3
Si alguien me observa en la distancia a estas alturas debe de estar del todo confuso. Cuando para uno mismo nada de lo que hace tiene sentido, es lógico pensar que aún será más inescrutable para quien lo mire de lejos.
Eso es lo que piensa Lorenzo mientras asiste a la procesión de la Santa Marianita de Jesús por las calles cercanas a la plaza de la Remonta. Apenas sabe nada del mito que la sustenta. Sus lágrimas de sangre derramadas cien años atrás, su vida de flagelo y martirio para lograr por medio del dolor la santidad de Dios. Desde hace semanas, después de verse con el inspector Baldasano en aquella especie de desafío entre ambos y cuando superó el pánico a ser detenido en cualquier momento, vive convencido de que alguien sigue sus pasos, espía sus llamadas, vigila sus movimientos. Esta percepción, que en un principio le produjo pánico, pasados los días sólo le intriga. Le fuerza a veces a hacer un ejercicio de identificación con su perseguidor y tratar de compartir su perspectiva. A ratos también un Lorenzo se aparta del otro Lorenzo, como si tuviera que redactar un informe completo de sus actividades y el resultado sólo fuera un confuso amasijo de acciones sin conexión determinada. ¿Qué hace? ¿Adónde quiere llegar? ¿Qué busca? El juego se convierte en divertido cuando, como ahora, ni él mismo sabe qué sentido tiene su presencia en aquel lugar. Daniela le ha dicho, vamos a ver la procesión, a mi madre le gustará que le envíe fotos.
No están por allí los miembros de la iglesia de Daniela. Tampoco el pastor de voz dulce y nariz tan ganchuda que parecía el candado de su cara. Daniela ha comprado una cámara de fotos de usar y tirar, envuelta en un cartón amarillo. Lorenzo dispara la foto y gira la ruedecilla que hace avanzar el negativo con un ruido de carraca. Así, Daniela aparece en primer plano y detrás la imagen elevada por los vecinos. Sonríe un poco, le dice, y ella sonríe fabricando esa hoja de dos filos con su boca. Lorenzo mira un instante a su alrededor. Sí, definitivamente es difícil explicar lo que hace allí. Hay pocos españoles. Un par de hombres discretos, uno con el pelo canoso y otro grueso, que acompañan a sus parejas ecuatorianas. Antes, cuando veía una de esas parejas, miraba con cierta desconfianza a los españoles, incluso con cierta displicencia. ¿Seré yo ahora así?, se pregunta.
Lorenzo pasa largos ratos en casa de sus padres, junto a su madre. Sabe que le quedan pocos meses de vida y lo que al principio fue angustia y dolor ahora es casi rutina. Semana a semana, las horas de conciencia de Aurora se reducen. Está marcada de muerte a la altura de los pómulos y la boca consumida. Como si el esqueleto ganara palmo a palmo su autoridad final. Comprende que ella quisiera ocultarles a todos la gravedad de su estado, nunca ha querido ser protagonista. Siempre aceptó un papel secundario al lado de su marido. Importaba la carrera de él, la tranquilidad de él, su espacio. Niños, no hagáis ruido, papá escucha música o prepara su clase, les decía a Lorenzo y sus amigos cuando pasaban la tarde jugando en casa. Vámonos a dar un paseo para que tu padre esté un rato a solas, le decía otras veces. Deja que papá lea tranquilo, tu padre no se encuentra bien estos días, eran frases que Lorenzo recordaba. Luego también asumió un papel secundario con respecto a él, como hijo. Sus estudios, su vida, sus diversiones eran cosas que le importaban pero sobre las que nunca fue posesiva ni intrigante. Ahora se esforzaba por que la enfermedad fuera un problema personal que no afectara a los demás. Parecía querer decir tranquilos, no os preocupéis que yo me moriré poco a poco, sin hacer ruido, seguid con vuestras cosas sin alteraros por nada.
A Lorenzo le gustaba quedarse de pie junto a la cama de su madre, ordenarle la mesilla donde tropezaban las gafas y algún libro con las cajas de medicinas y el vaso de agua. ¿Qué diría esa voz exterior? Ahí vemos a un hijo asistir a la muerte de su madre sin grandes demostraciones de dolor, un hijo que presencia con pesadumbre el rito de despedida de quien le dio la vida sin poder hacer nada para compensarla.
