15
Lorenzo aguarda a la puerta de casa de sus padres. Recorre diez metros acera arriba, luego abajo. El portal se conserva idéntico a como era en su infancia, sólo la puerta maciza fue cambiada por otra más ligera, fea y frágil cuando instalaron el portero automático. En ese portal esperaba a su madre al volver del colegio si ella no había llegado aún de la compra o algún recado. Sentado en el escalón ha pasado muchas horas de su vida. La calle de la infancia ya no es tan parecida a la que conoció. Había casas bajas de paredes encaladas y tejados rojos. Ahora se han multiplicado los edificios de pisos con ventanas de aluminio. Los ancianos matrimonios que fundaron el barrio en los años cuarenta y cincuenta han muerto todos o casi todos. Cuando alguno sale a pasear parece un náufrago más que un vecino.
Lorenzo acudió a la llamada de su padre. Tu madre quiere pasear y yo solo no puedo bajarla. Después de dos días de casi continuada lluvia, un sol lavado iluminaba la calle. Lorenzo ayudó a su padre a bajar la silla de ruedas los dos pisos sin ascensor. En el primer rellano Leandro se frotó las manos doloridas sobre la chaqueta. En casa, las manos de su padre siempre habían estado protegidas. Nunca cocinaba ni utilizaba cuchillos, no abría latas ni frascos de conserva ni cargaba con cosas peligrosas. Jamás trabajó de albañil en casa, como otros padres. Mira a ver si tú puedes, ya sabes que papá no debe tocarlo, le decía su madre a Lorenzo cuando se trataba de colgar un cuadro o revisar un enchufe. Las manos de su padre les daban de comer y en una ocasión en que se dañó un dedo al pellizcarse con una silla desencolada, llevó durante días un dedil de cuero como protección. Esta mañana le ha visto cargar con la silla hasta la calle y ha pensado que no tiene edad ni fuerzas para cuidar de una mujer enferma. Viven en una casa sin ascensor, con escaleras anchas y viejas. Confían en que Aurora recupere la movilidad, pero si no es así, tendrán que amoldarse a una nueva manera de vivir.
Daremos un paseo por el barrio, volvemos rápido. Lorenzo les mintió cuando dijo que tenía una entrevista de trabajo. No fue difícil encontrar un bar, eso sí se mantiene como antes. Casi cada dos portales hay uno. Sobreviven al tiempo, sin lujos. Son pequeños, sucios, nada sofisticados, pero la gente los utiliza como oficina, lugar de citas, comedor, confesionario, salón de casa. Había una mujer al fondo echando monedas en una tragaperras con su carro de la compra vacío aparcado al lado. La barra de aluminio parecía blanca de tan rayada como estaba. En el periódico encontró un destacado sobre la inseguridad en Madrid donde hablaban del asesinato de Paco. Estaba escrito con tintes de alarma, «la paz turbada de un hombre que regresa a casa por la noche». Lo definían como «brutal asesinato». Lorenzo continuó hasta las ofertas de empleo. Recuadró dos. Quizá llamaría más tarde.
Echaba de menos a Sylvia. Los días de lluvia sin ella en casa se le habían hecho espesos y tristes. A Lorenzo le confortaba escuchar la música constante que llegaba del cuarto de Sylvia. Le gustaba verla llegar y salir con prisas, escuchar el murmullo cuando hablaba por teléfono con sus amigas. Sin ella la casa era triste. Daba igual poner la tele o la radio, sentarse a hacer cuentas en la cocina, silbar en el salón. Si ella no estaba, el eco convertía la casa en la guarida de un lobo herido.
El día de su partida, Pilar vino a buscarla y Lorenzo se ofreció para llevarlas a la estación de Atocha. Acercó el coche al portal y cuando estaba ayudando a Sylvia a acomodarse en el asiento apareció otro coche y pitó para exigir paso. Lorenzo se volvió con violencia, se encaró con el conductor. Era una mujer. ¿Qué pasa? ¿No tienes ojos? La mujer le hizo un gesto de desprecio y Lorenzo estuvo a punto de ir hacia ella. Papá, déjalo. La hija de puta te ha visto con la escayola y aun así pita, la muy payasa. Lorenzo se contuvo, vio el gesto nervioso de Pilar instalada en el asiento trasero. Sin prisa, se sentó al volante. Dilató el momento de arrancar. La ciudad a veces deparaba esos duelos de coche a coche. La mujer de atrás volvió a pitar. Lorenzo levantó el dedo corazón y se lo mostró por el retrovisor. Tu puta madre, imbécil.
