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Es sábado. Sylvia abre la puerta a un chico joven. El abuelo se asoma desde su cuarto. Es mi alumno, Luis. Mi nieta Sylvia. Ambos se saludan y esquivan la mirada del otro. Sylvia se refugia en su cuarto y desde allí escucha, lejana, la clase de piano que tiene lugar en el salón. Pronto las nuevas rutinas se asentarán. Hoy todavía sorprenden.

Hace dos días que el abuelo se trasladó a vivir con ellos. Sylvia lo veía en el hospital, cuando visitaba a Aurora. Un día lo encontró sentado cerca de la cama. Con la cabeza pegada al transistor de la mesilla. Se está quedando sin pilas, le dijo, cuando descubrió a Sylvia, que llevaba un rato mirándolos desde la entrada de la habitación. Aurora estaba ausente. Sylvia abrió la puerta del armario y buscó un abrigo. Lo posó a los pies de la cama, luego abrió la silla de ruedas. Hace un día estupendo, abuelo. Leandro la miró y luego se puso de pie. Vamos, dijo ella. Leandro quitó la bolsa de suero de su percha y se la posó en el regazo a Aurora. Luego hizo lo mismo con la del calmante. Entre los dos la reclinaron y la trasladaron con cuidado a la silla. Apenas pesaba. Le habían puesto el abrigo al sentarla sobre el colchón, Sylvia miró entonces la blanquecina desnudez bajo el camisón. Aurora abrió los ojos pero carecía de la fortaleza para conservar el pudor. Al ver sus pies desnudos, Sylvia sacó de su mochila dos calcetines gruesos, de pelo de llama, son de la Patagonia, dijo, mientras se los ponía. Leandro se quitó el cinturón y lo pasó alrededor de la cintura de Aurora fijándola a la silla. No se nos vaya a caer. Aurora no parecía ser consciente de lo que sucedía en torno a ella. Lo importante es aparentar la mayor normalidad, dijo Leandro al empujar la silla. Sylvia le abrió la puerta.

Esperaron el ascensor durante un rato tenso. Leandro miró a su nieta pero no se dijeron nada. Había demasiadas plantas en el edificio y el ascensor se saturaba. Sylvia le recolocaba las bolsas de suero y calmante, asegurándose de que las vías no se movieran bajo el abrigo que la cubría. Cada vez les cuesta más a las enfermeras encontrarle la vena, dijo Leandro.

Las puertas se abrieron y pudieron bajar al exterior. La plaza de acceso era un enorme cuadrado de cemento. Caminaron despacio hasta llegar a la calle cercana, amplia la acera y el paseo arbolado. Le invadió un intenso olor a soldadura metálica. También el percútante sonido de una obra próxima, tras las tapias de chapa. Se alejaron del ruido hacia la calle espesa de tráfico, enorme avenida casi del tamaño de una autopista. Los tubos de escape intoxicaban el aire, pasó cerca un autobús que frenó con estrépito metálico en su parada. Hacía calor, pero una ligera brisa rozaba el pelo de Aurora. Buscaron el refugio de una calle lateral, más tranquila.

Hace años todo esto era un enorme descampado y en verano se organizaban verbenas aquí, dijo el abuelo.

Aurora viajaba con los ojos abiertos, aunque desde días atrás sus frases quedaban sin sentido. Afirmaba dubitativa con la cabeza cuando le preguntaban si sabía quiénes eran los que se asomaban ante ella. Sylvia se ofrecía a empujar en cada obstáculo de la calle, cuando las aceras se estrechaban era imposible pasar entre una papelera y una señal de tráfico, el tubo de una farola o un árbol. Sin decirse nada, dieron la vuelta a la manzana y reemprendieron el camino hacia el hospital, el nivel de las sondas estaba bajando.

