14

El jueves repite.

Leandro está dentro del jacuzzi. Tiene apoyada la espalda sobre el pecho de Osembe y las manos posadas en sus muslos. Ella le acaricia con una esponja y por un momento cree que va a dormirse acogido en los brazos de ella. El cuarto de baño no es muy amplio y tiene una ducha cercana con la mampara turbia salpicada de gotas. El jacuzzi es azul, ovalado. De tanto en tanto se disparan los chorros de agua y Osembe ríe con los masajes sumergidos. Se ha formado una leve capa de espuma. El pelo gris de Leandro está húmedo y lacio. He leído cosas de tu país, dice Leandro. Es muy grande. Tiene más de ciento cincuenta millones de habitantes y dicen que pronto será el tercer país más poblado del planeta. Soy del Delta, dice ella. Isekiri. Y pronuncia la palabra con otro tono bien distinto del que utiliza en castellano, menos tentativo. Hoy estás alegre. Más contenta, le dice Leandro. Osembe le aprieta contra sí. Tú vienes, yo contenta.

Leandro se había sentado entre los estudiantes en las mesas corridas de la biblioteca pública de Cuatro Caminos, con la enciclopedia abierta para saber algo más del país de Osembe, como si se preparara él también para un examen cercano. Leyó sobre su historia, la fundación mítica, las divisiones religiosas, la pobreza, la independencia, la corrupción. Sabes más que yo, le dice ahora Osembe cuando le oye hablar. Mi país es muy rico, la gente muy pobre. Alguien ha llamado con los nudillos a la puerta. Es Pina, una chica italiana con el pelo teñido de rubio, muy corto. Viene envuelta en una toalla, como si acabara de terminar un servicio. Qué bien vivís, dice con acento alegre. Leandro la recuerda del desfile del primer día. ¿Puedo? Leandro se siente observado por las dos, que aguardan una respuesta. Bueno, dice.

Pina se quita la toalla verde. Su cuerpo es delgado sin apenas senos, con las costillas marcadas. Entra en la bañera y se sienta frente a ellos. Estira los brazos a lo largo del óvalo. Se acerca y se tocan los tres cuerpos. El abuelo muy afortunado, dos chicas para él, dice, y Leandro, aunque sonríe, se arrepiente de haberla dejado entrar. Parece demasiado alegre, quizá drogada. Besa en la boca a Leandro, pero un instante después acaricia los pechos de Osembe y le besa los hombros. ¿Te gusta mirarnos? Pina acaricia a Osembe y se burlan de él con un juego lésbico muy evidente, tosco.

Ese mediodía Leandro leía el periódico junto a la cama de Aurora. Ella parecía envidiar la concentración de él. Léeme las noticias. Leandro levantó la mirada. En ese mismo instante estaba sumergido en las páginas de internacional. En Nigeria, la tierra de Osembe, de ahí su atención al relato, había huelga de trabajadores de las plantas petrolíferas. Más de cincuenta muertos durante las protestas. Era un territorio arrasado, contaminado, donde las grandes petroleras controlaban los recursos. Sin embargo, la violencia se había desencadenado por enfrentamientos religiosos entre musulmanes y cristianos. ¿Qué quieres que te lea?, quiso saber Leandro. Lo que sea. Obvió las páginas de internacional. De política nacional mejor no leer nada. Campaña electoral perpetua. Le leyó los sucesos. Un hombre había asesinado a su pareja lanzándola por el balcón de casa, la joven estaba embarazada de cuatro meses. Dos hombres se habían acuchillado por una discusión futbolística. Al parecer eran hermanos y habían visto el partido juntos. Cómo está el mundo, Dios mío, dijo Aurora, y Leandro entendió que debía saltarse esa sección.