Lorenzo ve aparecer a sus padres por la esquina de la calle, a ritmo lento, la silla avanza a trompicones. Se cruza una familia filipina y hay un coche aparcado encima de la acera que obliga a su padre a bajar el bordillo y maniobrar penosamente con la silla. ¿Llevas mucho esperando? No, no. Suben a casa. Aurora parece fatigada. Qué día tan bueno, ¿no?, y lo dice con una melancolía que quiere referirse a algo más que el buen tiempo. También la casa de sus padres le parece ahora a Lorenzo más pequeña, el pasillo más estrecho, el salón insuficiente, hasta el piano de pared en el estudio de su padre le resulta diminuto. La mujer de la limpieza trajina por allí. ¿Todavía tenéis a esta señora?, pregunta Lorenzo. Su padre se encoge de hombros. Meses atrás Lorenzo les oyó discutir sobre Benita. Pobre mujer, decía Aurora. Al parecer los problemas de obesidad la limitaban a un trabajo bastante superficial. Dada su escasa altura necesitaría zancos para quitar el polvo de encima de los muebles. Tu madre la mantiene por piedad, le explicó Leandro. Nadie tiene una asistenta por piedad, les dijo Lorenzo, la tiene para que haga el trabajo. Necesita el dinero, no puedo darle el disgusto de decirle que no venga más, concluyó Aurora.
Lorenzo regresa a su barrio en autobús. No está lejos. Ha tomado el 43 y luego recorre a pie el tramo desde la parada hasta su casa. En el mercado compra una pechuga de pollo cortada en filetes. Camina hacia casa con la bolsita. Esa noche su amigo Óscar le ha llamado para salir y comerán algo por ahí. Saldrá con él y su mujer, quizá se unirá Lalo. Hablarán de política, de fútbol, alguien comentará un programa de televisión o una incidencia del trabajo. Siempre será mejor que quedarse solo en casa, viendo la televisión. La noche anterior Lorenzo se fue pronto a la cama, pero perdió el sueño al contacto con las sábanas. Del fondo del armario donde acumula la ropa, ahora mustia sin el contacto con la ropa de Pilar, sacó una muñequita Barbie que esconde desde hace tiempo. Fue un juguete de la infancia de Sylvia, ya olvidado, abandonado también. Era rubia, aunque había perdido el brillo del pelo. Llevaba un trajecito corto con cierre de velcro. Lorenzo se metió con ella en la cama, le desprendió el vestido y se masturbó mientras acariciaba los pechos salientes, dinámicos, bien perfilados y repasó el contorno, los muslos largos, perfectos y rozó el pie inclinado, casi de puntillas. Fantaseó con el culo de la muñeca, lo imaginó real. A veces le hacía el amor en la cama, otras en la bañera. La había encontrado al fondo de una caja de juguetes arrinconados. Con la marcha de Pilar se removieron armarios, se reordenó la casa. Fue una especie de mudanza parcial. La muñeca le sorprendió, como si regresara del pasado. Estuvo a punto de tirarla a la basura, pero algo le detuvo. La muñeca le hablaba, le excitaba con su tacto de plástico, su volumen estudiado, el perverso diseño de formas, el gesto del cuerpo, la nariz altiva, algo despreciativa, fría, elitista. Pasó a ser una compañera absurda de sus juegos eróticos, un consuelo solitario. Después de correrse, Lorenzo volvía a vestirla y la ocultaba de nuevo en el fondo del armario, bajo los calcetines gruesos y las camisetas que ya nunca usaba.
Lorenzo llega al portal de su casa y llama al ascensor, hasta que repara en el cartelito adherido que anuncia otra avería. Suspira con disgusto. Ocurre a menudo. Es lento, pequeño y su motor se agota cada dos o tres semanas. Cuando Lorenzo comienza a subir las escaleras escucha abrirse el portal. Entra la chica ecuatoriana que trabaja para la joven pareja del quinto. Empuja el carrito del niño y de las asas lleva colgada dos repletas bolsas de compra con el emblema del supermercado. La ve detenerse ante el ascensor y luego enfilar hacia la escalera. Está a punto de ignorarla, pero lo piensa mejor. Deja que te ayude. Ella le da las gracias sin saber si tenderle las bolsas o el cochecito.
