LAS LOLITAS
Tito y los partisanos plantaron los cimientos de la nueva Yugoslavia el 29 de noviembre de 1943, en la conferencia clandestina de Jajce, en Bosnia, en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial. Gracias a su insolencia (en ese momento no tenían la más mínima idea de cuál iba a ser el desenlace de la guerra) y también a su valor, supongo, así como al resultado general de la Segunda Guerra Mundial, los ciudadanos obtuvieron un nuevo Estado, Yugoslavia, y festejaron durante años el 29 de noviembre como el aniversario de su creación. Hasta que se desintegró. Yugoslavia, digo. Ahora los cinco (pronto serán seis y quizá incluso sean siete más adelante) Estados minúsculos que surgieron del cascarón de la antigua Yugoslavia celebran sus propios aniversarios.
Hace varios años, un pequeño grupo de personas decidimos celebrar en un bar de Ámsterdam el aniversario del país inexistente. Parte en broma, parte por nostalgia, parte por la necesidad de vernos y «olfatearnos» un poco, ¡cosas de emigrantes! A la hora fijada empezaron a dejarse caer por el local emigrantes yugoslavos: croatas, bosniacos, serbios, eslovenos, albaneses, todos los que estaban en Holanda a causa de la guerra.
En un rincón de la barra se sentaron dos bosniacos. Uno de ellos, al parecer enfadado, refunfuñaba:
—¡Me cago en la poca cabeza de ese Tito!
—¿Por qué?
—Hombre, ¿a quién se le ocurre hacer un país en noviembre?
—¿Y por qué no?
—Pues porque si hubiese sido en mayo ahora estaríamos haciendo una barbacoa…
El camarero —que obviamente presenciaba semejante conmemoración «masiva» por primera vez en su vida de camarero— preguntó:
—¿Y qué estáis celebrando?
—Un cumpleaños.
—¿De quién?
—De la antigua Yugoslavia.
—¿De la dictadura de Tito?
—Sí, esa misma, la antigua…
—Espera, ¿quieres decir que estáis todos a favor de la dictadura? —entornó los ojos, incrédulo, el camarero.
—No, estamos a favor de la democracia —le contestó el bosniaco, sin inmutarse.
—¿Entonces por qué celebráis el día en que el dictador subió al poder?
—Porque con la dictadura nos vino la democracia.
—¡Estáis chiflados! —balbuceó el camarero.
—Sí, lo estamos —contestó tranquilamente el bosniaco.
¿Y cómo intentar ahora, cuando se ponen en marcha las denominadas verdades comunes, que cuentan con el apoyo de los medios de comunicación y el crédito de las masas, decir otra cosa? ¿Cómo explicarle a un camarero que las cosas no eran exactamente tal cual él creía si nosotros mismos no estamos seguros de que fueran diferentes de lo que él piensa? ¿Acaso nosotros —en nombre de una vida que continúa— no hemos retocado nuestra historia personal acercándola al llamado lugar común?
Cuando durante la guerra de Yugoslavia intenté explicar lo que estaba pasando a una conocida de Europa occidental, me interrumpió con impaciencia:
—A nosotros jamás nos podría pasar semejante cosa —empleó el término semejante cosa para no ensuciarse la boca con la palabra guerra, supongo.
—¿Por qué?
—Porque tenemos la democracia —dijo con convicción. En lugar de darle pena yo a ella, de repente me la dio ella a mí. Con el mismo tono ortodoxo podía haber dicho también «Porque tenemos el comunismo». No habría habido ninguna diferencia, nada habría cambiado en el fondo.
