Capítulo IV
1
—¿PUEDO entrar, señor?
—¿Por qué lo pregunta? Por supuesto, capitán Zim. ¿Qué desea?
—Charlar.
—Lo siento, no comprendo. ¿Charlar sobre qué? ¿Va algo mal?
—No todo va bien, señor presidente. Estamos en vuelo a Nivel Siete a una velocidad de trescientos veintiocho años luz cada día y llegaremos a Farstop en unos ocho días. En estos ocho días ninguno de nosotros tendrá algo que hacer, y a continuación de ellos vendrán cien más en vuelo a extranivel, también sin nada que hacer. Es necesario que encontremos cosas de interés mutuo, algo de qué hablar para pasar el tiempo, o sino nos volveremos locos antes de que este viaje termine. Existe una norma estándar para todo comerciante que lleve en su nave más de una persona, pero que no pasen de veinte. No se permite que ningún miembro pase más de ocho horas consecutivas solo, y como mínimo tres horas de cada veinticuatro o a lo máximo una en contacto social con el resto de las personas. Esto significa charlar, jugar, enseñar, aprender, o incluso tener relaciones sexuales con otra persona.
—Comprendo. Habiendo visto qué problemas nos surgieron cuando viajábamos hacia el Centro, me doy perfecta cuenta de lo necesario que es todo esto de lo que está hablando. Muy bien, ¿de qué hablamos?
—¿Qué le parece del gobierno que se supone usted va a salvar? Ogden me informó un poco sobre los últimos doce siglos de la historia solar, pero no me especificó demasiado. Sería de gran ayuda para nuestra misión que yo conociera mejor la situación con la que nos vamos a encontrar.
—Para explicar nuestra forma de gobierno y, por tanto, el modo en que el primer ciudadano lo desarticuló, tendría que referirle la historia detallada de la Tierra desde que nos separamos de la galaxia hasta ahora.
—Estupendo, tenemos tiempo de sobra.
—¿Pero quién va a conducir la nave?
—El computador se preocupa de ello mejor que yo. En vuelos a extranivel nada nos puede alterar, pues permanecemos alejados de esa masa pequeña que existe en este universo. De esto también se puede preocupar el computador.
—De acuerdo, usted es el jefe, o mejor, debía haber dicho el capitán. De hecho, el gobierno actual de la Tierra se instaló por accidente, si quiere llamarlo así, al llenarse un vacío que existía.
»En este estado de cosas, había un vacío político que llenar. Las voces populares, de las que Ogden probablemente ha sacado su información, dicen que la gente de la Tierra, dándose cuenta de lo que sus líderes habían hecho durante la guerra colonial, se levantaron porque les repelían dichos actos. Entonces el gobierno cayó sangrientamente. Una bonita teoría, pero no del todo verdad.
—Así ha sido más o menos como Ogden me lo ha contado —dijo Zim.
—Bien. El hombre de la calle se preocupa muy poco de todo aquello que ocurre fuera de su campo de acción, y menos aún de lo que pueda sucederles a los demás. Puede que se queje o exprese indignación ante las acciones de alguna persona individualmente o de un gobierno, pero en general es todo lo que hará. Hablará, pero no pasará a la acción. Se preocupa demasiado de sí mismo.
»La combinación de grupos de políticos y la burocracia que constituía el gobierno de la Tierra formaba lo que podría llamarse un organismo viviente. En cierto sentido, el gobierno tenía una necesidad ciega de sobrevivir, costara lo que costara, y de ahí la negación tradicional de emprender algo que significara cambio. En efecto, la guerra llegó hasta un punto en el que todos aquellos billones de seres murieron, no por maldad, no por un acto deliberado, sino porque nadie pudo ya pararlo. Una vez que la idea de una guerra punitiva contra las colonias tomó cuerpo, la escalada fue continua sin necesidad de un plan deliberado.
«Finalmente, los mismos militares pusieron fin a la lucha. Muchas veces ejércitos que van siendo vencidos se alzan contra sus jefes políticos, pero ésta fue una de las pocas veces en que un ejército victorioso rehusó continuar pagando el precio de la victoria sobre un enemigo muerto.
»A1 principio, algunos comandantes individualmente desobedecieron las órdenes, pero en cuestión de días flotas enteras se rebelaron.
En una semana ni una sola unidad de la flota espacial solar seguía en acción contra las colonias y en dos semanas el gran almirante Jenkins había tomado el mando y volvía a la Tierra con la flota tras él.