Lorenzo posa su bolsita blanca en el regazo del niño dormido y agarra el cochecito por las ruedas delanteras. Lo levanta en vilo. Ella hace lo mismo desde el otro extremo y suben. El esfuerzo tiene algo de repetición, una hora antes subía a su madre de modo parecido. El niño duerme, ignora el traqueteo. ¿Pensabas subir sola los cinco pisos?, le pregunta Lorenzo. Ella se encoge de hombros. Nunca han intercambiado más allá de un hola, a veces Lorenzo saca la lengua al niño o le guiña un ojo, pero con ella no más de una sonrisa y un saludo silencioso. Ahora la observa. No es muy alta, tiene el pelo castaño, liso, cae peinado sobre sus hombros. Su cuerpo parece ensanchar a medida que desciende, pero el rostro es de rasgos indios hermosos. La mirada afilada, rasgada, la boca fina pero bonita, la nariz con personalidad, rotunda pero agradable. ¿De dónde eres? Ecuador, dice ella. ¿Y su hija?, Lorenzo no acaba de entender la pregunta. ¿Qué tal la pierna? Ah, bien, bien. Se ha ido a pasar estos días con su madre. El cansancio comienza a hacer mella, aunque él prefiere no detenerse si ella no lo hace. ¿Está separado? Sí, pero mi hija vive conmigo. Lorenzo no puede evitar una ráfaga de orgullo. Ahora soy el padre y la madre. Su hija es bien chévere, muy simpática, dice ella. ¿Sylvia? Sí…, y Lorenzo siente que quizá ésa sea una forma de afearle que él no es de natural amable. ¿Cómo te llamas? Daniela, ¿y usted? Lorenzo, pero, por favor, tutéame.
Un mechón liso del pelo se ha cruzado sobre su cara y Lorenzo tiene ganas de apartárselo, ella sopla para recolocarlo. En Loja teníamos un sacerdote español que se llamaba Lorenzo. Nos explicaba el martirio de San Lorenzo, nos daba mucho miedo. Lorenzo levanta las cejas. Sí, bueno, claro. En la parrilla y todo eso. Atraviesan el rellano del tercero. Yo me llamo Lorenzo por San Lorenzo de El Escorial. Parece ser que mis padres me engendraron allí, durante un trabajo de mi padre y no sé, les debió gustar el nombre, porque en mi familia no hay otros Lorenzos. Siempre me han contado eso. Daniela sonríe con timidez. ¿Es bonito El Escorial? No lo conozco. Lorenzo piensa un instante. ¿Bonito? Bueno, es… interesante. Si quieres te llevo un día, yo hace siglos que no voy. No, no se preocupe, se excusa Daniela, como si temiera un malentendido. Lorenzo se incomoda. Ella posa el carrito en el suelo. Han llegado al cuarto. Es tu piso, ¿no? Lorenzo se opone. No, no, te acompaño al tuyo, por favor. Daniela se resiste, pero suben el último piso a buen ritmo, casi sin hablar. La respiración de ambos suena más agitada. Se despiden después de que Daniela abra la puerta. Queda dicho, el día que quieras te acompaño a El Escorial. Me hace ilusión, de verdad. Daniela ríe y le da las gracias dos veces más.
Lorenzo tira la cazadora sobre el sofá. Ha roto a sudar tras el esfuerzo. Entra en la cocina y bebe directamente del grifo. A Pilar no le gustaba que lo hiciera. Ahora ya no importa. Tampoco le gustaba que se afeitara en la cocina, como hacía a veces. Hay mejor luz. Y se reía cuando le oía orinar y tirar de la cadena antes de haber acabado. ¿Tanta prisa tienes? Ya nadie corregirá sus pequeños vicios.
Suena el timbre de la puerta. Lorenzo se da la vuelta. Deja que suene otra vez. Cuando abre se sorprende al ver a Daniela en el umbral. Ella levanta la bolsita de Lorenzo con la compra del mercado, sonríe. Es tuyo, ¿no? Lorenzo atrapa la bolsita. Gracias, es mi comida de hoy. ¿Sólo comes eso? Lorenzo se encoge de hombros. Hoy estoy solo. De pronto entiende que Daniela sienta piedad, casi pena, ante un hombre de más de cuarenta años que vuelve solo a casa con un ridículo paquete de comida. No se dicen nada, pero Daniela señala el piso de arriba y le recuerda que ha dejado al niño solo. Lorenzo la ve subir por las escaleras. Lleva un pantalón ajustadísimo, vaquero negro. Piensa en Pilar, jamás se habría atrevido a llevar ropa tan ceñida, por más delgada que estuviera. Estas chicas en cambio tienen ese atrevimiento. Marcan los pechos, el culo, los muslos, las formas, utilizan colores extremos, a veces se escotan, enseñan el vientre por la calle, se exhiben sin complejos pese a la talla. Sylvia ha heredado ese pudor al propio cuerpo. Viste de negro, ropa amplia, estira las mangas de los jerseys hasta deformarlos para cubrirse las manos, si va a salir con los amigos se anuda la chaqueta a la cintura para esconder el culo.
Lorenzo ha dejado las noticias puestas en la tele del salón mientras fríe la pechuga en la sartén. Llegará a tiempo para sentarse a ver los quince minutos dedicados al fútbol. En el frutero sólo queda una pera golpeada, que enseña un lado morado, blando.