíamos evaluar antes de tomar una decisión precipitada”, concluyó, dándome la palabra.
“Sabéis de sobra que estamos dispuestos a mantener el suministro de agua en los volúmenes actuales”.
“Y tú sabes de sobra que no son suficientes”, me respondió Klein, “nos hace falta más agua”.
“Por la que estaríamos dispuestos a pagar”, apuntilló Belair, más conciliador.
“No todo es dinero”, les dije.
“Tal vez también os podríamos ofrecer asistencia en ciertos asuntos que beneficiarían a ambas partes”, continuó Klein. Por la expresión de Stirling vi que su subordinado se había apresurado demasiado en sacar ese as, a mí no me quedaba más remedio que preguntarle a qué posibles ventajas se refería.
“Os podríamos ayudar a encontrar al responsable de esto”, dijo Klein mientras sacaba un sobre de su portafolios y ponía su contenido encima de la mesa: eran las fotos del cadáver de Eulalia Robledo, las mismas que yo había recibido en el hotel con las notas de Pepe Manzano.
No merecía la pena dar muestras de indignación sobre el hecho de que hubiesen intervenido y copiado mi correo privado. Les hice entrever que había asumido que actuaban de aquella manera, y que no me sorprendía que aquellos documentos estuviesen en su poder.
“Te facilitaríamos acceso a nuestras bases de datos para detectar si existe un historial de crímenes similares, o para poder generar un perfil psicológico del asesino. En el desgraciado caso de que encontraseis a otra víctima estaríamos dispuestos a desplegar un equipo de investigación forense en la escena del crimen, en cuestión de horas por helicóptero. Analizarían el cadáver, el lugar y sus alrededores con los medios técnicos y científicos más avanzados, y no me cabe la menor duda la información obtenida os sería de gran utilidad”, Klein explicó su oferta, que, durante unos instantes, me planteé aceptar. Debieron notar ese momento de duda, porque Belair insistió en el tema. Ése fue su error.
“La información acumulada a lo largo de muchos años nos permite, en casos similares, dar con los culpables con rapidez, y no tendríamos inconveniente en daros el mayor grado de acceso. Incluso, en el caso de que dieseis con uno o varios sospechosos os facilitaríamos su interrogatorio utilizando el tratamiento de la Verdad Subjetiva. Únicamente si se tratase de un crimen vinculado a algún antiguo rito, o a la Orden de Calatrava, vuestro propio archivo de Toledo os sería de mayor utilidad”.
Sin quererlo, Belair me dejó ver que ya habían estado estudiando aquellos asesinatos a través de sus bases de datos cibernéticas, que no habían encontrado nada, y que la siguiente vía de investigación a seguir tendría su origen en el lugar común de los crímenes: los castillos de la Orden de Calatrava. No estaba seguro de que esa teoría llegase a algún lado pero la perseguiría, sin duda, a mi regreso a Toledo.
“Gracias, pero no, gracias”, les dije. Tampoco quería, bajo ningún concepto, que un helicóptero de PeaceMakers Inc. aterrizase en medio de Al-Andalus, aunque, en principio, estuviese lleno de científicos forenses. Yo también conocía la historia del Caballo de Troya.
“¿No hay nada que te podamos ofrecer?”, preguntó Stirling.
“¿A mí? Nada”.
“Serías el responsable de una guerra y de muchas muertes andalusíes”. Klein no se andaba por las ramas con sus amenazas. Había llegado mi turno de contraatacar. Donde más les dolía: en el bolsillo.
“Y vosotros seréis la causa de graves pérdidas para PeaceMakers y de la ruina de todas las inversiones de las Marcas Globales en la costa marbellí”, les dije, con la mayor convicción de la que era capaz. Por lo menos conseguí su atención y se miraron los unos a los otros en silencio.
“Habéis evaluado los costes de una campaña”, continué. “Pero no los de la posguerra”.
Sabía que aquélla era una preocupación constante en los planes de las Marcas Globales, desde la guerra de Irak que derrocó a Sadam Hussein a principios de siglo. La capacidad militar de PeaceMakers Inc. actual era comparable a la de los Estados Unidos en aquella campaña, donde la contienda, propiamente dicha, fue un paseo triunfal. Las consecuencias en la época posterior, sin embargo, fueron de tal magnitud económica que debilitaron al gobierno americano, hasta el punto de tener que recurrir a los servicios de las Grandes Marcas a unos niveles que le convirtieron en su rehén financiero. Con esto en mente, ninguna operación militar refrendada por las Marcas Globales se ejecutaba, sin evaluar, hasta el último céntimo, el coste de la posguerra y del mantenimiento del control y seguridad del territorio invadido.
“Esos costes ya están estudiados. Hemos evaluado el número de tropas necesarias para salvaguardar la zona, y son asumibles”, contestó Belair.
“Apenas si nos harán frente en el avance inicial y sofocaremos cualquier resistencia posterior sin problemas. La población no tiene donde caerse muerta, son unos desarrapados y unos muertos de hambre, no los vemos con ningún ánimo de lucha”, apuntilló Klein. No le faltaba razón en lo que decía, y más de uno seguramente les daría la bienvenida.