»Esto seguramente ocasionó algunas purgas sangrientas. Quizá los revoltosos se apoderaron de los políticos antes de que la flota regresara.
»No fue tan desastroso. Varios miles de burócratas profesionales murieron y no pocos del Consejo del Mundo, pero Jenkins puso fin a la matanza tan pronto como regresó a la Tierra. Y Jenkins, a quien se le llama el Padre del Gobierno Racional, cambió por completo el curso de la historia de la Tierra con una decisión. En lugar de erigir un gobierno militar o recoger lo que había quedado del gobierno y forzar unas elecciones, puso fin a todo el sistema de gobierno que había dirigido a la Tierra durante siglos. Él mismo rehusó ejercer el poder y dejó el gobierno planetario en manos de ingenieros sociales. Con la flota apoyándoles, estos ingenieros no tenían demasiada prisa. Necesitaron casi un siglo para poner en funcionamiento una forma racional de gobierno, y es un tributo a su trabajo el que el gobierno que establecieron aún continúe casi sin sufrir cambios. Debo aclarar que funcionaba en la Tierra hasta que este psicópata lo cambió.
—Me pregunto —interrumpió Zim— si realmente funcionaba bien. Si se tienen en funcionamiento un gobierno genuinamente racional, uno que atienda a todas las necesidades de la gente, ¿cómo puede un psicópata encontrar apoyo popular para cambiarlo?
—Esa es una pregunta para la que aún no tengo la respuesta exacta, y créame, ha sido algo que me ha estado preocupando desde que me enteré de la revuelta.
—¿Qué forma de gobierno estableció el altruista del almirante Jenkins?
—Como dije, no lo estableció; puso el mecanismo en marcha. Ellos, el equipo de ingenieros sociales, comenzaron partiendo de un supuesto básico completamente nuevo y no existente en las formas de gobierno anteriores. Los ingenieros sociales decidieron que en la mayoría de los casos el mejor sistema para resolver un problema era no hacer nada. Se decía que las acciones que emprenden los gobiernos con su mejor intención suelen conducir a problemas más serios que los que intentan resolver. «Déjalo solo», era como un antiguo proverbio para ellos. Era una afirmación de su filosofía política básica.»Cuando los ingenieros sociales se dieron cuenta de que tenían todo el tiempo que quisieran para elaborar una forma práctica de gobierno, llamaron a científicos de muy diversos campos —psicología, antropología, incluso publicidad—. Trajeron a líderes religiosos y filósofos morales, quienes en una mesa redonda, que duró veinte años, discutieron las diversas posibilidades. Finalmente obtuvieron algunas respuestas muy sorprendentes, tanto prácticas, que se pusieron en marcha al momento, como teóricas, que aún ahora son objeto de estudio, mil doscientos años después.
»De todos modos, no puedo imaginarme que un grupo de fuerzas de ataque relacionadas con un gobierno puedan descubrir algo completamente distinto de lo que siempre hemos tenido. Incluso aquí, lejos de la mansión original del hombre, los gobiernos no difieren mucho.
—Hay algunas diferencias —añadió Zim con una sonrisa—, pero de hecho son superficiales. El Centro es una federación gobernada por un grupo de familias muy antiguas, y la familia con más influencia entre ellas es la familia-jefe. El cabeza de esa familia es en esencia el cabeza de la federación. El Gremio de los Comerciantes tiene una orientación puramente económica. Por eso el hombre que tiene más dinero es el cabeza y, por tanto, el dictador del gremio. Con respecto a los guardianes, el hombre más fuerte, en un sentido militar, gobierna las cosas. Todas estas formas de gobierno son diferentes, pero al final llegan a lo mismo: un solo hombre gobierna las cosas tal como desea. ¿Y usted está intentando decirme que un grupo de hombres, con el mismo deseo de poder que motiva a todos los hombres, si se profundiza un poco, desarrollaron una nueva forma de gobierno? ¿Una en la que ellos no llevaban las riendas?
—Sí —contestó Kovak—. Esto era exactamente lo que iba a decirle. Y no solamente que ellos elaboraron juntos una forma totalmente nueva de gobierno, sino que además funcionó perfectamente mucho tiempo.
—¿Cómo?
Cierto escepticismo se apreciaba en la voz de Zim, lo que indicaba que no estaba dispuesto a aceptar nada por sí mismo, sólo porque Kovak le estaba diciendo que era verdad.