Por lo menos ve la calle, dijo Leandro. El hospital es horrible. Sylvia lamentaba lo frustrante del paseo. La calle no era acogedora, el ruido era molesto, nada era hermoso para mostrar a la mirada vacía de Aurora. Es una sensación muy contradictoria, dijo Leandro. Cuando vivíamos juntos siempre deseaba quedarme a solas, que ella se fuera a pasear con sus amigas. Me encantaba el silencio en el que se sumía la casa. Pero si tardaba en regresar me ponía nervioso y comenzaba a inquietarme, a dar vueltas por el pasillo, a asomarme a la ventana. Se detuvieron frente a un semáforo, el ruido de la calle obligaba a Leandro a elevar la voz. Ahora sé que ese silencio me gustaba tanto porque sabía que luego volvería a llenarse con su voz, sus preguntas, su programa de radio. Ahora ya…

Leandro no terminó la frase. Se acercaban al hospital.

El primer día que pasó en su casa, Sylvia se dedicó a observarle. Era un hombre silencioso. Bajó temprano a comprar el pan y el periódico y se sirvió un pedazo de pan con un hilo de aceite sentado en la cocina mientras leía las noticias. Lavó lo que había ensuciado y lo dejó en el escurridor. Miró cómo Sylvia tocaba algunas notas en el piano. Está desafinado, le dijo, con el traslado. Esta tarde llamaré a Suso, el afinador.

El hombre apareció hacia las nueve. Leandro acababa de llegar del hospital. Lorenzo le reemplazaba por las noches. Era un espectáculo ver trabajar al afinador. Tenía Parkinson, pero se le borraba el temblor cuando pulsaba las teclas. A veces cantaba encima de las notas, con un timbre horrísono. La, si, do, fa. Leandro guiñó el ojo a Sylvia, que aguantaba a duras penas las carcajadas. Los vibratos del hombre provocaban una especie de desolación cómica. Afinaba todos los pianos de la academia, le explicó el abuelo, conoce la maquinaria mejor que nadie. Tu abuela le invitaba a comer siempre que venía a afinar el piano de casa. La hacía reír. El hombre oyó mencionar a Aurora y se limitó a decir, qué arroz preparaba, estupendo. Ni en un restaurante se comía así.

Esa misma mañana Sylvia había terminado las clases. Sólo le quedaba algún examen de repesca para evitar más suspensos. Había dejado una asignatura para septiembre, pero creía poder evitar las demás. Lo cual era casi un milagro después de la desconexión de los últimos meses. Para preparar a su padre, días atrás le había dicho que creía que le quedarían tres asignaturas para septiembre. Lorenzo se había escandalizado. ¿Estás loca? ¿Quieres repetir? Ella le aseguró que las sacaría. Ya verás, tu madre me mata, dijo Lorenzo. Si es que te tenía que haber cortado todo ese rollo de novio y esas horas de volver a casa, pero estamos todos con la cabeza en otro sitio. Venga, papá, déjalo. Yo la he cagado y yo lo voy a arreglar, le prometió Sylvia. Fue entonces cuando Lorenzo, serio, con la mirada clavada en la bandeja de croquetas, dijo, ojalá yo pudiera volver al instituto. Luego se levantó y se abrió una lata de cerveza. ¿Me das un traguito?, le preguntó Sylvia. Él dudó durante un segundo y le pasó la lata. Mientras ella bebía un trago corto, Lorenzo se sentó frente a ella. ¿Desde cuándo bebes tú cerveza? Balanceó la cabeza sin esperar respuesta. Luego habló para sí mismo, sin atreverse a mirar a su hija. No sé, sólo me gustaría que no te convirtieras en una mierda, ¿sabes?, es tan fácil convertirse en una mierda. Tú ahora eres… Lorenzo se detuvo. No sé, es tan fácil cagarla. Hacerlo todo mal.

Sylvia quiso entonces abrazarle, pero hacía tiempo que entre ambos se había establecido una barrera física. Sólo la rompían con bromas. Él la despeina, ella le salpica con la colonia que él odia, él le pone la zancadilla sentado en el sofá, ella le quita el mando a distancia. Un abrazo sería un suceso mayúsculo. Le preguntó si ya no salía con la chica ecuatoriana y él se limitó a decir ¿Daniela? No, era todo un lío.

Come, papá, las croquetas te han salido cojonudas, le dijo Sylvia. Y él engulló una de un bocado, como si pretendiera hacerla reír.

