73.

Salí a la calle donde brillaba el sol pálido, sin fuerza, de la tarde en invierno, para encontrarme, de frente, con una muchedumbre excitada, haciendo toda suerte de comentarios en las distintas jergas que utilizaban entre ellos. Los habitantes de Toledo podían haber reaccionado de muchas formas a la llegada de un helicóptero; con miedo, por pensar que se trataba de una avanzadilla de reconocimiento del ejército invasor, con rabia, al ver al enemigo en forma física y no como una concepción abstracta, o, con una curiosidad. Esta última había sido la reacción más generalizada, según deducía por las conversaciones que escuchaba, aunque también se oían comentarios contrapuestos de indignación, y de aprobación, a la conducta del colectivo senegalés.

El helicóptero aterrizó en la explanada del Alcázar donde se congregó una multitud de curiosos para ver aquel acontecimiento. Entre ellos se encontraba un grupo de senegaleses que habían traído la cosecha de sus huertos al Zoco. Sus comunas eran las más afectadas por la escasez de agua en la zona de Córdoba y el trasvase que se negociaba con las Marcas Globales, para abastecer a la franja marbellí. De manera espontánea empezaron a abuchear a los ocupantes del helicóptero y, pasando a la acción, les lanzaron las frutas y verduras podridas que no habían podido vender. El civismo del resto de los curiosos hizo que las cosas no pasasen a mayores. La llegada de la doctora Conde, Senescal de la ciudad, para dar la bienvenida a los recién llegados aplacó finalmente los ánimos. Me hubiese gustado ver el impacto de unos tomates o unas berenjenas, pasadas de maduras, en la carrocería y cristales del helicóptero o, mejor aún, a Stirling, presidente de la todopoderosa Marca Global PeaceKeepers Inc., esquivándolos.

Me dirigí hacia el Ayuntamiento, allí sabía que me estaban esperando. Pasé por delante de la Catedral y se me pasó por la cabeza entrar allí para encender una vela y rezar. Me iba a hacer falta toda la ayuda posible. Viniese de donde viniese.

Al entrar por el vestíbulo del Ayuntamiento vi a Gonzalerría y Kenyon sentados en un banco como dos chicos buenos esperando a sus padres. Vicente, detrás de su mesa y vestido con un uniforme de bedel nuevo, seguramente confeccionado por Benaquiel padre, se levantó, cuadrándose delante de mí.

Arqueé las cejas para preguntarle si había algún nuevo acontecimiento que debería conocer, él lo negó con la cabeza y se dispuso a guiarme a la sala del Concejo. Con la mano indiqué a Gonzalerría que nos acompañase.

Era la misma sala donde apenas un mes antes había sido nombrado Embajador de las Ciudades Estado de Al-Andalus. Si acaso la vista de sus ventanas había variado ligeramente, las piedras de las gárgolas y frisos de la Catedral no tenían la nitidez que les había dado la luz del sol de finales de verano sino que estaban más borrosas, más desdibujadas, más tristes. De los personajes en torno a la mesa de aquella ocasión sólo se repetían la doctora Soraya Conde y Juan Guzmán, el Alcalde de Toledo, el resto de la comitiva de las Ciudades Estado habían sido reemplazados por mis viejos conocidos y representantes de las Marcas Globales: Hans Klein, Paul Belair y Alex Stirling.

Todos me miraron cuando Vicente abrió la puerta de la sala para permitirme el paso, no fue necesario que me presentase. Sentía los pasos de Gonzalerría detrás de mí. Ni tomé asiento, ni fui educado.

“Gonzalerría”, ordené. “Llévate a los señores Belair y Klein a las celdas. Enciérralos por separado, hasta que baje a interrogarles”.

Hubo un rápido intercambio de miradas entre los allí presentes que me demostraron que había conseguido mi objetivo: causar sorpresa y desconcierto, como en todo buen ataque.

“Procura no maltratarlos”, añadí.

Para facilitar el cumplimiento de sus instrucciones, Gonzalerría sacó el Colt de su cintura, a pesar de su gran tamaño parecía de juguete en sus manos.

Belair y Klein hablaban a la vez, dando rienda suelta a su indignación y amenazándome con todo tipo de repercusiones violentas. Soraya no escondía su perplejidad, pero ya empezaba a conocerme lo suficiente como para darme el beneficio de la duda y no interrumpir mi actuación. Juan Guzmán, como era de esperar, ya empezaba a hacer gestos conciliatorios en busca de una explicación y una posterior resolución pacífica. Me giré hacia Alex Stirling, su semblante era inescrutable y nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos no reflejaban nada, y esperaba que él viese el mismo vacío en los míos. Éramos dos tahúres frente a frente: la partida había comenzado.