Le leyó la entrevista con un escritor británico que había novelado la vida de Isabel la Católica. A día de hoy, opinaba, habría sido encerrada en un psiquiátrico considerada una paranoide irrecuperable con delirios histéricos. Leandro levantó los ojos. Aurora parecía interesada. Siguió. La decisión de expulsar a los judíos fue tomada por sus mediocres asesores por miedo al poderío económico y social del que empezaban a disfrutar. Su terror a perder posiciones de influencia les llevó a preferir perjudicar al país. Alguna vez le había oído a su amigo Manolo Almendros hablar con autoridad del tema. Con la expulsión de los judíos, España hace su primera declaración formal de mediocridad, celebra convertirse en un país acomplejado y ruin. Y con el Dos de Mayo, añadía, se impuso el triunfo del terruño, cada región supliendo la impotencia como país. Leandro continuó con su lectura, pero un anuncio recuadrado en la falda de la página opuesta atrajo su atención. Dentro de un ciclo de música clásica, organizado por una caja de ahorros, se anunciaba el concierto de piano a cargo de Joaquín Satrústegui Bausán. El día 22 de febrero. Lo comentó con Aurora. Mira, Joaquín va a tocar en el Auditorio. ¿Sacarás entradas? ¿Cuánto hace que no lo vemos?, pregunta ella. Casi ocho años. Será bonito verlo tocar otra vez. Leandro duda. No sé, si quieres.

Leandro y Joaquín Satrústegui se conocían desde niños. Vivían en la misma calle de Madrid. Jugaban juntos entre las ruinas de los bombardeos de la guerra. Recogían balas, restos de las bombas que lanzaba la aviación franquista. Con Joaquín había encontrado un cadáver entre la enruna de un terraplén de lo que ahora es el lateral de la Castellana. Sobre el vientre hinchado del hombre se acumulaba un enjambre de moscas y Leandro había lanzado una piedra grande sobre él para espantarlas. La piedra, al hundirse en el pecho, provocó un ruido sordo, como el de un bombo al romperse. Los dos niños se alejaron a la carrera, pero aquella escena produjo pesadillas recurrentes durante toda la infancia de Leandro. Aún hoy es incapaz de comer carne algo cruda. Aquella mañana Leandro le contó a su madre lo que habían visto. Bestias, se limitó a decir ella. Nada más. Pero nunca olvidó el tono desolado que utilizó en la respuesta.

De la guerra guardaba memorias difusas, tiempos libres en los que los niños vivían en la calle. La victoria significó la vuelta de los hombres adultos, el regreso de la autoridad ausente, el fin de la libertad. El padre de Lorenzo purgó con dos años de servicio militar su afiliación republicana, pero fue ayudado en su destino por el padre de Joaquín. Durante la guerra, este hombre, militar de carrera, había sido dado por desaparecido cerca de Santander y a Joaquín, en el barrio, todos le trataban de huérfano, ayudaban a su madre a sobrevivir, a tirar adelante de él y su hermana algo mayor. Pero el padre regresó con un cargo militar importante y una situación aseada al concluir la guerra. Decían que era un héroe, que había estado en Burgos, cerca del mando. Era un hombre grandón, de andares pesados, con la cara recorrida por venillas rojizas y una papada enorme que se desparramaba por su pecho como un babero de carne. En su casa tenían lugar las clases de piano que recibía Joaquín y a las que permitieron sumarse a Leandro, al que para entonces todos conocían como el hijo de la modista, en especial a partir de la muerte de su padre por una gangrena. Don Joaquín les costeó a ambos los estudios del conservatorio. Les decía estudiad, porque el arte es lo que distingue a los hombres de las bestias. Cualquier animal sabe morder, procrear, sobrevivir, pero ¿sabe acaso tocar el piano? Joaquín y Leandro se mofaban de él en secreto y a Betún, el perro salchicha, feo y malhumorado de la madre de Joaquín, lo tomaban en brazos y le obligaban a tocar con las pezuñas el teclado del piano. Ya verás qué sorpresa se va a llevar mi padre cuando te vea tocar los nocturnos de Chopin.

