UN CUENTO SOBRE EL OLVIDO Y EL RECUERDO
Un amigo mío de diez años vino a pasar las vacaciones de Semana Santa a Ámsterdam. Lo llevé al Museo de Ana Frank. No sabía quién era Ana Frank. Intenté acordarme de si yo a su edad sabía quién era Ana Frank. Y entonces afloró a la superficie el recuerdo de mi diario, en el que me dirigía a una amiga imaginaria cuyo nombre era Ana Frank.
El año pasado tuve la feliz oportunidad de tratar durante dos meses con estudiantes de literatura comparada en una facultad alemana. Algunos de mis estudiantes hablaban varios idiomas con fluidez, eran jóvenes, «gente de mundo», un pequeño grupo internacional. Es cierto que algunos eran privilegiados sociales, pertenecían a la categoría de diplobrats o, traducido, de mocosos diplomáticos.
Tenía libertad para dar las clases sobre lo que quisiera. En un momento determinado me di cuenta de que mi asignatura, debido al deseo natural de hacer que mis estudiantes me entendieran, se estaba transformando poco a poco en una lista de notas a pie de página. Mis alumnos sabían quiénes eran Lacan, Derrida y Zižek, pero el número de libros que leían era sorprendentemente reducido. Les mencionaba un nombre: Ceszław Miłosz. No sabían quién era Ceszław Miłosz. Mencionaba la palabra: samizdat. No sabían qué era samizdat. Es comprensible, pensé, y comencé a explicar, intenté explicar… En algunos de los antiguos países comunistas, los manuscritos se difundían de forma ilegal, en copias, tecleados en máquinas de escribir, dije. Pero entonces me di cuenta de que no era capaz de explicar lo que era el papel de calco y lo que eran las copias, por una razón muy sencilla: porque no era capaz de explicar lo que era una máquina de escribir. Las máquinas de escribir, de momento, permanecen en el limbo del olvido: todavía no están en los museos, pero ya no se pueden encontrar en las tiendas. Es cierto, se las puede ver en películas…
En un limbo del olvido muy parecido a ése permanece también toda la cultura de la Europa del Este creada durante el comunismo. Era una cultura interesante, unida por un paisaje ideológico parecido, el paisaje comunista. El hecho es que la mejor parte de esa cultura nació de la resistencia contra el comunismo, del pensamiento crítico, de la subversión que se manifestaba de distintos modos, en distintos géneros (como «cultura clandestina» o como «cultura oficial», la última a menudo con doble fondo). Parte de ese paisaje cultural está incrustado en muchos de nosotros. Algunos todavía recordamos excelentes películas polacas, checas y húngaras, excelente teatro, la cultura del samizdat, exposiciones domésticas, representaciones teatrales, pensadores, intelectuales y disidentes de orientación crítica, libros fantásticos, libros experimentales cuya subversión continuaba la tradición de los movimientos vanguardistas de la Europa del Este. Todo eso ha desaparecido, desgraciadamente, ha desaparecido cubierto por el implacable estigma de la cultura «comunista». Hoy día pocos son los que saben quién era Bulgákov, pese a que sus libros, como los de tantos otros, se han traducido, las películas se han visto, y los artistas, como Iliá Kabakov, se han encuadernado en monografías de lujo.
No obstante, ¿acaso el estigma comunista es el único culpable del olvido, si es que culpa es la palabra acertada? Por supuesto que no. Una buena parte de los motivos del olvido cultural se puede atribuir al mercado global. La cultura global supone, antes que nada, un mercado global. El mercado global, como cualquier otro, se guía por unos principios sencillos: la ley del más fuerte. Podemos añadir a esto el miedo a la excomunión, ese reflejo innato en cada uno de nosotros. El mercado se nutre precisamente de ese reflejo consumista y vive gracias a él. En otras palabras, si en mi clase todos llevan unas Nike, también yo las llevaré porque no quiero ser excluido, ¿o no? Si soy rebelde, el mercado encontrará una forma de satisfacer mi rebeldía permitiéndome llevar mis deportivas anti-Nike. Como consecuencia, el joven consumidor global devora a Michel Houellebecq y lo considera el escritor más subversivo del mundo, olvidando por completo el hecho de que la «subversión» de Houellebecq se vende en las librerías de todos los aeropuertos y por millones de ejemplares. Vivimos en la época de la revolución informática y del mercado global (de modo que nuestro consumidor llevará una camiseta con un autógrafo de Malévich), pero también en los tiempos de una nueva ignorancia, nueva barbarie (de modo que nuestro consumidor no estará seguro de quién era, en realidad, ese Malévich).