Dejó que sus subordinados acabasen de cacarear, y cuando se hizo el silencio, me preguntó por qué quería detenerles.

“Por asesinato, intento de asesinato, instigación al asesinato y encubrimiento de asesinato. Me imagino que esos crímenes también estarán reconocidos por las Marcas Globales”.

“Espero que lo puedas demostrar”.

“Lo suficiente. Yo fui su primer objetivo”, le dije, tocando el remiendo casi invisible de mi chaqueta, donde se había alojado la bala de un asesino a sueldo.

“No sé de qué me estás hablando”, interrumpió Klein. Con un gesto brusco de su mano, Stirling le ordenó guardar silencio.

“Contrataron a un profesional. En PeaceKeepers tendréis a unos cuantos en nómina, o si no, los contactos suficientes como para subcontratar a un tercero”.

“No lo puedes demostrar”, se defendía Klein.

“Espero no poder hacerlo, tengo demasiado respeto a vuestro buen hacer como para estar seguro de que no existirá nada que os vincule directamente al asesino”.

“Entonces reconoces que todo son conjeturas tuyas. Estás loco”, dijo Klein, bajo la atenta mirada de su jefe. Me tranquilizaba saber que Klein y Ródenas compartían la misma opinión sobre mi persona; los dos pensaban que yo no estaba del todo cuerdo.

“No son conjeturas. Primero lo intentasteis conmigo y después conseguisteis asesinar a Luis Pizarro”, continué con mis acusaciones.

“A ése lo mató un psicópata. Le descuartizó vuestro asesino en serie. Incluso os ayudamos en la investigación, os dimos acceso a nuestros expertos y tecnología”.

“Que no sirvió para nada”, resumí.

“Te aseguro”, dijo Belair, con una voz temblorosa, “que no se escatimaron medios, que no hubo ningún tipo de encubrimiento”.

“Yo te creo”, le contesté con sinceridad, lo que, erróneamente, le alivió.

“Si no se encontró ninguna pista sobre el asesino fue porque no dejó ningún tipo de rastro”, continuó Belair con su justificación.

“Precisamente. No dejó nada que pudiera ser detectado utilizando unos métodos científicos capaces de identificar hasta la más mínima partícula”.

“Así es”.

“¿De verdad crees que un psicópata de Al-Andalus pudiese cometer un acto tan sangriento sin dejar el más mínimo rastro?”, pregunté tanto a Klein como a Belair. “Os aseguro que no. A Luis Pizarro le asesinó un profesional con unas instrucciones muy específicas. Debía asegurarse de que la causa del asesinato no recayese de ninguna manera sobre las Marcas Globales. Le facilitasteis toda la información acerca de las distintas víctimas, algo muy sencillo puesto que ya la habíais obtenido al revisar los dosieres correspondientes que me llegaron de Al-Andalus a Marbella. El cadáver debía ser encontrado en un lugar vinculado a la Orden de Calatrava. Recordad que por entonces todavía estábamos siguiendo la pista equivocada de unos posibles sacrificios rituales, el arma utilizada era un cuchillo mellado, teníais fotos detalladas del tipo de amputaciones que llevaba a cabo. Con esos datos, el asesino recreó una escena semejante a las que el psicópata nos tenía acostumbrados, y jamás sospecharíamos que no hubiese sido él. Sólo debía tener cuidado en no dejar ninguna huella que pudiese delatarle. Vosotros mismos me indicasteis cómo era posible hacerlo al enfundarnos aquellos trajes blancos que nos impedían contaminar la escena del crimen, cuando vuestros forenses la analizaban. El asesino sabía lo que hacía y utilizó uno de esos trajes para mantener el lugar impoluto de cualquier partícula que pudiese desprender.

Precisamente esta falta de huellas fue lo que me hizo pensar en un trabajo profesional. Lo que me hizo sospechar de que era un asesinato promovido por las Marcas Globales, desbaratando el montaje que deseaba indicar todo lo contrario”.

“No tenía ni idea de esto”, imploró Belair a Stirling. “Sería incapaz de montar algo así. Soy un directivo de las oficinas centrales de las Marcas Globales, no sabría dónde empezar a buscar un mercenario”.

Sentí una pequeña satisfacción al ver que la relación entre Belair y Klein empezaba a resquebrajarse, de una manera no muy sutil Belair se quería lavar las manos de todo ese asunto, cargándole las culpas a Klein. Stirling no se molestó en mirarle, esperaba a que yo siguiese hablando.