En la adolescencia la relación de Joaquín con su padre se hizo más esquiva. A los diecisiete años se mudó a París para seguir los estudios de piano. Leandro y él mantuvieron el contacto, primero se escribían, luego se mandaban saludos por intermediarios y al final sólo coincidían cuando Joaquín regresaba a España para algún concierto, convertido en un pianista respetado y celebrado. Perder amigos es un proceso lento, donde dos íntimos caminan en direcciones separadas hasta distanciarse de manera irremediable. Leandro vio morir a don Joaquín, viejo, triste, añorando noticias de un hijo al que admiraba, pero con quien apenas hablaba. Entendía Leandro la amargura de aquel hombre, él también se había convertido en alguien remoto para Joaquín, un recuerdo de otro tiempo. Puede que ni se acuerde de nosotros, le dijo a Aurora. Vamos, le respondió ella, no digas tonterías.

Aurora le urgió a reservar entradas para el concierto, Leandro se resignó. Le conmovía que Aurora fuera más entusiasta que él. Es tu amigo, se alegrará de vernos. Poco después abandonaron la lectura ante la apabullante presencia de Benita, la mujer de la limpieza, que a esa hora de la mañana rebajaba la entrega física para concentrarse en la tertulia.

Al dejar el hospital, el médico recomendó a Leandro que se hicieran con una silla de ruedas para los primeros días, los primeros desplazamientos. Leandro fue esa tarde a una tienda especializada de la calle Cea Bermúdez. La silla era más pesada de lo que creía. Dudaba de su capacidad para manejarla. Prefirió alquilarla. Con suerte Aurora volvería a andar sin problemas, al menos el médico era optimista. El alivio por dejar el hospital se ensombrecía con el pánico ante la nueva situación. Cómprales unos bombones a las enfermeras, se han portado tan bien, le pidió Aurora.

Ahora Pina ríe a carcajadas, con dos grandes incisivos uno montado sobre el otro, una boca fea, de labios finos, una mirada que a Leandro le hace sentirse incómodo. Era la primera vez que entraba en una de esas bañeras enormes, llena de orificios. Osembe había empujado a Pina lejos de sí dos veces, en dos ocasiones en que le pareció que el acercamiento de la italiana era demasiado atrevido. Leandro dejó que lo masturbara un rato con sus manos de dedos huesudos, con uñas pintadas de morado, pero se acercó a Osembe para dejar claras sus preferencias. La tarde termina sin éxtasis ni complicidades.

La encargada, Mari Luz, acepta la tarjeta de crédito de Leandro. Él explica que no lleva suficiente dinero encima, cuando le informan de que debe pagar por las dos chicas. Leandro no quiere discutir, pero mientras emerge el recibo de la tarjeta suma las cantidades. Hoy paga quinientos euros, más la propina de un billete de diez euros que desliza todos los días en la mano de Osembe al despedirse. En dos visitas ha consumido la totalidad de su paga de jubilación. La italiana no quiero que se nos vuelva a juntar, ¿de acuerdo? Mari Luz asiente con la cabeza, aquí usted es el que manda, y Leandro cree recuperar el dominio de la situación gracias a esa muestra de autoridad.

Leandro sale a la calle. El pelo húmedo recoge la brisa fría de la tarde. Se ha peinado frente al espejo del baño. El armarito estaba vacío y sucio. Contenía un peine y un cepillo de dientes gastado, un tubo de pasta sin tapón, reseco y obturado el orificio de salida. La suciedad del lugar parecía arrinconada, oculta más que inexistente, había que emplearse para dar con ella. En la calle, se vuelve para mirar el chalet con las persianas bajadas. Soy un irresponsable, un loco. Se calma al pensar que quizá aquélla fuera la última vez que vería ese lugar. Esto tiene que acabar. No tiene sentido.

No tiene sentido.