Sylvia había entrado en el despacho del profesor de matemáticas antes de la hora de salida. Vengo a entregarle el trabajo que me pidió. Ah, déjalo por ahí. Había otros dos profesores del departamento, en vasos de plástico degustaban un vino que alguno de ellos había traído. Sylvia posó sus hojas encima de la mesa. ¿Qué tal? ¿Lo hiciste bien? No sé, le respondió Sylvia. Don Octavio le sonrió y ojeó los papeles que ella había escrito. Bueno, ya me lo miraré con calma a ver si podemos subirte la nota, eh.

Antes de irse, Sylvia dirigió una última mirada a los profesores del fondo. Parecían alegres. Sí, puede que estuvieran borrachos. Del vino apenas quedaban tres dedos de un color rojo cereza. Ellos también celebraban el final del curso. Don Octavio se había sentado y leía el escrito de Sylvia con una sonrisa vaga.

La enfermera se encaró con el abuelo cuando los vio regresar por el pasillo. Es usted un irresponsable, sacarla sin preguntar, ya verá cuando venga el doctor. Pero el doctor se limitó a sonreírle y aumentar la dosis de tranquilizante. Luego se llevó al abuelo fuera de la habitación para hablarle a solas. Sylvia se quedó sentada frente a la cama de Aurora.

Su respiración comenzó a agitarse. Abría y cerraba la boca como si se ahogara. Sylvia se puso nerviosa y se asomó al pasillo. Leandro y el doctor entraron en la habitación. Está en los estertores, les dijo. Leandro y Sylvia se quedaron a ambos lados de la cama, a solas con ella. Leandro le sujetaba una mano y Sylvia le acariciaba la cara.

No tardó demasiado en morirse. Lo hizo de una manera discreta. Las respiraciones se espaciaron, de pronto parecía que cada una fuera la última, pero llegaba otra aún más débil. Y así fue durante algunos minutos. Hasta que la boca le quedó entreabierta y Leandro trató de cerrársela. En el instante de la muerte, Sylvia sintió que algo abandonaba a Aurora. No era su alma ni nada de eso que uno podía imaginar. Era como si le abandonara la persona, lo que había sido, la esencia de lo que Sylvia amaba en ella, su presencia, y quedara limitada a un cuerpo, como un recuerdo, más un objeto que otra cosa. No tuvo nada místico. Sylvia miró a Aurora y ya no veía a su abuela en ella, ni a una mujer, sólo un pedazo de carne inerme. Levantó los ojos llenos de lágrimas y encontró a su abuelo, que también la miraba, pero le sonreía. Era ya sólo algo entre ellos dos, un asunto entre los vivos.

Sylvia cruza de su cuarto hasta la cocina. El abuelo y su alumno detienen el ejercicio. Seguid, seguid, ¿queréis beber algo? Luego les deja sobre la mesa una jarra de agua con hielos y dos vasos.

A Sylvia le parece que el chico tenía una cara interesante, con una boca inesperada que daba sentido al resto de sus rasgos. Vestía de una forma discreta, como si no quisiera desvelar demasiado con su indumentaria. Al volver a su cuarto, nota la mirada de él clavada sobre ella.

Cuando les oye levantarse, acabada la clase, asoma la cabeza para decir hasta luego. El abuelo se queda junto al teclado y ordena las partituras. Sylvia acompaña a Luis hasta la puerta. ¿Vendrás todo el verano?, le pregunta ella. Sí, hasta agosto no tengo vacaciones. Ah, bueno, pues ya nos veremos. Luis aprieta el botón del ascensor y se vuelve hacia Sylvia, que aguarda a cerrar la puerta. No me esperes, cierra, cierra, dice él. No, no, es igual. Sylvia espera a que él entre en el ascensor y se despiden con un gesto.

¿Quieres tocar un poco? A Sylvia la sorprende la pregunta de su abuelo, se encoge de hombros y se acerca hasta sentarse frente al piano.