Sería interesante saber lo que pensaban esos ojos cuando le veían hacer una compra ridícula en un supermercado del barrio. Algunas latas de sardinas, huevos, cervezas, conservas, los yogures que le gustan a Sylvia. Qué pensaría de un hombre que duerme solo desde hace meses, abandonado por su mujer, y que en la cama no deshace el lado de ella, que se limita a plegar el cobertor por su extremo y se introduce en la cama sin tocar la almohada que era de ella, como si hubiera una barrera de cristal que le impidiera apoderarse por completo del que todavía era un lecho conyugal pese a la ausencia definitiva de una de las partes. Esa casa inhóspita como una cueva cuando Sylvia no está. Y cada vez está menos. Había días en que salía de casa resplandeciente, como si se hubiera convertido para siempre en una mujer madura, bella, autónoma. Otros días era la misma niña perezosa, enroscada como un gato a su almohada en el calor infantil del cuarto y con algún grano rojizo y encendido en la frente o la barbilla.
Se relacionaba con ella de la misma manera oscilante. Días de monosílabos y respuestas evasivas, con tardes de bromas, de compartir la mesa de la cocina o ver juntos un partido de fútbol en la televisión y discutir porque ella defendía, por ejemplo, al rápido extremo argentino al que él criticaba por su falta de conexión con el equipo o sus estériles regates lejos del área. He ahí también al padre de una hija adolescente que lo ignora casi todo de ella, que será el último en saber lo que seguro saben sus amigos, sus cercanos, hasta es posible que su madre. Tampoco él le había contado su relación con Daniela.
Porque aquél era sin duda el capítulo más confuso de sus días actuales.
Si eran novios, era un noviazgo extraño. Caminaban separados por la calle, se despedían con dos besos en la mejilla junto al portal. Las tardes en que salían daban largos paseos, Daniela caminaba despacio, casi arrastrando los pies. Entraban en algún café o en alguna tienda donde ella se probaba unos zapatos o una falda y salían después de desechar la compra, ya fuera por el precio o por la terca insistencia de ella en que todo le sentaba mal, tengo las piernas gordas, los pies demasiado pequeños. Aunque a veces alguna conversación provocaba la espléndida sonrisa de ella, era difícil que se quebrara la distancia, que cayera el muro invisible que los separaba. Uno habría pensado que eran sólo amigos si no fuera por el gesto lánguido que Lorenzo adoptaba al verla irse y la melancolía que lo acompañaba hasta volver a su casa.
Los fines de semana pasaban horas juntos, a veces con amigas de ella. Entonces eran más largos los ratos de mirar escaparates o probarse un pantalón o una camiseta. Sólo de tanto en tanto ella aceptaba la invitación de él. Recorrían los rastrillos, comían en restaurantes baratos. Los domingos por la mañana acudían juntos al local religioso y charlaban un rato con el resto de asistentes mientras los niños corrían entre las sillas. Después organizaban las bolsas con comida, como saquitos de racionamiento que se repartían entre los que acudían a recogerlos con el digno gesto del que acepta la caridad.
A veces paseaban a solas por los caminillos del Retiro y ella se detenía a saludar a algún conocido ecuatoriano que miraba a Lorenzo como si lo juzgara un usurpador. Si él le comentaba algo sobre las miradas como machetes que le prodigaban sus paisanos ella sólo decía no hagas caso, son hombres.
Yo he tardado mucho tiempo en poder soportar esas miradas de los hombres que parecen poseerte entera, le explicó un día Daniela. ¿Crees que no siento esos ojos que te manosean por delante y por detrás? Son miradas que te hacen sentirte como una puta sucia sobre la que ellos tienen derecho de disfrute. Los hombres son siempre muy agresivos. Lorenzo se veía en la obligación de justificarlos, decía que no siempre escondía violencia esa manera de mirar, a ratos podía ser una forma de admiración.
Si un hombre quiere halagarte, le explicaba ella, sólo tiene que mirarte a los ojos y bajar la vista, no tiene por qué regodearse en tus pechos y en las caderas y acosarte. Ésos que te desafían con la mirada cuando te ven conmigo son los mismos que me violarían con los ojos si me los encontrara sola.