“Os equivocáis”, les advertí. “El último invasor de esta zona fue Napoleón y acabó retirándose. Su “Grande Armée” también era muy superior al ejército y a la población que tenía enfrente, pero aún así se tuvo que marchar con el rabo entre las piernas”.
“Miedo me dais”, respondió Klein, con una risita irónica.
“Pues debería. De sobra sabes lo sangrienta y cruel que es una guerra de guerrillas, donde no hay cuartel para ninguno de los dos bandos. La diferencia entre nuestro pueblo y vuestro ejército es que nosotros estaremos dispuestos a dar nuestra sangre por defender nuestro agua y vosotros sólo lucharéis por vuestra cuenta de resultados”.
“Ahórrate tus discursos. Estás ante profesionales”, dijo Klein.
“Espero que PeaceMakers te tenga hecho un buen seguro de vida”, le contesté.
“A pesar de tus elementales palabras”, interrumpió Belair, que no quería que aquello se convirtiese en un intercambio de insultos, “no creo que nos estés apuntando nada nuevo que nos haga desechar la invasión como una opción válida”.
“Te equivocas, pero te voy a decir algo más: si vuestras tropas entran en Al-Andalus no habrá agua, ni para vosotros ni para nadie. Envenenaremos los pantanos; transportaremos tierra de las zonas afectadas por la peste verde y los contaminaremos hasta hacerlos inservibles. Nuestras tierras de regadío volverán a convertirse en el páramo que eran hace unos años, pero Marbella desaparecerá. Ahora, por favor, os agradecería que calculaseis el coste que eso supondría en la cuenta de resultados de las Marcas Globales... y en vuestra propia situación laboral”. Añadí este último comentario a sabiendas que una persona sin trabajo, y sin la posibilidad de obtenerlo, en los territorios controlados por las Marcas Globales significaba su condena a la marginalidad y la miseria. Siempre convenía añadir un toque más personalizado a un comentario que, por su magnitud, a veces se hacía difícil de entender. Ahora sólo era cuestión de saber si nos creerían capaces de ejecutar esta amenaza. Yo personalmente dudaba que las Ciudades Estado de Al-Andalus se atreviesen tomar una decisión tan drástica. Pero lo que yo pensase era irrelevante, lo importante era que aquellos tres ejecutivos tomasen en serio mis palabras y el desastre que supondría para ellos.
“No me lo creo”, dijo Klein. “Lo siento, Eneko, pero el daño ecológico que una acción de ese calibre supondría para Al-Andalus impediría a sus gobernantes tomar esa decisión”.
“No hace falta que me creas”, le contesté. “No nos dais otra alternativa. Si nos invadís nos quedamos sin agua, y por consiguiente sin tierras. Si envenenamos los pantanos, el resultado para nosotros será el mismo”.
Este último argumento les hizo pensar, sólo me hacía falta un pequeño empujón final para convencerles de que no iba de farol y de que, llevados a una situación límite, estaríamos dispuestos a sacrificar parte de nuestro territorio, destruyendo al mismo tiempo su enclave en Marbella. Abrí la caja de madera donde Stirling había guardado el revólver y lo saqué lentamente, después cogí una de las balas y la introduje en el tambor. Klein se levantó de su asiento para intentar arrebatarme el arma, con un gesto de la mano Stirling le indicó que se quedase quieto, donde estaba.
“Entiendo que estas balas no son de fogueo”, dije, a lo que Stirling asintió con la cabeza. Mantuve el cañón de la pistola paralelo al suelo y giré el tambor hasta que se paró, después, muy despacio, levanté el arma hasta que apoyé la punta del cañón sobre mi sien.
No se movieron. Eché el percutor hacia atrás, con el pulgar, y todos pudimos escuchar el clic metálico que hizo al cargarse. Ahora sólo me faltaba apretar el gatillo.
A pesar de mi pasado, y de mi reconocimiento como héroe de la República de Euskadi, no me gustaba correr riesgos inútiles. Jugar a la ruleta rusa, en circunstancias normales, me parecía una irresponsabilidad inadmisible: jamás lo haría. Como tampoco suscribiría ni una sola de las palabras que iba a decir a continuación.
“Nuestro concepto de la vida y la muerte es distinto al vuestro. No pertenecemos a la sociedad de consumo, sino a la de la supervivencia. No ansiamos el lujo sino que buscamos un lugar donde vivir en paz y, sobre todo, en libertad. Hemos sufrido demasiado y el padecer una desgracia más nos parecería normal, ésa es la ventaja que tenemos. Yo estoy dispuesto a apretar el gatillo y correr el riesgo de volarme la cabeza, algo que ninguno de vosotros estaría dispuesto a hacer. Nunca. Esto me da una gran ventaja, porque yo seré capaz de tomar decisiones que a vosotros os aterrarían”.
Klein volvió a repetir que no me creía.
Yo apreté el gatillo.