V
La chica
«Las cosas nunca salen como uno prevé.»
Presa (Michael Crichton)
CUANDO ME METÍ en el poco glamouroso mundillo de los agentes encubiertos y las operaciones ultrasecretas tenía clara una cosa: no podía de ninguna manera dejar que mi vida personal entorpeciese mi trabajo. Ya les he dicho que nunca fui un buen estudiante, y tampoco fui el tipo más popular del instituto, ni de la universidad, ni de ningún lado. A menudo la gente me consideraba un tío bastante distante, incluso asocial, con problemas para relacionarme con el resto del mundo. Supongo que es cuestión de opiniones, pero nunca me he considerado asocial, sino más bien socialmente selectivo. Elijo con sumo cuidado la gente con la que quiero relacionarme, y desecho por sistema a aquellas personas cuya existencia no aporta nada de positivo a la mía. Lo llevo haciendo desde hace muchos años y, desde que entré en el Cuerpo de Policía, con más razón aún.
Ni que decir tiene que conservo algunos buenos amigos de mi época pre-policiaca, aunque procuro informarles lo menos posible de los asuntos en los que ando metido. Cuanto menos sepan, mejor.
Lo mismo se puede aplicar al tema de las chicas. Tengo mis necesidades, como cualquiera, pero procuro evitar los compromisos… es mejor así, tanto para ellas como para mí.
Así llevaba siendo mi vida estos últimos años hasta que la conocí a ella. Yo había quedado en un bar de los habituales con un par de amigos de mi época estudiantil cuando apareció. ¿Se dan cuenta de esa secuencia tan de película en la que entra una chica despampanante en un bar y todo el mundo se detiene, la gente deja de hablar, de moverse, de pensar, y sólo tienen ojos para ese bombón de chica, que entra como a cámara lenta, meneando sensualmente la melena mientras suena una música cañera de fondo? Pues no fue así ni parecido. La chica entró, sí, acompañada por una amiga, pero nada ni nadie se detuvieron, todo el mundo siguió a lo suyo y, aparentemente, yo fui el único que reparé en ella.
Llevaba una racha digamos… algo infructuosa con las mujeres, así que no me costó mucho decidirme e ir a hablar con ella y su amiga. De perdidos al río. Mis dos amigos estaban medio borrachos, así que les sugerí que me esperasen allí, que me las arreglaba mejor solo. Me hicieron caso y me acerqué a ellas.
—Hola chicas, ¿esperáis a alguien?
La morena sonrió y dijo que no, mientras la rubia se limitaba a reírse como una tonta. Parece que aún no habían pedido nada de beber.
—¿Os puedo invitar a algo?
Sí, sé lo que estarán pensando, eso está ya muy trillado, pero es lo que se me ocurrió en aquel momento. En realidad es la única manera que se me ocurre para comenzar una conversación de bar con una chica a la que me quiero ligar. A veces funciona.
—Sí, claro —dijo la morena, que parecía haber tomado la delantera, nunca mejor dicho. En fin, podría hacer un comentario de mal gusto pero lo obviaré. El caso es que la chica era muy atractiva y parecía más locuaz que su amiga, que seguía sonriendo como una quinceañera tonta—. Un Martini para mí.
Su amiga atinó a pedir otro para ella. Hice un gesto con el brazo para atraer la atención del camarero y tropecé con el tío que estaba al lado en la barra.
—Perdón.
El tío gruñó pero al ver a las chicas se contuvo de decirme nada más.
—¿Sois de por aquí? No os había visto nunca.
Yo seguía hablando en plural por educación aunque había decidido desde el primer momento que la rubia me importaba un bledo, pese a que su cuerpo era casi tan interesante como el de la morena y lo llevaba mucho más al descubierto.
—Venimos de vez en cuando. Yo soy Susan y ésta es Hannah.
Les dije mi nombre. Bueno, uno por el que podían llamarme, no el verdadero. El camarero dejó sus copas sobre la barra, que estaba cada vez más llena de gente. Galantemente cogí ambas copas para acercárselas. Por desgracia las cogí con demasiado brío y derramé parte del líquido sobre ellas en una escena nuevamente muy de película. Esta vez cómica.
—Joder, serás imbécil —alcanzó a decir Hannah, que llevaba un top muy escotado que quedó parcialmente mojado por el Martini.
—Lo siento mucho —dije torpemente mientras les tendía un par de servilletas para secarse.
Susan sonrió. También la había mojado un poco a ella, aunque iba con una camiseta cerrada, menos insinuante aunque igualmente atractiva.
—No te preocupes, no pasa nada.
—De verdad que lo lamento, yo… Será mejor que me vaya.
—No, espera —dijo Susan. Se veía que a ella sí le había caído bien. Menos mal, porque la rubia ya me había puesto la X de persona non grata—. ¿A qué te dedicas?
Me inventé algo sobre la marcha. Era el procedimiento estándar. Después la escuché hablar. Era una persona muy abierta y se veía a la legua que era inteligente y educada. Tenía treinta y cuatro años, una melena larga y lisa de color negro azabache, una sonrisa encantadora y, pese a lo discreto de su vestimenta (una camiseta floreada y unos pantalones vaqueros), se intuían unas curvas espectaculares distribuidas con notable acierto a lo largo de su metro sesenta y cinco de estatura. Nunca he tenido un «tipo» de mujer que me guste en detrimento de todas las demás pero, de tenerlo, sin duda sería muy parecido a ella.
Su amiga parecía aburrirse con nuestra conversación y, cuando un tío atlético, mucho más alto y fuerte que yo, lleno de tatuajes y piercings y con cara de tener un retraso mental severo, se le acercó con la aviesa intención de un poco de movimiento horizontal, ella accedió a marcharse con él. Genial. Ahora yo tenía vía libre. El caso es que al poco Susan decidió que se lo había pasado muy bien conmigo, pero que ya era hora de irse… cada uno a su casa. Me dio su número para que volviésemos a vernos otro día. No era exactamente lo que yo esperaba pero, como he leído alguna vez en algún sitio, las cosas nunca salen como uno prevé.