“Tengo que reconocer, sin embargo, que vuestro engaño surtió efecto al principio. Creí, como todos, que el responsable de la muerte de Pizarro era el asesino en serie, sin pensar que la carnicería macabra que reconstruyeron vuestros expertos pudiese tener a otro responsable. También conseguisteis desviar mi atención del verdadero asesino”.

No les dije que le habían ofrecido la coartada perfecta; yo estaba con él cuando mataron a Pizarro.

“Sigues sin poder probar nada”, repitió Klein. “Ningún juez en el mundo, dentro de los territorios de las Marcas Globales o fuera de ellos, sería capaz de condenar a nadie con la historia que nos cuentas. No está sustentada en ninguna prueba”.

Klein tenía razón en su comentario, pero se equivocaba al pensar que yo quería llevarle ante un tribunal. No sería necesario. De momento me contentaría con que Alex Stirling, su jefe, creyese mi versión de los hechos o, al menos, los considerase lo suficientemente verosímiles como para poder actuar sobre ellos.

“Por desgracia para vosotros”, continué con mi tesis, “vuestro asesino a sueldo tuvo un percance que no estaba contemplado. Ahora está fuera de combate”.

Evité precisar que su cadáver estaba sirviendo de comida para los distintos animales carroñeros de los Montes de Toledo, no quería que descartasen la idea de que le había capturado e interrogado. Quien quiera que le hubiese enviado simplemente habría perdido contacto con él, no tenía porqué saber su paradero final.

“Su misión en Al-Andalus consistía en acompañaros discretamente como protección adicional y para que tuvieseis a mano un brazo ejecutor, en caso de necesidad”, les dije. Esta suposición, por mi parte, no debía alejarse demasiado de la realidad y, encajaba dentro del marco de lo que había ocurrido. Nadie creyó oportuno desdecirla.

“Por desgracia un Hombre bueno, Susie, estaba haciendo algo parecido, ella también estaba controlando, desde la distancia, el avance de vuestra comitiva. Vuestro mercenario se percató de ello, decidió que su presencia le incomodaba y que lo más expeditivo sería quitársela de en medio. Fracasó”.

“No entiendo en qué te ayudó una refriega, en medio de un páramo, para desencadenar toda una serie de conclusiones descabelladas”. Esta vez fue Stirling quien se dignó a hablar, con el agradecimiento visible de sus acólitos.

“Porque hasta ese momento no sabía quién podía haber sido capaz de matar a Luis Pizarro, exceptuando al asesino en serie. Porque hasta entonces sólo podía sospechar del psicópata, y ya le había descartado. Era imposible que pudiese ejecutar su crimen de una manera tan perfectamente aséptica que no dejase el más mínimo rastro de su persona.

De repente sé a ciencia cierta que en el momento y en el lugar del asesinato de Pizarro, un experto tirador y profesional de operaciones encubiertas, seguramente contratado por las Marcas Globales, se encontraba allí. Eso sería suficiente para cargarle el muerto, nunca mejor dicho. Pero aún hay más.

Sé lo que es un asesinato y todo lo que conlleva: lo único importante es la mentalidad de la persona que aprieta el gatillo. También he aprendido que para seguir con vida tienes que conocer a tu enemigo y, desde el momento que recibí su balazo en Marbella, sabía a qué atenerme. Te tienes que meter en su cabeza y pensar como él, algo relativamente fácil en este caso. Desde su arma, hasta la manera de preparar emboscadas, era patente que su forma de actuar se regía por el sigilo, la necesidad de mantener su presencia en secreto y una obsesión por el anonimato. No me extrañaría descubrir que atacase a Susie por este motivo. Sencillamente no quería correr el riesgo de ser visto por ella y, peor aún, identificado. Da igual que utilice un rifle preparado para que no se vea la llamarada del disparo ni de noche, ni se oiga el silbido de su proyectil, o que su arma sea un cuchillo mellado. Su forma de actuar será siempre la misma, nunca dejará ningún rastro por donde haya pasado”.

A no ser de que se trate de su propio cadáver.

“¿Por qué?”, les preguntó Soraya. “¿Por qué matasteis a Luis Pizarro?”.

Ella, al menos, estaba convencida de mis conclusiones, aunque hubiese sido un detalle por su parte haber mostrado un mínimo interés por el atentado que yo había sufrido.

“Yo no he matado a nadie. Ni he dado órdenes para hacerlo. Ni sé nada de esto”, insistía débilmente Belair, cada vez más hundido en la miseria”. No tenía ningún motivo para hacerlo, y tiene razón la doctora, no sabemos por qué fue asesinado”.