—Bien. Ellos comenzaron por estudiar el gobierno y luego a los hombres, y mientras lo hacían descubrieron una cosa muy importante, algo que usted pensará que es obvio, pero que nunca se había tenido en cuenta a la hora de establecer un gobierno. Descubrieron que era imposible separar el hombre y la moralidad del hombre de un gobierno. Descubrieron que la idea popularmente aceptada de lo que un gobierno es y no es, así como lo que significa el término básico «sociedad», eran incorrectos. El gobierno y la sociedad eran ideas como en nebulosa, sin significado real en la vida diaria. Si se llegaba hasta el final, se encontraba con que «gobierno» era simplemente orden y función según lo determinaba un individuo único responsable. Una vez que se estudió este concepto racionalmente, se llegó a la conclusión de que ya no se podía considerar un gobierno como una entidad, como un estado, sino como un conjunto de actitudes y actos de hombres individuales.
»De repente, lo que en un principio se supuso llevaría dos o tres años de estudios, tomó perspectivas mucho más amplias. Se pasó del estudio de las acciones, declaraciones y constituciones del pasado al estudio del hombre mismo. Y de nuevo los grupos de estudios se encontraron con varias sorpresas.
»Una de las primeras cosas que han existido, si nos remontamos en el tiempo, es una idea que estaba en la base de cada religión organizada: que el hombre había nacido con una conciencia, que el hombre era una criatura moral. Una vez que los psicólogos pudieron presentar sus descubrimientos sin temor a presiones religiosas, fue algo obvio el hecho de que el hombre poseía una conciencia solamente cuando había sido rigurosamente entrenado y cuidadosamente cultivado por la sociedad. La conciencia que Dios nos había dado —el comportamiento moral instintivo— no existía. El hombre no nace moral. Tiene un interior moral, actúa según moldes morales, escucha los dictados de su conciencia solamente porque esta moral y esa conciencia se la han ido inyectando durante años.
—Espere un minuto —le interrumpió Zim—. No estoy muy seguro si estoy entendiendo bien de lo que usted está hablando. ¿Está definiendo la conducta moral?
Kovak iba a contestarle, pero su respuesta se vio ahogada por el sonido profundo y bajo de la alarma de emergencia. Este zumbido que oscilaba entre lo audible y lo inaudible, pero que se sentía perfectamente con facilidad, garantizaba ser escuchado por todos. No era el tipo de señal que se pudiera ignorar.
2
Zim ya se había levantado de su silla antes de que Kovak comprendiera lo que estaba ocurriendo. Cuando Kovak alcanzó el pasaje, Zim ya se había perdido en la nave, camino de la sala de control.
Cuando Kovak, seguido por Marta Conners y Mannerheim, llegó a la sala de control, Zim estaba sentado en el asiento control presionando botones en el computador jefe.
—¿Qué pasa? —preguntó Kovak—. ¿Nos están atacando?
—No —dijo Zim sin volver la vista, y siguió apretando los botones—. No nos están atacando. ¡Ojalá fuera así de sencillo!
—Por la gracia de Dios, ¿qué es entonces lo que pasa? —preguntó Marta.
Por un segundo Zim se volvió y miró a Marta con un asomo de sonrisa.
—Oh, señorita Conners, casi me había olvidado de que estaba en la nave. Quizá con un poco de suerte consiga olvidarlo en cuanto esto haya pasado.
—¿Qué es lo que hay que arreglar?
—El lóbulo secundario del computador comunica intermitentemente, informando de un mal funcionamiento en el lóbulo primario.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Kovak.
—Significa que como mínimo parte del computador se ha desequilibrado. Lo que hay que averiguar es qué parte. ¿Es la primera la que está ahora informando o la segunda la que está paranoica?
—¿Cómo puede llegar a saberlo? —preguntó Mannerheim.
—Muy simple. Preguntando al primer lóbulo, después de haber quitado al segundo del circuito, una pregunta de prueba lógica. Tenemos cintas-tests para este tipo de casos. Pondré la respuesta en el circuito con voz. Veamos, la respuesta a esta banda será: VECTOR 22. 316.
Zim alimentó la cinta test en la máquina situada enfrente de él, y el altavoz que estaba en el techo dejó oír un murmullo preliminar:
María tenía un pequeño glurb.
—¿Qué demonios? ¿Quién es María? ¿Qué es un glurb? Zim comenzó a apretar rápidamente botones de nuevo.
—María es un carácter en un cuento de niños —dijo Marta— y un glurb…
—No importa, eso no importa, sea lo que sea un glurb, no tiene nada que ver con la navegación. Zim conectó un programa de preguntas y respuestas y lo hizo funcionar en el lóbulo secundario del computador, la unidad que había indicado el mal funcionamiento en el lóbulo primario, poniendo en marcha la alarma:
Corrección del mal funcionamiento del lóbulo primario.