En las dictaduras comunistas la gente corriente no estaba tan impregnada de ideología (como supongo que debe de creer mi camarero), la mayoría, al igual que en otras partes, trataba de sobrevivir. Y, no obstante, las dictaduras, aunque no fueran otra cosa, funcionaban como escuelas gratuitas de concienciación política: incluso una asistenta analfabeta se sabía «la política» al dedillo. Para sobrevivir la gente era lista y astuta, era mentirosa (homo duplex, homo sovieticus) y cobista; llevaba a cabo sus pequeños «eslálones» políticos con una agilidad inusual, caminaba a diario por una cuerda floja sobre el precipicio, era flexible; vivir en la dictadura no era fácil. Sí, eran interesados, sobornables, sinvergüenzas, lo eran todo, lo único que no puede decirse es que no tuvieran conciencia política. Atrapaban los matices políticos como moscas al vuelo, conocían el sistema de señales, sabían imprimir y leer la prensa «entre líneas» con una astucia asombrosa. Todos, por supuesto, «cruzaban los dedos» detrás de la espalda y esbozaban una sonrisa oportuna; pronto aprendieron a ser hipócritas. Los yugoslavos, es cierto, eran más torpes desde el punto de vista político que los checos, los húngaros y los polacos, por la sencilla razón de que en la «dictadura de Tito» se vivía infinitamente mejor. Se volvieron perezosos, perdieron los reflejos, quizá por eso no se percataron de las señales de su inminente catástrofe.
Volvamos a nuestro camarero. ¿Cómo le explico ahora que en la nueva democracia poscomunista, en la «democratura», tengo que luchar por los derechos de los que disfruté en la dictadura comunista sin ninguna lucha? El derecho a la igualdad de géneros, el derecho al aborto, el derecho a no asistir a clase de religión en la escuela si no quiero, a no llevar una cruz en el cuello si no quiero, a no declarar mi etnia, si no quiero; el derecho a no odiar al Otro si no quiero; el derecho a decir en voz alta que quizá no haya vivido iluminada por los fuegos artificiales de la democracia, pero que tampoco estaba del todo a oscuras, además en el comunismo la electrificación ocupaba un lugar prioritario, ¿no es así? ¿Cómo, entonces, puedo recuperar mis derechos obtenidos en el comunismo, sin tener que sufrir a la vez unas consecuencias brutales; la pérdida de empleo; la pérdida de voz pública; la pérdida del dentista (que se convirtió en el dentista personal del presidente Tudjman, y a mí me repugnaba compartir mi dentista con el presidente del Estado); la pérdida del ginecólogo que, por jugar al tenis con el presidente, se convirtió en ministro de Sanidad; la pérdida de amigos que afirman haber estado ciegos hasta el momento y por fin haber «abierto los ojos»; la pérdida de la manicura que colgó un retrato de Pavelić en su salón (y yo no permito que me corten las uñas a la vez que me obligan a contemplar a un fascista); la pérdida del fontanero, que ya no arregla los grifos a «serbios, gitanos y yugonostálgicos»; la pérdida del editor, que entretanto se había convertido en jefe de policía; la pérdida de la editorial, que entretanto había decidido vivir a costa de la quinta edición de Mein Kampf?
Dos lolitas rusas —Lena Katina y Yulia Volkova— incendiaron hace tres años la tradicional Europa de Eurovisión con sus apasionados besos en el escenario. A muchos les gustó el espectáculo como una pequeña muestra de la nueva Rusia, sexualmente liberada (porque durante el comunismo no había plátanos, de modo que, supongo, tampoco había lesbianas). Las lesbianas adolescentes prendieron como cerillas en el escenario del espectáculo de la música pop y se apagaron igual de rápido. Más tarde el responsable de su imagen debió de aconsejarles que se rediseñaran un poco. Katina lanzó una campaña mediática declarando que no era lesbiana, que los besos con su compañera musical no pasaban de un truco de publicidad barata, que de momento estaba profundamente inmersa en la religión ortodoxa, que leía a Dostoievski y tocaba el piano a diario. Nada de eso logró impresionar a los medios de comunicación, de modo que, para variar, las niñas decidieron meterse un poco en política. En un programa de televisión americano Volkova gritó Fuck the war!, refiriéndose probablemente a la guerra de Irak, aunque no puede decirse con seguridad, lo que, parece ser, no fue muy bien aceptado.