La actitud de Daniela, sensible a cualquier modo de acercamiento sexual, pese a la carnalidad que desprendía casi sin esfuerzo, obligaba a Lorenzo a pedir excusas si sus brazos se rozaban o se golpeaban sus rodillas bajo la mesa o tocaba su muslo al ir a cambiar una marcha en la furgoneta. En el mercadillo le probaba un collar o unos pendientes, te sientan bien, le decía pero al despedirse sólo se atrevía con un que descanses. A su manera, el gesto más cariñoso de Daniela hacia Lorenzo había sido una tarde en que al salir de su portal y caminar hacia él, le había mostrado su móvil y le había dicho ¿sabes que te he puesto entre los cuatro números gratuitos que me da la compañía?
El trabajo no era menos complicado de definir. Wilson se hacía acompañar por tres o cuatro de sus compatriotas a los que dirigía con autoridad durante una mudanza o una recogida. Lorenzo se había fabricado una tarjeta con su nombre y su teléfono móvil bajo la escueta definición de Portes. En muchas ocasiones, sin embargo, su trabajo se limitaba a acompañar a Wilson al aeropuerto y recoger a un grupo de ecuatorianos recién llegados en la camioneta. Era una especie de rentable taxi colectivo. Lorenzo daba vueltas a las terminales para esquivar la vigilancia policial y Wilson le hacía una llamada perdida cuando el pasaje ya estaba listo. Los repartían por la ciudad y sacaban limpios sesenta o setenta euros. Wilson sonreía con sus ojos desparejados y le explicaba a Lorenzo, cuando llegas a tierra extraña, siempre te confías a un compatriota.
A Lorenzo le hubiera gustado saber si el inspector Baldasano tenía conocimiento de sus actividades y si éstas aumentaban sus certezas o le convencían por el contrario de que Lorenzo debía ser eliminado de la lista de sospechosos del asesinato de Paco. Verle batirse por unos cuantos euros, trabajar la jornada completa para sacarse un sueldo ínfimo debía sorprenderle. En caso de haber apostado a alguien tras los pasos de Lorenzo su día tenía que ser muy complicado, sin horas establecidas ni rutinas predecibles, con la jornada llena de remiendos laborales. Sorprendente en alguien que no hace mucho había tenido trabajos estables. Si me estás mirando, pensaba Lorenzo, bienvenido al último escalón laboral. También él se sorprendía al verse rodeado de ecuatorianos, con la camiseta sudada en plena labor en cualquier acera de la ciudad.
Daniela le llevaba a veces a la Casa de Campo los sábados por la tarde. Allí se encontraban con Wilson y amigas de ella, compraban algo de beber en los puestos improvisados y picaban de las humitas, las arepas o las empanaditas cocinadas en aceite humeante. Al caer la tarde se sentaban a escuchar la música de baile que salía de algún coche cercano con las puertas abiertas. Wilson al poco tiempo de estar en el país ya era alguien reconocido por toda la comunidad. Lorenzo era una especie de socio local para su capacidad emprendedora, su agresiva necesidad de recaudar dinero. Para eso estoy aquí, amigo, para hacer caja, se limitaba a explicar.
En aquel lugar no era raro encontrarse con el que había bebido demasiado o el que salía caliente del partido de fútbol sobre el campo de arena cercano al lago. A veces se desataban rivalidades entre carreras que levantaban nubes de polvo. Si alguien se ponía violento era reducido por los demás. Pero el alcohol causaba estragos. En una de esas tardes fue Wilson el protagonista. Daniela y sus amigas, entre ellas su prima Nancy, lo sacaron de una pelea y borracho como una cuba lo llevaron a casa en la furgoneta. En el portal, Lorenzo quiso ayudarlas, pero Wilson dijo que podía subir por su propio pie. Al día siguiente, Daniela le contó a Lorenzo que en la casa aún bebió más y que tuvo un arranque violento contra ellas, que le pedían que dejara de beber. Las muchachas se refugiaron todas en la habitación de Daniela, pero le oyeron destrozar a patadas y golpes el mobiliario a su alrededor hasta que cayó rendido. Por más que pidiera perdón al despertar, fueron inflexibles y desde ese día dejó de dormir bajo su mismo techo.