El lóbulo secundario se hizo oír por el altavoz:
María tenía un gran glurb.
Zim se levantó hacia el panel de control, pero antes de que pudiera cortar el programa, el lóbulo secundario continuó:
Hablo, por lo tanto pienso, pienso, por lo tanto existo, existo, por lo tanto hablo 00100001110101000001111101011101.
—No encuentro nada ilógico en todo esto —dijo Marta con una sonrisa—; sólo humano.
Zim susurró algo imposible de traducir al lenguaje humano y desconectó ambos lóbulos lógicos.
—Bien —dijo levantándose—, ellos ya se encargan de nuestro viaje a la Tierra.
Kovak, que había permanecido de pie al final de la sala de control, oyó estas palabras y se adelantó.
—¿Qué quiere decir con que se encargan de nuestro viaje a la Tierra? Seguro que el mal funcionamiento de un computador no afectará nuestro viaje. No va nada mal en la nave.
—Así es —contestó Zim—. No va nada mal en la nave, y si así fuese, estoy seguro que Revson lo repararía. Pero aunque la nave marcha muy bien, sin el computador de navegación es imposible determinar en qué dirección marchará.
—Hay un telescopio en la punta —dijo Mannerheim tan bajo que casi no lo oyó Zim.
—Por desgracia, los telescopios no sirven en el espacio multidimensional, y a través de éste tendremos que navegar para llegar a la Tierra. No hay prácticamente congruencia en masa entre el espacio normal y el multidimensional; de aquí que una línea entre dos puntos en el espacio normal no sea necesariamente la distancia más corta entre aquellos dos puntos. De hecho, conozco dos rutas en las que una línea directa en el espacio normal entre dos puntos nos llevaría, en el espacio multidimensional, a unos noventa grados del curso que perseguimos.
—Si es éste el caso —preguntó Kovak—, ¿cómo podremos deducir el camino de vuelta a… dondequiera que repostamos la semana pasada?
—Lylla —dijo Marta antes de que Zim pudiera hablar.
—Volvamos a Lylla —continuó Kovak— o a la base de los guardianes en Guilnesh.
—Con dificultad —dijo Zim pesaroso.
—¿Se cree gracioso? —le dijo Mannerheim.
—No. Solamente constato un hecho. Puede ser que el computador esté enfermo, pero los bancos de memoria están aún intactos, y en ellos se encuentra un registro de nuestro curso desde Guilnesh a Lylla y desde Lylla aquí, dondequiera que esté este aquí en relación con el espacio normal. Llevará mucho trabajo, pero puedo deducir nuestro curso y regresar a Lylla. Una vez allí, probablemente un psiquiatra podría regular los lóbulos del computador, ver lo que ha causado esta psicosis, curarla y ponernos otra vez en camino, habiendo perdido solamente unas semanas.
—Lo siento, pero no hará esto.
Todos sintieron cierta liberación ante las noticias de que no estaban atrapados en el espacio multidimensional, pero la afirmación de Kovak fue como un frío helado para todos.
—Simplemente habrá que hacerlo, señor —dijo Zim en un tono que hubiera sido el apropiado si estuviera hablando con un niño o un anciano—. No hay nada que yo mismo o cualquiera pueda hacer para curar el computador donde nos encontramos.
—Zim, debo hacérselo comprender. Dos semanas más en el espacio podrían poner fin a todas las formas de gobierno libre en la galaxia. Dos días podían ser demasiados. Incluso no puedo garantizar que nuestro proyectado viaje no sea demasiado largo. Debemos continuar.
—Y yo digo que debemos volver. Si no podemos estar seguros de que el regreso al anterior punto nos resolverá el problema, ¿cómo puede decir que dos semanas más no le permitirán hacerse con el control de la situación?
Había furia en la voz de Zim.
—No puedo. Pero puedo garantizar que las reparaciones durarán más de dos semanas.
—De pronto usted se convierte en un experto en computadores de navegación y conoce a fondo al personal de reparaciones de los guardianes.
—No, pero tampoco lo son los expertos de reparaciones de los guardianes en los computadores antiguos como éste, que tiene mil doscientos años. Probablemente nunca han visto un computador como éste antes, y dudo que tengan aquellas partes del equipo necesarias para las reparaciones.
—Lo siento —dijo Zim—. Había olvidado esto. Tendrán que reemplazar toda la unidad.