Total, que el resultado de los esfuerzos de las chicas por crearse una nueva imagen circula estos días por YouTube. El vídeo se llama Yugoslavia. Katina canturrea una melodía triste y se ve una secuencia de planos cuya procedencia nadie, por mucho que lo intente, es capaz de descifrar. Entre los planos de agua, de detonaciones, de puestas de sol, de flores, de niños y de soldados, aparece también la morena Volkova, encargada de personificar Yugoslavia. Su bonito rostro ocupa toda la pantalla. Ni a ella misma ni a ninguna otra persona se le ocurriría pensar que sus hombros menudos ocultan todas aquellas cabezas oscuras y grasientas de los asesinos y criminales locales. ¿Por qué se le iba a ocurrir, por qué iba ella o cualquiera a relacionar cosas tan lejanas?
(Como una muchacha confusa de ojos negros, esperas en la otra ribera, pero no puedo llegar a tu lado, no puedo, no puedo, no puedo. Perdóname, hermana mía, Yugoslavia, porque la muerte vino con la lluvia primaveral, porque no he venido a salvarte, perdóname, hermana mía, mi Yugoslavia…)
Es obvio que Yugoslavia es Serbia. Y más obvio todavía que la «hermana Yugoslavia» es la Serbia ortodoxa. La letra de la canción llora la muerte del Gran Hermano e insta al ejército soviético, el mismo del lejano 1949 cuando de verdad existió el peligro de que los soviéticos ocuparan Yugoslavia, a que «la salve, al igual que salvó a otros países del bloque comunista». Ahora, sin embargo, los tiempos han cambiado, lo siento, ty prosti menja… Cómo ha logrado el Gran Hermano muerto —surcando años-luz— penetrar en la letra de las modernas lolitas rusas ni lo sé, ni me interesa. Lo que me preocupa en todo este caso es la ignorancia de rostro atractivo que estira como un chicle a las víctimas de la guerra en la antigua Yugoslavia y a la vez hace unos globitos muy sexys. Para ser exactos, tampoco eso me preocupa demasiado. Me preocupa el impacto mediático de esos globitos, la popularidad de la que goza el vídeo, sobre todo entre los jóvenes de la antigua Yugoslavia y de Rusia. Ellos, al igual que sus ídolos pop, no tienen la más mínima idea de quién es quién en todo esto.
Mi camarero enseguida se pondría a la defensiva y se sacaría de la manga el as de siempre: esas suculentas imágenes de televisión —que saltan de la pantalla como un resorte cada vez que hace falta— con un grupo de gente mayor y apenada que agita unas banderas rojas y desgastadas en medio de la Plaza Roja.
—¿Me está diciendo que eso es mejor? —pregunta en un tono ortodoxo que conozco demasiado bien. Ah, no, no estoy diciendo nada. Estoy de acuerdo, viejos comunistas, gente fea que se parece a coles creciendo en un campo cercano a Chernóbil…
Sin embargo, hay algo que me parece más peligroso que la gente mayor que ha crecido en dictaduras y, debido a la contaminación ideológica general, se parece hoy día a coles feas y deformadas. ¿Y qué es? Umm, una multitud de jóvenes, consumidores de sistemas democráticos —tanto los occidentales como estos nuevos, del Este—, hijos contentos de la democracia, ignorantes vaciados de cualquier ideología, excepto la ideología del éxito. Arrullados en la democracia, como ratones en un queso, trabajan —trincando ociosamente de ese queso—, obran juntos en la excavación de un futuro agujero enorme. Quizá me preocupe ese agujero futuro, porque el mundo es de los jóvenes (me lo susurra el comunismo muerto desde su tumba). Porque en él, en ese agujero vacío, podría un día brotar un ejército obediente y ponerse, sin vacilar, al servicio de unos manipuladores futuros. Manipuladores, digo: ni siquiera tienen que ser dictadores.