Fue entonces cuando Wilson convenció a Lorenzo para alquilar una casa. Lorenzo daría la cara ante la propiedad, la gente no quiere alquilarnos a nosotros, contigo no tendrán problema. Encontraron un viejo piso sin ascensor en la calle de los Artistas. Lorenzo firmó el contrato con una mujer mayor y confiada que tenía las piernas tan hinchadas que no le acompañó en la visita por el piso. Le dejó las llaves y le esperó en el portal. A los pocos días, Wilson se había instalado en el mejor cuarto y alquiló el resto del piso a cinco compatriotas. Dos de ellos casados, pero sin hijos. El negocio le salía perfecto. Tenía alojamiento gratuito y aún sacaba dinero para compartir beneficios con Lorenzo. Un trato es un trato y un socio es un socio, le dijo al entregarle la primera paga.
A la segunda semana, Wilson había colocado un colchón en un trastero y lo alquilaba por noches. A veces cerraba el trato con alguno de los recién llegados que recogían en el aeropuerto. Son sólo quince euritos, hermano, anunciaba la oferta, hasta que encuentres algo mejor. Lorenzo tuvo que sortear la llamada de la dueña a la que una vecina había informado de que el piso era un nido de sudacas, como ella mismo dijo. No, no, le tranquilizó Lorenzo, me están haciendo unos pequeños arreglos, pero en cuanto los terminen se van de ahí y entro yo con mi familia. Y tres días antes de que expirara el mes, Lorenzo terminó de tranquilizarla con el pago puntual del alquiler acompañado de una bandejita de pasteles, detalle que le aconsejó Wilson. Tengo dos hijos, le explicó la mujer, uno está de militar en San Fernando y el otro trabaja en Valencia en la construcción, pero tardan meses en venir a verme, ellos fueron los que me convencieron de alquilar. Y hace bien, mujer, usted disfrute de la renta, le dijo Lorenzo, y no deje que las vecinas le hagan mala sangre.
Wilson era emprendedor. Había convencido a Lorenzo para convertirse en prestamista de tres familias. Somos sus ángeles de la guarda, no unos aprovechados, le explicaba. Les avanzaban el dinero imprescindible para alquilar un piso y pagar la fianza, siempre desmesurada por la desconfianza de los caseros, y Wilson se encargaba de recolectar las cuotas con sus preceptivos intereses. ¿Crees que los bancos son mejores que nosotros?, a esa pobre gente no les dejan ni limpiarse los pies en el felpudo de entrada. La cantidad prestada ascendía a tres mil euros. ¿Pagarán?, preguntó Lorenzo.
¿Conoces a algún pobre que no pague sus deudas? Ellos saben que estamos haciendo una buena obra, que ayudamos a los demás, le convencía Wilson.
Jamás Lorenzo habría imaginado cuando lo recogió en el aeropuerto, callado, nostálgico, desubicado, que Wilson se convertiría en una presencia diaria en su vida. Pero el músculo de Wilson para rehacerse, para encontrar otra fórmula de multiplicar un euro, le admiraba. Tú eres mi amuleto, le decía a Lorenzo, para prosperar acá se necesita un socio de acá.
Daniela era la única que no parecía seducida por él. Toma demasiado, y aunque después de la trifulca prometiera dejar el alcohol, ella le eludía. Lorenzo no le hablaba de su estable sociedad con Wilson, sabía que ella desconfiaba de él. El trago envalentona, decía Daniela. Yo ya lo sufrí con mi papá. Un hombre que bebe es un hombre débil.
Wilson se justificaba ante Lorenzo. Esa india es muy cuadrada. ¿A quién le perjudica tomar unos tragos después del trabajo? Lorenzo trataba de sacarle más información sobre Daniela, pero Wilson se evadía. Allá tampoco la conocía tanto. O se tomaba enigmático, yo creo que esa india es santa. Puede que tengas razón, concedió Lorenzo. Mirarse en los ojos de Daniela es toda una experiencia. Es como si te bañaran, como si te devolvieran más limpio. Wilson se echó a reír.
Lorenzo se ve como alguien que da vueltas en torno a un tesoro bien protegido, sin atreverse a rozarlo por miedo a que se esfume. Ronda con precaución la fortaleza de Daniela, a la busca de emprender el asalto definitivo. Desconoce si alguien ajeno observa sus tímidos avances o si la propia Daniela se burla de sus miramientos. Pueden parecer sólo maniobras inocentes de un enamorado, al menos así lo ve él cuando siente su propia mirada volverse ajena y se observa a sí mismo desde la distancia.