Marta de repente comenzó a reír, algo fuera de lugar en aquella atmósfera de derrota que se respiraba en la sala de control.
—Quiere decir que el gran capitán Zim admite que puede cometer una equivocación. Nunca lo hubiera creído, de no haberlo escuchado.
—Basta ya, Marta —ordenó Kovak con voz fría—. Capitán Zim, lo siento, pero incluso la instalación de un nuevo computador llevaría más de dos semanas. Recuerde, no se trata de una operación estándar normal. Dudo si nuestros suministros de potencia son incluso compatibles. Lo más probable es que tengan que fabricar un nuevo computador para nosotros.
—De nuevo está en lo cierto —admitió Zim—. Y odio decirlo, pero esto significa que la misión no puede llevarse a término.
—¿Por qué?
Ante el sonido de una voz nueva en la sala de control, Zim se dio la vuelta. Revson estaba apoyado en el quicio de la puerta observándoles con intenso interés.
—Porque el computador ha fallado.
—Ya lo sé. Le he oído explicar el problema a los demás.
—Entonces usted también sabe por qué esta misión ha finalizado —explicó Zim pacientemente.
—No, lo siento, pero no lo entiendo.
Zim iba a hablar, pero Revson le detuvo con un ademán de su mano.
—Le he oído también decir que los datos del curso estaban en el computador y que todo lo que tendría que hacer era deducir unos recíprocos para volver a Lylla.
La voz de Zim sonó cansada y nerviosa con impaciencia.
—Yo no dije que todo lo que tendría que hacer era deducir unos recíprocos, como si eso fuera algo que pudiera hacer en cinco minutos con papel y lápiz. Necesitaría como mínimo un día para convertir los datos de la cinta en un programa. Luego tendría que invertir todo, sacar una nueva cinta de curso y manualmente introducirla en las entradas de navegación.
—¿No es verdad que tenemos una cinta con el curso completo de Guilnesh a la Tierra? —preguntó Revson.
—Por supuesto, la tenemos. La sacó en Guilnesh antes de que partiéramos el jefe de computadores. Ninguna nave de este tamaño podría transportar un computador lo suficientemente grande como para sacar cintas de cursos de rutas.
—Bien —continuó Revson con el mismo tono cortés característico de su voz—, si usted puede convertir los datos del curso de Lylla a Farstop de la cinta a un programa y alimentarlo manualmente en las tomas de navegación —y presumo que lo mismo para el salto previo— de Guilnesh a Lylla, ¿por qué no puede hacer lo mismo con el resto de los saltos en sentido contrario? Me parece que podríamos llegar a la Tierra con la misma facilidad que volver a Guilnesh.
—¿Es eso verdad? ¿Se puede hacer eso? En la voz de Kovak había una ligera nota de esperanza.
—En teoría —contestó Zim—, lo que Revson ha descrito se puede realizar. Pero sólo teóricamente. En la práctica, digo que es imposible.
—¿Por qué?
Por su voz Mannerheim no parecía estar dispuesto a admitir disculpas. Era el primer síntoma real de emoción que Zim había visto en él, y le estudió durante unos segundos antes de contestar.
—Por diversas razones, y no es la menos importante el que yo pudiera cometer una falta, colocar mal un dato y encontrarnos en una situación de la que nunca podríamos salir a la Tierra ni volver a Lylla.
—¿Qué posibilidades hay de éxito? —preguntó Revson.
—Si dispongo de tiempo, compruebo todo despacio, no intento dar un paso en falso y cruzo mis dedos y tengo mi boca en su debido lugar, calculo un setenta por ciento de probabilidades de seguir adelante aproximadamente.
—Capitán Zim —dijo Kovak pausadamente—, ¿ha visto usted un planeta después de haberle lanzado la bomba nueva sobre su sol? No; por supuesto, no lo ha visto. Solamente la Tierra tiene la bomba nueva, y ustedes, la gente del Centro, han olvidado ya la guerra en la que se utilizó.
«Bien, créame, un sesenta y cuatro por ciento de probabilidades de sobrevivir con billones de vidas en juego, me parece una proporción muy razonable. Si no tenemos éxito, el primer ciudadano utilizará sin lugar a dudas su bomba, aunque solamente sea como lección para asegurarse de que los otros sistemas le seguirán sin problemas. Si nosotros lo intentamos y fallamos, esos billones de personas morirán, pero habremos hecho lo que hemos podido para evitarlo. Si ocurre esa catástrofe, señor, ¿podría estar tranquilo consigo mismo sabiendo que ni tan siquiera lo intentó?