El abuelo numera las notas de una partitura del uno al cinco con un viejo lapicero. Luego posa las manos de Sylvia en el teclado y le dice el número que corresponde a cada dedo. Sylvia repite lo marcado. No, fíjate bien, toca lo que está escrito. Ella comienza de nuevo. La espalda más recta. Las muñecas en línea, no las fuerces. Muy bien. Como si tuvieras una pelota dentro de la mano. Ahora vamos a tocarlo una octava más alto. Vuelve a colocar las manos de Sylvia. Sus dedos artísticos rozan los dedos jóvenes de su nieta. Éste es un do, fa, sol, fa, la, si, do, do. El abuelo comienza a cantar las notas en cada pulsación de ella.

Sylvia ha quedado por la tarde con Mai y Dani. Hablan un rato. Mai les hace entrar en una tienda de ropa. Luego ella sale para hablar casi media hora por el móvil mientras cruza de acera a acera en la calle. Ellos dos terminan por sentarse en el bordillo a esperar a que termine la conversación.

Me he dado cuenta de una cosa de Mai, le dice Dani. Por su aspecto nadie lo diría, pero te juro que por dentro es una maruja, ya puede ponerse todo lo moderna que quiera, pero en diez años estará casada, pagando la hipoteca de un adosado y trabajando de cajera en Carrefour, o algo así, ya lo verás. Con rastas y todo.

No sé, a lo mejor todos acabamos igual, responde Sylvia.

No jodas, tía.

Sylvia se junta después con amigos de su clase en un bar de Malasaña. La calle está repleta de estudiantes borrachos que celebran el final de curso. Aglomeración en las aceras, a la puerta de los bares. Hay policía que vigila los bancos de una plaza y los chicos se apilan en los bares rebosantes. Sylvia está rodeada de compañeros, cerca de la barra. De vez en cuando alguien levanta la voz por encima del ruido, con una risa o un insulto. Le suena el móvil. Es Ariel. Vaya tetas, oye Sylvia decir a un chico cuando pasa por delante de un grupo para salir del bar. Estoy en el aeropuerto, voy a embarcar ahora. Sylvia se tapa el otro oído con la mano. Te oigo fatal, espera que me salgo afuera.

Tenía ganas de despedirme, no te molesta, ¿verdad? Sylvia le escucha. Ha salido a la calle y apoya el pie sobre el bordillo de la acera. Al revés, me encanta, llámame cuando quieras, no sé. Yo puedo llamarte también, ¿no? Claro. ¿Cuántas has suspendido?, pregunta Ariel. Creo que sólo una. La semana que viene lo sabré seguro. O sea que te luciste en el último minuto. Igual que tú, responde ella. ¿Y las matemáticas? Aprobadas. Por los pelos.

Sylvia levanta la mano para saludar a dos amigos del instituto que llegan por la calle. Al otro lado del teléfono, de lejos, escucha la voz de megafonía del aeropuerto. Ariel le habla. ¿Llevas el collar?, pregunta Ariel. Sí. ¿Lo estás tocando? Sylvia lo saca de debajo de la camiseta y acaricia la pequeña pelota dorada rota en la mitad que cuelga de su cuello. Sí, lo estoy tocando. Yo también…, dice Ariel. Te voy a estar mirando, eh, Sylvia. Te voy a estar mirando. Y yo a ti, dice ella.

El ruido al cortarse la comunicación suena más abrupto que nunca. Sylvia se queda un instante en la calle. Está algo borracha. Hace un rato tuvo que comerse un bocadillo y bajar el ritmo de cervezas. Su ropa y su pelo apestan a humo. En uno de sus oídos resuena un pitido percútante y desazonador. El asfalto aún desprende calor del día y Sylvia nota su camiseta sudada.

Un rato después se despide de sus amigos. Decide caminar hasta casa. Lo hace sin prisa, por la calzada, al lado de los coches, evita a la gente en la acera. Pasa delante del piso de Ariel. Lo alquilaré, no quiero venderlo, le dijo él. Si lo necesitas, no tienes más que pedírmelo. Tiene ganas de estar sola, de caminar sola. Siente una especie de dolor en el pecho, intenso pero placentero. Es como si hubiera una herida, pero una herida leve, una marca en la piel que quieres acariciar, reconocer, disfrutarla por todo lo que significa para ti. Ahora que aún está, porque es posible que, pronto, desaparezca.