“Por mi culpa”, les dije.

“En ese caso, no nos culpes a nosotros”, replicó agresivamente Klein.

“Os convencí, con la ayuda del propio Pizarro, que, en caso de ser invadidos haríamos inservibles los pantanos de Guadalteba y de El Conde. Marbella se quedaría sin agua en cuanto las tropas de PeaceKeepers hicieran el primer disparo contra Al-Andalus. Ahora os puedo reconocer que la idea era una insensatez, y que así lo pensaba desde el primer momento en que lo dije. Pero para Luis Pizarro se convirtió en una opción válida, y preferible a ceder a vuestras presiones. Así os lo hizo saber en las mesas de negociación, defendiendo su postura con vehemencia, frente a la doctora Conde, como bien sabéis por las conversaciones que grababais en nuestro hotel de Marbella.

La pérdida total del suministro de agua era algo que no habíais considerado ni en vuestros peores planes de contingencia. Era algo que no podíais permitir que ocurriese y decidisteis impedirlo de la manera más expeditiva, con la muerte de las personas que lo defendían y que serían capaces de ejecutarlo. La desaparición de Luis Pizarro y de un servidor os dejaría vía libre para seguir negociando con Al-Andalus, dentro de los parámetros que esperabais. Firmasteis nuestra sentencia de muerte”, concluí.

“Yo no. Yo no sabía nada”, Belair estaba perdiendo la compostura. Klein estaba más acostumbrado al cuerpo a cuerpo e intentó hacer una inteligente maniobra de retirada.

“No me sirve. Nada de lo que me has dicho me sirve”, negaba con la cabeza. “Has utilizado argumentos dignos de la Inquisición. Tus conclusiones se basan en la falta de pruebas encontradas en la escena del crimen de Valdepeñas. Has echado la culpa del asesinato de Pizarro sobre un supuesto mercenario y, por extensión, sobre nosotros sin poder demostrar nada. Yo pensaba que dentro de la visión social de la que tanto os vanagloriáis en Al-Andalus, el principio de la presunción de inocencia estaría vigente. Belair y yo somos inocentes hasta que demuestres lo contrario. Es más yo te diría que, puesto que no hay ningún tipo de rastro, tu argumento es igual de válido para demostrar que Luis Pizarro fue víctima del psicópata que estamos persiguiendo, que del asesino a sueldo”.

Aún no se había dado cuenta de que yo no necesitaba probar nada, que lo único que tenía que hacer era facilitar unos argumentos lo suficientemente sólidos para que Alex Stirling actuase en consecuencia.

“No”, contesté a Klein.

“Estás absolutamente seguro de que el psicópata no acabó con Pizarro”, me dijo con sorna. “El cadáver mutilado. El lugar donde fue encontrado, con la cruz de Calatrava de fondo. La posición de sus brazos, ésos son hechos reales que sí demuestran su culpabilidad y no la falta de indicios forenses”.

Klein miró complacido hacia Stirling, satisfecho por su actuación. Me incliné hacia él, por encima de la mesa que nos separaba, invadiendo su espacio personal.

“No me toques los cojones”, le dije mirándole a los ojos. “Ni me hables de presunción de inocencia. Ordenaste que me matasen. Distes instrucciones para que mutilasen a Luis Pizarro y él sí que era inocente, sin presunciones ni leches. Y no. El asesino en serie no es culpable de esa muerte”.

“¿Cómo puedes estar tan seguro?”. Belair hubiese hecho mejor de haberse callado. Me giré hacia él y le di un puñetazo en la cara. No pude golpearle con demasiada fuerza, pero fue lo suficiente como para que se llevase las manos a la cara y empezase a gimotear.

“El asesino de Pedro Antúnez, Rosario Verdes, Eulalia Robledo y Pepe Manzano ha confesado sus crímenes. Estaba conmigo y Gonzalerría, aquí presente, cuando Luis Pizarro era descuartizado”.

Alex Stirling movió levemente su labio superior, mostraba su desprecio y se desentendía de sus colegas. Él estaba por encima del bien y del mal.

“Gonzalerría, llévatelos ya”, le ordené. “Y...”.

“Procuraré no maltratarlos”, acabó la frase por mí.

Stirling asintió con la cabeza, dando la venia para que se cumpliesen mis órdenes. Había considerado oportuno dar su aprobación a la farsa que yo acababa de protagonizar.

Él sabía lo que en verdad había ocurrido. Ignoraba que yo lo supiese.