Durante unos segundos pareció que Zim iba aún a rehusar aceptar la posibilidad, pero fue el último vestigio de las influencias que su mente aún tenía por su pasado como comerciante.
—De acuerdo, lo intentaremos. Ya nada peor puede pasarnos; quizá descubramos un planeta agradable fuera del nuevo imperio solar y nos establezcamos allí para el resto de nuestras vidas. Una cosa voy a necesitar, y es completa tranquilidad para realizar mis cálculos. Ustedes tendrán que ocuparse del resto de la nave, la limpiarán, se alimentarán, se divertirán sin mí durante el tiempo que necesite para realizar mis cálculos. Cada serie me llevará como mínimo un día, y probablemente tres días más. Durante estos días no debo ser molestado.
—No se le molestará —dijo Kovak—. Tiene mi palabra.
3
Zim había subestimado la dificultad en computar los futuros saltos, según pudo pronto comprobar. Incluso disponiendo de las operaciones matemáticas del computador, aún tenía que calcular, volver a calcular, sudar, volver atrás y hacia delante y siempre confiando no haber cometido fallo alguno; cualquier fallo sería fatal, porque todo el panel que estaba enfrente de él se convertiría en una impresión borrosa ante sus ojos cansados y tendría que recorrer de nuevo los datos equivocados. Cada vez con más frecuencia se le aparecía el rostro de Marta Conners, hasta que finalmente decidió descansar un rato, dejando que su mente volara libre.
Durante este período de relajación una llamada completamente inesperada sonó en la puerta de la sala de control, una llamada que Kovak le había prometido no oiría. Con mezcla de cansancio y ánimo en su determinación de finalizar el trabajo, Zim dio unos pasos hacia la puerta y la mantuvo abierta, dispuesto a encararse con el que le interrumpía.
Su impulso nació muerto cuando Zim descubrió la cara, al parecer pesarosa, de Marta Conners, sola en el pasillo.
—¿Puedo entrar, capitán? Es bastante importante.
Zim lo dudó un segundo, preguntándose el porqué de este cambio repentino en la actitud de Marta; luego se apartó, invitándola a entrar, mientras mantenía la puerta.
—Ya sé que nos han ordenado que le dejemos solo, capitán, pero aún así tenía que hablar con usted. Espero no haberle molestado mucho con esta interrupción.
—Para serle franco, me ha causado algún daño, pero no tanto que no pueda recuperar el tiempo que pierda. Estaba descansando cuando llamó, y tengo aún dos días para terminar los cálculos.
—Oh —la voz de Marta sonó con sorpresa ante la afirmación de Zim—. Pensé que los datos para el cambio de curso tenían que ser hechos inmediatamente, que estábamos estancados aquí hasta que los sacara.
—No —dijo Zim, sonriendo por primera vez desde que ella entró en la sala de control—, porque no estamos aquí como usted ha dicho. Estamos aún en el vuelo a Nivel Siete, cubriendo una distancia endiablada cada segundo, y hasta que no lleguemos a Farstop mis cálculos no significarán nada.
—Entonces, ¿por qué es tan importante que los haga ahora? —preguntó Marta.
—Porque obteniendo los datos preliminares ahora, y no justamente antes del próximo salto, podremos saltar con un mínimo de retraso en el espacio normal. Si esperase a que llegáramos a Farstop para empezar los cálculos, estaríamos detenidos allí durante dos semanas, en lugar de dos días. De este modo, lo único que tengo que hacer es trabajar según las vías creadas por la configuración gravitacional local, y tendremos todo listo. Por supuesto, antes tendremos que repostar, para lo que necesitaremos como mínimo un día.
—¿Y cuánto tiempo necesitará para calcular el próximo salto, una vez de vuelta al espacio normal?
—Cinco o seis horas si tenemos suerte y no hay campo que nos rodee. Depende de muchas cosas. De lo próximos que estemos al centro gravitacional del área objetivo cuando salgamos al espacio normal —momento en que deben realizarse los cálculos—; cuanto más el centro obstruya los campos gravitacionales exteriores, más rápidamente podremos finalizar el nuevo curso. Entonces todo lo que tendremos que hacer es llegar al séptimo planeta del sistema, sacar nuestros tanques y estaremos de nuevo en camino.
—¿Cuánto durará toda esta operación? Quiero decir, la vuelta a la Tierra.