La mayor parte de la culpa del olvido cultural recae sobre los protagonistas del pasado cultural. La histeria acerca de ese pasado todavía dura, el pasado es el chicle preferido de los intelectuales, historiadores, escritores, académicos, medios de comunicación y políticos. En Croacia, por ejemplo, Yugoslavia sigue siendo una palabra medio prohibida. Hace unos quince años, muchas bibliotecas croatas llevaron a cabo un expurgo de libros «comunistas», «serbios», «cirílicos» y otros considerados «políticamente incorrectos». Así, puede pasar que mi amigo de diez años no encuentre en su programa escolar el nombre de Ivan Goran Kovačić, el gran poeta, que se unió a los partisanos, y al que mataron en la Segunda Guerra Mundial. El autor del famoso verso onomatopéyico, que todo croata se sabe de memoria —I cvrči cvrči cvrčak na čvoru crne smrče (Y grilla grilla el grillo en el nudo del enebro negro)— era Vladimir Nazor. Los profesores de lengua croata suelen usar este verso, como un trabalenguas, para impresionar a los estudiantes extranjeros que aprenden croata. Los estudiantes extranjeros no tienen ni idea, sin embargo, de que también se ha intentado borrar el nombre de Vladimir Nazor durante la reciente histeria antiyugoslava y anticomunista. El viejo poeta, al igual que Ivan Goran Kovačić, se unió a los partisanos de Tito y le dedicó un poema. Los dos poetas están muertos. Su rehabilitación en este momento la están llevando a cabo los miembros del movimiento gay croata que sacaron de alguna parte la idea de que Nazor y Kovačić supuestamente eran homosexuales y amantes. Los anticomunistas (y hoy día, por supuesto, todos son anticomunistas) esperan en secreto que esta rehabilitación «lúdica» tenga éxito para que sus propios intentos de borrar a Nazor y Kovačić pasen inadvertidos. En otras palabras, esta intervención histórica debería suprimir la orientación comunista (hoy día inaceptable) de los dos poetas y sacar a la luz su orientación homosexual (hoy día aceptable). Se trata de tan sólo un pequeño ejemplo de la esquizofrenia en la que viven los que producen la esquizofrenia y los que la consumen, pero también un ejemplo de la esquizofrenia de la cultura poscomunista y de la transición en general.
¿Por qué mi amigo de diez años no sabe quién es Ana Frank?
Durante una estancia reciente en Zagreb vi en la televisión un programa matinal, Buenos días Croacia, el preferido de mi madre. En una breve sección dedicada al pasado, se contaba la historia de una niña llamada Lea Deutsch, actriz de teatro, «la favorita de Zagreb» y «la Shirley Temple croata». La voz amable de la locutora acompañaba la secuencia de imágenes en la pantalla: «Y entonces un día metieron a Lea Deutsch en un tren que iba a Auschwitz, pero ella nunca llegaría al destino ya que fallecería en ese tren. Después de tanto tiempo, apenas hace un año se le dio a una calle de Zagreb el nombre de la niña…» ¿Por qué metieron a la niña en el tren? ¿Quién lo hizo? ¿Y el hecho de que después de varias décadas haya una calle con su nombre implica que los comunistas lo impedían? ¿Significa que la calle se llama Lea Deutsch gracias a las nuevas autoridades democráticas?
Lea Deutsch era judía y «la Shirley Temple croata». Después de que Himmler en persona visitara a Ante Pavelić en Zagreb en 1943, las autoridades nazis del Estado Independiente Croata, para complacerle, metieron a Lea Deutsch y a su familia en un tren rumbo a Auschwitz. Y sólo hoy se le da una calle porque las nuevas autoridades, que no terminan de pronunciarse alto y claro sobre el fascismo del Estado Independiente Croata, lo hacen de una manera indulgente, decididos a lavar un poco su propia imagen y a hacerla algo más políticamente correcta.
Volvamos a mi amigo de diez años. ¿Por qué le he llevado al Museo de Ana Frank? Porque es adecuado para niños de su edad. El edificio se encuentra en pleno centro de la ciudad y delante hay siempre largas colas de turistas esperando. Creo que la mayoría de los visitantes salen de allí llevándose la historia sobre los holandeses valientes que escondían y protegían a la familia Frank. Hay otro museo en Ámsterdam, el Museo de la Resistencia. Ése queda un poco alejado del centro y no suele haber colas a la entrada. Pese a que su nombre sugiere lo contrario, en el Museo de la Resistencia uno puede obtener datos sobre cómo los holandeses denunciaban a sus conciudadanos judíos, y por añadidura parece que fueron más diligentes que los demás europeos. Además, por cada denuncia se llevaban una pequeña recompensa.
En su nuevo diseño de la historia, los croatas no son diferentes de los holandeses, del mismo modo que los holandeses tampoco son diferentes de mucha otra gente. Todos —Estados, instituciones, medios de comunicación, políticos, escuelas, maestros, historiadores y señoras optimistas, como yo, que han decidido cambiar las cosas— trabajamos con el recuerdo y el olvido, para arreglar y rearreglar la historia, todos lo hacemos, cada uno de nosotros, cada uno a su modo y por sus motivos, cada uno en su campo. Por eso he llevado a mi pequeño amigo al Museo de Ana Frank. Quizá la próxima vez lo lleve al Museo de la Resistencia. O quizá no.