62.
Hay pocas cosas más patéticas que dos hombres adultos embriagados que te empiezan a contar sus penas, sobre todo si se genera una competición entre ellos para establecer quién es el más desgraciado de los dos.
“Las cosas no van bien en la República de Euskadi”, decía Gonzalerría.
“Van peor en PeaceKeepers”, le contestaba Kenyon.
Yo no era consciente de que existiera ninguna crisis en esos estamentos aparte de las ya conocidas luchas por el poder.
“Las cosas ya no son lo que eran”, decía el uno.
“Todo es un desastre”, le hacía eco el otro.
“No me quieren”.
“Y menos a mí”.
Sólo les faltaba abrazarse y romper en lágrimas sobre sus hombros.
Entre sus diversas quejas pude sonsacar que la fría recepción que Kenyon había recibido por parte de Belair y Klein, los representantes de las Marcas Globales, a su llegada a Toledo, no era sino un indicio de lo que le esperaba. Cada vez que había querido verles le habían dado largas y sólo después de casi asaltarles físicamente, con Gonzalerría como apoyo moral, se habían dignado a escucharle. A pesar de las disculpas presentadas por Kenyon, los dos ejecutivos le dejaron muy claro que la sospecha de su falta de lealtad hacia su empresa haría imposible su vuelta a un puesto de responsabilidad. Su carrera profesional estaba terminada, y si no volvía a aparecer por los territorios de las Marcas Globales, nadie le echaría en falta.
“Les doy los mejores años de mi vida y me pegan una patada, como a un perro”, concluyó Kenyon. “Lléname el vaso Xabier”. Gonzalerría le obedeció haciendo esfuerzos para no derramar el alcohol, no sin antes haber colmado el suyo.
“Y a mí más. A mí me tratan como si...”. Gonzalerría tenía problemas no sólo de dicción sino también para encontrar una comparación adecuada. “Como si...”, continuaba, repitiéndose, “como si fuese... dos perros. Eso es, como si fuese dos perros. Yo también les he dado los mejores años de mi vida. Me llamaba González y, para darles los mejores años de mi vida”, como todo buen borracho, el matón se repetía en sus incoherencias. “Me cambié de nombre a Gonzalerría. Utilizan mi fuerza física”, decía, y pidiendo a Kenyon que se le acercase para susurrarle un secreto al oído, añadió, “Pero lo que es peor, también se aprovechan de mi intelecto”.
Hay un límite para todo, y Gonzalerría acababa de traspasarlo. Pegué un puñetazo encima de la mesa, lo que me valió sendas miradas de incomprensión.
“¿Dónde estáis alojados?”, les pregunté.
“En La Casa de Lola”, respondió Kenyon.
“Eso es un burdel”, les dije.
“Nos tratan muy bien”, dijo Gonzalerría, con el asentimiento de Kenyon.
Me preguntaba cómo coño, nunca mejor dicho, habían conseguido esos dos gañanes instalarse en un burdel como si fuese un hotel. La respuesta no era relevante pero la curiosidad me pudo y se lo pregunté.
“Le dimos a la señora Lola el coche de Kenyon como garantía de pago”, me contestó Gonzalerría. “No estábamos muy seguros si el vehículo le seguía perteneciendo a él, por haberlo comprado en un principio, o a mí, por haberlo robado. También pensamos que en parte era tuyo, pero dimos por hecho que no te importaría que lo usáramos para encontrar un sitio donde descansar”.
“También descansamos y dormimos allí”, corroboró Kenyon.
No quería oír más. Les saqué del bar a empujones y les llevé a la Casa de la Lola.
El recibimiento que la titular del establecimiento les dio era el reservado para los muy buenos clientes. Su efusividad se evaporó en cuanto me vio.
“Soy Bolto. Un Hombre Bueno”, le dije para que no hubiese lugar a engaños.
“Encantada”, me respondió. “Yo soy Lola, y aquí todas somos personas decentes. Incluso estamos buenas”.
No pude reprimir una sonrisa a su respuesta, que ella supo reflejar en su rostro.
“Dúchalos, dales café y les quiero de vuelta en media hora, sobrios y listos para trabajar”, le ordené.
“¿Sólo eso?”.
“Nada más”.
“Y tú, ¿qué vas a hacer en esa media hora?”.
“Esperaré aquí”, le contesté. Después se los llevó hacia el interior de la casa.
Me acomodé en el sofá del vestíbulo lo mejor que pude, distrayéndome mirando a los grabados eróticos que colgaban de las paredes. Al poco rato una belleza, vestida con una vaporosa ropa interior, entró para ofrecerme algo de beber. Le pedí un café, a poder ser de contrabando.
“¿Y nada más?”, me preguntó, mirándome a los ojos y pasándose la lengua por los labios. “No estás nada mal, ¿sabes?”.
Le agradecí el cumplido, sin decirle lo cerca que estaba de caer en la tentación.
Cuando Lola me trajo de vuelta a mis dos colaboradores parecían personas normales, dentro de lo que cabe. Les dije lo que quería de ellos, repitiéndolo hasta que me quedé satisfecho de que lo entendían a la perfección. La resaca manifiesta que padecían jugaba a mi favor, no tenían ganas de discutir mis instrucciones.
Presentía que todo acabaría pronto, pero ignoraba cuál sería la resolución final y quiénes serían los héroes o villanos. Las piezas empezaban a encajar, aunque existía una contradicción de tal magnitud que me bloqueaba cada vez que intentaba cerrar el círculo. Sentado en el vestíbulo del burdel no me podía imaginar que en esos momentos una malherida Susie había llegado a Toledo, con la clave que me faltaba.