—Veamos: estamos a siete días de Farstop, un día allí sacando datos y otro día repostando; luego partiremos de nuevo. Hay unos veintisiete días de Farstop a Carcamesh, otros dos días allí sacando datos y repostando, luego un último salto de veintiocho días al Sol. Mas o menos sesenta y cinco días si todo marcha bien. Pero en este viaje parece ser que nada marcha bien; de aquí que la eventual duración del vuelo no se pueda determinar.
—Más de dos meses estándar como mínimo.
—Así es. Demasiado tiempo como para permanecer juntos los seis. ¿Por qué no me dice el motivo de su visita? Por supuesto, no era enterarse del tiempo que vamos a tardar en alcanzar la Tierra.
—Está en lo cierto. Sólo que me es difícil decir… lo que quiero decir. Me resulta duro pedir disculpas.
—¿Disculparse? No tiene nada de qué disculparse.
Zim era un comerciante jefe, y como tal, por definición, un diplomático.
—Gracias. Aprecio su consideración, pero aun así quiero disculparme por mis acciones. Como secretaria del presidente, con amplios conocimientos prácticos en lo que a la antropología se refiere, no he debido actuar… o reaccionar como lo he hecho.
—Así es, señorita Conners, lo comprendo.
Zim sonrió, y por un momento Marta pareció preocupada.
—No, lo siento, pero no lo comprende, capitán. No es comprensión lo que deseo, sino el desarrollar un acuerdo de cooperación que no nos deje llegar a situaciones límites. Tenemos una misión que cumplir, y espero que ambos podamos prescindir de nuestros sentimientos personales por el buen término de esta misión.
—Hasta que usted no empezó a molestarme, señorita Conners, yo no tenía ningún sentimiento personal sobre el hecho de que usted estuviera interfiriendo la misión.
—Pero los está desarrollando. Yo tengo cierta cautela hacia usted. Demonios, olvídelo. Debía haber pensado que no deseaba cooperar.
—¿Y eso qué supondría? La sonrisa se borró de la cara de Zim y su fatiga se iba mezclando con la indignación que estaba creciéndole dentro.
—Significa simplemente —dijo Marta fríamente, apreciándose la misma indignación en su voz— que tenía que haber pensado que no se podía esperar más de un mercenario, de un bárbaro incapaz de comprender los motivos de una mujer de la Tierra. Ha retrocedido demasiado durante todo este tiempo que ha permanecido apartado de la civilización.
—Señorita Conners, tengo algo que decirle. En mi sociedad, bárbara según usted piensa, no nos agrada pegar a las mujeres. Pero usted no está actuando como una mujer, y si no se calla y sale de la sala de control en los próximos dos segundos, va a perder algunos de sus dientes.
—Capitán, si se acerca…
—¡Fuera de aquí y no se vuelva a acercar! Si pone los pies de nuevo en esta sala de control sin mi autorización, la encerraré en cualquier habitación y la dejaré fuera en la próxima parada que hagamos para repostar. Si quiere ver la Tierra de nuevo, ¡no se cruce en mi camino!
Resignación y derrota sonaban en la voz de Zim, pero aun así Marta supo que haría lo que estaba diciendo. Se volvió sin decir una sola palabra, abrió la puerta y caminó por el pasillo sin una última mirada.
4
Zim volvió a los paneles del computador y cogió la máquina donde había estado alimentando datos anteriormente. Dejó claro el sistema, y comenzó la doble comprobación que mostraría si la primera parte de sus cálculos había sido o no correcta. La furia desarrollada durante la entrevista con Marta había contribuido a alejar la fatiga de su mente, pero conocía demasiado su psicología para comprender que era sólo temporalmente y que mejor se aprovechaba de su estado actual antes de que se pusiera peor, antes de que volviera el cansancio mental, debido a estar varios días sin dormir.
En unos minutos estaba profundamente inmerso en su trabajo. Cuatro horas pasó antes de que volviera a moverse de nuevo. Cuando lo hizo, fue en respuesta a una llamada en la puerta.
—¿Qué demonios quiere? Zim había abierto la puerta en parte, esperando encontrarse con Marta. Estaba negro porque se le había interrumpido y porque no era ella. Era Mannerheim.
—Quiero hablar con usted, Zim, ahora mismo.
Antes de que Zim pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, Mannerheim le dio un golpe en el pecho, que le envió hacia atrás, hacia la sala de control. Su cuerpo cansado no reaccionaba como en condiciones normales. De aquí que antes de que pudiera mantener el equilibrio, sus pies presionaron el botón del asiento del piloto situado en la parte inferior y Zim se sentó pesadamente en el suelo, apoyando su espalda en la pared de la sala de control. Comenzó a levantarse, dispuesto a mantener a raya a Mannerheim.
—No, estése quieto ahí, Zim.
El tono de mando en la voz de Mannerheim hizo que Zim se detuviera y le mirara. Mannerheim se encontraba en el centro de la habitación con una pistola pequeña y manejable en su mano.
—Siento tener que hacer esto, Zim, pero va a tener que aprender ciertas maneras. Comprendo que no está acostumbrado a tratar con gente civilizada, pero mientras esté con nosotros, por supuesto, actuará como un ser humano. Y esto significa que se cuidará bien de mantener alejada su boca y sus manos de la señorita Conners.
Mannerheim comenzó a acercarse a Zim, y éste no necesitó mucha imaginación para darse cuenta de lo que aquél estaba planeando. La cartuchera de la pistola y sus botas estaban marcadas con el nombre de Zim.
La mente de Zim aún no estaba rindiendo al tope, pero ya intentaba imaginarse un modo de quitarse a Mannerheim de en medio sin ser herido. La suerte le vino a ayudar. En algún lugar por allí cerca había una de esas masas poco frecuentes en el multiespacio, y la nave, preocupándose de la seguridad de los pasajeros, avisó a Zim del problema con un zumbido que duró dos segundos y que provenía del detector de proximidad de masas.
Mannerheim se detuvo, miró hacia el panel de control, y en ese segundo de distracción Zim entró en acción. La desesperación le daba fuerzas, y se desvanecía su fatiga. En un movimiento rápido, sus pies estaban contra la pared; luego su cuerpo se lanzó por el aire, como una fuerza retenida que se pone en movimiento de repente.
Mannerheim sólo pudo hacer un disparo, y luego continuó a ciegas. Las balas pasaron rozando la cabeza de Zim, estrellándose en la pared de la sala de control por encima de los paneles de lectura del computador, haciendo saltar la pintura y volviendo a recorrer la habitación. Mannerheim perdió el equilibrio y cayó al suelo con Zim encima de él casi sin aire en sus pulmones. A duras penas éste intentó coger aire fresco en sus pulmones, pero Mannerheim lanzó su puño contra la cara de Zim, que estaba bien entrenado. Zim tuvo justamente el tiempo de mover la cabeza hacia un lado y poner sus brazos alrededor del pecho de Mannerheim; luego rodaron juntos hacia la pistola, que yacía en el centro de la sala de control, donde en un principio se encontraron.
Antes de que Zim pudiera alcanzar la pistola, Mannerheim se soltó y se puso en pie. Zim le miró cuando su bota iba contra él, dándole en la cara. Este golpe hubiera puesto fuera de combate a Zim en otro momento, pero no fue así esta vez. Zim le cogió el pie y tiró fuerte. Mannerheim cayó hacia atrás, y al caer su cabeza golpeó el panel del control en el borde.
Fue un golpe lo suficientemente fuerte como para romper el cráneo de un hombre cual se rompe un huevo, pero Mannerheim tuvo suerte. Se puso en pie sin visión, sangrando a borbotones, se encaminó hacia la puerta, y cuando de repente se abrió cayó hacia el pasillo, como en un traspié, ante los pies de Kovak.
—¿Qué pasa aquí, capitán? ¿Quiere hacer el favor de explicarme por qué está intentando matar a mi ayudante?
Por primera vez desde que le había visto, Zim apreció indignación en la voz de Kovak.
—Lo que sucede es que este tipo se me acercó con una pistola, diciéndome que me iba a enseñar algunos modales.
—¿Y usted cree que es razón suficiente para golpearle como lo ha hecho?
—Señor presidente, cuando alguien me ataca con una pistola no le golpeo, generalmente le mato.
—Pero…
—No he terminado. La única razón por la que Mannerheim está aún vivo es porque consiguió abrir la puerta antes de que yo cogiera su pistola. Y si vuelvo a ver su cara en esta habitación, le mataré.
—Usted es un asesino de temer, señor.
—No señor, no sería un asesinato, sino una ejecución. Déjeme recordarle, señor presidente, que soy el capitán de la nave y que yo doy las órdenes a bordo. Y le estoy ordenando en este mismo momento que mantenga alejado a ese tipo de mí. Mi trabajo es llevarles a la Tierra. En lo que a esto se refiere, pudiera ser que hubiera demasiado peso en!a nave; si me vuelven a molestar, lanzaré sus cuerpos fuera. Esto es una promesa. Ahora ¡váyanse de la sala de control!
Antes de que Kovak pudiera contestarle, Zim cerró la puerta y le dio una vuelta a la llave.